domingo, 28 de mayo de 2017

EL SÍNDROME DE ULISES: EL MIEDO A REGRESAR A ÍTACA

 
 


Si leemos atentamente “La Odisea”, nos es posible percibir el instante dramático en que la narración alcanza su clímax. Es el instante en que comprobamos que Ulises es especialmente humano y vulnerable al miedo y al fracaso.  Se trata del momento en que, al fin,  Ulises regresa a Ítaca, se infiltra en su propio palacio como un mendigo, se echa sobre unas pieles que las sirvientas le han extendido  para que duerma en el suelo y cae en la cuenta de que no es capaz de conciliar el sueño, de que el miedo -el más humano miedo- le atormenta y le impide dormir. Es ese pasaje situado en el capítulo XX en que comienzan a agitarse  por la mente de Ulises las dudas sobre si podrá salir victorioso de la lucha que ha de entablar al día siguiente contra los  pretendientes que han invadido su palacio y que aspiran a casarse con Penélope. En ese momento la diosa Atena baja a su lado en cuerpo y figura de mujer y le recrimina el que sea infeliz en su propia casa, “habiendo encontrado a [su] mujer y a [su] hijo tal como muchos quisieran tenerlo”. Ulises le da la razón a Atena, pero enseguida le replica que no cesa de dar vueltas al modo de cómo acabar con los galanes, “siendo ellos multitud y él uno”. Duda de su propia victoria o de que salga con vida después de que haya vencido, ya que sospecha que incluso después de la victoria no podrá encontrar refugio una vez que la matanza haya sido conocida por los señores de Ítaca. Es ese momento en que Ulises  se hace consciente de que puede perderlo todo.  La diosa Atena  entonces le infunde ánimo prometiéndole ponerse de su lado y le vierte el sueño sobre sus ojos, “pues penoso es pasar una noche entera en cuidados”. Frente al miedo de Ulises, Atena representa la voz de la conciencia, que trata de infundirle confianza en sí mismo, en su propio valor y su propia fuerza.

Lo que llama la atención de este episodio y lo convierte en una cumbre de la narración épica es precisamente  este temor de Ulises a la derrota que pueda sobrevenirle al día siguiente. Hasta entonces había aparecido algún asomo de miedo en su corazón, más lo había dominado enseguida y siempre se trataba del espanto que se puede sentir ante la crueldad del monstruo o ante el poder sobrenatural de entidades divinas. En ninguna de las hazañas que se narran en la Odisea, Ulises se ve obligado a medir sus fuerzas con iguales. Se las ha de ver con Lotófagos, con Cíclopes, con Lestrigones, con Sirenas, con Ninfas y con Diosas, pero nunca con otros hombres. Pese a que tiene que tratar con fuerzas sobrehumanas, Ulises siempre es capaz de sobreponerse a ese primer ataque de miedo y salir victorioso mediante fuerzas meramente humanas. Contra divinidades que son brujas, y contra gigantes que son  ogros y cíclopes y lestrigones, Ulises hace frente mediante el embrujo de las palabras. Ante  la amenaza de la diosa Circe de arrebatarle el vigor y la fuerza mediante el acto amoroso, y convertirlo después en cerdo por medio de un filtro y una varita, Ulises le hace jurar a la fuerza, mientras le pone un cuchillo en el pecho, que no ha de tramar nuevas astucias en su contra. Es decir, Ulises logra apoderarse  de su palabra por medio de un juramento, que sirve a la vez de sortilegio para protegerle contra  sus hechizos. Es también el poder que tiene el naciente Logos de obligar a los hombres por medio de la Ley. Y la Ley ha de ser pactada por medio de la toma de la palabra. La palabra humana cobra tanto poder y fuerza que es capaz de convertirse en Ley. El hombre es consciente por primera vez que mediante la inteligencia y el artificio de la cultura que ha comenzado a fraguar puede enfrentarse  a los propios dioses. Los dioses, que hasta entonces habían estado prohijando a los griegos, están a punto de ser asesinados por sus propios hijos. El sacrificio ritual de la muerte del padre está a punto ya de fundar la gran cultura occidental. Y el mito comienza a desmoronarse en el momento mismo en que vemos alzarse la fábrica del Logos: es la astucia del cálculo y la meditación, la contención de la furia que se expresa en la mesura, y  la persuasión por medio de la palabra, cuyo mejor ejemplo encarna Ulises.
 
 En las luchas  y estratagemas que Ulises ha de llevar a cabo para salir sin percance de cada una sus aventuras, se echa de ver que el miedo que tiene Ulises es un miedo a la muerte; es, simplemente, el miedo a perder la vida. Pero desde que el hombre nace,  la vida es precisamente lo que ya tiene perdido de antemano y va perdiendo instante tras instante. La muerte es algo con lo que el hombre cuenta. Pero el terror que sobrecoge a Ulises cuando llega a Ítaca es superior y más humano. Es el pánico al fracaso, a perder aquello que ya se tiene, y que el hombre no puede dejar de perder sin perder su condición humana. Lo que Ulises puede perder cuando regresa a Ítaca es su propio origen, sus bienes raíces, su hacienda, el afecto de su mujer y su hijo, la honra de su anciano padre todavía vivo. En el miedo que tiene Ulises, el hombre ya no rinde cuentas ante los majestuosos dioses del Olimpo, sino ante los más humildes dioses del hogar: ante su propia familia, sus amigos, la sociedad en la que se ha hecho un hombre. Es el miedo a morir con deshonra ante los ojos de los suyos. Todo el sufrimiento que ha arrastrado Ulises en su odisea no es nada en comparación con lo que está a punto de sufrir. No debe ser difícil morir con honor y con renombre lejos del hogar después de haber conquistado Troya. Pero precisamente después de Troya, resulta ignominioso morir cuando se está a punto de alcanzar la meta que culmina el viaje. Quien muere ante los ojos de los dioses, alcanza renombre sin perder más que la vida. Quien, como Ulises, está a punto de morir delante de los suyos, pierde además su propio nombre, su hacienda y su honra. Con la muerte a los pies de su palacio, la propia hacienda será expoliada igual que si se tratara de un botín de guerra, Penélope será secuestrada y mancillada como lo fuera Elena de Troya, y su único hijo  pasará  a ser el hijastro del hombre que habrá matado a su padre para desposarse con su madre. Con esta nueva versión del mito de Edipo, Ulises corre el peligro de echar sobre sí la mayor desgracia que le puede acontecer a un hombre.
 
Con el regreso del héroe a casa arranca pues la acción de la epopeya.  Pues si Ulises nunca hubiera regresado a Ítaca, todas las aventuras que vuelven prodigiosa  su odisea no habrían valido nada, ni siquiera la pena de narrarlas. Serían las aventuras de un aventurero como tantos otros que durante aquel tiempo se adentraron más allá de sus mares. De hecho, de las hazañas de Ulises no sabemos de ellas más que por boca del propio Ulises, por aquello que  Ulises cuenta a quienes le preguntan por su azaroso viaje. Podría darse el caso de que Ulises se hubiera inventado su fabuloso viaje y no se tratase más que de una gran patraña en forma de Odisea. Pero la verdadera Odisea comienza al final de su viaje, y la gran hazaña de su vida radica en su propio regreso, en haber vuelto  vivo a casa, en haber vivido para contarlo, en rememorar con su presencia el glorioso nombre de Ulises, y mantener vivo el fuego de su recuerdo. El mito de Ulises entronca también con el mito de la resurrección: El hombre que regresa del mundo de los olvidados y los muertos –el hombre que ya ha muerto porque ha traspuesto  las riberas del Hades- y es capaz de reintegrarse entre los vivos como si nada le hubiera pasado. Ulises es el héroe capaz de burlar a Cronos y a las Parcas,  de revertir el tiempo y de poner las cosas en su sitio. Pero para ello tiene que salvar el escollo más difícil de toda su odisea: vencer a los pretendientes que amenazan con sustituirlo y usurpar su identidad. Si Ulises no pasa esta última prueba y resulta derrotado, ninguno de los prodigios que ha realizado será digno de mención.
  
La última acción de Ulises es, por tanto, la prueba más difícil que aún le queda por pasar. Es también la definitiva. Todas las pruebas anteriores son una preparación para esta última prueba. Si falla en esta prueba, ninguna prueba anterior de las que ha salido con éxito –es decir, sobreviviendo a ellas-, habrá servido para nada. Por eso, toda la acción de la epopeya, que de manera lateral abarca veinte  años, se condensa y congela dramáticamente en su regreso a Itaca, a las puertas de su palacio. El verdadero viaje espiritual de Ulises comienza cuando llega su término; no es lejos de Ítaca donde acontece el drama, sino en su propia casa y una vez ha traspasado el umbral de su hogar. Lo que aparenta ser el lógico final de un periplo no es más que su verdadero comienzo. “La Odisea” simboliza el viaje mítico del héroe y tiene como meta su propio origen. Esta reconquista del origen es la suprema prueba que el héroe ha de superar. Pero cuando Ulises llega a Itaca, tiene la percepción de que en vez de estar aproximándose a su origen, se está alejando, cada vez más extrañado de su tiempo y de los suyos. De ahí que su situación resulte cómica, casi onírica, incluso Kafkiana. De ahí la modernidad literaria en que nos introduce Homero con su epopeya. Como en la metamorfosis de Kafka, el castigo que pesa sobre el protagonista es el de convertirse en un ser extraño ante los ojos de su familia y en su propia casa. Está delante de su mujer y sin embargo no puede abrazarla porque tiene que disfrazarse de mendigo para poder ejecutar mejor sus planes de batalla –ha de contener sus más elementales instintos y deseos-. Se encuentra ante su hijo, pero no puede defenderlo de las humillaciones a que es sometido por los pretendientes que asedian a su mujer. Vuelve a encontrarse con sus sirvientes, pero éstos le desprecian tratándole como a un subalterno. Finalmente, el mendigo en que se ha transformado Ulises se ve obligado a mendigar una tajada de carne a los pretendientes que devoran sus ovejas y  depredan  su hacienda. Esta situación de equívoca extrañeza es lo que hace confesar a Ulises, cuando se encuentra ante Atena, que no puede encontrarse feliz pese a haber regresado a su hogar. Hasta que no venza en la contienda, Ulises se halla en un mundo que le es extraño, sin identidad y sin consistencia propia.
 
 Pero si esta zozobra embarga el alma del héroe es porque Ulises todavía no es el propio Ulises. Aun habiendo traspuesto el umbral de su casa , se comporta como una sombra que emergiera del  Hades; tiene todavía que resplandecer a luz del sol, cobrar su verdadera figura, despojarse de  la pesada máscara de mendigo en la que está aherrojado para poder regresar de verdad a su hogar. De nuevo, Ulises, al igual que hiciera contra Polifemo,  acabará ganando la batalla haciéndose llamar “Nadie” y convirtiéndose en un cualquiera. Se tiene que transformar en un simple ejemplar de la escala social más baja, en un miserable  mendigo. Para vencer las temibles fuerzas de sus enemigos, ha de descender al fondo más profundo de la humildad. Pero en esta lucha, que es más espiritual que real; el peligro que atenaza a Ulises es la posibilidad de la derrota. Corre el peligro de quedarse para siempre siendo un cualquiera, de permanecer para siempre embarrancado en el  hades sin haber sido capaz de regresar a su hogar. El hecho de que Ulises sea un sobreviviente, de que regrese solitario mientras que todos sus compañeros han muerto tras él, hace de Ulises un ser todavía más fantasmal, más irreconocible. El episodio que mejor define el regreso de Ulises a Ítaca es el arribo  al Hades. Ulises regresa del reino de los muertos como una sombra,  como alguien que ha tenido que morir y  desconocerse a si mismo, y se ha visto obligado a sumir su alma en un doloroso olvido. Desconocido de sí mismo  en ese su regreso, tampoco nadie parece conocer a Ulises, y ese desconocimiento es el que le amenaza como una segunda muerte. Ha de hacerse reconocer para poder resucitar enteramente y dejar de ser un fantasma. Para lograrlo tiene que medir sus fuerzas en una prueba que tiene como premio su propia reconquista, el re-conocimiento de sí mismo. Y para llevar a cabo sus empresas Ulises no tiene más remedio que  ocultar su identidad: tiene que hacerse pasar  por quien no es. Para llegar a ser el que ya es,  Ulises de verdad tiene que dejar de ser Ulises. Sólo desde esta posición estratégica ganada gracias a su invisibilidad, puede vislumbrar la posibilidad de la victoria, descubrir la salida del laberinto en el que se ha metido y reconquistarse a si mismo.
 
Pero la más dura lección que ha de aprender Ulises cuando regresa a Ítaca es que la corriente del tiempo fluye incesantemente y nunca se detiene.  La odisea está llena de alusiones a la dulzura del reencuentro con la patria y con el propio hogar. Nada hay más dulce para el hombre que el regreso a la patria, escuchamos a menudo en el poema. Y la errante vida de Ulises en su odisea está teñida de esta nostalgia que lo empuja a escapar de las distintas trampas y mazmorras en  que los dioses han decidido encerrarle. Precisamente es esta nostalgia la que  permite a Ulises ver la luz del regreso.  Algunos compañeros de Ulises van a olvidar la patria cuando en tierras de los lotófagos caen en la tentación de probar la flor de loto, la flor que depara el olvido. Por otra parte, Circe, antes de convertir a sus compañeros en cerdos, les da mezclados con los manjares “un perverso licor con el que les hace olvidar la patria”. Ulises nunca llegó a olvidar Ítaca y eso fue lo que le mantuvo indemne de todos los desastres. Pero el regreso de Ulises va a ser un regreso amargo. Ulises sueña con regresar a su casa, pero nada más alcanzar las costas de Ítaca, comienza a palpar que su sueño se ha convertido en una pesadilla. Nada de lo que dejó en Ítaca permanece intacto, y, de hecho, el propio Ulises ni siquiera reconoce la tierra que le vio partir veinte años antes. Sigue siendo un extranjero en su propia patria. Penélope, mientras tanto, intenta petrificar el tiempo por medio de una hechicería: mediante el incesante tejido y destejido del sudario que ha de amortajar a Laertes, el padre de Ulises. Pero el ardid de Penélope es descubierto, y para cuando Ulises está alcanzando Ítaca, Penélope ya baraja una decisión que podría privar a su esposo del regreso al hogar, tal como él lo había dejado. Penélope ya está a punto de elegir un esposo entre los pretendientes, un nuevo rey que ocupará trono y lecho, y que hará imposible el éxito de su regreso. Más que contra los pretendientes libertinos que devoran su hacienda y ensucian su honor, la verdadera lucha de Ulises se debate contra el tiempo.
 Y es que el tiempo no va urdiendo sus telas en  vano.  Durante el día es cuando teje su tela inexorable por mediación de Penélope. Sólo durante la noche, cuando se despliega la tramoya del olvido y del sueño, el tiempo logra ser destejido. La enmarañada madeja logra al fin ser desmadejada. Los sueños pueden engañar al presente y fingir otros tiempos que no son éste. El olvido al que nos entregamos durante el sueño puede derogar el presente e impedir  el paso del tiempo. Sólo así, de esta manera onírica, puede detener Penélope el tiempo que le hace falta a Ulises para culminar su empresa, de la misma manera que es mediante el sueño como éste logra vencer al cíclope Polifemo –persuadiéndole para que beba un vino que lo embriaga en sueños-, y es también por culpa del sueño como Ulises se aleja de Ítaca, cuando ya estaba a punto de alcanzar la costa de su patria al comienzo del viaje. También pierde a todos sus compañeros durante el sueño, cuando éstos hacen caer sobre sí la maldición de Hiperión por haberle robado parte de sus rebaños sagrados, cuyo número de trescientos cincuenta vacas y trescientos cincuenta ovejas cifra el paso de los días y las noches con el que se cumple un ciclo solar. Sólo Ulises sobrevive, porque sabe respetar el tiempo, porque sabe vivir mesuradamente a su compás. Al tiempo sólo se le puede engañar, pues, durante el sueño o procurando el sueño. Y Ulises sólo podrá vencer  al tiempo entregando a sus rivales a un sueño eterno. Es ese mismo tiempo que va devorando la hacienda de Ulises por medio de los pretendientes. El tiempo, que se va agolpando sobre las puertas del palacio de Ulises y va haciendo pesar su plazo improrrogable para que Penélope prepare sus bodas y elija marido. El asedio de los pretendientes, a los que también apremia el tiempo, y que impulsa a Telémaco, el hijo de Ulises, a ir tras el paradero de su padre. El tiempo, que va depositando su sombra sobre el bozo de Telémaco, y que es la señal que dará la licencia a Penélope para poder casarse con uno de sus pretendientes, tal como le advirtiera Ulises en su partida hacia Troya. Ulises, que nunca logra tener paradero, y que siempre permanece errante, enzarzándose con el tiempo y sin poder regresar a su patria. Tanto Circe como Calipso logran paralizar el tiempo alrededor del héroe, en esa vida semidivina y casi eterna de que disfrutan las ninfas y las divinidades subalternas. En su destierro de Ítaca, Ulises logra beber de la fuente de la eterna juventud, pues la diosa Calipso le promete juventud e inmortalidad mientras permanezca a su lado.
 
Pero los años siguen transcurriendo y todo cambia alrededor de Ulises, mientras por él no parece transcurrir el tiempo. Y esa es la tarea de Ulises, recobrar el tiempo perdido. Toda la acción de la odisea se   cierne en torno a ese momento crucial donde todo está a punto de mudarse irremisiblemente alrededor del héroe para su definitiva perdición. Ulises está a punto de perderlo todo, al igual que Sísifo cuando está a punto de coronar la cima de la montaña con su roca de tiempo a las espaldas. La acción de la Odisea  arranca precisamente en este punto de no retorno, cuando todo se decide y ha llegado la hora de la verdad. La tarea de Ulises a su regreso a Ítaca es destejer la complicada tela que el tiempo ha ido tejiendo en su ausencia. Ha de restañar los estragos y las lentas modificaciones que el tiempo ha ido provocando a su paso. Ha de volver a colocar cada cosa  en su sitio, vengar las afrentas del tiempo, hacer justicia, pagar mal por mal y bien por bien, revertir en una sola noche el lento e inexorable devenir de los miles de días que han cabido en sus veinte años de ausencia. Debe concentrar todas las hazañas que ha llevado a cabo en su odisea en una sola gesta que le devuelva de golpe todo lo que ha ido preteriendo en su propia casa. Pero para ello tiene que seguir segando vidas, tiene que trasplantar a los propios aposentos de su casa la batalla que en la Iliada es dirimida en campo abierto. Tiene que presentar su última batalla, porque lo que está amenazado ya no es el honor de un rey al que han raptado a su mujer (Paris rapta a Elena, la esposa del rey Menelao, y Ulises tiene que partir a la guerra de Troya), sino su propia intimidad, que está  a punto de ser violada mediante el secuestro de Penélope. Pero antes de la batalla, Ulises, al igual que Arjuna en el Bhagavad Gita,  sufre un súbito ataque de miedo, implora  a los dioses y hace resonar las palabras más dramáticas del poema: “soy solo y ellos son multitud”. “Y si con ayuda de Zeus y la tuya, Atena, logro inferirles la muerte ¿donde habré de encontrar un refugio después?” Y es que lo que de verdad teme Ulises es perder su hogar y  seguir errando sin rumbo. Tiene miedo a comenzar una nueva Odisea sin Ítaca, a convertirse en una sombra errante. Tiene miedo, en fin, a perder lo que hasta entonces había dotado de sentido  su odisea. Si Ulises no se encuentra con su origen, tampoco podrá encontrar su meta, y su viaje no tendrá fin. Y su vida, al mismo tiempo, habrá carecido de  sentido.

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