miércoles, 24 de mayo de 2017

POETAS 92. T. S. Eliot I (El cultivo de los árboles de Navidad)

 
 


Dónde está la sabiduría
          que se nos ha perdido en conocimiento?
         ¿Dónde está el conocimiento
          que se nos ha perdido en información?
 


Thomas Stearms Eliot (1885-1965) es el autor de estos versos que merecerían estar en cualquier antología de citas del siglo XX y viene a demostrar que los poemas pueden servir para algo más que para ser recitados. También es uno de los poetas más innovadores, a la vez que uno de los intelectuales más reputados de su siglo. A pesar de que podría pasar por la quintaesencia del espíritu ingles, T. S. Eliot nació en Louisiana, Estado de Missouri, aunque perteneciente a una vieja familia de Nueva Inglaterra que blasonaba de proceder de los puritanos ingleses que cruzaron el mar en el siglo XVII -su padre, importante hombre de negocios; su propia madre, también escritora-. En 1906 ingresó en Harvard, donde estudió griego, literatura inglesa, alemán, historia medieval e historia del arte. Más tarde, especializado ya en filosofía, se convirtiría en alumno de Santayana, dedicando gran parte de su tiempo a los estudios budistas. Durante 1910 coincide con Antonio Machado en las conferencias que Bergson dictó en el Collège de France. Después de recibir la calificación de mejor alumno por parte de Bertrand Russel en el curso que éste daba en Harvard, completa su tesis doctoral sobre F. H. Bradley (autor de “Apariencia y realidad”) y marcha becado a Marburgo para estudiar filosofía alemana. Será el conocimiento y la influencia de Ezra Pound quien lo va a ganar definitivamente para la poesía, aunque sus versos iban a verse siempre corroídos por cierta comezón metafísica. Influido al principio por los simbolistas franceses, su voz va a hallar uno de sus registros más perdurables en los poetas  Jules Laforgue y Tristan Corbière, de los que absorberá parte de sus monólogos semidramáticos en lenguaje coloquial, que son verdaderas contrafiguras del autor  exhibiendo su estado de ánimo mediante frases sin hilazón  e imagenes que se acumulan sin demasiado orden ni concierto, lo que queda reflejado en su conocido poema inicial “La canción de amor de J. Alfred Prufrock”. Como apunta José María Valverde, el experimentalismo de las técnicas utilizadas en su primer libro “Prufrock y otras observaciones”, 1917, va siempre a ser conservado en posteriores libros, y esto se hace notar en  “el montaje sincrónico y la acumulación simultánea: no un argumento, no un desarrollo o un discurso, narrativo o lógico, que haga que la situación del último verso aparezca como cambiada y evolucionada desde el primer verso”. 1917 va a ser también el año en que abandona su puesto de profesor ayudante de filosofía en Harvard para ingresar como directivo en el banco Lloyd’s, donde trabajará hasta 1925. Después aprovechará su conocimiento del mundo de los negocios para hacerse cargo como director de una importante editorial. Durante esta época se casará con una incipiente bailarina de la que se separará en 1932 tras ingresarla en un sanatorio psiquiátrico en el que permanecerá hasta su muerte en 1947. El mismo Eliot se vió trastornado durante varias ocasiones por diversos desarreglos nerviosos. Entretanto, T. S. Eliot había adquirido gran notoriedad como poeta al publicar en 1922 un libro capital como  “Tierra Baldía”, del que se hablará en próxima entrega.  Con este libro comienza para la poesía inglesa toda una época  marcada por el influjo de Eliot, que además comienza a hacer imperar sus criterios éticos y estéticos, consagrándose mediante su labor de crítico como uno de los intelelectuales con mayor ascendencia. En 1927, tras nacionalizarse inglés y convertirse al anglicanismo, comienza a escribir sus primeros poemas religiosos,  “Miércoles de ceniza”, por ejemplo- un canto a la resignación cristiana con regustos dantescos-, cuya imaginería católica va a seguir siendo utilizada en distintas obras de teatro: “Asesinato en la catedral”, será la primera de ellas. Para Eliot, la criatura humana tiene un sentido que sólo puede ser aprehendido si ella es capaz de aceptar su destino. La ascensión hacia el centro inmóvil donde reina la beatitud divina, la marcha, en fin, hacia la eternidad va a ser glosada en su libro más famoso, “Cuatro cuartetos”, aparecido en 1943, pero que ya, entre 1935 y 1942, habían sido entregados   a la imprenta en forma de poemas separados . Aunque se detallará el contenido de esta obra en próxima entrega, se anticipa que cada uno de los poemas, que viene a simbolizar uno de los cuatro elementos, lleva el nombre de algún lugar importante en la historia religiosa -personal o colectiva- y trata de seguir el tránsito de lo temporal a lo eterno, propio de la condición humana.  Más allá de la nombradía que el poeta alcanzó por el tono oracular y el contenido críptico de alguno de sus poemas, hay que cifrar su lugar relevante en la literatura en el hecho de que fuera capaz de convertirse en símbolo y radiografía de su época. T. S. Eliot puede figurar como un poeta negativo dentro de una época que hace imposible la aparición de poetas positivos, de ahí que su tono sea el de la autoironía, el hablar a través de citas, el  elegir voces que también son irónicas, porque son ventríloquas. A juicio de su traductor, José María Valverde, -traducción que se ofrece en esta selección-, la gran virtud de Eliot, más allá de notoriedades menos esenciales, es la de haber acertado con su lenguaje, que resulta ser el lenguaje que mejor se ajusta a la voz y al carácter de su tiempo,  hecho con “voces irónicas o collages de citas, pero con la esencial fuerza legitimadora del poeta, que hace que esos artefactos se mantengan en pie porque están hechos de palabras insustituibles y memorables”. El mismo Valverde nos advierte que esa original legitimidad se ve puesta en cuarentena en el momento en que su poesía traspasa las fronteras y tiene que ser traducida a otras lenguas.

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EL CULTIVO DE LOS ÁRBOLES DE NAVIDAD

Hay varias actitudes hacia la Navidad,
de algunas de las cuales podemos prescindir:
la social, la torpe, la abiertamente comercial,
la juerguista (las tabernas abiertas hasta la medianoche),
y la infantil -que no es la del niño
para quien la vela es una estrella, y el ángel dorado
extendiendo las alas en lo alto del árbol
no es sólo un adorno, sino un ángel.
El niño se asombra del Árbol de Navidad:
dejadle seguir en el espíritu de asombro
ante la Fiesta como un acontecimiento no aceptado como pretexto;
de modo que el arrebato refulgente, la sorpresa
del primer árbol de Navidad recordado,
de modo que las sorpresas, el deleite en nuevas posesiones
(cada cual con su olor peculiar y emocionante),
la espera del pato o el pavo y el esperado respeto ante su aparición,
de modo que la reverencia y la alegría
no se olviden en la experiencia posterior,
en el aburrido acostumbrarse, la fatiga, el tedio,
la conciencia de la muerte, la conciencia del fracaso,
o en la piedad del converso
que puede estar manchada de presunción
desagradable a Dios e irrespetuosa para los niños
(Y aquí me acuerdo también con gratitud
de Santa Lucía, su canción y su corona de fuego);
de modo que antes del fin, la octogésima Navidad
(con “octogésima” quiero decir la que sea la última)
los recuerdos acumulados de emoción anual
queden concentrados en una gran alegría
que también ha de ser un gran temor, como en la ocasión
en que el temor invadió todas las almas:
porque el principio nos hará recordar el fin
y la primera venida, la segunda venida.


                (“El libro de Ariel, 1927-1954)




*****


MEZCLA ADÚLTERA DE TODO

* En América, profesor;
en Inglaterra, periodista,
sólo a zancadas y sudando
seguiréis apenas mi pista.
En Yorkshire, conferenciante;
en Londres, un poco banquero,
me pagaréis a tocateja.
En París es donde me pongo
casco negro de a-mí-qué.
En Alemanía, filósofo
superexcitado por Emporheben
al aire libre en Bergsteigleben;
siempre yerro de aquí para allá
a golpes variados de tralalá
desde Damasco hasta Omaha.
Celebré mi día de fiesta
en un oasis africano
vestido con piel de jirafa.


Enseñarán mi cenotafio
en las ardientes costas de Mozambique.


                   [En francés en el original]

                    (“Poemas”, 1920)


*****

HISTERIA

Mientras ella reía, me di cuenta de que mi iba enredando en su risa y haciéndome parte de ella, hasta que sus dientes fueron sólo estrellas casuales con talento para la instrucción por pelotones. Era absorbido en cortos jadeos, inhalados a cada recuperación momentánea, perdido al fin en las oscuras cavernas de su garganta, restregado por la ondulación de músculos no vistos. Un camarero de cierta edad, con manos temblorosas, extendió apresuradamente un mantel a cuadros rosas y blancos sobre la oxidada mesas verde de hierro, diciendo: “Si la señora y el caballero quisiera tomar el té en el jardín…” Decidí que si fuera posible pararle el temblor de sus pechos, cabría recoger algunos trozos de la tarde, y concentré mi atención con cuidadosa sutileza en ese objetivo.

                (“Prufrok y otras observaciones, 1917)
 

*****

RETRATO DE UNA DAMA
II

Ahora que las lilas están en flor
 
ella tiene un florero de lilas en su cuarto
y retuerce una en los dedos mientras habla.
“Ah, amigo mío, usted no sabe, no sabe
lo que es la vida, usted que la tiene en sus manos”;
(dando vueltas lentamente a los tallos de las lilas)
“usted la deja que se le vaya fluyendo, la deja fluir,
y la juventud es cruel y no le dura el remordimiento
y sonríe de las situaciones que no ve”.
Yo sonrío, por supuesto,
y sigo tomando té.
“Pero con estos atardeceres de abril, que no sé por qué me recuerdan
mi vida enterrada, y París en primavera,
me siento inmensamente en paz, y encuentro que el mundo
es maravilloso y joven, al fin y al cabo”.


La voz vuelve como el insistente desafinadode un violín roto en una tarde agosto:
“Siempre estoy segura de que usted entiende
mis sentimientos, siempre segura de que usted siente,
sin duda que al otro lado del abismo usted extiende la mano.


Usted es invulnerable, no tiene talón de Aquiles.
Seguirá adelante y cuando haya vencido
podrá decir: en este punto han fracasado muchos.
Pero ¿qué tengo yo, qué tengo, amigo mío,
para darle, que pueda recibir de mí?
Sólo la amistad y la comprensión
de quien está a punto de alcanzar el fin de su viaje.


Yo seguiré aquí sentada, sirviendo el té a mis amigos…”

Tomo el sombrero: ¿cómo se pueden presentar cobardes excusas
por lo que me ha dicho ella?
me veréis cualquier mañana en el parque
leyendo las historietas y la página deportiva.
Especialmente observo
que una condesa inglesa sube a las tablas:
un griego fue asesinado en un baile de polacos,
otro defraudador bancario ha confesado.
Mantengo la cara,
conservo el dominio de mí mismo
excepto cuando un organillo, mecánico y cansado,
reitera alguna gastada canción vulgar
con el olor de jacintos desde el jardín
evocando cosas que otros han deseado.
¿Tienen razón o no estas ideas?…


            (“Prufrock y otras observaciones”, 1917)



*****


TÍA HELEN

Mis Helen Slingby era mi tía solterona
y vivía en una casita cercada de una plaza elegante
cuidada por su servidumbre en número de cuatro.
Ahora que murió, hubo silencio en los cielos
y silencio en su extremo de la calle.
Se cerraron los postigos y el funerario se restregó los pies,
se daba cuenta de que no era la primera vez que ocurría algo así.
Los perros quedaron generosamente atendidos,
pero poco después se murió también el loro.
El reloj de Dresden siguió tictaqueando en la repisa de la chimenea
y el lacayo se sentó encima de la mesa del comedor
con la segunda doncella en las rodillas-
ella, que siempre tuvo tanto cuidado mientras vivió su señora.



               (“Profrock y otras observaciones”)


*****
LA CANCIÓN DE AMOR DE J. ALFRED PRUFROCK

     Si yo creyese que mi respuesta fuese
     a persona que alguna vez volviera al mundo,
     esta llama quedaría sin más sacudidas.
     Pero como jamás desde este fondo
     volvió nadie vivo, si es verdad lo que oigo,
     sin temor de infamia te respondo.
                                          INFERNO, XXVII


Vamos entonces, tú y yo,
cuando el atardecer se extiende contra el cielo
como un paciente anestesiado sobre una mesa;
vamos, por ciertas calles medio abandonadas,
los mascullantes retiros
de noches inquietas en baratos hoteles de una noche
y restaurantes con serrín y conchas de ostras:
calles que siguen como una aburrida discusión
con intención insidiosa
de llevarnos a una pregunta abrumadora…
Ah, no preguntes “¿Qué es eso?”
Vamos a hacer nuestra visita.


En el cuarto las mujeres van y vienen
hablando de Miguel Ángel.


La niebla amarilla que se restriega el lomo en los cristales de las ventanas,
el humo amarillo que se restriega el hocico en los cristales de las ventanas,
metió la lengua lamiendo los rincones del atardecer,
se demoró en los charcos quietos sobre los sumideros,
dejó que le cayera en el lomo el hollín que cae de las chimeneas,
resbaló por la azotea, dio un brinco repentino,
y, viendo que era una suave noche de octubre,
se enroscó una vez en torno a la casa y se quedó dormido.


Y claro que habrá tiempo
para el humo amarillo que se desliza por la calle,
restregándose el lomo contra los cristales de las ventanas;
habrá tiempo, habrá tiempo
de preparar una cara para encontrar las caras que encuentras,
habrá tiempo de asesinar y de crear,
y tiempo para todos los trabajos y los días de las manos
que levantan y dejan caer una pregunta en tu bandeja;
tiempo para tí y tiempo para mí,
y tiempo aún para cien indecisiones,
y para cien visiones y revisiones,
antes de tomar té con tostadas.


En el cuarto las mujeres van y vienen
hablando de Miguel Angel.


Y claro que habrá tiempo
de preguntarse “me atrevo?, y “Me atrevo?
tiempo de volver atrás y bajar la escalera,
con un claro de calvicie en medio de mi pelo
(dirán: “!Cómo le está clareando el pelo!”)
mi chaquet, mi cuello duro subiendo firmemente hasta la barbilla,
mi corbata rica y modesta, pero afirmada con un sencillo alfiler-
(dirán: “Pero !qué delgados tiene los brazos y las piernas!”)


¿Me atrevo
a molestar al universo?
En un minuto hay tiempo
de decisiones y revisiones que un minuto volverá del revés.
Pues les he conocido ya a todos, les conozco a todos-
he conocido los anocheceres, mañanas, tardes,
he medido mi vida con cucharillas de café:
conozco las voces que mueren con una caída agonizante
bajo la música de un cuarto de más allá.
Así ¿cómo podría hacerme ilusiones?


Y he conocido ya los ojos, los conozco todos-
los ojos que te miran fijos en una expresión formulada,
y cuando esté formulado, despatarrado en un alfiler,
¿cómo empezaría entonces
a escupir todas las colillas de mis días y maneras?
Y ¿cómo podría hacerme ilusiones?

Y he conocido ya los brazos, los conozco todos-
brazos con pulseras y blancos y desnudos
(!pero, a la luz de la lámpara, con vello parado claro!)
¿Es perfume de un traje de mujer
lo que me hace divagar así?
Brazos que se extienden en una mesa, o que se arropan en un chal.
¿Y cómo hacerme ilusiones entonces?
¿Y cómo iba a empezar?
…………………………………………
¿Diré que he pasado al oscurecer por estrechas calles
observando el humo que se eleva de las pipas
de hombres solitarios en mangas de camisa, asomados a la ventana?


Debería yo haber sido un par de ásperas garras
corriendo por los fondos de mares silenciosos.
…………………………………………..
!Y la tarde, el anochecer, duerme tan pacíficamente!
Alisada por largos dedos,
dormida… cansada   … o se hace la enferma,
extendida en el suelo, aquí junto a ti y a mí.


¿Debería yo, después del té con pastas y helados,tener la energía de forzar el momento hasta su crisis?
Aunque he visto mi cabeza (ya ligeramente calva) presentada en una bandeja,
no soy ningún profeta -y no se trata aquí de nada importante;
he visto chisporrotear apagándose el momento de mi grandeza,
y he visto al eterno Lacayo, alargándome mi abrigo y riéndose con disimulo,
y, en resumen, tuve miedo.


Y habría valido la pena, después de todo,
después de las tazas, la mermelada, el té,
entre la porcelana, entre un poco de charla tuya y mía,
habría valido la pena
descabezada de un mordisco el asunto con una sonrisa,
apretar el universo en una bola
echándolo a rodar hacia alguna pregunta abrumadora,
decir: “Soy Lázaro, venido de entre los muertos,
vuelto para decíroslo todo, os lo diré todo”-,
si alguna, poniéndose una almohada junto a la cabeza,
dijera. “No es eso lo que yo quería decir en absoluto.
No es eso, de ningún modo”.


Y habría valido la pena, después de todo,
habría valido la pena,
después de las puestas de sol y los jardincillos delante
de casa, y las calles regadas,
después de las novelas, después de las tazas de té, después de las faldas que se arrastran por los suelos,
y esto ¿y tanto más?
!Es imposible decir precisamente lo que quiero decir!
Pero si una linterna mágica proyectara los nervios como estrcturas en una pantalla:
habría valido la pena
de que alguna acomodándose una almohada o tirando a un lado un chal,
y voliéndose a la ventana, dijera:
“Eso no es en absoluto,
eso no es lo que quería decir en absoluto”
…………………………………………………..
!No! No soy el príncipe Hamlet, ni tenía por qué serlo;
soy un noble del séquito, uno que sirve
para hacer bulto en una comitiva, empezar alguna que otra escena,
aconsejar al príncipe: sin duda, un fácil instrumento,
respetuoso, contento de ser útil,
político, cauto y meticuloso;
lleno de elevado fraseo, pero un poco obtuso;
a veces, incluso, casi ridículo-
a veces, casi, un Bufón.


Envejezco… envejezco…
Tengo que llevar vueltas en los bajos de los pantalones.


¿me saco raya en el pelo por detrás? ¿me atrevo a comerme un melocotón?

me pondré pantalones blancos de franela, y pasearé por la playa.
he oído a las sirenas cantándose unas a otras.
No creo que me canten a mí.
Las he visto cabalgar en las olas mar adentro
peinando el blanco pelo de las olas echando atrás
cuando el viento sopla el agua hasta ponerla blanca y negra.


Nos hemos demorado en las cámaras del mar
junto a ondinas enguirnaldadas de algas, en rojo y pardo,
hasta que nos despierten voces humanas y nos ahoguemos.

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