Para Lucía
Biosca. Juega en el
Getafe. Es un jugador de fútbol mediocre. Nuevo fichaje del equipo esta
temporada. Apenas ha jugado unos minutos este año. Mide 1,86 y pesa 79 kilos.
Es defensa central, 27 años, natural de
Rojas, Argentina. José Luis Biosca Maldonado. Todo esto lo sé porque me
lo ha dejado ver Carreño en el dorso del cromo que tiene repetido, el único que
a mí me falta para completar mi álbum. Y ahora creo que jamás cerraré ese álbum. Tendré siempre
un hueco ridículo dentro de un equipo absurdo que ni siquiera debería jugar en
primera división. Un jugador mediocre en un cromo estúpido, que lo tiene un
compañero de clase que no se merece tenerlo.
Carreño. José Manuel Carreño
Miñambres. Repite curso y es un año mayor que yo. En clase, se sienta en el
pupitre que está delante del mío. Como su padre es millonario, no le hace falta
estudiar más. Ha completado ya un álbum de la liga, va por el segundo álbum y
ya sólo le faltan tres cromos para comenzar el tercero. Siempre llega tarde a
clase, dejando ver un fajo de cromos en el bolsillo trasero de sus tejanos, y
en los recreos se dedica a hacer ganancias con sus cromos. No sé cómo lo logra,
pero siempre lleva consigo los cromos más difíciles de conseguir, los que todos
mis compañeros deseamos tener. Hace un
mes me cambió a Murillo por seis cromos que le faltaban a él y varias de mis
mejores canicas. Ahora sólo le faltan tres jugadores para completar su segundo
álbum. Ésos son los cromos que me pide por Biosca. Uno de ellos lo tengo
repetido, pero los otros dos los tendría que arrancar del álbum y ¿qué habría
ganado yo entonces obteniendo a Biosca? En vez de faltarme un cromo, tendría un
agujero más dentro del álbum. Carreño no tiene que esperar más de dos semanas,
que es lo que calculo que tardará en conseguir los cromos que le faltan para
completar su segundo álbum. Siempre anda con dinero en el bolsillo –le va tintineando
la calderilla cada vez que se levanta del pupitre -, y lo primero que hace en
el recreo es ir al kiosco que hay
enfrente del colegio para pedirle a Tomás que le venda quince,
veinticinco sobres de cromos. Luego se junta con nosotros delante del
frontón y nos los cambia. Tal vez no
necesite ni comprarlos. Conseguirá los jugadores que le faltan, intercambiando
cromos en los recreos. Pero aunque complete otro álbum más, sé que jamás me va
a regalar a Biosca. Le ha puesto precio: me lo vende por 30 euros. Pero Carreño
no necesita más cromos ni más dinero. Tampoco necesita estudiar. Heredará las
tres panaderías que regenta su padre y
cuando sea mayor andará con un fajo de billetes en el mismo bolsillo en el que
ahora guarda los cromos.
Mi
padre. Cuarenta y
cinco años. No es tan rico como el padre de Carreño, pero me cae más simpático
que toda su familia junta. Trabaja de encargado en una tienda de ropa dentro de
un centro comercial. Mi madre, en cambio, está en el paro. Toda mi vida la he
conocido sin trabajo y creo que por eso andamos siempre apurados de dinero. Mi
padre llega a casa tarde, ya de noche, y no se quita la chaqueta hasta que se
va a la cama para acostarse. Mi madre y mi padre forman una extraña pareja. Mi
madre se pasea en casa con la bata y mi padre no se apea la chaqueta. Sólo se quita
la corbata en los días de calor. Cuando ya se va a dormir, cuelga por fin la
chaqueta sobre el respaldo de la silla del dormitorio, con el móvil, la llave
del coche y el monedero negro de piel bovina dentro de los bolsillos. Así que
la única oportunidad de llegar al monedero
de mi padre es esperar que se queden los dos dormidos. Entonces abro la puerta
con cuidado para que no chirríe. Tardo minutos en abrirla. Y cuando ya la tengo
entreabierta, me arrastro patinando por debajo de la cama en medio de la
oscuridad. Alcanzo a meter mi mano izquierda en el bolsillo derecho de su
americana. Dejo reposar allí mi mano durante unos segundos, como si fuese mi
propio bolsillo, deleitándome con el tacto de la cartera. Vuelvo a atravesar la
cama por debajo, con el monedero bien apretado en una mano. Salgo de la
habitación de mis padres como si me hubiera hecho invisible y entro en la mía
como un ladrón que regresa con el botín a su cueva. Una vez dentro, protegido
por la penumbra, a la luz que se filtra por la raya de la puerta, voy
extrayendo y contando las monedas que me hacen falta para comprar los cromos al
día siguiente. Y a la vuelta repito la misma operación, hasta que consigo dejar el
monedero en su sitio, un poco más ligero de monedas. A veces tardó más de media
hora en ejecutar todos estos delicados movimientos: con lentitud de tortuga;
con agudeza de tigre al acecho. Algunos días me doy cuenta, sólo con palparla,
que apenas quedan monedas en la cartera y que ya no puedo sacar dinero sin que
mi padre se dé cuenta. Sobre todo, los últimos días de mes, esos días plomizos
en que no puedo comprar cromos, ni puedo coger más dinero de la cartera de mi
padre. Pero mi padre es un buen tipo y tiene muchos amigos, y uno de ellos es
Albertito, que antes era taxista, pero hace unos meses ha abierto una
pastelería en donde despachan también cromos y otras chucherías, y a veces le regala a mi padre un fajo de
sobres y me los trae a casa; a veces me los trae ya abiertos, otras deja que
sea yo el que los abra, porque sabe que me falta Biosca, y se emociona tanto como yo, y a menudo no
puede con la impaciencia y los va abriendo de camino a casa. Pero en el barrio
donde Albertito tiene la pastelería tampoco debe ser fácil conseguir a Biosca.
Porque los que fabrican los cromos saben lo que se traen entre manos. Nos lo venden caro. Y nos lo ponen difícil. Nos
hacen soñar con Bioscas y tener pesadillas con Carreños. Incluso cuando jugamos al fútbol, nos
gustaría ser Biosca. Pero la verdad es que soy feliz como soy. No me puedo
quejar. Solamente me siento un poco desgraciado cuando abro las páginas del
álbum de cromos y paso revista desde el principio: el Real Madrid, el
Barcelona, el Deportivo de la
Coruña , los 20 equipos de primera división, los 400 jugadores
con sus preciosos uniformes, todos diferentes, los 399 cromos pegados con
pegamento en sus recuadros respectivos, la última página dónde está el equipo
del Getafe, dónde veo el hueco ridículo, el espantoso vacío que debería estar
llenando Biosca.
Ayer, 14 de marzo. El día más negro de mi
vida. Como me han castigado sin salir de casa, me he pasado todo el día
escribiendo en el diario. Y he tenido todo el tiempo del mundo para meditarlo:
ahora sé que nunca he tenido un día peor. Y es que ayer por la mañana me di
cuenta de que sólo había un modo de conseguir a Biosca. Ayer por la mañana me
levanté temprano, mejor dicho, no pude dormir nada en toda la noche, la primera vez que paso toda
una noche en blanco, con el monedero de mi padre en la mano. Toda la noche
mirándolo sin saber qué hacer con él, escuchando a mi padre cómo se quejaba del
dolor de muelas; mi madre reprochándole que tenía que haber ido al dentista
cuando ella se lo había sugerido. Ni siquiera abrí la cartera para mirar el
dinero que había dentro, y eso que estaba tan llena que parecía que iba a
reventarme en las manos; tenía tanto miedo que pensaba que en cualquier momento
iba a soltar toda su metralla. Tenía tanto pánico que era incapaz de regresar a
la habitación para devolver la cartera a su sitio. Y es que mi padre se había
despertado al poco de acostarse, después de mi batida por debajo de la cama;
daba vueltas sobre el colchón, se incorporaba, le oía quejarse y después dar
zancadas nerviosas por el pasillo y la cocina, para luego volver a acostarse. Y
así toda la noche, los dos en vela. Mi padre fue a trabajar con dolor de muelas
a la misma hora de siempre; nunca le veo por las mañanas, pero ayer me levanté
una hora antes y salí a despedirle, a darle un beso de despedida y a ver si
podía, sin que notase nada, meterle la cartera en su bolsillo cuando le daba el
beso; pero me fue imposible. Con los nervios se me paralizó la mano; y así se
fue al trabajo, sin su cartera y con su dolor de muelas. No me tembló la mano
sin embargo en clase de matemáticas. Y eso fue lo que me perdió. Que Carreño se
siente en el pupitre de delante enseñándome el bolsillo trasero con su flamante
mazo de cromos, que Carreño siempre esté garabateando dibujos en clase de
matemáticas y ande siempre despistado, eso fue lo que me perdió. Eso fue lo que
hizo más fácil que yo deslizase la mano por debajo del pupitre, aprovechando
que se me cayó un bolígrafo, que dejé caer el bolígrafo, que logré meter la
mano por el hueco del respaldo de la silla en la que siempre anda dormitando.
Un ligero tirón en su bolsillo y ahí estaba..., en mi mano Biosca; podía estar o tal vez no. Nunca lo sabré.
Nunca sabré qué cromos se había traído Carreño, que es despistado, pero no
tonto. Nada más levantarse para ir a la pizarra, se dio cuenta del hueco que
tenía en el lado derecho del culo, pidió permiso para ir al servicio y se marchó
de clase. Y tan pronto acabó la clase de matemáticas, se abrió la puerta de
golpe y entró como una flecha el jefe de estudios. Iba acompañado de Carreño,
que no me quitaba ojo. Y comenzaron a registrar todos los pupitres de la clase.
Aunque estaba claro que era mi pupitre el que buscaban, no era necesario aquella
farsa, era evidente que los tenía yo, aunque ni siquiera me había dado tiempo a
ver si estaba Biosca. Allí estaban los cromos dentro de mi pupitre,
desparramados entre los libros. Y también el jefe de estudios, frente a mí, con
el cuello rojo y una vena que se le hinchaba, gritándome “por favor, acompáñeme
a mi despacho, caballerete”, mientras, al mismo tiempo, podía ver a Carreño
devorándome con sus ojos de odio, como si le hubiese birlado la novia. Y
también estaba allí mi madre, una hora más tarde, en su despacho, pidiéndole al
Jefe de Estudios que me diesen otra oportunidad
y jurándole que iba a pedir
perdón a Carreño. Pero “Nunca le pediré perdón a Carreño”. Eso fue lo que le
grité a mi madre en cuanto cerramos la puerta del despacho.
Mi
madre. No la quiero
más que a mi padre. Aunque mi padre casi nunca me da dinero, yo quiero más a mi
padre, que se viene a jugar conmigo al fútbol en la campa, me trae cromos de la
pastelería de Albertito y me deja su cartera a tiro para que yo le meta mano.
Pero ayer mi madre tuvo un gesto que ha hecho que la quiera más que nunca, que la quiera más que a mi padre. Ayer mi
madre me dijo que no iba a contar nada a nadie, que me iba a subir la paga de
los domingos, y que no hacía falta que
se enterase mi padre de lo que había ocurrido,
aunque ya era raro que mi padre estuviese en casa a la hora de comer. Ni
siquiera tuvo curiosidad por saber el motivo de que llegásemos tan temprano del
colegio. Yo sabía que él estaba en casa, porque acababa de ver su chaqueta
colgada sobre el respaldo de la silla de su dormitorio. Ya casi no me acordaba
que había dejado la cartera tirada debajo de la silla, a ver si así colaba.
Pero no coló. Ya casi no me acordaba de que era viernes, los viernes mi padre se
acerca a desayunar a la pastelería de Albertito. Los viernes siempre me trae un
mazo de sobres. A veces él los abre y a veces me los da cerrados para que yo
los abra; ayer era viernes y me los traía abiertos. Ayer, cuando entramos en la
cocina, mi padre estaba sentado sobre un
taburete, en camiseta interior, con los codos hincados en la mesa, la barbilla
apoyada sobre las dos manos, mirando,
con su cara de dolor de muelas, hacia donde estaban los cromos que había ido destripando
de los sobres: todo un mazo de cromos derramado sobre la mesa. Y allí,
destacando por encima del resto, en color y más brillante que nunca, asomaba el
inasequible Biosca. Lo conozco como si yo hubiera sido el fotógrafo que lo ha
retratado en el cromo. Y es que todos los días, desde hace meses, sueño con
Biosca; y seguiré soñando. Tendré pesadillas con Biosca. De sobra sabía, al
entrar en la cocina, que ese día no iba a ser mi día. Lo supe nada más entrar; supe
que iba a ver a Biosca tan sólo unos segundos. Lo intuí cuando vi a mi padre
sacar la cartera del bolsillo del pantalón y colocarla al lado de Biosca y de
los otros cromos. Yo agaché la cabeza, no tenía fuerzas ni para seguir mintiendo después de lo que me
había pasado en el colegio. No tenía fuerzas para llorar cuando vi lo que hacia
mi padre, mejor dicho, cuando con la cabeza gacha oí lo que hacia mi padre sin
decir palabra. Hubiera preferido que me pusiera la mano encima por primera vez,
cualquier cosa mejor que oír como mi padre hacia añicos a Biosca con las dos
manos, ras y ras y ras. Antes hubiera preferido pedir perdón a Carreño que coger
manía a mi padre. Le tengo manía desde que ayer tuve dos Bioscas al alcance de
mi mano, toda una vida por delante para acordarme de lo que ha hecho mi padre.
Me acuerdo de él con rabia cada vez que abro el álbum y miro el recuadro donde
he ido pegando a Biosca pedacito a pedacito. Toda la noche hurgando dentro del
cubo de basura y componiendo el puzzle
con los dedos pringados: un brazo sin mano por aquí, una bota con manchas de
yogur y mayonesa, un trozo de cabeza a la que le falta el pelo. Toda la noche a
vueltas con el tubo de pegamento y allí estaba Biosca, atrapado dentro del álbum, pero sin completar
aún y hecho un adefesio: tullido, medio tuerto y con una mueca de burla en el
agujero de su boca.
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