martes, 15 de noviembre de 2022

PENSAMIENTOS 31. Marcel Proust (I). (Sobre el amor y los celos)

 



Marcel Proust  nació en París en 11 de julio de 1871, hijo de un destacado médico francés y de una madre judía de sólida fortuna. Proust fue educado en el catolicismo pese a que su madre permaneció toda su vida apegada a la religión judía. El mimo extremo con que le trataron la madre y la abuela materna provocó en él una propensión a padecer en cuanto sentía que se le descuidaba y un temor a herir y causar daño al prójimo. Las pocas veces que fue castigado por el padre, más severo con su educación, provocaron en Proust graves crisis nerviosas, especialmente desde que se le manifestase  con nueve años el primer ataque de asma, tras un paseo por el bosque de Bolonia. A partir de entonces tuvo que renunciar todos los años, en la primavera, a cualquier clase de contacto con la naturaleza y se convirtió en un enfermo de por vida, siempre amenazado por un inminente ataque de sofocación. La neurosis que aquejó a Proust le habría de convertir en un minucioso y sutil analista de la pasiones, y su enfermedad, que le tenía recluido en casa durante grandes temporadas, le liberó de las obligaciones sociales, convirtiéndolo en un lector voraz, entregado a la meditación.  A pesar de su mala salud y de sus continuos ataques de asma, Marcel cursó sus estudios provechosamente en el liceo Condorcet, donde se daba especial preferencia al estudio de las letras. Ya desde muy pronto, sus maneras suaves y delicadas, intentando ganarse el cariño de sus compañeros, le dieron fama de frívolo. Acabados sus estudios en el Liceo en 1888, cursó un primer año de filosofía con el profesor Alphonse Darlu, quien ejerció una profunda influencia por medio de su enseñanza. En los cursos que consagraba a la realidad del mundo exterior, el profesor exponía el tema de un modo poético, lo que le permitirá más adelante a Proust incorporar a la novela un estilo reflexivo que hasta entonces sólo pertenecía a los filósofos. Fue, según la opinión de André Maurois, lo que motivó aquella larga meditación sobre la irrealidad del mundo sensible, sobre la memoria y sobre el tiempo que es "En busca del tiempo perdido". 


Marcel con su hermano pequeño



Desde muy temprano, le sedujo a Proust la gente de mundo y se planteó el problema de como penetrar en la sociedad aristocrática y conquistarla. Su primera relación interesante fue con Geneviève Straus, viuda de Bizet y madre de un camarada del liceo Condorcet, quién le iba a servir más tarde de modelo para su personaje de la Duquesa de Guermantes. A pesar de que su asedio un tanto cargante irritaba a la viuda de Bizet, seguía viéndolo con placer porque, según sus palabras, era más inteligente y divertido que nadie. En este tiempo se le podía ver rodeado de mujeres a las que cortejaba, pero como más tarde confesaría a André Gide, Proust nunca amó a las mujeres más que espiritualmente  y jamás conoció una atracción que no fuera masculina. En 1889, anticipándose a la llamada a filas de su reemplazo, Marcel ingresa en el ejército a fin de aprovecharse del régimen de voluntariado que se encontraba en su año postrero y que permitía cumplir sólo doce meses de servicio militar. Los domingos empleaba su permiso en ir a París, donde volvía a ver a sus amigos. Ese día también visitaba el salón literario de  Madame Arman de Caillavet, madre también de un compañero de colegio y musa de Anatole France, al que tuvo ocasión de  conocer y cuya personalidad iba a servirle de inspiración para armar su personaje de Bergotte. 


Anatole France junto a Mme. de Caillavet

Después de cumplir el servicio militar, sin más ocupación que la de leer sin cesar y alimentar su vocación de escritor, se ve obligado a inclinarse a la carrera diplomática para complacer a sus padres. Ya con una conciencia acusada de escritor, llega a confesar por carta a su padre que todo lo que hiciera fuera de las letras y la filosofía  sería para él tiempo perdido. Ingresó entonces en la escuela de Ciencias Políticas, donde  se limitaba a oír con atención sin tomar notas. Cuando fue suspendido en sus exámenes de Derecho, sus padres le autorizaron  a seguir unos cursos en la Sorbona, sin finalidad concreta. Allí tuvo como profesor a Henri Bergson, quien en 1891, a través de su boda con Louise  Neuberger, había pasado a ser primo político de Proust. En Paris procura realizar y captar las obras de arte. Consigue que algunos amigos le inicien en la pintura y da grandes paseos por el Louvre. Otros le introducen en la música. Todos le reprochan el interés demasiado vivo que siente por el aristocrático barrio de Saint Germain. Proust entra en este reino aristocrático, que al principio le parecía inaccesible, gracias al trato continuado con las mujeres que solían invitarle durante la adolescencia: la Señora Straus, la Señora de Caillavet y la Señora Madelain Lemaire. En el salón de esta última conoció a la condesa Greffulhe y a la Señora Chevigné, que fueron utilizadas más tarde como modelos de sus encumbrados personajes femeninos. Allí también entabló íntima amistad con el músico Reynaldo Hahn, oriundo de Venezuela, pero de cultura enteramente francesa, con un talento precoz, un gusto exquisito y de gran inteligencia. Fue quien más ayudó a Marcel a comprender la música y quien reunió para él los elementos dispersos de los que habría de surgir más tarde las frases de la sonata de Vinteuil, que iba a representar en su obra un papel clave como gran metáfora estética. 


Reinaldo Hahn y Marcel Proust


Otra de las personalidades con las que Proust traba conocimiento y que le servirán como modelo para su obra es el Conde Montesquiou -trasunto del barón de Charlus-, a quien también conoce en casa de Madelaine Lemaire en torno a 1893. Era en quel momento un poeta gentilhombre de 38 años, de quien "muchos discípulos copiaban la manera de llevar la cabeza alta y los engallamientos y que seducía precisamente por su altivez". Tanto en sus versos como en las chucherías que coleccionaba, Montesquiou era la viva imagen de la estética de fin de siglo. Tenía una fatuidad que rayaba en la insolencia y poseía una conversación brillante, llena de ideas originales acerca del mundo, los grandes poetas y los artistas. Desde su prinera entrevista, Proust adivinó lo mucho que podía sacar de tal personaje, tanto para su carrera mundana como para sus libros. Había comprendido su sed de admiración y procuró satisfacerle generosamente.

Según Maurois, en esta atracción que sentía Proust hacia el gran mundo no había nada de bajeza. No le divertía tanto que le invitasen a concurrir a él como poder comprobar cuál era la mecánica social: "Las relaciones de los seres humanos entre sí en la sociedad, y en el amor. Despertaban su curiosidad las gentes del mundo, pero también las otras". Llegó a confesar en una carta a uno de sus amigos que no establecía "diferencia alguna entre los obreros, los burgueses y los grandes señores, y habría tomado indiferentemente a unos u a otros amigos, con predilección por los obreros".


Robert de Montesquiou


Este interés por radiografíar la estructura social en la que se movía iba a ser una constante en el escritor. Tanto en París como en Illiers, donde veraneaba, Proust gustaba de estudiar la formación de las categorías sociales en el curso de la historia y ver como, al envejecer, se carcomían y debilitaban. Desde este punto de vista, Montesquiou representaba un soberbio ejemplar en el que podía ver condensadas las virtudes y los defectos de su clase. Como Montesquiou exigía adulación, para observarle mejor, Proust pagaba ese precio.

Durante esta época de formación ya se va manifestando el carácter extravagante del joven escritor. Un complejo de Edipo materializado en un afecto desmesurado por la madre, una hipersensibilidad  hacia los reproches de sus padres -bastaba una palabra dura para hacerle sollozar toda la noche-, una generosidad que llegaba hasta el derroche, un cuidado excesivo de su atuendo y siempre pródigo de alabanzas, siempre distribuyendo propinas disparatadas.

En 1895, para satisfacer al padre, consintió en presentarse  a concurso para la obtención del cargo de "agregado no retribuido en la biblioteca Mazarino". Era un agregado que apenas se agregaba nunca a sus tareas y que se pasaba la vida pidiendo permisos

En 1896 cuando ya la mayoría de los amigos de Proust comenzaba a desesperar de él y a dudar de la calidad y hasta de la realidad de su trabajo, anuncia por fin la publicación de un libro menor: "Los  placeres y los días", con prólogo de Anatole France, acuarelas de Madame Lemaire y unos textos musicales de Reynaldo Hahn, volumen excesivamente caro para la época. Los placeres y los días no podían hacer ver que su autor llegaría a convertirse en el principal inventor y renovador literario del siglo que estaba por llegar, pues aquella obra se parecía a muchas de su tiempo, con resonancias de Wilde y Platón y con plagios de Flauvert y La bruyère.


Antoine Bibesco


Es poco después de publicar este libro cuando conoce a Antoine Bibesco, un príncipe rumano de quien Marcel gustaba de decir que era el más inteligente de los franceses. Junto con el hermano de éste, Manuel Bibesco, formaron una amistad confidencial que tenía cierto aire de sociedad secreta. Justo por esta época iba a estallar el caso Dreyfus, que dividió profundamente a la sociedad francesa, al igual que a la familia del escritor, por un caso de espionaje en el que un capitán del ejército francés, de origen judío y alsaciano, es condenado injustamente a cadena perpetua por filtrar información al gobierno alemán. El caso origina un intenso debate en la opinión publica en torno al antisemitismo y la germanofobia, que quedará registrado en las páginas de "En busca del tiempo perdido", hasta el punto de que el nombre de Dreyfus es mencionado varias decenas de veces a lo largo de la obra.

Durante esta época, y mientras vivieron sus padres, la puerta de su casa estaba siempre abierta para los amigos íntimos. Es notable que todos, la actriz, el diplomático, el sabio, el poeta y el noble consideraban un privilegio ser amigos de aquel hombre enfermo y anónimo que a través de ellos exploraba el mundo. André Maurois lo llega a comparar con  "un magnate extranjero al que rodeara el misterio de un país de pensamiento y de memorias".




Se le veía llegar a un famoso restaurante de la Rue Royal envuelto en su pelliza, aunque corriese ya la primavera, y su rostro era de una palidez extrahumana bajo sus cabellos negros. Otras veces recibía en casa, donde sus padres le dejaban presidir la mesa.  Cuando se sentía mejor, Marcel viajaba para ver arboledas, cuadros o iglesias bellas. Nicolas  Ragonneau se encarga de desmontar el mito de un Proust recluido y encamado que corresponde más bien a la época en la que estalla la primera guerra mundial, punto en el que ya no abandonará más París. Pero antes Proust se había movido como un turista europeo que buscaba en sus viajes el acercamiento a la pintura. En 1898 viaja a Amsterdam para ver una exposición de Rembrandt. En 1902 viaja con su amigo Bertrand de Fenelon a Amberes, Gantes y Brujas, donde ve una exposición de los primitivos flamencos. En el museo de La Haya descubre "La vista de Delft", de Vermeer, "el cuadro más bello del mundo", a juicio de Proust y que introducirá en un famoso pasaje de su novela. Antes, a finales de siglo, había viajado con su madre a Alemania mientras trabajaba en el esbozo de su novela "Jean Santeuil y también a Venecia en dos periodos consecutivos del año 1900. 

Fue precisamente a instancias de su madre, que tenía una gran fe en su cultura y su talento, y que deseaba que su hijo se aplicase en alguna tarea seria, lo que motivo que Proust ensayara un trabajo de erudición, antes de acometer la elaboración de una novela que había titulado "Jean Santeuil" y que dejará inacabada. A pesar de su escaso conocimiento del idioma inglés, se decantó por traducir una obra de Ruskin, siempre ayudado y asesorado por la madre. La traducción de "La Biblia de Amiens" le llevó nada menos que cinco años, pero al consagrar tanto tiempo al estudio del esteta inglés, Proust se impuso una disciplina intelectual y moral que le permitió desarrollarse espiritualmente. Se trataba de una traducción vivida que el traductor fue enriqueciendo con prefacios y notas que la desbordaban. La conmoción que supuso en el escritor el acercamiento a la obra de Ruskin queda manifiesta en la declaración que llegó a hacer sobre su influencia: "El mundo adquirió de pronto ante mis ojos un valor infinito. Y mi admiración por Ruskin daba tal importancia a las cosas que él me había hecho amar, que me parecían de un valor más grande que el de la vida". Aunque la traducción no iba a tener un gran acogida, con aquel trabajo había llegado a descender a las profundidades de su propio espíritu y se le había revelado la superficialidad de la vida que había llevado hasta entonces.


Marcel con su madre y su hermano


A pesar de que  ya contaba con unas crónicas firmadas con pseudónimo en Le Figaro, además de los textos sobre Ruskin, Proust tenía la conciencia de estar traicionando  sus dotes de escritor y la confianza de sus padres. Se sentía capaz de escribir un gran libro, y aunque se le representaba de forma confusa, sabía que sería extraño, doloroso e íntimo, en parte porque tenía que abordar la vida secreta a la que le abocaba el ser homosexual. De hecho, llegó a pensar como título de ese libro "Sodoma y Gomorra", y era consciente de que tenía que escarbar en las raíces del mal y que sus revelaciones acabarían por impactar de un modo negativo en los padres. Sin embargo, toda esta maraña de obstáculos que le parecía casi insalvable se va despejando con la desaparición de los padres. A fines de 1903, muere el padre, fulminado por una congestión cerebral en pleno trabajo. A él le dedicó la traducción de "La biblia de Amiens". A partir de esa fecha, Proust se consagró a la madre, con la que vivía. En agosto de 1905 la llevó a Evian, donde tuvo un grave ataque de uremia que iba a acabar con su vida. La monja que cuidó a la moribunda llegó a decir que para la Señora Proust "su hijo Marcel seguía teniendo siempre 4 años". Tras la muerte de su madre, Proust queda hondamente abatido, y más triste aún, si cabe, pensando que había defraudado las esperanzas de sus padres, quienes estaban orgullosos de su inteligencia y de la que no habían visto apenas fruto. Aunque se ha dicho que fue el remordimiento y el deseo de no desmentir las ilusiones de la madre el acicate que lo catapultó a dedicarse por entero a su obra, lo cierto es que ya desde 1905 venía recogiendo notas para su proyectada novela y de ahí se desprendería la materia con la que iba a dar forma a su mundo literario. También Nicolás Ragonneau se encarga de desmentir esa leyenda tenaz según la cual al Proust trabajador esforzado que hace y rehace sin fin "En busca del tiempo perdido" le precedió un Proust que escribía intermitentemente, veleidoso y procrastinador, que perdía el tiempo en los salones. Antes de acometer su gran obra, cuyos últimos tres volúmenes se publicarían póstumamente, se aplicó al trabajo de una novela primeriza de más de mil páginas, "Jean Santeuil", y al de un ensayo, "Contra Saint-Beuve", además de su faceta de articulista y de traductor.

Una vez desaparecida la madre -y con ella los ideales de bondad y sacrificio que encarnaba- y comprendiendo la vanidad de los éxitos mundanos a los que había aspirado, Proust se recluye en su casa  para volcarse en la elaboración de su obra, casi como si entrase en una orden monástica. Entre 1905 y 1911, medio a escondidas, Proust comienza a dar forma a una novela de  la que los amigos sólo tienen una vaga idea. Debido a su estado de salud precario, y teniendo en cuenta que proyectaba una novela más bien larga, la incógnita era si tendría tiempo y fuerzas suficientes para terminarla. El propio Proust confesará que había "vivido en la pereza, en la disipación de los placeres, en la enfermedad, los cuidados y las manías, y emprendía mi labor en vísperas de morir, sin saber nada de mi oficio". 

Poco después de la muerte de sus padres, en diciembre de 1906, tiene que dejar el piso donde había vivido con ellos y se instala en el bulevar Haussmann, en la casa perteneciente a su tío Louis Weil, algo que es considerado por el escritor un hecho trágico y una suerte de exilio. Sus libros y muebles  apenas tienen cabida en la nueva casa y constantemente se queja a sus amigos de los ruidos por obra provocados por los vecinos durante todo el día, lo que para alguien que vive de noche suponía un grave trastorno. A fin de conseguir la tranquilidad necesaria, decide revestir de corcho las paredes y se atrinchera en su habitación con la única idea de escribir y rodeado de multitud de cuadernos donde anotaba los pasajes que más tarde irá intercalando en la construcción de su novela. Aunque apenas salía a la calle, lograba convertir las asiduas visitas en una sesión de trabajo. Interrogaba a la gente maniáticamente, haciendo que su interlocutor retornase al tema cuando trataba de evadirlo. Otras veces era él mismo quien, mediante un rodeo, procuraba obtener una confesión o rememorar un recuerdo. A menudo hacía sus propias investigaciones por carta, pidiendo a sus amigos y conocidos que le informasen de mil detalles con los que luego iba a dar verosimilitud al mundo descrito en su obra. Cuando su estado se lo permitía, viajaba en busca de imágenes del pasado. En la época de verano, hacía un gran acopio de guías ferroviarias y proyectaba viajes imaginarios tendido en su diván durante la madrugada. En París frecuentaba todavía algunos salones, para seguir la vida de sus personajes, siempre a horas intempestivas. Proust ya no recibía, como en vida de sus padres, en su propia casa, sino en algún restaurante y principalmente en el hotel Ritz, donde oficiaba de anfitrión con suculentos banquetes amenizados por la música de algunos de sus amigos. Los utilizaba para obtener informes del mundo exterior que le estaba casi vedado. Pero la verdadera vida de Proust, durante sus años de trabajo, iba a transcurrir en el lecho en que escribía rodeado de cuadernos de notas. Se aplicaba a pegar fragmentos utilizando la técnica de la "paperole", termino que designa los añadidos que Proust introducía en sus manuscritos, o en las pruebas de imprenta, pegando tiras de papel, un soporte con sus añadidos que podía desplegarse en sentido vertical y horizontal y que en ocasiones superaba el metro de longitud.




De 1906 a 1912, a la vez que se pone manos a la obra de su novela, comienza a escribir un estudio de crítica literaria sobre Saint Beuve; sin embargo la mayor parte de sus energías las invierte en escribir "En busca del tiempo perdido". Proust había ido acumulando gran cantidad de notas sobre el reducido mundo que conocía, donde ya comenzaba a apuntar un lenguaje propio, pero poco más. Se puede presuponer que quiso escribir la novela de Swan en tercera persona y que "Un amor de Swan" -incluido como una separata en su primer volumen- sería un fragmento salvado de aquella versión primitiva.

Según André Maurois, en estos esbozos se hallan elementos del Proust definitivo, pero falta sobre todo el que es, a su juicio, el tema esencial del libro (la irrealidad del mundo exterior y la realidad del mundo del espíritu), que está ya expuesto, pero de un modo demasiado explícito y sin sutileza. Es gracias a esta técnica de recoser fragmentos que va insertando en sus notas como va constituyendo un mosaico a base de retazos acoplados según un plan preestablecido. Lo mismo ocurre respecto a la modelación de los personajes, inspirados en gestos y caracteres observados por él en vida, pero también fundiendo en uno solo detalles que corresponderían a varios.  Proust llegaría a afirmar en una carta que los personajes son inventados por entero y no contienen ninguna clave. Ningún personaje del libro es la copia de un personaje real. Proust llegó a definir un libro como "un gran cementerio donde los nombres de la mayoría de las tumbas están borrados e ilegibles".


Ilustración de Luis Marsans


Entre los temas que aborda Proust en su obra, el del tiempo constituye su clave de bóveda. Proust aparece obsesionado por la huida de los instantes, por el perpetuo pasar de todo los que nos rodea, por la transformación que causa  el tiempo, tanto en nuestros cuerpos como en nuestros pensamientos.  Así como hay una geometría del espacio, hay una psicología del tiempo. O dicho con la perfecta formulación de Proust: "Las almas se mueven en el tiempo como los cuerpos en el espacio".Todos los seres humanos se hallan sumidos en el tiempo y son arrastrados por la corriente de los días. Toda su vida es una lucha contra el tiempo. Un olvido y una mudanza perpetua va circundando nuestros recuerdos. Proust demuestra que el individuo, sumido en el tiempo, se disgrega. "Se me aparece mi vida -explica Proust-, tal que se ofreciese una sucesión de periodos  en los cuales, pasados cierto intervalo, no queda en el que le sigue nada del precedente. Es algo desprovisto del fundamento de un yo individual, idéntico y permanente, algo tan inútil para el porvenir y tan largo en el pasado, que la muerte podría atajarla en cualquier momento, sin por eso terminarlo..." Sin embargo, entre los varios filósofos que Proust lleva dentro, figura también un filósofo idealista, que no acepta la muerte total de su personalidad y de sus yos sucesivos, es decir, de la continuidad de su yo, y la razón es que ha tenido, en ciertos momentos privilegiados, la intuición de su ego como ser absoluto. Se da una antinomia  entre su angustia al sentir que todo pasa y su certeza íntima de que hay en él algo permanente, incluso eterno. Esta eternidad para esos instantes brevísimos en el que el momento pasado se ha convertido en real permiten descubrir que aquello que se creía desvanecido debía conservarse en él, puesto que reaparecen. El tiempo no muere enteramente, como parece, sino que queda incorporado en nosotros. De aquí la idea, generadora de toda la obra de Proust, de partir en busca del tiempo perdido y que, sin embargo, está al lado, pronto a renacer. Y no cabe hacer esta búsqueda más que en nosotros mismos, pues el mundo real no existe. Lo creamos nosotros. 

Proust se interesa poco por las realidades incognoscibles y se aplica a describir impresiones, que es lo único que le permite al artista dar a conocer al espectador el mundo tal como lo ven los demás. Lo que a partir de 1905 importa a Proust no es el mundo erróneamente llamado real, el mundo del Boulevar Haussmann o del Ritz, sino sólo el que se encuentra en los recuerdos. La única forma de constancia del yo es la memoria. Y con tal herramienta el arte reconstruye impresiones que luego profundiza, esclarece y transforma.

De esta forma los temas proustianos se pueden reducir a dos variantes de un mismo fenómeno: el tiempo que destruye y la memoria que conserva. Pero no se trata en Proust de una memoria voluntaria que procura colocar en su sitio exacto los hechos y las imágenes, pues la información que se nos suministra sobre el pasado no conserva nada de él. Se trataría, en sintonía con Bergson, de un pasado mecánico y, por lo tanto, muerto. Donde bulle la vida de nuestro pasado es más bien en un objeto, en un sabor, en un olor. Si algún día, por casualidad, podemos dar a nuestros recuerdos el apoyo de una sensación presente, adquieren vida.




Cuando el narrador de su novela moja una magdalena en el té, en el instante mismo en que el sorbo mezclado con las migas del dulce toca su garganta, se sobresalta y se asombra ante el hecho extraordinario que en él se produce: "un placer delicioso me había invadido, aislado, sin que tuviera idea de su causa. Sentía las vicisitudes de la vida indiferentes y sus desastres inofensivos, su brevedad ilusorias. Todo ello, de la misma manera que procede el amor y llenándome de una esencia preciosa, aunque quizás esa esencia no estuviese en mí, sino que era mi propio yo. Había cesado de sentirme mediocre, contingente, mortal. ¿Cómo pudo originarse esa pujante alegría?". Y de pronto le acudió el recuerdo del primer bocado de magdalena que un domingo por la mañana, siendo niño, le ofreciera su tía Léonie después de mojarla en té o tila. "Cuando de un pasado antiguo no sobrevive nada después de la muerte de los seres y de la destrucción de las cosas, sólo quedan, más frágiles, pero más vivos, más inmateriales, más persistentes, más fieles, el olor y el sabor que durante largo tiempo, como almas recordando y esperando sobre la ruina de todo lo restante. Sosteniendo sin doblegarse, sobre su casi impalpable gotecilla, el edificio inmenso de la rememoración".

En ese momento el tiempo había sido reencontrado y a la vez vencido, ya que un fragmento entero del pasado venía a convertirse en un fragmento entero del presente. Tales instantes dan el artista sensación de haber conquistado la eternidad. Nunca olvidaría semejante matiz nuevo de alegría y ese impulso hacia el júbilo ultraterreno. Así se comprende que el tema de la novela no es la descripción de una determinada sociedad francesa a finales del siglo XIX, ni un nuevo análisis del amor, sino la lucha del espíritu contra el tiempo y la imposibilidad de encontrarlo en la obra de arte. Tal es el tema esencial profundo y nuevo de "En busca del tiempo perdido".




Platonista convencido, Proust piensa que el hombre encadenado en la caverna no ve más que sombras, pero esas sombras son de algo. Todo arte está edificado sobre impresiones. El papel del artista consiste en encontrar "la impresión sensible, no rectificada por el juicio" Pero no hay sensación pura. Percibir es interpretar las sombras de la caverna y tratar de reconstruir, con la inteligencia, los objetos eternamente invisibles. El pensamiento crea el mundo a cada instante. La visión no es más que un agregado de razonamiento y en el mundo las ilusiones son constantes. Hablar de ilusiones es admitir a la vez la existencia de una realidad no ilusoria. Proust sabe que más allá de las impresiones existe un mundo exterior que hay que comprender y hay un juego incesante entre la sensibilidad y la inteligencia. El papel del arte habría sido pues el de hacer caer los obstáculos, las ideas ya hechas que se interponían entre el espíritu y lo real. Así la filosofía sería una reflexión sobre el arte: "el arte se encuentra en el camino de la metafísica y constituye un método descubridor". En realidad, la única forma de eternidad en la que Proust creía sin reservas era la obra de arte, pues piensa que cuando los poetas tienen las intuiciones y éxtasis que originan todas las grandes obras, se substraen al tiempo, lo que es la condición misma de eternidad. Toda la metafísica de Proust se puede condensar en estas proposiciones: el mundo exterior existe pero es incognoscible; el mundo interior es cognoscible, pero se nos escapa sin cesar porque cambia; sólo el mundo del arte es absoluto. La inmortalidad es posible, pero sólo la del ente viviente.


Ilustración de "La recherche..." por Marsans


Otro de los temas claves en Proust es el del tratamiento del amor, incluyendo el tema de la homosexualidad, al que le dedica profundo análisis. Para Proust es sobre todo el azar el que determina la elección del objeto amoroso o de la persona amada. Pero es también el temperamento el que elige, eliminando a todos los que nos son opuestos y complementarios. Constituyen, en fin, un negativo de nuestra sensibilidad. "Una mujer despertará un amor tanto más vivo en un hombre definido si participa en un doble misterio: el del mundo o grupo social, para él nuevo, al que ella pertenece y el de los pensamientos desconocidos que ella alberga". Así cuando nos enamoramos de una mujer "proyectamos simplemente sobre ella un estado de nuestra alma y por consiguiente lo importante no es la valía de la mujer, sino la hondura de nuestro estado". Eso hace que los amores ajenos nos sean ininteligibles.

Pero a priori la vida en común de dos seres unidos por dos malentendidos y que han creído ver el uno en el otro lo que no existía, no pude ser más un despertar penoso y un fracaso. Para Proust, "en el amor, la elección no puede ser sino mala. Nos muestra cual cruelmente diferente pueden ser las realidades del amor". Tanto en el orden psicológico -componemos con la imaginación un carácter que obedece más a nuestros deseos- como en el físico, el resultado es siempre la decepción. Proust habla largamente de lo que llama "seres huidizos", aquellos cuyo comportamiento, indiferencia o confusión nos despiertan ansiedad. "Ella nos había prometido una carta y estábamos calmados y ya no amábamos. No llega la carta, ningún correo la trae: ¿Qué pasa? Renacen la ansiedad y el amor. Son principalmente tales seres lo que, para nuestra desolación, nos inspiran amor". Así nuestra angustia está a menudo vinculada a los celos y a las mentiras del ser amado. E incluso llega a concluir radicalmente que con frecuencia "el amor no es provocado más que por la mentira y consiste solamente en la necesidad de ver nuestros sufrimientos apaciguados por el hecho o por el ser que nos ha hecho sufrir. También a menudo, para que el amor sea duradero, se requieren los celos, es decir, la angustia unida a la idea de otro ser.

Hacia 1911, creyéndose cerca de acabar su gran obra, Proust debió preguntarse con angustia si encontraría un editor. Muchos editores de diarios y revistas le había rechazado algunos artículos y tenía además fama de diletante frívolo. Y la dificultad de dar a la imprenta una obra voluminosa, que en un principio iba a rebasar las 1500 páginas, se le hacía evidente. Mientras estaba en contacto con otro editor que le iba dando largas, Proust trabó relación con Gaston Gallimard, a quien le llevó el primer volumen para que lo hiciera llegar al consejo de su prestigiosa editorial NRF. Pero a los ojos de los miembros del Consejo, Proust era un mundano cuyo volumen "exhalaba olor a duquesa"- lo que en realidad era algo que saltaba a la vista, pues los títulos de duques, barones y princesas se mencionan miles de veces-. A André Gide le tocó en desgracia lanzar unos de los dictámenes más desafortunados en la historia del mundo editorial. Se le ocurrió abrir el manuscrito al azar y dio con el pasaje en el que el narrador describe a su tía Léonie "Tendiendo a mis labios su triste frente pálida y marchita, donde las vertebras se traslucían como las puntas de una corona de espinas o las cuentas de un rosario". La conjunción de vertebras y frente le disonó tanto que tuvo que cerrar el libro inmediatamente y no perdonó semejante desatino, que no era más que un error tipográfico. Una vez fracasadas las negociaciones con los editores tanteados, a Proust no le quedaba otro remedio que sufragar la edición del libro por su cuenta. Y es que su obra suscitaba el mayor de los recelos por la extrañeza en forma y contenido. Por mediación de un amigo escritor, Louis de Robert, Proust llegó a enviar su manuscrito a un tercer editor, que mostró su perplejidad después de hojear el mamotreto y así se lo hizo saber al amigo escritor por medio de una carta:   "Querido amigo: quizá sea yo muy cerrado al mérito, pero no comprendo que un escritor emplee treinta páginas en describir como da vueltas en la cama antes de encontrar el sueño. Me he llevado las manos a la cabeza". Por mediación de otro amigo, el hermano del escritor Leon Blum, consiguió finalmente entrar en contacto con el joven editor Bernard Grasset, comprometiéndose a editarlo a sus expensas. Al fin, el 13 de noviembre de 1913,  le Temps publica un largo artículo en que se anuncia para el día siguiente la publicación del primer volumen de "En busca del tiempo perdido". El escritor del artículo encontró a Proust acostado "en la cámara de los postigos cerrados" y lamentándose de ver su obra fragmentada en volúmenes. Le explicó a su entrevistador que su libro sería un ensayo de psicología en el tiempo, donde los personajes, por sus cambios, darían la sensación del tiempo transcurrido. Y terminó apostillando: "mi libro puede ser un ensayo de una colección de 'novelas del subconsciente'".

La obra obtuvo buenas recensiones por parte de algunos diarios y revistas, pero los lectores continuaban refractarios y ni siquiera la amistad con Leon Daudet le valió para grangearle el premio Goncourt aquel año. Por medio de una carta, Gide tuvo a bien disculparse por su terrible lapsus al desaprobar la obra y confesaba su complacencia en un libro que esta vez le era imposible soltar, pero que al mismo tiempo le amargaba por la sensación de remordimiento. "El haber rechazado ese libro constituirá el más grave error de la NRF (en lo que me avergüenza ser muy responsable) y uno de los remordimientos más punzantes de mi vida". Un error que más tarde será subsanado por la editorial al ofrecerle la publicación de los dos siguientes volúmenes. Pero la guerra retardará en cinco años la aparición del resto de los volúmenes, lo que dio tiempo a Marcel a hacerla proliferar con sus anotaciones sin fin. 


Proust en el Ritz


Pero mientras la guerra va acreciendo su obra, por otro lado viene a truncar sus hábitos de vida, la de muchos de sus amigos llamados a filas y la sociedad entera de su tiempo. A su amigo Lucien Daudet le hace ver las ambigüedades de la gente de retaguardia y el patrioterismo imperante en el ambiente. A su alrededor todo se trastoca: su hermano, destacado como médico, fue herido en guerra en Verdún y sus amigos Bertrand de Fenelon y Gastón de Caillavet mueren al comienzo de la contienda, lo que le producirá un hondo duelo. El mismo Proust, a pesar de su enfermedad crónica, que le había postrado en la cama durante gran parte de la última década, hubo de pasar una revisión en un tribunal médico. En su casa recibía visitas de nuevos amigos, con los que departía ya muy fatigado sobre las minucias de una obra que empezaba a ser conocida por muchos. Algunas noches osaba atravesar el París onírico y desierto de la guerra para acercarse al Ritz a encontrarse con viejos o nuevos conocidos. Edmond Jaloux, que coincidió en ese hotel por aquella época, lo describía envuelto en un atuendo pasado de moda, con el cuello recto muy alto, pechera almidonada, corbata y chaleco muy escotado, destacando el estupor que se experimentaba al sentir el ambiente singular que emanaba de su alrededor. "Avanzaba con una especie de hastiada lentitud, de estupefacción intimidada. No se presentaba: aparecía. Era imposible no volverse a él, no quedar impresionado por aquella fisonomía extraordinaria que llevaba consigo, una suerte de desmesura natural [...] Había en él una especie de pesadez física y de gracia aérea de la palabra y el pensamiento; de cortesía ceremoniosa y de abandono; de fuerza aparente y de feminidad. Añadía a esto algo reticente, vago, distraído, hubiérase dicho que no le prodigaba a uno sus cortesías más que para tener el derecho de ocultarse, de ganar sus escondrijos, el misterio angustiado de su espíritu. Se estaba a la vez en presencia de un niño y de un provecto mandarín".

El intervalo de la guerra también afectó notablemente a la novela debido a que se tuvo que interrumpir la publicación de las partes pendientes, y en manos de Proust éstas continuaban creciendo patológicamente con innumerables prolongaciones y nuevas ocurrencias. Había comenzado su libro con 34 años, pero tanto por la longitud de la obra como por la guerra  no llegó a publicar el segundo volumen hasta los 48 años. Y en este lapso de gestación, la guerra y la vida le habían enseñado un mundo insospechado de malos instintos que se trasluce en su obra tornando sus personajes más torvos. Esta transformación la formula magistralmente André Maurois concluyendo que "a una novela de adolescencia mágica sucede una novela de madurez misantrópica". Muchas de las adiciones son disertaciones psicológicas o filosóficas donde la inteligencia comenta las acciones de los personajes. A la vez se transforma también su estilo, que se vuelve menos aterciopelado y más abstracto. La guerra también trastornó su vida personal y se vio obligado a vender algunos muebles, tapices y lámparas de su casa por haberse embarcado, según propia confesión, en gastos absurdos. Pero la aparición del segundo volumen de su obra le iba a reportar el premio Goncourt e iba a suponer un bálsamo para sus menguadas finanzas. Además de una legión de lectores para su obra, que ya empezaba a ser conocida en todo el mundo. John Galsworty y Curtius supieron ver que se abría una nueva era en la literatura y los americanos no tardarían en coronar a Proust como un clásico. 

Sin embargo, durante algún tiempo, aún se levantaron contra su obra feroces detractores dentro de su propio país. Algunos críticos franceses recelaban de que un escritor representase su tiempo ignorando las luchas sociales y pintando un mundo abolido que recordaba al mundo cortesano retratado por Sain-Simon. No obstante, Proust estaba más cerca de Balzac que de este último, y en muchas facetas llegó a superarlo. Se ha dicho que mientras Balzac pintó un mundo, Proust pintó el mundo. Se puede aducir que Balzac echó una mirada omnicomprensiva sobre la sociedad de su tiempo, mientras que la visión de Proust quedaba reducida por las anteojeras de un único punto de vista social, pero ningún escritor es capaz de envasar en un libro la quintaesencia de toda la sociedad, y aunque muy a cuentagotas, aparecen bien delineados los representantes del pueblo llano, los burgueses advenedizos, los abogados, los médicos y hasta los diplomáticos. También es capaz de conectar con el espíritu de su época al abordar el asunto Dreyfus, o dar cuenta de las transformaciones producidas por la guerra en la mentalidad y las costumbres de su tiempo, algo que fue capaz de incorporar al cuerpo de su novela en el largo interregno de la guerra. Además, a Proust no le importa tanto la sociedad de su tiempo como extraer de la naturaleza humana sus leyes generales. Según Maurois, Proust define más bien al hombre que a la sociedad, y más al hombre de todos los tiempos que al de su tiempo. Su obra se presenta como una novela de aprendizaje y como una suma de la condición humana. En este aspecto, el parangón hay que buscarlo más en la obra de los filósofos, como Montaigne, que en los novelista como Balzac.

Poco antes de que acabase la guerra, y aún algún tiempo después, Proust incurre en exagerados dispendios que van menguando el erario familiar y se ve obligado a ir despiezando todo el mobiliario, junto con sus tapices,  y venderlos en almoneda para poder ir tapando los boquetes que iba abriendo en su patrimonio el exorbitado tren de vida que llevaba. Hacia 1919, su tía vende a un banquero su piso del bulevar Hausmann, último vínculo con el pasado familiar, y éste decide expulsar a todos sus inquilinos. Y de buenas a primeras se ve en la calle antes de conseguir alojarse en un miserable piso amueblado en el quinto piso de la Rue Hamelin. En principio este apartamento, que según Proust era tan modesto e incómodo como desorbitante de precio, tenía que ser una morada provisional, pero allí continuó hasta su muerte, dejando "todos sus negocios", lo que le restaba de sus tapices, lámparas, aparadores y hasta libros despositados en un guardamuebles. "Nada más desnudo y pobre -nos ilustra Edmond Jaloux- que aquella cámara cuyo único ornamento era la masa de cuadernos que formaban el manuscrito de su obra y que se encaramaban sobre la chimenea".


Celeste Albaret mostrando la habitación del escritor


A partir de 1913 es Celeste Albaret quien cuida de la casa de Proust, una joven bella y bien formada, que hablaba un francés agradable y que poco a poco va ejerciendo su autoridad con sus funciones de ama de llaves, enfermera, telefonista, cocinera y todo el largo etcétera que le exigía un enfermo maniático y caprichoso. Proust le había procurado un casamiento con el chofer Odilon Albaret, cuyo taxi estaba enteramente a su servicio, sólo utilizado para salir él y para enviar sus cartas a mano, y también para buscar y recoger a cualquier hora de la noche a aquellos a quienes sentía el repentino capricho de ver. Celeste tenía orden de no entrar hasta que Marcel hubiera llamado, lo que no solía ocurrir hasta bien entrada la tarde, momento en que debía tener preparada su esencia de café , tan fuerte como el de Balzac, y del que se alimentaba casi exclusivamente, salvo los raros días en que le apetecía alguna vianda especial que hacia ir  a buscar al hotel Ritz, ya que tenía terminantemente prohibido cocinar en el apartamento, a riesgo de que el más ligero olor le desencadenase una crisis de asma. Además del asma, padecía de insomnio y trastornos digestivos, lo que le hizo caer en el círculo infernal de la automedicación, buscando el sueño, el olvido, la serenidad o la energía, ya fuera a base de calmantes o con estimulantes. Fue así como Proust se convirtió en uno de los mayores toxicómanos de la literatura. Además de la docena larga de tazas de café combinada con una pastilla de diez centigramos de cafeína, tomaba belladona y morfina para combatir el asma, adrenalina para luchar contra la astenia, trional como sedante psicotrópico para tranquilizar los nervios y opio y veronal para paliar el insomnio.

Todas estas suculentas comidas que se hacía traer de los restaurantes más caros le irrogaba gastos fabulosos que explicaba la relativa pobreza de un hombre de fortuna. Marcel Proust, que a la muerte de sus padres había heredado una considerable fortuna repartida en acciones y valores colocados en diferentes bancos, se había ido arruinando además con la especulación insensata en bolsa y el derroche de grandes cantidades de dinero jugando en los casinos al bacarrá. La vida indolente y estrafalaria que llevaba Proust en aquella casa en la que dormía de día ayudándose del opio y del veronal y que trabajaba de noche a lo Balzac, con una sobredosis de café, queda patente en la descripción que hiciera Celeste de sus hábitos y de su personalidad: "Era un hombre que no hacía nada bueno de él. Si un portaplumas caía al suelo, no lo recogía, y no me llamaba hasta que todos se habían caído. Todos los días había de hacerle la cama bien y cambiar las sábanas, porque decía que el sudor las humedecía. Para asearse usaba a veces de veinte a veintidós toallas, pues en cuanto una estaba mojada e incluso humedecida, ya no quería tocarla". No se le podía molestar cuando trabajaba o dormía y apenas salía ya de aquella habitación siniestra que según Mauriac, quien en una ocasión fue a visitarlo, no era más que un atrio negro con un lecho "donde el abrigo servía de colcha y donde refulgía aquella máscara cerúlea a través de la cual se diría que nuestro huésped nos miraba comer y en la que sólo sus cabellos parecían vivos. El ya no participaba en los alimentos de este mundo". Y es que según los que le visitaban en los últimos años, Proust ya sólo parecía vivir para el mundo creado con su pluma, siempre atento a las pruebas de las sucesivas entregas de su obra y a las acotaciones que prodigaba en los márgenes, cada vez más inquieto por el porvenir de su obra y por la posibilidad de no sobrevivir a su punto final.


Proust trabajando en la cama


De 1920 a 1922, aquel enfermo vitalicio desarrolló un trabajo prodigioso, y ya había dejado de ser un diletante para convertirse en un escritor profesional. Entre 1920 y 1921 había publicado las sucesivas partes de un tercer y cuarto volumen ("Del lado de Guermantes" y "Sodoma y Gomorra"), pero con sus incesantes añadidos, aquel texto que iba tejiendo no paraba de crecer hasta engendrar al menos dos volúmenes más para los que buscaba título y que luego se conocerían póstumamente como "La prisionera" y "La fugitiva". Así, mientras iba enriqueciendo los tomos venideros, corregía maniáticamente los tomos que ya estaban impresos, correcciones que amenazaban con duplicar el volumen y que le hacía entrar en guerra con un editor espantado que tenía ante si una obra viva y que se volatizaba en la imprenta. Pero Proust, que se sentía ya amenazado por una muerte inminente, defendía con uñas y dientes aquella tela de Penélope, alegando que no hacía otra cosa que dar fin a su obra. 

Casi recluso de una novela que le esquivaba, aprovecha las escasas ocasiones en que sale de su casa para experimentar aquellos jirones de vida con los que podía enriquecer el ambiente y las vivencias que evocaba en ella. Y si no tenía fuerzas para buscar fuera de casa su alimento creativo, recreaba entre aquellas cuatro paredes la atmósfera que podía suscitar las impresiones que necesitaba. Una noche invitó a su casa a los miembros del cuarteto Capet para que tocasen sólo ante él una pieza de Debussy que le ayudaría a completar otra de Vinteuil, el músico cuya sonata es convertida en  "leit motiv" de su libro. Y es que ya sólo vivía para dar más vida a lo que escribía en detrimento de sus propias energías. Furibundo publicista de sí mismo, se ocupaba con pasión de hacer escribir artículos respecto a su obra, cuando no era él mismo quien se encargaba. René Baylesve, que lo encontró alguna vez comiendo solo en una salón apagado del Ritz, lo describe físicamente con tintes grotescos, ya convertido en una caricatura de sí mismo: "Su figura parece haber sido fundida y después henchida, incompleta e irrisoriamente. Las gorduras se distribuyen al albur y donde menos se esperan. Joven, viejo, enfermo, mujer. !Extraño personaje!" Esos últimos meses de vida los pasa atribulado por un estado de salud calamitoso mientras gasta todas sus energías volcándose en la pluma. Según su propia confesión en carta a su editor Galimard, en cuanto salía de la cama mareado, caía al suelo a cada paso que daba y no podía pronunciar las palabras. Achacaba su extrema fatiga  a que había fisuras en la chimeneas por las cuales iba saliendo el humo que le asfixiaba. "Necesitaría salir -le confiesa al editor-, pero para salir tendría que llegar al ascensor. Vivir no siempre es cómodo". Su estado de salud empeora desde el momento en que decidió dejar de comer casi por completo, al oír decir a un conocido que el espíritu funcionaba mejor en ayunas y pensó que sólo así podría poner "La prisionera" a la altura de los tomos anteriores.

En octubre de 1922 enfermó de bronquitis una tarde brumosa en que salió a visitar a una familia. Proust no creía que fuera grave y además prohibió a Celeste que llamase a un médico, obstinado en retocar todas las noches "La fugitiva", hasta que por fin tuvo que ceder cuando la fiebre le hizo imposible su trabajo. El médico le mandó reposo y una buena alimentación, pero Proust creía, como su madre, que no había mejor medicina que la dieta, y que todo alimento le haría subir la temperatura y le impediría dedicarse a su obra. "La muerte me persigue -le advertía a Celeste-, no tendré tiempo de devolver las pruebas y Galimard las espera". Lo más asombroso del relato de los últimos días de Proust es su aprensión hacia los médicos y su obstinación en rechazar sus cuidados. Rechazó el consejo médico de ser internado en un sanatorio y prohibió terminantemente la visita de su hermano y de sus amigos, porque cualquier distracción le impediría terminar su obra. El 17 de noviembre se creyó mucho mejor y recibió la visita de su hermano, al que le dijo que iba a pasar la noche trabajando mucho y que tendría a Celeste para auxiliarle. Corrigió pruebas, añadió algunas notas al texto y hacia las 3 de la madrugada, agotado y con ataques de asfixia le dictó a Celeste largamente. Era la mejoría de la muerte.  A la mañana siguiente, como había empeorado, por fin llegaron los médicos con sus jeringas y sus balones de oxígeno, pero ya era demasiado tarde.   El 18 de noviembre expiró después de tomar una cerveza que hizo que le trajesen del Ritz y que ya era el único alimento que le sustentaba. 


Se deja para el final un extracto de la tenue trama de la novela, que al final es sólo un pretexto para injertar aquellas reflexiones y aquella investigación sobre la vida y el mundo que el narrador lleva a cabo en su novela, pero es sobre todo "La historia de la vocación invisible", la que tiene el narrador por el arte y la escritura y que al final se nos trasluce en una revelación: cuando ya creíamos que el narrador se había extraviado en las insulseces del mundo, descubrimos atónitos que el escritor estaba ahí agazapado para mostrarnos en sus últimos pasajes que toda la novela ha sido una búsqueda de su propia vocación, y que la novela que siempre había anhelado escribir el narrador es precisamente aquella  que tenemos en las manos y a la que ya le estamos dando fin, a la vez que lo hace el autor. El extracto de esa trama insustancial e inocua que es el argumento de la novela de Proust, se ha recogido literalmente del libro de Nicolas Raognneau, "El Proustógrafo", editado por Alianza Editorial. 



POR EL CAMINO DE SWANN

El narrador recuerda su habitación en Combray en casa de su tía abuela, cuando esperaba, antes de dormirse, el beso de su madre: una visita del señor Swann retrasaba a veces ese tan ansiado momento. Gracias a un trozo de magdalena mojado en el té, el Narrador despierta incontables sensaciones e impresiones de su infancia en Combray. Evoca las costumbres de su familia, la criada de su tía, Francisca, y su lectura de Bergotte, un escritor que descubre entonces. En Motjouvain, asiste a una escena sádica entre la señorita Vinteuil, la hija del profesor de piano , y una amiga. Durante un paseo, se cruza con Gilberta Swann, de la que se enamora.

"Unos amores de Swann" traslada al lector muchos años antes del nacimiento del narrador. ESta parte relata la ardiente pasión y los celos enfermizos de Carlos Swann por Odette de Crècy, una cocotte, y los esfuerzos del primero por ser recibido en casa de los Verdurin, unos ridículos burgueses. Swann sospecha que Odette mantiene diferentes amoríos, entre ellos uno con Forcheville. Pese a que no es "su tipo", Swann acaba casándose con Odette. Tendrán una hija: Gilberta. El Narrador vuelve a ver a Gilberta Swann en París, en los Campos Elíseos.


A LA SOMBRA DE LAS MUCHACHAS EN FLOR

Decepción del Narrador, que escucha a la Berma por primera vez en Fedra. El narrador frecuenta a Gilberta y es recibido en casa de los Swann, donde incluso almuerza en compañía de Bergotte. Intermitencias de sus sentimientos por Gilberta, de la que se cansa. El Narrador parte a Balbec con su abuela y Francisca: residen en el Gran Hotel, donde se cruzan con personalidades del barrio de Saint-Germain. Encuentro con la señora de Villeparisis y su sobrino, Roberto de Saint-Loup. Visita al pintor Elstir en su estudio. El Narrador frecuenta a las muchachas del dique: Andrea, Gisela y Albertina, de la que se enamora.


EL MUNDO DE GUERMANTES

Los padres del Narrador se instalan en un nuevo piso que pertenece al hotel de Guermantes. El Narrador vuelve a ver a la Berma en la Ópera en Fedra, y al cabo comprende su "genio". Fascinado por la duquesa de Guermantes, decide ir a visitar a su sobrino, Saint-Loup, en su guarnición de Donciéres, con la esperanza de que este le ayude a aproximarse a su tía la duquesa. El Narrador coincide por fin con la duquesa de Guermantes, y con muchas otras personalidades del barrio de Saint-Germain en el salón de la señora de Villeparisis. Enfermedad y larga agonía de la abuela del Narrador, que acaba muriendo. Frecuenta de nueva a Albertina. Frivolidades con ocasión de una cena en casa de los Guermantes y, más tarde, tenso encuentro con el señor de Charlus. El Narrador ve a Swann en casa del duque y la duquesa de Guermantes: Swann les anuncia que está enfermo y que solo le quedan tres o cuatro meses de vida.


SODOMA Y GOMORRA

En  el patio del hotel Guermantes, el Narrador descubre la homosexualidad del barón de Charlus al observar un extraño cortejo con el chalequero Jupien, un encuentro que compara al de la planta fecundada por un insecto polinizador. El Narrador es invitado a casa de la princesa de Guermantes, donde se encuentra con Swann, Charlus y otros frecuentadores del barrio de Saint-Germain. Segunda estancia en Balbec. El Narrador ve allí a Albertina, aunque duda de sus sentimientos hacia ella: sospecha que le gustan las mujeres y, en particular, Andrea. Visita a Saint-Loup en doncières, y el château de los Verdurin, la Raspelière, donde el Narrador se encuentra con Charlus y Morel. Paseos en automóvil con Albertina por los alrededores de Balbec. El Narrador se debate entre el cansancio, los celos y su amor por Albertina, se ve sometido a las "intermitencias del corazón". Se entera de que Albertina conoce íntimamente a la Señorita Vinteuil y a su amiga. Esta notica perturba sobremanera al Narrador, quien, en su paranoia, jura casarse con Albertina.


LA PRISIONERA

Albertina se instala en casa del Narrador, pero sigue frecuentando a Andrea. Pese a afirmar que no la ama, el Narrador vigila a Albertina con los mismos celos enfermizos que antaño Swann había sentido por Odette. Los dos amantes duermen en habitaciones separadas, pero las sospechas del Narrador no dejan de crecer. El Narrador se entera de la muerte de Bergotte, víctima de un ataque ante la Vista de Delft de Vermeer. Visita a los Verdurin, quienes se enfadan con Charlus. La señora Verdurin logra provocar la separación de Charlus y Morel. Tras nuevas mentiras y nuevas revelaciones sobre sus costumbres gomorrianas, Albertina abandona al Narrador sin dejar sus señas, para gran satisfacción de Francisca.


LA FUGITIVA

El Narrador durante su búsqueda de Albertina, se entera de que ha muerto a causa de una caída de caballo. El relato se caracteriza por los contradictorios impulsos del Narrador, quien a veces se muestra trastornado por la muerte de su amada, y otras, indiferente. Sin embargo, sus celos no disminuyen y hace averiguaciones para saber si Albertina era en efecto lesbiana. Se encuentra con Gilberta Swann, convertida en Gilberta de Forcheville desde la muerte de Carlos Swann y el nuevo matrimonio de Odette. Gilberta se casa con Saint-Loup.


EL TIEMPO RECOBRADO

Inicio de la Primera Guerra Mundial. Saint-Loup muere en el frente. En el París bombardeado, el Narrador se refugia en un burdel para homosexuales, donde sorprende a Charlus haciéndose azotar por unos rufianes. Tras haber estado ausente de París durante años por motivos de salud, el Narrador regresa a la capital y se dirige a la matinée de la princesa de Guermantes. En la biblioteca de los Guermantes, varias reminiscencias hacen que tome conciencia de su vocación: la creación literaria. Mientras asiste a un increíble "baile de máscaras", el desfile de todos sus amigos que ahora se han convertido en viejo, decide abandonar su vida frívola, de relaciones mundanas y tiempo perdido, para consagrarse a la escritura de su gran obra: la novela que el lector tiene entre sus manos y cuya lectura ha terminado.


Todos los pensamientos que se seleccionan aquí están entresacados de la novela de Marcel Proust, "En busca del tiempo perdido". Al final se ha desprendido una cantidad muy grande de pensamientos y los he tenido que seccionar, para no resultar farragoso, en diversos temas que se irán desgranando en sucesivas entregas. En esta primera, se aborda el tema del amor y los celos. Además de lo dicho anteriormente sobre el amor en la reseña biográfica, en la que he seguido a André Maurois, hay que observar que Proust concibe el amor como una pasión pero bajo el aspecto de la posesión. Poseer a la persona amada es el fin último de la relación amorosa y no el placer. Se ama porque se necesita poseer a una determinada persona y esta necesidad ansiosa no se puede satisfacer porque lo que nos mueve a amar es precisamente lo que se nos resiste, lo inasequible. El amor como posesión exige que el objeto amoroso se conquiste como totalidad y es la parte aún no conquistada lo que mantiene todavía en pie el impulso amoroso. Pero ocurre que al cifrar la esencia del amor en la posesión, éste se convierte para Proust en una fuente de dolor y de desasosiego, que sólo encontrará alivio en la posesión total, pero que nunca podrá encontrar satisfacción, porque después de esa conquista acaece o bien el desamor -disponer del ser amado nos quita su apetencia- o bien la realidad de una nueva situación en que se comprende que ese amor aún no se ha poseído por completo, pues sólo se ama, concluye Proust, lo que no se posee por completo. 

Para Proust el amor es una pasión, porque no es algo activo que elegimos por gusto; nos mueve la inclinación. Es un torbellino de agitación que nos arrastra hacia el ser amado. Proust analiza las relaciones amorosas bajo la óptica de una pasión que obedece a otros impulsos pasionales de muy distinto género. De ahí que se centre tanto en los celos para dar nitidez al fenómeno amoroso, pues es la perturbación de los celos lo que saca a la luz un prisma de pasiones múltiples que convierte al amor en un complejo y en un nudo donde se enlazan el resto de las pasiones humanas. El amor no es una pasión que nace, se desarrolla y muere, después de decaer. Está sujeta a los fluctuaciones del estado de ánimo suscitadas por los lances de esa relación y puede resucitar después de creerse muerto o puede venirse abajo cuando parecía hallarse en su clímax. En ese complejo que es el amor, se funde el miedo de perderlo, la inseguridad de recuperarlo y es aquí, sentido el amor como una posesión que hay que conquistar, donde es vivenciado como un ansia. Se podría decir, no es la belleza ni la gravitación misma de la materia corporal lo que mueve el amor y produce la afinidad con los cuerpos: es la ansiedad, la ansiedad por poseerlo, la ansiedad por no perder la posesión que ya creemos nuestra. El amor concebido como ansia de posesión es lo que origina todo el abanico de veleidades en que se despliegan las emociones del amor, tan pronto sacrificándolo todo cuando aún no lo poseemos, como desprendiéndonos de él cuando el deseo ha perdido su fuerza después de la conquista. De aquí que los celos sean un ingrediente tan primordial para dar pábulo al amor, pues los celos no sólo son perturbación de la corriente amorosa; representan el grado con el que medimos la temperatura de nuestro amor, la longitud de nuestra posesión. Los celos son para Proust una sed de saber, pero ¿de saber qué?. Una sed de saber, y por tanto de tener certeza, de que seguimos teniendo a salvo nuestra posesión, de que nada ni nadie nos la viene a expropiar, y es éste posiblemente el lado maldito y negativo de un amor concebido como posesión. Sólo podemos estar seguros de poseerlo ejerciendo la tiranía sobre el objeto amado y, por tanto, sólo podemos contentarnos con una caricatura de amor. 



PENSAMIENTOS SOBRE EL AMOR Y LOS CELOS 


La posesión de lo que se ama es un goce más grande aún que el amor. Muy frecuentemente los que ocultan a todos esta posesión sólo lo hacen por miedo a que les quiten el objeto amado. Y esta prudencia de callarse amengua su felicidad.

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La curiosidad amorosa es como la que suscitan en nosotros los nombres de países: siempre defrauda, renace y permanece siempre insaciable.

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De todas las maneras de producirse el amor y de todos los agentes de diseminación de ese mal sagrado, uno de los más eficaces es ese gran torbellino de agitación que nos arrastra en ciertas ocasiones. La suerte está echada y el ser que por entonces goza de nuestra simpatía se convertirá en el ser amado. Ni siquiera es menester que nos guste tanto o más que otros. Lo que se necesitaba es que nuestra inclinación hacia él se transformara en exclusiva. Y esa condición se realiza cuando –al echarle de menos- en nosotros sentimos, no ya el deseo de buscar los placeres que su trato nos proporciona, sino la necesidad ansiosa que tiene por objeto el ser mismo, una necesidad absurda que por las leyes de este mundo es imposible de satisfacer y difícil de curar: la necesidad insensata y dolorosa de poseer a esa persona.

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El amor, en la ansiedad dolorosa como en el deseo feliz, es la exigencia de un todo. Sólo nace, sólo subsiste si queda una parte por conquistar. Sólo se ama lo que no se posee por entero.

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Nos había prometido una carta, estábamos tranquilos, ya no amábamos. La carta no ha llegado, ningún correo la  trae “¿qué pasa?”; renace la ansiedad y renace el amor. Para desgracia nuestra, son sobre todo de esta clase de seres los que nos inspiran el amor. Pues cada nueva ansiedad que sentimos por ellos les quita personalidad para nosotros. Nos habíamos resignado al sufrimiento, creyendo amar fuera de nosotros, y nos damos cuenta de que nuestro amor es función de nuestra tristeza, de que nuestro amor es quizá nuestra tristeza, y de que el objeto de ese amor no es sino una pequeña parte la muchacha de la negra cabellera. Pero , al fin y al cabo, son sobre todo esas criaturas las que inspiran el amor.

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Nos parece inocente desear y atroz que el otro desee.

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Generalmente, el objeto del amor no es un cuerpo sino cuando se funden en él una emoción, el miedo de perderlo, la inseguridad de recuperarlo. Ahora bien, esta clase de ansiedad tiene una gran afinidad para los cuerpos. Les añade una cualidad que supera a la belleza misma, y ésta es una de las razones de que algunos hombres, indiferentes ante las mujeres más bellas, amen apasionadamente a algunas que nos parecen feas. A estos seres, a estos seres de fuga, su naturaleza, nuestra inquietud, les ponen alas. Incluso cuando están con nosotros su mirada parece decirnos que van a echar a volar. La prueba de esta belleza, superior a la belleza, que añaden las alas, es que muchas veces, para nosotros un mismo ser es sucesivamente un ser sin alas, y un ser alado. Cuando tenemos miedo de perderle, olvidamos a todos los demás. Seguros de conservarle, le comparamos a esos otros que vamos a preferir en seguida. Y como estas emociones y estas certidumbres pueden alternar de una semana a otra, puede ocurrir que una semana sacrifiquemos a un ser todo lo que nos gusta y que a la semana siguiente sea él el sacrificado y asi sucesivamente durante mucho tiempo.

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En amor es más fácil renunciar a un sentimiento que perder una costumbre.

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En una separación es el que no ama de amor quien dice las cosas tiernas, pues el amor no se expresa directamente.

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Damos nuestra fortuna, nuestra vida a un ser, y, sin embargo, sabemos muy bien que en un plazo de diez años, más tarde o más temprano, negaríamos a ese ser nuestra fortuna, preferiríamos conservar la vida. Pues entonces ese ser quedaría desprendido de nosotros, solo, es decir, nulo. Lo que nos une a los seres son esas mil raíces, esos innumerables hilos que constituyen los recuerdos de la noche anterior, las esperanzas de la mañana siguiente; esa trama continua de hábitos de la que no podemos desprendernos. Así como hay avaros que atesoran por generosidad, nosotros somos pródigos que gastamos por avaricia y, más que a un ser, sacrificamos nuestra vida a todo lo que ha podido fijar en torno suyo de nuestras horas, de nuestros días, de eso junto a lo cual la vida no vivida aún, la vida relativamente futura, nos parece una vida más lejana, más separada de nosotros, menos íntima, menos nuestra.

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Sólo amamos aquello en que buscamos algo inasequible, sólo amamos lo que no poseemos.

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Así como al principio el amor está formado de deseos, más tarde sólo la sostiene la ansiedad dolorosa. [...] El amor en la ansiedad dolorosa como en el deseo feliz, es la exigencia de un todo. Sólo nace, sólo subsiste si queda una parte por conquistar. Sólo se ama lo que no se posee por entero.

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Y quizá una de las causas de nuestras perpetuas decepciones en amor son esas pequeñas desviaciones en virtud de las cuales, en la espera del ser ideal que amamos, cada cita nos trae una persona de carne y hueso que tan poco tiene ya de nuestro sueño.

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Desgraciadamente con los comienzos de una mentira de nuestra amada ocurre como con los comienzos de nuestro propio amor o de una vocación. Se forman, se conglomeran, pasan inadvertidos a nuestra propia atención. Cuando queremos recordar cómo comenzamos a amar a una mujer, ya la amamos; en los deliquios de antes, no nos decíamos esto es el preludio de un amor, pongamos atención; y avanzaban por sorpresa, sin que apenas los notáramos. 

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Nos curaríamos de todo romanticismo si, para pensar en la persona que amamos, nos pusiéramos en el que seremos cuando hayamos dejado de amarla.

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Los enamorados son tan desconfiados que huelen enseguida la mentira.

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El amor no es quizá otra cosa que la propagación de esos oleajes con que una emoción sacude el alma.

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Bajo toda la dulzura carnal un poco profunda está la permanencia de un peligro.

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Todo ser amado, y, hasta en cierta medida, todo ser es para nosotros Jano: nos presenta la cara que nos place si ese ser nos deja, la cara desagradable si le sabemos a nuestra perpetua disposición.

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Es rarísimo separarse a bien, pues si se estuviera a bien no habría separación.

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Si supiéramos analizar mejor nuestros amores, veríamos que a veces las mujeres sólo nos gustan como contrapeso, de otros hombres a quienes tenemos que disputárselas, aunque disputárselas nos cause sufrimientos de muerte; suprimido ese contrapeso desaparece el encanto de la mujer.

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Muchas veces, para que descubramos que estamos enamorados, quizá incluso para estarlo, es preciso que llegue el día de la separación.

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Nos enamoramos por una sonrisa, por una mirada, por un hombro. Esto basta; entonces, en las largas horas de esperanza o tristeza, fabricamos una persona, componemos un carácter. Y cuando después tratamos a la persona amada, ya no podemos, por muy crueles que sean las realidades con que nos encontremos, quitar ese carácter bueno, esa naturaleza de mujer que nos ama, a ese ser que tiene esa mirada, ese hombro, como no podemos quitarle la juventud, cuando envejece, a una persona que conocemos cuando era joven.

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Cada cual tiene su manera propia de ser traicionado, como la tiene de acatarrarse.

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El deseo va siempre hacia lo que nos es más opuesto, nos obliga a amar lo que nos hará sufrir. En el encanto de un ser, en sus ojos, en su boca, en su tipo, entran ciertamente los elementos desconocidos por nosotros que pueden hacernos más desgraciados, tanto que sentirnos atraídos por ese ser, comenzar a amarle es, por inocente que le creamos, leer ya, en una versión diferente, todas sus traiciones y todas sus faltas.

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No desconfiamos de las mujeres que no son “nuestro tipo”, las dejamos amarnos, y si después las amamos nosotros, las amamos cien veces más que a las otras, sin tener con ellas siquiera la satisfacción del deseo cumplido.

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Despierta nuestro amor una persona [...] cuando sentimos celos, más que por ella misma, por sus actos; nos damos cuenta de que si nos los dijera todo dejaríamos fácilmente de amarla.

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Los celos son una sed de saber gracias a la cual acabamos por tener sucesivamente, sobre puntos aislados unos de otros, todas las nociones posibles menos la que quisiéramos. Nunca sabemos si va a nacer una sospecha, pues de pronto recordamos una frase que no era clara, una coartada que nos dieron no sin intención.

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Lo que nosotros llamamos nuestro amor y nuestros celos no son en realidad una pasión continua e indivisible. Se componen de una infinidad de amores sucesivos y de celos distintos, efímeros todos, pero que, por ser muchos e ininterrumpidos, dan una impresión de continuidad.

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Los celos son también un demonio al que no se puede exorcizar, y reaparece siempre, encarnado bajo una nueva forma. Y aunque pudiéramos llegar a exterminarlas todas, a conservar perpetuamente a la que amamos, el Espíritu del Mal tomaría entonces otra forma aún más patética, el desconsuelo de no haber logrado la fidelidad más que por la fuerza, el desconsuelo de no ser amado.

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Muchas veces los celos no son más que una inquieta necesidad de tiranía aplicada a las cosas del amor.

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[Hay que comprender] la imposibilidad con que se estrella el amor. Nos imaginamos que tiene por objeto un ser que puede estar acostado ante nosotros, encerrado en un cuerpo. ¡Ay! Es la prolongación de ese ser a todos los puntos del espacio y del tiempo que ese se ha ocupado y ocupara. Si no poseemos su contacto con tal lugar, con tal hora, no poseemos a ese ser. 

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Si los celos hacen cruel la separación, la gratitud la hace imposible.




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