miércoles, 4 de enero de 2017

POETAS, 103. Philip Larkin III ("Albada")




Un hombre vive; vive todavía. Un hombre vive de lleno todo el asco de su existencia: trabaja todo el día y por la noche se emborracha. Se narcotiza día y noche. De día se deja intoxicar por el veneno del trabajo y de noche olvida su trabajo con el narcótico del alcohol. Su antídoto es a la vez su veneno. Un hombre vive; vive todavía y no sabe por cuánto tiempo. Un hombre vive por el día como si estuviera soñando y de noche sigue entregándose a los sueños. Vista así la existencia de un hombre, es difícil ver qué tipo de fisura se le puede abrir para que le sea dado encarar la muerte y poner en claro su existencia. Un hombre vive como si no viviese. Es alguien obstinado en darle la espalda a la muerte. Un hombre que vive en estado de ceguera permanente y que vive plenamente el vacío de su existencia. Vista así la existencia de un hombre, es difícil ver qué puede venir a iluminarle. Y, sin embargo, tal tipo de hombre es el hombre que todos somos. Poco antes de morir, Larkin compuso un poema que nos representa a todos, un poema que representa la relación que todos podemos mantener con la muerte, cada cual a su manera, con la figura que arme su propia mirada.

Aunque “Albada” fue publicado en el suplemento literario de “The Times” poco antes de su muerte, este poema fundamental en la obra de Larkin puede considerarse como obra póstuma, ya que nunca llegó a integrar ninguno de los tres libros de poesía que publicó en vida. Larkin demuestra con este poema que la muerte no es sólo uno de los grandes temas de la filosofía, sino también de la poesía. Cuando un poeta logra descifrar una de las muchas figuras que la muerte gusta adoptar, sus versos llegan entonces a alcanzar la cumbre de su obra. “Albada” es sin duda el mejor poema de Larkin y tal vez uno de los mejores poemas dedicados nunca a la muerte. Un extraordinario poema. Pero lo primero que hay que decir de este poema es que no hay que creérselo a pies juntillas. La facilidad con la que parece haber sido escrito es sólo engañosa. Es un poema fruto de una medida y meditada puesta en escena. Por eso el poema es tan significativo y tan certero. Nada en él está colocado al azar. Para causar mayor efecto el poeta se nos ha ido de caza. Y la pieza que quiere ir a cazar es nada menos que la muerte. Y, después de muchas batidas y de buscarle las vueltas, el poeta ha llegado a conocer las costumbres de la pieza que se quiere cobrar. Después de mucho acecharla, ha aprendido que la muerte puede dejarse sorprender en esa última hora previa al amanecer. En esa hora en que un hombre se despierta de su borrachera para ir a un trabajo brutal. Es en esa hora, si un hombre se despierta y se mantiene en vela, cuando todavía se puede cazar a la muerte. Sólo que la muerte es una pieza difícil de cobrar. Sólo que la muerte más bien suele sorprendernos que dejarse sorprender. A esa hora previa al amanecer, los bordes de las cortinas no tardarán en iluminarse, pero todavía se puede sorprender a la muerte antes de que se haga de día y se disuelva como una sombra más. Tras la filtración del alba por entre los bordes de las cortinas ya será imposible sorprenderla. La muerte tiene su hora de mediodía en la cual nos puede venir a iluminar. Es en medio de una callada oscuridad, a esa hora poco antes del alba, cuando se puede alcanzar la iluminación de la muerte. Pero como suele ocurrir en las iluminaciones, no se comienza a percibir claramente algo que era imperceptible, sino que se percibe algo que ya estaba ahí: sólo que nuestra insensata ceguera nos impedía verlo. Pero la muerte es lo que siempre ha estado ahí, la más vieja presencia del mundo, siempre infatigable, tal como la sombra acompaña a toda luz cuando toca un cuerpo. Otra característica tiene también para Larkin la muerte inexorable: cada día que pasa, está más cerca. Ella rejuvenece mientras nosotros envejecemos. Tal es la extraña simetría con la que se nos opone la muerte. Su modo de aparecérsenos es siempre la aproximación. Para quien ve la muerte como algo negativo, toma siempre la forma de lo que nos amenaza. Pero también cabe una visión más hospitalaria de la muerte. Es lo que ya desde el primer día nos anuncia que viene a visitarnos. Ignorar esos anuncios, esos signos, es entregarse al abandono. Es, so pretexto de mirar a otro lado, no encarar la vida con arrojo y vivir arrojados a la vida. Cada uno ve la muerte según la imagen que ya lleva impresa en la mirada. Y la mirada que lanza Larkin a la muerte es de sobrecogedor terror. Es el “mysterium tremendum” que fascina hasta el punto de hacer imposible otro pensamiento que no sea el de la muerte: el de cómo y dónde y cuándo moriremos. El pensamiento de la muerte tiene semejante poder. Invade el pensamiento hasta el punto de convertirse en el único pensamiento que no deja traspasar otros pensamientos. Es el terror de la muerte manifestándose en el pensamiento, ocupando la mente por entero. Es la muerte que comienza a ganar la batalla a la vida. La vuelve vacua. Es la cosa más extravagante del mundo, pues no admite interrogaciones. Por eso la muerte es aquello de lo que no sabemos nada, porque es ininterrogable. Su hermetismo es el silencio y su palabra es la acción. Su luz es cegadora, pues es la luz del terror absoluto. Sus efectos: dejar la mente en blanco, primer signo anticipatorio de la devastación que producirá a su hora. La muerte desocupa todo lo que ocupa. No admite rival ni comparte su poder con cualquier otra instancia. Es la forma del éxtasis ante la muerte cuando se le ha sorprendido en su forma más pura: su total y perfecta vacuidad. Larkin alcanza a ver la nuda muerte, sin ropajes ni trampantojos. Plantearle cuestiones a la muerte sería un subterfugio más, sería privarse de mirarla tal cual es: el punto final de todas las cuestiones. Ni siquiera puede ya provocarnos buenos o malos sentimientos, porque la muerte anuncia la defunción de todo sentimiento. Larkin no busca a la muerte como consejera. No busca hacer balance, ni componendas, ni un motivo para todavía mejorarse antes de que sea demasiado tarde. Es la muerte como extinción, el final de un viaje cuya única meta era el correr hacia su encuentro; es la certeza de la derrota. No un perder la batalla sino un perderse en ella. Es la imposibilidad de estar en algún lugar, que es la manera que tiene la muerte de ganarnos el espacio y de acostumbrarnos a lo imposible. Es lo doblemente terrible, por ser además lo más cierto. Larkin le descubre otro atributo más a la muerte: nadie ha escapado de ella; lo que quiere decir que no admite trucos, ninguna impostura. La postura que adopta Larkin ante la muerte representa la escéptica postura del hombre moderno. La postura del hombre que sabe que a la altura de su tiempo, tras el derrumbamiento de todas las creencias, ya no puede fingir que no ve la verdad de la muerte: la muerte es y será y nosotros ya no seremos. Y ante ese no ser, comenzamos a no ser nada. Y todavía tiene tiempo de sorprender Larkin el más terrible atributo de la muerte. Nos priva de todo hedonismo, de aquello con lo que más nos ligamos a la vida. He aquí por qué Larkin ve a la muerte como el monstruo más horroroso. Porque a su vez nos convierte en el monstruo mayor de los horrores: un monstruo que no tiene vista, que no tiene oído, que no tiene tacto, que no puede oler ni saborear. Quien le ve el rostro a la muerte se queda sin su propio rostro. La muerte toma cuerpo dejándonos sin cuerpo. La muerte posee el sortilegio de convertirnos en ese animal imposible y nos despoja de nuestro mayor tesoro: nuestro amor propio. Después de esa iluminación ya nada vuelve a ser igual. La muerte ha dejado su tarjeta de visita, su huella indeleble: una pequeña mancha desenfocada que desenfoca el resto y un escalofrío permanente a la altura del hombro. En Larkin, la muerte es lo helador por excelencia, lo que paraliza todo impulso vital y vuelve indecisa toda decisión. Lo que vuelve tan terrorífica a la muerte, lo que la convierte en el terror absoluto es precisamente el que estamos ante ella completamente desarmados. Podemos enfrentarnos ante cualquier eventualidad porque tenemos el poder de anularla, regularla o hacerla imposible. Podemos obrar con cualquier cosa y contra cualquier cosa. Pero la muerte es la única cosa contra la que no podemos hacer nada. Es el gran suceso: lo que sucederá, se quiera o no, inexorablemente. La muerte es nuestra gran impotencia. Todo lo que vemos alrededor de nuestra vida habla el lenguaje de la potencia, en mayor o menor medida. La muerte nos habla en otro idioma incomprensible y su reino es el de la impotencia. Nadie ha podido regresar de la muerte porque contra la muerte nada se puede. Y la paradoja de la muerte es que siendo su reino el de la impotencia, al mismo tiempo lo puede todo. Y la imagen de un Larkin que comprende semejante verdad sin poder aferrarse a una copa o a una compañía, completamente desarmado, sin consuelo, sin aditamentos ni intermediarios, nos hace también a nosotros lanzar un rugido de miedo al crematorio. Larkin se ha ido de caza, ha intentado cobrarse su pieza, ganar la batalla a tan terrible rival. Se ha medido con él y no ha conseguido descubrirle ningún flanco vulnerable. Prueba por última vez y esgrime el arma del coraje, la sempiterna apelación del sentido común. Pero también descubre Larkin que el coraje es un truco más, el último truco que le quedaba al hombre después de haber utilizado todos los otros trucos. Y es quizás el peor truco, porque es un truco urdido para fingir ante los demás que no tenemos miedo. Pero la parálisis ya nos ha penetrado: podemos fingir que la muerte no va con nosotros, y sin embargo la muerte viene con nosotros y acabaremos yendo con ella.

Igual que el pensamiento de la muerte tiene su mediodía, también tiene su ocaso. El día se va filtrando por la habitación, los bultos van tomando su forma y el fantasma de la muerte se va disipando. Pero nos ha dejado una certeza y el fruto de su saber. La verdad de la muerte se nos ha hecho evidente. Hemos sido cercados por la muerte, es decir, hemos intimado con ella, hemos sentido su aliento, nunca antes tanto se nos había aproximado y hemos comprobado que de esa su proximidad ya no podremos escapar. Sabemos que ya de nada sirven las evasivas, ninguno de los antídotos contra el malestar de la muerte. Ni siquiera la resignación. Pero el mundo sigue girando mientras tanto y la muerte va mostrándole, al despertarse, la verdad que trata de enterrar con su tráfago mundano. El poeta ha probado la amarga manzana de la muerte, ha degustado la sabiduría del gusano y ya nada le será igual. Sabe que tras la indiferencia que muestra el mundo hacia la muerte, se agazapa la misma presencia de la muerte que lo vuelve todo diferente. Sabe que tras los afanes de los hombres en su trabajo diario se esconde la inconsciente evasiva a la muerte. Larkin ha tenido su iluminación y sabe que no hay escapatoria. El mundo de los afanes cotidianos se le ha hecho transparente: los afanes son la forma más laboriosa que el hombre ha urdido para escapar de la muerte. El trabajo no puede esperar. Igual que los médicos y los carteros, la muerte infatigable también va ejecutando su sordo trabajo. Larkin ha descifrado el intrincado enigma de la muerte. Saber descifrarlo consiste en no darle la espalda y mirarla cara a cara. No en desesperarse hundiéndose en el narcótico de los afanes diarios, sino en vivir a la espera de la muerte sin apartar la cara.


ALBADA

Trabajo todo el día, y por las noches me emborracho.
Me despierto a las cuatro en una oscuridad callada, y miro.
Los bordes de las cortinas no tardarán en iluminarse.
Hasta entonces veo lo que siempre ha estado ahí:
La muerte infatigable, ahora un día entero más cerca,
Que borra todo pensamiento excepto
Cómo y dónde y cuando moriré.
Árida interrogación: no obstante el temor
De morir, y estar muerto,
Centellea de nuevo, te posee, te aterra.

La mente se queda en blanco ante el resplandor. No
Por remordimiento –el bien no hecho, el amor no dado,
El tiempo desperciado- ni con tristeza porque
Una vida pueda tardar tanto en superar
Sus malos inicios, y quizá nunca lo consiga;
Sino ante la total y perpetua vacuidad,
La segura extinción hacia la que viajamos
Y en la que nos perderemos para siempre. No estar
Aquí, no estar en ninguna parte,
Y pronto; nada más terrible, nada más cierto.

Es un miedo concreto que ningún truco
Disipa. Antes lo hacía la religión,
Ese vasto brocado musical apolillado
Creado para fingir que no morimos nunca.
Y ese capcioso discurso que dice Ningún ser racional
Puede temer lo que no sentirá, no ver
Que eso es lo que tememos: ni vista, ni oído,
Ni tacto ni sabor ni olor, nada con que pensar,
Nada que amar ni a lo que estar ligado,
El anestésico del que nadie despierta.

Y así permanece al borde de la visión,
Una pequeña mancha desenfocada, un escalofrío
Permanente que deja todo impulso en indecisión.
Hay muchas cosas que quizá nunca ocurran; esta sí,
Y el comprenderlo es un rugido
De miedo al creamtorio cuando nos pilla
Sin nadie y sin bebida. El valor no sirve:
Significa no asustar a los demás. Tener coraje
No te salva del último viaje.
Igual muere el llorón que el fanfarrón.

Lentamente se hace de día, y la habitación cobra forma.
Es evidente como un guardarropa, lo que sabemos,
Lo que hemos sabido siempre, sabemos que no podemos escapar,
Pero no lo aceptamos. Algo tendrá que desaparecer.
Mientras tanto los teléfonos se agazapan, dispuestos a sonar
En oficinas cerradas, y todo este mundo indiferente,
Intrincado y de alquiler comienza a despertar.
El cielo es blanco como arcilla, sin sol.
Hay trabajo que hacer.
Los carteros, como los médicos, van de casa en casa.


AUBADE
I work all day and get half-drunk at night.
Waking at four to soundless dark, I stare.
In time the curtain-edges will grow light.
Till then I see what’s really always there:
Unresting death, a whole day nearer now,
Making all thought imposible but how
And where and when. I shall myself die.
Arid interrogation: yet the dread
Of dying, and being dead,
Flashes afresh to hold and horrify.

The mind blanks at the glare. Not in remorse
-The good not donde, the love not given, time
Torn off unused- nor wretchedly because
An only life can take so long to climb
Clear of its wrong beginnings, and may never;
But at the total emptiness for ever,
The sure extinction that we travel to
And shall be lost in always. Not to be here,
Not to be anywhere,
And soon; nothing more terrible, nothing more true.

This is a special way obeing afraid
No trick dispels. Religión used to try,
That vast moth-eaten musical brocade
Created to pretend we never die,
And specious stuff that says No rational being
Can fear a thing it will not feel, not seeing
That this is what we fear –no sight, no sound,
No touch or taste or smell, nothing to think with,
Nothing tol ove or link with,
The anaesthetic form whieb none come round.

And so it stays justo n the edge of visión,
A small unfocused blur, a Standing chill
That slows each impulse down to indecisión.
Most things may never happen: this one will,
And realisation of it rages out
In furnace-fear when we are caught without
People or drink. Courage is no good:
It means not scaring others. Being brave
Lets on one off the grave.
Death is no diferente whined a than withstood.

Slowly light strengthens,and the room takes shape.
It stands plain as a wardrobe, what we know,
Have always know, knonw that we can’t escape,,
Yet can’t accept. One side will have to go.
Meanwhile telephones crouch, getting ready to ring
In locked-up offices, and all the uncaring
Intricate rented world begins to rouse.
The sky is White as clay, with no sun.
Work has to be done.
Postmen like doctors go from house to house.


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