miércoles, 22 de enero de 2025

POETAS 139. Olga Orozco. Los juegos peligrosos








Olga Orozco nace en Toay, en el interior de La Pampa argentina, en 1920. Su infancia transcurrió en contacto con el mundo vegetal y animal del campo, y ese contacto primero con la naturaleza iba a nutrir su posterior poesía. Su abuela, Maria Laureana, la inicia en la tradición de los cuentos de hadas, brujas y aparecidos. Una sombrera, amiga de su madre, la inicia en el arte de echar el tarot, de gran repercusión para labrar una mentalidad visionaria que posteriormente inyectará en su obra, donde intenta rastrear los signos de otros mundos. Con ocho años se traslada con su familia a Bahía Blanca y ahí descubre el mar, una presencia constante dentro de su poesía. A mediados de los años 30 se muda con su familia a Buenos Aires, donde termina los estudios de magisterio, pero sin que llegara a ejercer nunca de maestra. Más tarde se licenciaría en Filosofía y Letras. Pronto se enrola en el grupo Tercera Vanguardia, capitaneado por Oliverio Girondo, y fundará con él y una camarilla de poetas la revista Canto -donde publica sus primeros poemas-, a la que siguió una secuencia más larga colaboraciones en otras revistas. Fue en la revista “Canto” donde conoció a su primer esposo, el poeta Miguel Ángel Gómez, muerto prematuramente. En 1965 se volvería a casar con el arquitecto Valerio Peluffo. A partir de los años sesenta también comenzó a colaborar en distintas cadenas de radio e hizo sus pinitos como personaje de radionovela. Participó en la prensa como articulista ocultándose bajo una plétora de diversos pseudónimos y en los años sesenta fue redactora en la revista Claudia, además de organizar el horóscopo del diario Clarín durante el intervalo de años que va desde 1968 a 1974. Fallece en 1999 a consecuencia de un paro cardiaco.  

Aunque se la suele etiquetar como poeta surrealista y alguno de sus poemas tienen un aire romántico, la versátil y original hechura de su obra, confeccionada a base de largos versículos visionarios, con gran intensidad dramática y un acento oracular, hace que sólo se pueda contemplar a Olga Orozco como una figura singular, reacia a las escuelas y los parecidos. Rimbaud, Baudelaire, Rilke, Nerval y Sor Juana Inés de la Cruz son alguna de sus influencias, casi siempre reconocidas por ella misma. También se la ha asociado con la generación del 40, la de Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares y Ernesto Sábato. Otro de los elementos constantes en su obra es la presencia del cuerpo, como un espacio de encuentro entre la materia y el espíritu, entre el microcosmos y el macrocosmos. Winston Manrique ha destacado que “en su obra hay resonancia y presencia de romanticismo y simbolismo, dioses y profanos, palabras y sentidos, viaje y quietud, pero desde ese estadio de razonada duermevela. Tiempo, muerte, vejez, amor, desamparo, infancia, silencio, soledad, memoria, evocación, temor, paraísos anhelados y edenes perdidos, ausencia, destino, consuelo, sagrado y sacrilegio son temas presente en un poeta que confería y creía, como Rilke, en la palabra como hacedora de mundo.” Cabe destacar, entre sus libros más importantes, Los juegos peligrosos (1962), Cantos a Berenice (1977) y Con esta boca en este mundo (1994). Recibió además, entre otros muchos, el prestigioso premio Juan Rulfo y el Gabriela Mistral. Los poemas que se seleccionan aquí están sacados de sus tres primeros libros de poesía, Desde lejos (1946), Las muertes (1952) y Los juegos peligros (1962).

 

 

 

LEJOS, DESDE MI COLINA

A veces sólo era un llamado de arena en las ventanas,

Una hierba que de pronto temblaba en la pradera quieta,

Un cuerpo transparente que cruzaba los muros de blandura

Dejándome en los ojos un resplandor helado,

O el ruido de una piedra recorriendo la indecible tiniebla de la medianoche;

A veces, sólo el viento.

 

Reconocía  en ellos distantes mensajeros

De un país abismado con el mundo bajo las altas sombras de mi frente.

Yo los había amado, quizás, bajo otro cielo,

Pero la soledad, las ruinas y el silencio eran siempre los mismos.

Más tarde, en la creciente noche,

Mirada desde arriba la cabeza inclinada de una mujer vestida de congoja

Que marchaba a través de todas sus edades como por un jardín

Antiguamente amado.

 

Al final del sendero, antes de comenzar la durmiente planicie,

Un brillo memorable, apenas un color pálido y cruel, la despedía;

Y más allá no conocía nada.

¿Quién eras tú, perdida entre el follaje como las anteriores primaveras,

Como alguien que retorna desde el tiempo a repetir los llantos,

Los deseos, los ademanes lentos con que antaño entreabría sus días?

 

Sólo tú, alma mía.

Asomada a mi vida lo mismo que a una música remota,

Para siempre envolvente,

Escuchabas, suspendida quién sabe de qué muro de tierno desamparo,

El rumor apagado de las hojas sobre la juventud adormecida,

Y elegías lo triste, lo callado, lo que nace debajo del olvido.

 

¿En qué rincón de ti,

En qué desierto corredor resuenan los pasos clamorosos de una alegre estación,

El murmullo del agua sobre alguna pradera que prolongaba el cielo,

El canto esperanzado con que el amanecer corría a nuestro encuentro,

Y también las palabras, sin duda tan ajenas al sitio señalado,

En las que agonizaba lo imposible?

 

Tú no respondes nada, porque toda respuesta de ti ha sido dada.

 

Acaso hayas vivido solamente

Aquello que al arder no deja más que polvo de tristeza inmortal,

Lo que saluda en ti, a través del recuerdo, una eterna morada que al recibirnos se despide.

 

Tú no preguntas nada, nunca, porque no hay nadie ya que te responda.

 

Pero allá, sobre las colinas,

Tu hermana, la memoria, con una rama joven aún entre las manos,

Relata una vez más la leyenda inconclusa de un brumoso país.

 

 

 

domingo, 22 de diciembre de 2024

DOLOR DE MUELAS

 

 




Siempre ocurría lo mismo desde hacía dos semanas: justo antes de que le pegara (o eso creía), él hacía reventar un objeto contra el suelo, o lo dejaba caer, o igual alguien tropezaba y se caía solo, no lo sé bien. Él llegaba a casa muy tarde —de día apenas se le sentía— y, cuanto más tarde lo hacía, más borracho llegaba, y entonces él aporreaba el timbre y luego tropezaba, y algo caía contra el suelo. Digo él porque entonces no tenía ni idea de quién era ni cómo se llamaba. Sí sabía que era español porque su voz no tenía acento, a diferencia de ella, que era extranjera, eso sí estaba claro, tal vez de Inglaterra, pensaba yo, aunque los acentos y los idiomas nunca han sido mi fuerte. La recuerdo todavía como si la estuviese viendo ahora pasando por delante de mi ventana con aquella expresión doliente tras atravesar el patio de la corrala hasta llegar al apartamento de al lado. Pelo rubio largo y algo desmadejado, ojos saltones en una cara huesuda y excesivamente delgada; más bien menuda y siempre de negro, lo que la hacía todavía más enclenque. Sin embargo, yo no sé por qué, justo antes de que le pegara y se oyera el ruido de cacharro roto, yo comenzaba a ponerle otra cara distinta: la cara de una mujer con la que había vivido hasta hacía poco, quizás porque era la cara que tenía más a mano. A él no, a él no le había visto nunca y su voz me llegaba, a través de la pared, demasiado amortiguada como para que me dijera algo personal y pudiera llegar a ponerle cara. A veces, cuando pienso en aquello que pasó, me da por creer que yo le ponía mi propia cara, que yo era el que pegaba a la mujer aquella. Me gustaba escuchar detrás de la pared cada vez que saltaba la bronca, un poco por aburrimiento, porque había tenido que vender los libros que tenía y también la televisión, y casi no me visitaba gente. Más bien, nadie. Tanto mi novia —que ya había dejado de ser mi novia— como mis amigos se habían apartado de mí, nadie quería dejarme el dinero que me hacía falta, y yo iba deshaciéndome de todos los objetos de valor que había en la casa. Así que yo estaba viviendo en una casa vacía, de la que habían desaparecido hasta las fotos y los cuadros que colgaban de las paredes, y no paraba de meterme en problemas y de hacer cosas mal vistas, cosas que acababan dándome algún placer, o bien acababa revolcándome por el suelo, porque a veces no todo termina dándonos placer. Sobre todo cuando lo que nos da placer ya hemos dejado de tenerlo. Ahora esto que digo me suena raro, pero, cuando ocurrió lo que quiero contar, solo pensaba en mi pérdida, y era así como me sentía y era así como pensaba, y no me es posible contar lo que pasó si no me pongo a hablar de eso otro que me estaba pasando.

Así que ahora tengo que hablar un poco de mí, o, mejor dicho, de mis muelas, que viene a ser lo mismo. Hasta entonces no había reparado en lo importante que es tener unos dientes sanos, pero, a consecuencia de la desidia y también de ciertos hábitos adictivos y malsanos, los dientes se me habían empezado a caer a cachos y pensaba más a menudo que nunca en su pérdida, y también en aquello que me los estaba pudriendo, en parte porque no podía dejar de pensar en ello: era lo único que sentía y nunca antes había sentido así. El resto del cuerpo se quedaba al margen, iba como a remolque. Me hubiera gustado quitarme las dos muelas que tenía picadas para comenzar a sentir el resto del cuerpo, pero en aquel tiempo yo no era más que dos muelas picadas que estaban a punto de dejar de serlo. Sabía que, mientras el dolor y la inflamación continuasen, el dentista no iba a poder arrancarme aquellas muelas. Y aquellas muelas picadas daban vueltas alrededor de mi encía. Y yo con ellas iba dando vueltas medio mareado, medio disuelto. Me tapaba la cara llena de bultos, me desencajaba la barbilla, daba algún alarido y luego lloraba. Eso era lo único que me calmaba un poco, porque el tramadol que me había recetado el dentista no me hacía ningún efecto. Claro que yo no había ido al dentista para que me recetara solo tramadol. El dolor a veces provoca extrañas sensaciones y lo distorsiona todo. Yo llevaba casi una semana sin salir de casa, esperando una visita que nunca se producía; no comía nada o bien comía desperdicios; apenas dormía y, a veces, me colaba debajo de la cama porque había descubierto, quizás de manera accidental, que, en aquel rincón de oscuridad pegado a la pared, las dos muelas me dolían menos, solo un poco menos. Porque también descubrí entonces que caben muchos grados dentro del dolor.

Y el dolor de aquella mujer debía ser extremadamente agudo, si es que eso puede juzgarse únicamente por los gritos. Y no era solo que le pegara, o eso me parecía; con el tiempo uno llega a reconocer de dónde vienen los lamentos. Debía sufrir tanto como yo y en parte por lo mismo —a juzgar por su delgadez—, y todo eso me consolaba y me hacía sentir menos solo, y también hacía que pegase la oreja a la pared. Pero, por más que pegaba la oreja contra la fría pared (ahora lo recuerdo, eso también me daba gusto), solo podía oír el plato o el vaso contra el suelo, los insultos de él, los gritos de ella. Podía ser que tal vez no le estuviera pegando y que yo me lo estuviera imaginando todo, porque yo me imaginaba caras, ya lo he dicho. Lo malo es que también oía los golpes y no me podía engañar más de lo que me estaba engañando. Luego la mujer lloraba, y eso me daba alivio, y debo decir que me gustaba que llorase o que, por lo menos, yo deseaba que continuase llorando por más tiempo, pues, cuanto más lloraba ella, menos me dolían las muelas. Hasta entonces la mujer solo gritaba y apenas la oía conversar, y, si la hubiera oído, tampoco la habría entendido. Así que no sabía por qué motivo eran las discusiones. Tal vez ni siquiera las había o, sencillamente, eran siempre la misma. Lo que sí sé es que él llegaba borracho, eso se sabe siempre por el tono de voz, por la manera de llamar al timbre, incluso por el sonido tambaleante de los pasos. No entendía por qué él no tenía llave (quizás no viviese ahí) ni tampoco entendía (o quizás sí) por qué ella siempre le abría la puerta, sabiendo que todo acababa durante la noche de la misma manera: quizás un jarrón se caía al suelo, él lanzaba un taco, se movía una silla o alguien daba una carrera. Luego venía el espectáculo de furia, y yo me acomodaba mejor en la cama, me tapaba con la colcha, y el dolor se me calmaba. Por lo menos, algo, porque hay grados dentro del dolor, eso es una cosa que he aprendido desde entonces.

Aquella noche las muelas me dolían más que los días anteriores, mucho más, aunque casi daba las gracias de que me doliesen, pues me habían venido los sudores y también tenía escalofríos, y ya hacía una semana que no me visitaba nadie y no tenía dinero ni me quedaban cosas de valor en la habitación, tal vez como le estaba empezando a pasar a la chica extranjera. En parte, éramos los dos iguales, pensaba. Pero no era verdad tampoco eso. Ella era más menuda que yo y también estaba más indefensa. Y ahora me arrepiento un poco de no haber cruzado con ella más que vagos saludos, pero entonces yo no quería hablar con nadie o no podía porque solo era capaz de pensar en mi dolor total, en los dolores que por aquel entonces ya me venían por oleadas atravesando el cuerpo. Sé que esto no es disculpa de nada y que podía haber hecho algo por ella; pero también sé que mis amigos podían haber llamado o haberme visitado, y sin embargo se habían limitado a pegar la oreja en la pared o en el teléfono mientras yo me revolcaba por el suelo. Entonces yo pensaba que no quería hacer nada por ella porque no tenía el valor suficiente, pero ahora sé que no era ese el verdadero motivo. Ya digo que el dolor distorsiona demasiado las cosas. Así que lo que voy a contar ahora quizás esté distorsionado; el tabique, además, me impedía ver lo que pasaba, pero, en todo caso, guardo el recuerdo de ciertas sensaciones, seguramente sensaciones algo depravadas, pero que me hacían un poco feliz, aunque uno nunca sabe qué es lo que le puede hacer feliz, especialmente si vive solo en un apartamento que se está quedando vacío y los dientes han empezado a caérsele a cachos, sin tener nada que llevarse a la boca ni a cualquier otra parte del cuerpo por donde nos alimentamos o se nos va yendo la vida.

Yo por entonces me sentía muy desgraciado, o por lo menos hacía mucho tiempo que no me sentía feliz, no sé si lo he dicho. Y, cuando esto ocurre, solo las desgracias de los otros pueden hacernos felices. Más bien, las estamos deseando, que no es lo mismo. Yo no debí haber estado aquella noche metido en la cama con la oreja pegada a la pared. Quizás debí haberme ido de casa y haber salido a buscar lo único que podía acabar con aquel dolor de muelas y con el otro dolor seco y ardiente que me empezaba a taladrar los nervios. Me odio, sí, ahora me odio a muerte por eso, por no haber salido de casa aquella noche; pero también sé que, cada vez que me odio, me siento mucho mejor porque, a la vez que me odio, también me compadezco y siento un poco de alivio, como debía sentirlo también aquella noche. En realidad, yo tenía que estar en otro lugar aquella noche. Alguien debía venir a visitarme con un regalo que no me convenía y nunca llegó. Y tanto deseaba aquella visita que no reconocí los pasos del hombre por el patio hasta que pasó de largo por delante de mi puerta y luego se cayó al suelo. Y entonces me di cuenta también de que aquel fulano estaba más borracho que las tres veces anteriores. Ella tardó mucho tiempo en abrirle la puerta. Era la primera vez que el hombre no se limitaba solamente a aporrear el timbre y la puerta. Quizás ella tuvo miedo de los gritos, de que saliesen los vecinos. Solo que yo era el vecino más próximo y esa noche estaba más cerca que nunca, y no podía salir a socorrerla porque me dolían mucho las muelas y sudaba y tenía temblores y me sentía tan indefenso como ella, y cuando uno está indefenso no puede salir en defensa de nadie. Ella debía tener más objetos en el apartamento de los que yo había imaginado, quizás alguna colección de figuritas de porcelana o de esas de cristal de Swarovski. Imaginaba por el aire abatirse ositos y destromparse elefantes y desnucarse macacos que caían de los árboles. En realidad, no sé muy bien cómo me imaginaba aquellos sonidos horrorosos, pero, antes de que él se pusiese a lanzar sus insultos, yo ya me había metido debajo de la cama, tapándome la cabeza con las manos hasta desencajarme las mandíbulas. Yo había descubierto, creo que lo he dicho, que a ras de suelo se oía mucho mejor que tirado encima de la cama, aunque esto en realidad lo descubre uno cuando ya ha empezado a tirarse por el suelo. Pero yo ya no quería oír más y estaba debajo de la cama, donde me dolían mucho más las muelas, y por eso me tapaba el rostro con las manos mientras ella gritaba como no había oído gritar a nadie. Y me di cuenta de que aquella noche sus gritos no iban a conseguir calmar mi dolor. Para nada sus gritos iban a calmarme aquella noche, sino más bien todo lo contrario.

Así que no sé cuánto duró aquello ni en qué momento cesaron los golpes. Por más que me han interrogado sobre lo que ocurrió aquella noche en el apartamento de al lado, nunca he contado otra cosa que lo que refiero ahora. Quizás me quedé dormido o perdí la consciencia o todo fue tan salvaje que no me acuerdo de nada. Si de verdad me quedé dormido (aunque yo no conseguía pegar ojo por aquel entonces), lo que me despertó fue el sonido de los pájaros. O, por lo menos, me viene un vago recuerdo de estar echado sobre el suelo mientras escuchaba trinar a los pájaros. Al principio pensé que estaba delirando, y tal vez lo estuviera, porque sé bien que de noche los pájaros duermen y no se ponen a cantar. Pero yo me hacía la cuenta de que estaba escuchando pájaros. Yo iba siguiendo o, mejor dicho, iba sobrevolando detrás de una serpentina llena de colores que trazaba mil figuras extrañas y acababan reventando en mis oídos: figuritas de cristal estallando y derramando su carga de dolor en mis oídos hasta ir abriéndose por las mandíbulas; zarpazos de oso y mordiscos de pantera que me iban desgarrando poco a poco. Y no paraba nunca aquella melodía que me hacía entreabrir los labios como para tararearla, aunque debía ser el ulular del miedo lo que yo soplaba y absorbía, debían ser los escalofríos los que me estremecían. Pero después supe que no era una melodía. Supe que eran de verdad pájaros cantando, porque vi que estaba amaneciendo y que empezaba a filtrarse la primera luz a través de las persianas, esa luz anunciando que la noche ha concluido. La música me había penetrado en los oídos y era como si me sangrase púrpura por dentro, y aquello me bajaba hasta las mandíbulas y me estaba haciendo babear de placer. Por primera vez en dos semanas podía concentrarme en algo que no fueran los ruidos y los golpes en el apartamento de al lado. «¡Oh, pájaros!», exclamé. No paraban de martillear, querían volverme loco. Y después aquel extraño silencio que había empezado tal vez antes de que se despertaran los primeros pájaros del alba. Las muelas habían dejado de dolerme, acaso en el mismo instante en que cesaron los gritos en el apartamento de al lado, y el silencio se había redoblado y se había hecho más grande; había invadido toda la habitación hasta volverme sordo, y las muelas habían dejado de dolerme al mismo tiempo, estoy seguro. Y la verdad es que no han vuelto a dolerme desde entonces.


 

lunes, 9 de diciembre de 2024

VIVIR SIN SOMBRERO

 



 

    A mi amigo Pepe, que me recitaba el “Macario” de Rulfo casi de memoria.

 

Se tiene la idea de que correr tras el propio sombrero es humillante, y cuando la gente dice que es humillante lo que quiere decir es que resulta cómico. Y no hay duda de que así es; pero el hombre es una criatura muy cómica, y la mayor parte de las cosas que hace son cómicas, como comer, por ejemplo. Y las cosas más cómicas son precisamente las que más vale la pena hacer, como hacer el amor. Un hombre que corre tras su sombrero no es ni la mitad de ridículo que uno que corre tras su mujer. (G.K. Chesterton)

 

El día en que salí de casa aquella mañana hacía un viento de mil pares de narices. No me gustaba un pelo ese viento. Sabia yo que me iba traer más de alguna desgracia, que las cosas, por así decirlo, iban a trabajar en mi contra, que no iba a soplar ese viento a mi favor, precisamente. Era un viento de esos montaraces que se cuelan por las rendijas y que de un solo golpe es capaz de arrancar del escritorio los papeles más valiosos. Un viento con una bocaza enorme que parecía devorarlo todo y que me susurraba palabras obscenas al oído. Un viento muy insolente que había estado toda la noche azotando puertas y ventanas, y que había dejado por la calle un rastro de antenas desbaratadas, árboles arrancados y tejas por los suelos.

 

 Pero yo de lo que quería hablar es de mi sombrero, y por eso he empezado a referirme al viento, porque de todo lo que me había pasado esa mañana con mi sombrero yo le echo la culpa al viento, un viento enfurruñado que había empezado a soplar contra mi cara nada más salir de casa y que me había obligado a llegar tarde al trabajo. Recuerdo que todos íbamos andando por la acera muy despacio y como a tientas, como con miedo de que el viento nos tirase por el suelo. Yo he logrado mantenerme erguido a duras penas, contoneándome como un equilibrista y, cuando ya estaba a punto de entrar por las puertas de la oficina, he visto con estupor que no se querían abrir. Yo llevaba tanta prisa, que me ha faltado poco para estrellarme contra los cristales. Se me ha ocurrido entonces pensar que tal vez el viento húmedo se había infiltrado por el engranaje de la maquinaria y la había oxidado, o que una hoja seca se había colado por el carril de la puerta corredera, he esperado con paciencia a que el guardia de seguridad apretase el botón del mecanismo, mientras me quedaba pensando en las innumerables razones por las que la puerta se había podido atascar. Pero el guardia de seguridad se me ha quedado mirando desde el otro lado de la puerta corredera de cristal como si fuera un bicho raro. Me he puesto en jarras, mi cara ha comenzado a gesticular como si quisiera abrir la puerta con los gestos, y por fin he gritado, pero el guardia ha sonreído y se ha limitado a tocarse su gorra de plato con el índice, como poniéndole un signo de interrogación. Entonces ha comenzado a darme vueltas la cabeza. Porque al pasarme la mano por arriba, tal como me ha señalado el guardia, he notado al tacto que tenía todo el pelo desordenado y que ya no llevaba el sombrero puesto. He tenido tanta vergüenza de verme así, despeinado y sin sombrero, al pie de la oficina, que he sentido cómo me subían todos los colores a la cara, he girado bruscamente sobre mis talones, y me he dado la vuelta a paso rápido con la intención de lanzarme en busca del sombrero, sin el cual nunca me sería posible entrar en la oficina.

martes, 19 de noviembre de 2024

CUENTOS MÍNIMOS 23. LA HUÍDA

 



Nunca él había envidiado a nadie, pero por primera vez sintió celos de algo que no era humano y se sentía estúpido. Creía tener celos de una parte de la casa, que cada vez se le hacía más extraña. La habitación se hallaba al fondo del largo pasillo, al otro extremo de la alcoba, y cuando ella la visitó por primera vez, se le iluminaron los ojos de tal forma, que llegó a sugerirle el traslado de la cama de matrimonio a aquella habitación minúscula. Tras constatar con una cinta métrica que era imposible colocar el colchón sin que tuvieran que saltar por la ventana, o sin correr el riesgo de quedarse atrancados allí sin poder abrir la puerta, ella no quiso darse por vencida. La atracción que ejercía sobre ella aquella estancia era tan fuerte, que cuando se despertaba muy temprano, siempre unas horas antes que él, tras tomar el café y fumar un cigarrillo, comenzaba a trajinar por la casa con ocupaciones domesticas que se iba inventando según las ocurrencias de la hora, hasta que llegaba el momento en que le vencía otra vez el sueño, atravesaba el pasillo, abría la puerta de la habitación y se volvía a dormir en aquella cama sólo para su cuerpo. Ella decía que era allí donde dormía a pierna suelta, su momento feliz de sueño profundo a primeras horas de la mañana. Muchos días, cuando él se levantaba y no la encontraba en la cocina o por ninguna de las otras habitaciones, iba hasta la pieza donde sabía que se encontraría y le daba un beso si estaba dormida o un abrazo si estaba despierta, pero nunca se atrevía a meterse en la cama con ella. Aunque la cama era pequeña, lo que lo detenía no era la incomodidad de estar apretujados, sino el aviso de que, si abría las sábanas para yacer junto a ella, acabaría violando su lugar más personal e íntimo. Cuando ella comenzó a colgar allí cuadros sugerentes que le revelaban de una manera vaga nuevos rasgos de su carácter, y cuando más tarde retiró su joyero del aparador de la alcoba y se acabó llevando los frascos de perfume, porque era, según decía, en esa habitación donde se despertaba y donde debía comenzar las tareas de su aseo, comenzó a amoscarse y a sentirse como un marido que se estaba quedando viudo a plazos. La alcoba ya sólo olía al perfume indistinguible de su propio cuerpo y se sentía desvalijado cada vez que miraba el espacio vacío del aparador donde debía hallarse el cofrecito con las joyas. Aunque ella se cuidó de no trasladar ningún adorno de la alcoba, y durante un tiempo sólo se dedicó a renovar las lamparitas de noche y los percheros, a montar estanterías y a colocar algún espejo, a él ya le gustaba más la decoración de aquella habitación que la de la alcoba de matrimonio, que ahora se le aparecía más fea y huérfana desde que ella por las mañanas se levantaba más temprano y se enclaustraba en la habitación, que de pronto se le había hecho impenetrable. Se sentía traicionado. No se atrevía a entrar sin llamar a la puerta y, como solía encontrarla cerrada del todo, tenía siempre el escrúpulo de no llamar.

martes, 5 de noviembre de 2024

CUENTOS MÍNIMOS 22. LA LARVA




“Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma”. Julio Cortázar

 

Hasta hace poco yo era conocido como el pescador compasivo, porque todos los días me iba al paseo marítimo con mi caña de pescar, sin faltar un sólo día, aunque no pescase nada más que un pez, con eso me conformaba, y todos los otros pescadores que se colocaban con su caña acodados en la balaustrada del paseo marítimo se extrañaban de verme desistir a la primera captura, y siempre que me veían recoger los aparejos de la pesca y meter el pez en el cubo de agua que llevaba conmigo, se preguntaban -a veces en voz alta- por qué no seguía lanzando más veces el anzuelo, por qué no me convertía en un escualo devorando más y más peces para comer, después de asarlos o freírlos, tal como debían hacer, imagino, mis compañeros de faena en el paseo marítimo. Pero estoy seguro de que no pueden comprender que yo nos los quiero para comer: a mí me basta con un solo pez cada día y todos los días rezo para que sea el último.

El primer pez que tuve cuando era niño se lo comió el gato que teníamos en casa, yo creo que ya el primer día, cuando lo vio venir en aquella bolsa de plástico con agua en que lo traía mi madre, andaba buscándole las vueltas para echarle la zarpa. Yo mismo recuerdo haberlo visto inquieto, con el rabo erecto y los ojos echando llamaradas, cuando mi madre lo depositó en la pecera. Era un pez rojo con alguna mancha verdinegra en el vientre, aunque puedo equivocarme de colores, pues apenas le hice caso. Hasta aquel momento, hasta que vi al gato negro que teníamos en casa relamiéndose los bigotes ya bermejos, y sin rastro de la pieza que se acaba de cobrar -nunca vi tan excitado a un gato-, no me interesaban los peces,  yo era más bien de pájaros, de loros y periquitos, pero también de los pájaros se me quitaron las ganas, el canario que tuvimos casi duró en casa lo mismo que aquel pez, era un gato astuto, estoy seguro de que, cuando a los pocos días lo dejé escapar de casa, debió salir muy airoso de todas las escaramuzas en su nueva vida felina.

viernes, 18 de octubre de 2024

AFORISMOS Y CAVILACIONES 33. SOBRE LAS EDADES DEL HOMBRE (III)

 




No se le tiene miedo a la vejez, sino al haber vivido en vano y erradamente. No es el horror a que envejezca el cuerpo, sino a que se haya corrompido el alma.

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Quien anhela volver a ser joven de nuevo, no sabe apreciar las épocas que le tocó vivir. Malgastó el tiempo de joven, igual que lo hará de viejo.

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La prueba de que la humanidad está poco desarrollada es que el hombre apenas piensa en la muerte cuando es niño y la tiene siempre presente cuando es viejo. Una humanidad más evolucionada procuraría que el niño fuera consciente de que la vida es preciada y frágil, siempre en trance de perderse, y le presentaría desde el principio a la muerte como la gran enemiga del género humano. Lo que la convertiría en la gran prueba de fuego para hacer madurar a los hombres, que aprenderían pronto a dejar de temerla hasta convertirla en aliada. Así podrían, gracias a esta alianza, llegar a la vejez libres de todo miedo, serenos y siempre apreciando lo que les ha tocado en suerte.

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Acaso el secreto de la eterna juventud ya lo poseían los antiguos al morir en la flor de la edad. Con la obsesión actual de alargar la vida más allá de lo razonable, todo lo más que podemos conquistar los modernos es el secreto de la eterna decrepitud.

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El joven se entrega a lo nuevo debido a su ignorancia. Al no contar con la experiencia del pasado, no le queda más que la falta de discernimiento para su época. La razón de que aliente lo nuevo es su pobreza. No cuenta con nada propio que le pueda abrigar, de ahí que se entregue a los implementos externos de la novedad y la moda, esa madre de la muerte. Vive en la intemperie de los tiempos. Si, en cambio, el viejo desconfía de lo nuevo es porque cuenta con cierta sabiduría. Ha visto pasar tantas cosas nuevas que se han hecho viejas, que se ha vuelto un apóstata de lo nuevo. Cualquier cosa nueva es vista por él como una impostura que lo saca de su anterior postura, y así hasta el infinito. Tal vértigo de unos tiempos que se van devorando unos a otros con extrema velocidad le desalienta y fatiga. Su sabiduría le lleva a buscar en las cosas y en los tiempos otro tipo de valor. Su riqueza consiste en que se ha hecho hijo de todos los tiempos y puede vivir bajo su abrigo, y no podría cambiar este amparo por exponerse a vivir en la intemperie. La experiencia de las edades es la que aporta nuestro capital de vida, que es cierta sabiduría vital. El joven vive en la indigencia por necesidad, como el viejo vive en la riqueza por la virtud de su edad.

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La vejez es la edad del escepticismo, como la juventud la de la fe. Sólo las generaciones más provectas ven con claridad que no vinieron para escribir la historia.

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La era digital ha hecho retroceder al hombre a su edad más pueril, colocándole un juguete entre las manos. Desde la aparición del móvil, todos pasan su tiempo libre como niños  en un recreo y hasta los más ancianos se han vuelto adolescentes.

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En la primera edad, casi todas las palabras que escuchamos son sabias o así nos lo parecen, mientras que en nuestra última edad casi todas nos parecen necias. Y es que según el grado de conocimiento o de ignorancia que tenemos en cada edad, concedemos a las palabras un distinto valor. Cuanto más ignorantes somos, más sabias nos parecen. Cuanto más sabios, más necias.

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miércoles, 16 de octubre de 2024

LA SONRISA

 

 




Había perdido la consciencia y me recogieron de la acera de una calle en donde me encontraron tirado; y luego me llevaron al hospital, en una ambulancia, supongo, porque eso no lo he preguntado. Ellos sí, las enfermeras, los celadores, el médico que me cosió la frente me preguntaron cómo me había hecho aquella tremenda herida. Pero yo no me atrevo a contarles la verdad. Me da vergüenza. Digo que no me acuerdo. Pero tarde o temprano tendré que acabar contándolo. Así que voy a contar como sucedió todo.

Lo que más recuerdo de esa noche era la lluvia, ya era bastante tarde, y como llovía tanto, casi nadie circulaba por la calle. Yo no llevaba paraguas, pero no me importaba mojarme y vagabundeaba por las calles buscando, como casi siempre, alguna novedad, algo todavía indefinido, una aventura que salpimentase la vida insulsa que llevaba, alguien con quien poder intercambiar unas palabras, cualquier cosa que me electrizase, que me transformase. No lo había encontrado en los libros que leía, ni en los cines a los que acudía en busca de una película diferente, ni siquiera en el tumulto loco de los pubs que iba cerrando de noche en noche. Del trabajo, de la oficina, en fin, de mi vida gris y cotidiana, para qué hablar... Estaba solo, muy solo, como solamente puede estarlo un hombre que se ha mudado a una gran ciudad. Y ese era mi caso. Por eso vagabundeaba por calles de nombres desconocidos, sin rumbo fijo, intentando ubicarme en los distintos ambientes y paisajes de la ciudad. De pronto, al dejar el escaparate de una zapatería, vi pasar una mujer con un cuerpo formidable, muy bien vestida, casi con ropas de otra época, pero de un gusto exquisito, y sin paraguas. Aquello me llamó la atención: que con esa lluvia no llevase paraguas. Pero lo que me impulsó a seguirla –debo confesar que no es la primera vez que sigo a una mujer por la calle- fue aquella sonrisa que vi de soslayo, aquella sonrisa como sacada de un cuadro de Leonardo, difuminada y sugerente, triste y alegre, a la vez. No me mostró sus dientes, pero, mientras la seguía, me los imaginaba blancos, cabales, una de esas dentaduras que se pueden ver en un anuncio de dentífrico. Atravesamos varias calles juntos, yo detrás, a una discreta distancia, para que el ruido de mis pisadas no me delatase en el silencio de la noche. Sin embargo, tenía la impresión de que ella sabía que la estaba siguiendo y eso me gustaba.