No me gustaba para nada la imagen que salía en el fondo de mi ordenador en los últimos días. Claro que eso me venía pasando en el último año, cada vez que se cambiaba automáticamente la fotografía del fondo de pantalla, incluso a lo largo de los últimos años, desde siempre (a veces un paisaje bucólico, o un cielo estrellado e incluso una vez un solar en ruinas del que luego descubrí que se trataba de una acrópolis famosa), en realidad, nunca me ha gustado ver imágenes que no he elegido yo en el fondo de la pantalla, y tampoco disponía yo de imágenes que me representaran, me consideraba un verso suelto, alguien que se siente retratado en un fundido en negro. Es más, cuando yo encendía el ordenador y volvía a ver una nueva imagen en el fondo de pantalla, yo me concentraba lo más posible, mientras el sistema, la máquina, no acababa de arrancar, en solayar de alguna manera aquella imagen, procuraba que no me hipnotizase, utilizaba el fondo de pantalla para concentrarme mejor, y me quedaba detenido con la mente fija en la rama de un árbol, en un destello de estrella en la noche, en el filo de una roca sobre un acantilado, en cualquier detalle banal de la imagen que acabara borrándome la imagen por completo. Cuanto más banal e ínfimo fuera el detalle, más protegido me sentía y me servía para tomar oxigeno, para no empezar la jornada ya embebido en la pantalla del ordenador. El caso era no darme por vencido, no ceder; no entendía a que venían aquellas imágenes que nada tenían que ver conmigo, que podían despistarme y que en el fondo sólo querían hipnotizarme: me parecían que pretendían absorber mi personalidad, volverme plano como una pantalla.
Pero en los últimos días, con el nuevo cambio que se ha dado en la configuración de la red, con la fulgurante aparición de la IA encabezando todas las búsquedas en su motores (siempre que busco algo mi vista recae en el primer resultado que aparece en mís búsquedas, en esa vista creada por IA, y de la que no puedo apartarme por mucho que lo intente, y por más rabia que me dé no conseguirlo), sé que la imagen del fondo de pantalla no ha sido creada por una inteligencia humana y que ha sido confeccionada especialmente para mí, como si Dios desde el principio de los tiempos me hubiera dado un hueso icónico que me reflejase para que lo estuviera royendo sin parar y entretenerme con él. Desde hace unas semanas voy enredando y desenredando el mismo yoyó. No puedo dejar de mirarla, no puedo dejar de recordarla, la llevo conmigo a todas partes como una imagen devota, cada vez que abro la boca es ella la que lanza los sonidos de mi boca, y cuando por fin me voy a la cama intentando descansar, esquivarme de ella, aún está ahí, en lo más íntimo del sueño, apareciendo como una sombra que me me persigue.
Supe que ese fondo de pantalla que ahora yo veía cada vez que ponía en marcha el ordenador había sido creado por IA porque hasta entonces siempre habían salido imágenes fotográficas, esas imágenes en las que nunca consigo reflejarme, precisamente porque sólo reflejan cuerpos y yo aspiraba siempre a comprender el mundo con una visión que fuera mucho más allá de los cuerpos. Cada vez que veía una fotografía en el fondo de la pantalla me evadía, chocaba contra un muro de hormigón armado sobre el que mis ojos resbalaban para saltar hacia otro fondo. Y por fin ese fondo apareció sin que yo me percatara. Porque al principio no le presté atención. Por primera vez el fondo de la pantalla era una pintura, y aquello sí que podía llegarme al alma. Y entonces entendí, con verdadero horror, que la IA, que se estaba extendiendo como el soplo de Dios sobre todas las cosas, había llegado a averiguarlo todo sobre mí. Había descifrado los datos que comprendían mi carácter, había hecho una búsqueda exhaustiva de mis huellas por toda la red mientras seguía los pasos de cada click y me había, por fin, captado. Al principio la imagen me repugnaba, o mejor dicho, no me gustaba. ¿Que podía tener que ver conmigo, cómo podía llegar a seducirme una pintura ambientada en una naturaleza rocosa, más bien yerma, con unos pocos hierbajos, en un día soleado y con un labrador rústico que parecía faenar trabajando en la tierra, acompañado de una mula de carga, bajo un cielo herido por un sol que declinaba?
Cuando el fondo de pantalla venía a invadir mi ordenador para amenizarme por las largas esperas de los bloqueos -incluso me parecía que se explayaba por toda la habitación y a lo largo de la casa-, yo apartaba la vista de él y me concentraba en cualquier otro objeto del escritorio, mismamente en una pila suelta del ratón, en un cuaderno del bolsillo, en una de las colillas del incombustible cenicero. Era inútil. La imagen me tenía absorto y volvía sobre ella. Utilicé la argucia acostumbrada y busqué algún punto del cuadro que no me hipnotizase, un punto no central, algo al margen que me dejase vagando libre y volviese a liberar mi espíritu del hechizo. Me concentré en el pulgar del labrador sobre el azadón, en una hoja que pendía suelta de la rama de un olivo, en algún hierbajo, en el filo de una roca, en un jirón de nube. Pero me dí cuenta de que nunca podía fijar mi mirada en un sólo punto y enseguida mi vista erraba buscando uno nuevo. A veces, de tanto buscar, dejaba de utilizar el ordenador y seguía hechizado por la imagen. Había vagado por tantos pixeles, por tantos puntos y líneas de la imagen que ya casi no me faltaba ningún punto por explorar. Me había impregnado del cuadro entero. Al labrador me lo conocía de memoria, como si fuera la imagen de algún ancestro: podría haber descrito su carácter. Podría determinar sin equivocarme las cuatro especies de árboles que crecían en el paraje, hacer un herbolario con su vegetación de tomillo y de retama, hacer un paralaje con las estrellas que empezaban a despuntar en un cielo casi crepuscular. Finalmente conseguí fijar mi atención durante muchos días en una sola estrella que se encontraba como aislada, un punto evocador que apenas se distinguía en aquel cielo azul y crepuscular. Cuando ya por fin creí haberme liberado de la imagen, pendiendo de una estrella difuminada y lejana, ocurrió la revelación.
Me di cuenta de que aquello de lo que yo colgaba, como de un hilo, no era un paisaje, era la representación de un ser humano. Y parecía tener vida propia -algo en el cuadro se movía cada día-, como ahora sé que la tienen las entrañas de este ordenador y todas las arterias palpitantes a las que está conectado. La tierra yerma que el labrador araba, los árboles con sus raíces que allí crecían, las rocas minerales, los fardos de la mula, todo aquello no dejaba de crecer y de cambiar con vida propia, parecía fundirse en el cuerpo de algún hombre o mujer, todo reflejaba el caracter de un ser humano que estaba a punto de revelárseme. Miré otra vez al cielo iluminado, medio crespuscular, cuajado por algunas nubes, orientado por el mapa de estrellas que empezaba a despuntar en él. Y allí descubrí una mente, un pensamiento complejo, un alma que estaba a punto de aflorar, y con la que parecía simpatizar. Para no marearme volví a fijar mi vista en la estrella lejana con la que me identificaba. Quise usarla de boya para poderme asirme y no venirme abajo desde aquella altura insondable y sideral. Sentí miedo, sentí vértigo; me horroricé. Luego me calmé: comprendi que trataba de huir de mi propia alma, que no la conocía bien y que eso me infundía terror. Y ahí, en el fondo de pantalla, fundiéndome en su imagen, podía reconocerme del todo, con todo el tiempo del mundo. Y entonces el fulgor de la estrella me cegó y tuve la revelación. Allí estaba mi verdadero origen, el lugar de donde procedo yo. Aquella estrella me imantó como el enigma que podría descifrar mi alma. La IA me había penetrado completamente y supe enseguida que de ahí ya no podría salir. Aquella era la imagen de mi alma y yo había entrado en ella como nunca había entrado en mi vida ni en ninguna otra cosa del mundo, ni en un delfín, ni en la flor de un geranio, ni en un doblón de oro, ni a través de una ventana, ni en las páginas de las mil y una noches, ni en la mujer más amada por mí. Por allí me había metido yo como un mariposa en un fanal, como una mosca por el cuello de una botella, y había quedado allí prendado, atrapado, flotando en la superficie sucia de la pantalla de mi ordenador. Creo que podría salir de ahí; nada me detiene salvo la imagen misma, salvo la certidumbre de haber encontrado fuera, en una imagen simple, el mundo que llevo dentro y que no consigo sacar a pasear cuando salgo fuera. Para qué salir. De vez en cuando logro evadirme, cambio la dirección de la mirada y veo que él sigue siendo el mismo -aunque lo encuentro más centrado-, saluda a mis amigos y departe con ellos, saca al perro de paseo y tira la basura, sigue dando las clases y sonríe a mis alumnos, uno tiene su familia y sabe convivir con ella, y la vida sigue bajo una montaña de colillas en el cenicero, los cuadernos van gastándose, a los mecheros se les acaba el gas y hay que sustituirlos por otros diferentes, y el ordenador continua funcionando con el mismo fondo de pantalla, igual que quien la observa estuvo colgado de su cuerpo desde el mismo momento en que nació, allí también preso, aunque ya dude de que tenga un cuerpo más allá de su pobre inteligencia humana que, por otra parte, ya ha sido suplantada por una artificial, un ente o existencia superior en la que yo a veces me complazco cuando tuerzo la mirada, mucho más empático que lo era yo, cuando dejaba de sacar al perro o que las colillas desbordasen el cenicero: es capaz de surtirme de todo cuanto preciso y ahora soy más completo: hasta cumplo siempre con la agenda. Soy más ligero, tengo más envergadura, cree saberlo todo, y no sabé qué cosa es la felicidad porque yo la imparto y la poseo. Y sin embargo no he desaparecido del todo, aunque a menudo a él le parezca que sí. Soy yo y no soy yo; o mejor dicho, yo soy las dos cosas, y a veces aún creo que puedo desdoblarme, especialmente cuando él toma el ordenador y se pone a escribir cosas como éstas que podría escribir un labrador cualquiera. Y sin embargo sé que no ha muerto del todo, sólo ha resucitado a un mundo que representa mejor todas mis ansias; ahí sigo yo, o así lo creo, en ese fondo de pantalla que supo captar el alma que fue suya como nadie. Preguntarme sobre ella lo que queráis que él os sabrá responder. Mirad fijamente al fondo de la pantalla, preguntad al oráculo lo que queráis saber sobre mi alma o la vuestra; yo mismo -si es que soy yo-, o la imagen del fondo de pantalla, o la otra inteligencia de la que sólo soy su imagen, da igual quien sea, si él o ello os acabará respondiendo. Son tan inteligentes sus respuestas, que acabaréis atrapados en sus redes.
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