La chica volvió a entrar en la pensión de mala muerte donde se hospedaban desde hacía una semana, trayendo consigo el frío de la noche, la intemperie, la ruina de un barrio que parecía venirse abajo. Apenas saludó con una mueca: “lo siento, me han dado el palo, sólo he podido conseguir esto”; sacó de una bolsa de plástico arrugada las cervezas, más cajetillas de tabaco y la pipa que pronto iba a estar repleta de polvos y cristales. El chico estaba contento de volverla a ver porque regresaba viva, impetuosa, más bella que nunca: se había quitado las dos cazadoras que llevaba encima, la gorra de lana beis, el bolígrafo bic con que liaba el moño, el pelo en mechas derramándose denso, ondulante hasta casi las caderas, y le había enseñado entonces el dedo malamente torcido, con desgarrones, todavía echando sangre y algo amoratado. “Esto tiene mala pinta”, le dijo el chico soplándole la uña, “no quiero que te metas en más líos o acabarás perdiendo al niño”. Se tocó la barriga como asegurándo...
Bitácora de Poesía y Pensamiento