Leopardi nace en 1798 en Recanati (Las Marcas, Italia), descendiente de una familia noble. Físicamente débil y deforme, tuvo temprana conciencia de su deformidad, que le obligó a llevar una vida solitaria. A los 15 años empieza por cuenta propia a estudiar el griego y escribe una “Historia de la astronomía”. En 1816 escribe varios trabajos en poesía y prosa y traduce el “Libro segundo de la Eneida”. 1819 pasa por ser uno de los años más fructíferos del poeta. Es el año que intenta fugarse de la casa paterna, pero también el año que escribe su famoso poema “El infinito”. En 1824, después de intentar, sin exito, obtener la cátedra de Literatura Latina en la Biblioteca Vaticana, escribe “Opúsculos morales”, obra que se publicará en Milán tres años más tarde. Los últimos años de su vida fueron una sucesión de viajes por toda Italia (Roma, Milan, Florencia, Bolonia). Murió en Roma en 1837, poco después de escribir su último canto, “El ocaso de la luna”.
Según Francisco Rico, en Leopardi, “el mundo y la realidad toda conspira para el sufrimiento del hombre, cuyo único consuelo está en la reflexión, la creación y la vaga esperanza de dejar una obra perdurable. Su aproximación a los postulados románticos se conjugó con una orientación estética clasicista y desembocó en una honda meditación sentimiental, de expresión contenida. (…) Los rasgos que lo hacen inconfundible son, sin embargo, el tono radicalmente pesimista, nihilista y escéptico, y la nitidez con que dibuja paisajes y escenas de costumbres transfigurados en estados de ánimo”.
El título fundamental de su exigua obra poética son los Cantos (1824-1835). Su ideal de poesía puede apreciarse en la siguiente declaración: “Yo estimo poco aquella poesía que, leída o meditada, no deja en el ánimo del lector un sentimiento noble, que por media hora le impida admitir un pensamiento bajo o hacer una acción indigna”. En carta a su amigo Giuseppe Melchiori, dejó constancia de cuál era su peculiar método de trabajo: “Al escribir sólo he seguido una inspiración que, al llegarme, en dos minutos ya formaba el diseño y la distribución de toda la composición. Hecho esto acostumbro siempre a esperar que me vuelva otro momento, y al volver (ordinariamente no ocurre sino después de algún mes), me pongo entonces a componer, pero con tal lentitud que no me es posible acabar una poesía, aunque sea brevísima, en menos de dos o tres semanas”.
Dulce y clara es la noche y calla el viento;
y quieta sobre huertos y tejados
posa la luna y a lo lejos muestra
serena cada monte. Amada mía,
ya calla toda senda; en las ventanas
rala trasluce la nocturna llama:
tu duereme: que te atrajo fácil sueño
en tu silente estancia, y no te asecha
cuita ninguna; y no sabes ni piensas
cuánta llaga me abriste aquí en el pecho.
Tú ya duermes: yo el cielo que aparece
dulce a la vista, a saludar me asomo,
y a la antigua natura omnipotente
que al dolor me forjara. A ti, me dijo,
la esperanza te niego, aun la esperanza,
y sólo el llanto brillará en tus ojos.
Solemne fue este día: de la fiesta
descansas ya; quizá en sueños recuerdes
cuantos hoy te admiraron, cuantos otros
te gustaron a ti; no que yo espere,
en tu mente morar. Pregunto en tanto
cuánta vida me queda, y en el suelo
me arrojo, grito y tiemblo, !Oh horrendos días
en tan joven edad! Ay, por la calle
oigo no lejos el solitario canto
del artesano, que de noche vuelve,
tras los solaces, a su pobre albergue;
y duramente se me oprime el pecho,
al ver que por la tierra todo pasa
sin casi dejar huella. Así ya ha huido
este día de fiesta, y al festivo
le sigue el día vulgar, y borra el tiempo
todo humano accidente. ¿Dónde el eco
de los pueblos antiguos? ¿Y la fama
de las gentes famosas, y el imperio
de antigua Roma, y el fragor, las armas
que cruzaron los mares y la tierra?
Todo es paz y silencio; todo posa
en el mundo y nadie los recuerda.
En mi primera edad, cuando se espera
ansiosamente el día de fiesta, luego,
ya extinto, en vela, dolorosamente
al lecho me abrazaba; y en la noche
un canto que se oía en los senderos
alejarse muriendo poco a poco,
ya como ahora me oprimía el pecho.
Trad. de María de la Nieves Muñiz Muñiz.
EL INFINITO
Siempre caro me fue este yermo collado,
y este seto que priva a la mirada
de tanto espacio del último horizonte.
Más sentado, contemplando, imagino
más allá de él espacios sin fin,
y sobrehumanos silencios; y una quietud hondísima
me oculta el pensamiento.
Tanta que casi el corazón se espanta.
Y como oigo expirar el viento en la espesura
voy comparando ese infinito silencio
con esta voz y pienso en lo eterno,
y en las estaciones muertas, y en la presente viva,
y en su música. Así que en esta
inmensidad se anega el pensamiento:
y naufragar es dulce en este mar.
Trad. de Antonio Colinas
A LA LUNA
Oh graciosa luna, yo recuerdo
que, ahora hace un año, sobre esta loma
yo venía, lleno de angustia, a contemplarte:
y tu pendías entonces sobre aquella selva
como haces ahora que toda la iluminas.
Pero confuso y tembloroso, del llanto
que brotaba de mis ojos, a mi vista
tu rostro aparecía, qué trabajosa
era mi vida; y lo es, no cambia de estilo,
oh mi querida luna. Pero me ayuda
el recuerdo, y el repasar el tiempo
de mi dolor. !Qué grato es,
en el tiempo juvenil, cuando es largo aún
el curso de la esperanza y breve el de la memoria,
el recuerdo de las cosas pasadas,
aunque sea triste y aunque el afán dure!
Trad. de Juan Bautista Bertrán
A SILVIA
Silvia, ¿recuerdas todavía
aquel tiempo de tu vida mortal,
cuando resplandecía la belleza
en tus ojos rientes, fugitivos,
y tú, alegre y pensativa, los umbrales
de juventud cruzabas?
Sonaban las tranquilas
estancias y las calles cercanas
con tu perpetuo canto,
cuando el trabajo femenil atenta
te sentabas, contenta
del vago porvenir que imaginabas.
Era el mayo oloroso; y tú solías
así pasar el día.
Yo el estudio sabroso
dejando a veces y las gastadas páginas,
donde mi edad primera
y lo mejor de mí se iba gastando,
de los balcones del paterno albergue
atendía al sonido de tu canto
y a la mano veloz
que recorría la fatigosa tela.
Miraba el cielo sereno,
los caminos dorados y los huertos,
aquí el mar desde lejos, allá el monte.
Lengua mortal no puede
decir lo que sentía.
!Qué pensamientos suaves,
qué esperanzas, qué coros, Silvia mía!
!Cómo entonces se nos aparecían
la vida humana y el destino!
Cuando me acuerdo de esperanza tanta
me oprime un sentimiento
acerbo y desolado.
Y me vuelvo a doler de mi desgracia.
!Oh naturaleza, naturaleza!
¿Por qué no entregas luego
lo que prometiste entonces? ¿Por qué tanto
engañas a tus hijos?
Tú, antes de que el invierno la hierba marchitase,
de mal secreto combatida y vencida,
morías, dulce amor. Y no viste
la flor de tus años;
no acarició tu corazón
el grato elogio de tu pelo negro,
o las miradas enamoradas y esquivas;
ni contigo las compañeras en días de fiesta
hablaban de amor.
También moría luego
mi dulce esperanza: a mis años
también negaron los hados
la juventud. !Ay cómo,
cómo pasaste,
querida compañera de mis primeros años,
mi llorada esperanza!
¿Éste es el mundo aquél? ¿Éstas
las alegrías, el amor, las obras, los sucesos
de los que tanto hablamos juntos?
¿Ésta la suerte de la humana gente?
Al aparecer la verdad,
tú, desgraciada, caíste: y con la mano
la fría muerte y una tumba desnuda
mostrabas desde lejos.
Trad. de Juan Bautista Bertrán
A SÍ MISMO
Ahora, cansado corazón, por siempre
reposarás. Murió el engaño extremo,
que eterno imaginé. Murió. Bien veo
que de los dulces goces la esperanza
no sólo ha muerto en mi, sino el deseo.
Reposa ya. Bastante
palpitaste. No valen cosa alguna
tus anhelos, ni es digna de suspiros
la tierra. Acíbar, tedio
es la vida no más, y fango el mundo.
Cálmate desde ahora. Desespera
la última vez. A nuestra especie el hado
no dio sino el morir. De hoy más, despréciate,
desprecia la creación, el espantoso
poder que, oculto, para el mal impera
y la infinita vanidad del Todo.
Trad. de Miguel Romero Martínez
CANTO NOCTURNO
De un pastor errante en Asia
¿Qué haces, luna, en el cielo? Dime, ¿qué haces,
silenciosa luna?
Sales de noche, vas
contemplando los desiertos, y luego te escondes.
¿No estás aún fatigada
de recorrer las sempiternas vías?
¿No te coge el hastío todavía, y aún deseas
mirar estos valles?
Se parece a tu vida
la vida del pastor.
Sale al alborear,
lleva el ganado por el campo, y contempla
rebaños, fuentes, prados.
Luego, cansado, reposa por la noche,
y nada más espera.
Dime, oh luna, ¿Para qué le sirve
al pastor su vida,
y a ti la tuya? Dime ¿a dónde tiende
este mi vagar breve
y tu curso inmortal?
Nace el hombre a la pena,
y es un riesgo de muerte el nacimiento.
Prueba dolor y tormento
enseguida; y en el principio mismo
la madre y el padre
tienen que consolarle por haber nacido.
Luego que va creciendo,
uno y otro le sostienen, y así siempre
con hechos y con palabras
se afanan en animarle
y en consolarle del humano estado:
otro oficio más grato
no hay para unos padres que cuidar a sus hijos.
Pero, ¿por qué dar a luz,
por qué mantener la vida
a quien es necesario consolar por ella?
Si la vida es una desgracia
¿por qué para nosotros dura tanto?
Intacta luna, así
es el estado mortal.
Pero tú mortal no eres,
y tal vez lo que digo no te importa.
Aunque tú solitaria, eterna peregrina,
que eres tan pensativa, tú tal vez entiendas
este vivir terreno,
nuestro pesar, y suspirar qué significa;
qué es este morir, esta suprema
palidez del semblante
y faltar de la tierra y apartarse
de toda usual y amante compañía.
Y tú ciertamente comprendes
el porqué de las cosas, y ves el fruto
de la mañana, de la noche,
del callado, infinito andar del tiempo.
Tú ciertamente sabes a qué dulces amores
ríe la primavera,
a quien ayuda el verano, y qué consigue
el invierno con sus hielos.
Mil cosas sabes tú, miles descubres
que al sencillo pastor quedan ocultas.
Frecuentemente cuando yo te miro
tan muda estar en el desierto llano,
que en su lejanía confina con el cielo,
o bien con mi rebaño
seguirme en mi camino lentamente
y cuando miro en el cielo arder las estrellas,
me digo, pensativo:
“¿Para qué tantas luces?”
¿Qué hace el aire sin fin, y esa profunda
infinita serenidad? ¿Qué significa esta
soledad inmensa? ¿Y yo, qué soy?
conmigo así razono; y de ese espacio
desmesurado y soberbio,
y de esa innumerable familia,
después de tanto obrar, de tanto movimiento
de las cosas celestes y terrenas,
girando sin reposo
para volver allá donde empezaron,
utilidad alguna, fruto alguno
adivinar no sé. Pero tú, ciertamente,
doncella inmortal, tú sí lo sabes todo.
Yo sólo conozco y siento
que de los eternos giros,
y que de mi ser frágil
algún bien y contento
tal vez obtenga otro;
para mí la vida es solamente un mal.
Rebaño mío, que descansas. !Oh dichoso tú
que tu miseria, creo, ignoras!
!Cuánta envidia te tengo!
No sólo porque de afanes
casi libre te hallas;
que toda ansia, todo daño,
todo temor olvidas pronto,
sino porque jamás pruebas el tedio.
Cuando descansas a la sombra, en la hierba,
tú estás quieto y contento,
y gran parte del año
sin tedio pasas en aquel estado.
Pero yo me siento en la hierba, a la sombra,
y el hastío me invade
la mente, y un aguijón me punza
de tal modo que, descansando, más que nunca estoy lejos
de hallar paz y sosiego.
Y ya nada ansío,
y no tuve hasta aquí razón de llanto.
Lo que tú goces, o cuánto,
no podría decirlo; pero eres dichosa.
Yo poco goce tengo,
rebaño mío, ni de esto me quejo solamente.
Si supieses hablar, yo te preguntaría:
“Dime, ¿por qué yaciendo
sin cuidado, ocioso,
se contenta todo animal,
y a mí el tedio me asalta si reposo?
Quizá si tuviese alas
para volar hasta las nubes
y contar las estrellas una a una,
o como el trueno errar de cumbre en cumbre,
sería más feliz, dulce rebaño mío,
sería más feliz, cándida luna.
O tal vez se equivoca,
al ver la suerte ajena, mi pensamiento:
tal vez en toda forma, en todo estado,
cualquiera que sea, o cubil o cuna,
es funesto a quien nace el nacimiento.
Trad. de Juan Bautista Bertrán
IMITACIÓN
Lejos de la propia rama,
pobre hoja delicada,
¿a dónde vas? Del haya
allá donde nací, me arrancó el viento.
Él, volviendo, en vuelo
del bosque al campo,
desde el valle me lleva a la montaña.
Con él, perpetuamente
voy peregrina, y todo lo demás ignoro.
Voy donde toda va,
donde naturalmente
va la hoja de la rosa
y la hoja del laurel.
Trad. de Juan Bautista Bertrán
PASATIEMPO
Cuando muchacho yo vine
a entrar con las Musas en disciplina,
una de ellas me cogió de la mano;
y luego todo aquel día
me condujo en torno
para ver su oficina.
Me mostró uno por uno
los instrumentos del arte,
y los servicios diversos
a que cada uno de ellos
se emplea en el trabajo
de la prosa y el verso.
Yo miraba, y le preguntaba:
“Musa, ¿la lima dónde está?” Dijo la diosa:
“La lima se gastó; ya no la usamos”.
Y yo “¿Pero rehacerla
no os es preciso, añadía, cuando está gastada?
Respondíó: “Hay que reparla, pero el tiempo falta”.
Trad. de Juan Bautista Bertrán
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