miércoles, 16 de agosto de 2017

AFORISMOS Y CAVILACIONES 8. Sobre el mal (I)

 


El infierno somos nosotros.
 
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El mal anida en nosotros. Es ahí donde tenemos que extirparlo. Uno puede pensar que el mal está en todo lo que es otro y fuera de sí y eso es algo que nos sirve para tranquilizarnos, pero al mirar  hacia fuera nos estamos lavando las manos con respecto a la verdadera labor que debemos hacer en nuestro propio interior: hemos de extirpar el mal en nosotros mismos.


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Si al hombre le resulta tan difícil librarse de la tentación del mal es porque no es lo suficientemente fuerte. Toda la maldad del hombre reside en su debilidad.





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Al mal le damos nuestro consentimiento asumiéndolo en nuestro pensamiento y por tanto en nuestro obrar somos responsables de indiferencia, de insensibilidad, de desprecio hacia los otros, de falta de amor y sacrificio. No hacemos todo lo posible por albergar el amor en todo instante y esa ausencia de amor hace que el mal penetre a raudales en nuestro interior.

 
 
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Los males que afligen al mundo vienen acarreados porque en realidad se está deseando ya ese mal por medio de las intenciones dentro de nuestras mentes–es la manera en que ensayamos ese mal, primero dentro de nuestro mundo interior, luego por emanación y aproximación dentro ya del mundo externo-. Y estas malas intenciones ya son un reflejo del estado del mundo. A una evolución baja de la humanidad, atada a sus pasiones, corresponde un estado de calamidad en el mundo. Y la única manera que cada uno de nosotros tenemos de evolucionar es procurar tener buenas intenciones con respecto al mundo. Tal vez el mundo no gane nada, pero el mundo propio quedará a salvo. Cada uno, al velar por el mundo de todos, vela por el propio. No hay otra manera de hacerlo. Sólo quien tiene en mente el favor  para todo aquello que crece y que beneficia y que hace a las cosas prosperar, que tiene en cuenta el buen estado del mundo humano y se alegra porque desea lo mejor para todos, logra exorcizar el mal en el mundo ¿Pero cómo se llega a esa intención en intensidad, en profundidad, en comprensión? Hay que desear y creer en el triunfo de las cosas bellas, pues todo acercamiento a la belleza nos hace a nosotros bellos. Hay una enemistad mortal entre el mal y la belleza.


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Nuestro propios males, que no son lo que nos infligen otros, sino los que nosotros nos infligimos, como la soberbia, la vanidad, el engreimiento ¿no están ya estas faltas, desde el momento en que caemos en ellas, infligiendo un grave daño al resto de los seres, no estamos ya infligiendo el daño de no tener en cuenta como se merecen al resto de los seres?


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Obrará menos el mal quien menos soporte padecerlo. Porque quien obra el mal, ha de padecer el mal en sí. Ese mal que vuelca en otro. Tiene que haber en la bondad una gran intolerancia a padecer el mal que otros provocan, una intolerancia hacia el mal que anida en el mundo. El hombre más bondadoso del mundo habría de ser a la fuerza el hombre más rebelde, el más refractario a los males del mundo (Y entre esos males: la vanidad, el orgullo, el amor propio, etc.)


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Entonces no se trataría tanto de alcanzar la bondad como de repudiar la maldad, de una especie de repugnancia a todos los males que aquejan al hombre.

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Y esa repugnancia habría de mostrarse hacia todas las caras del mal, hacia todas sus expresiones, los rostros, el arte, las instituciones, los hábitos, las guerras.


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El mal se piensa, el mal se imagina y es por medio de esa actividad a la que damos curso en nuestro interior como el mal se nos representa vivamente en nosotros, por medio de la tristeza, del rencor o resentimiento, etc. En la tristeza se piensa o se imagina el mal (no nos alegramos cuando imaginamos a otras personas que gozan de la alegría, es decir, quisiéramos verlas tristes); en la alegría se piensa o imagina el bien. El amor por tanto sería el sentimiento que nace de imaginar el bien; el odio el sentimiento que nace de imaginar el mal. Ambos sentimientos activos dan como resultado estados anímicos contrarios: la alegría y la tristeza, expresión sintomática de estos sentimientos y fuerzas en acción.


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La bondad es el máximo respeto a todo hombre. El mal residiría, por tanto, en la falta de respeto al hombre.


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La bondad perfecta sería  la transparencia total, el no juzgar nada de lo que acontece frente a nosotros, en definitiva, el tolerar incluso aquello que nos disgusta y ver en aquello que es malo un bien más del mundo.
 

 

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