Nace el 22 de octubre de 1898 en Madrid. Su padre es ingeniero de minas. Parte de su infancia transcurre en Ribadeo (Lugo), de donde es oriunda su familia. Estudia el bachillerato en el colegio de los jesuitas de Chamartin. En 1916 quiere ingresar en la escuela de caminos, pero tiene que dejarlo por un grave problema de vista. Desde 1917 sigue por libre los cursos de derecho, que aprobará en sucesivas convocatorias. Reside durante dos años en la Universidad María Cristina de los agustinos de San Lorenzo del Escorial. Se matricula como alumno oficial de la facultad de Filosofía y Letras, donde es discípulo de Menéndez Pidal. En 1921 se licencia y publica su primer libro de versos: "Poemas puros. Poemillas de la ciudad". Al año siguiente ejerce como lector de español en la Universidad de Berlín, donde permanece dos años. De 1923 a 1925 es profesor en Cambridge y traba amistad con Pedro Salinas. Por estas fechas desarrolla una intensa actividad filológica. Colabora en el Centro de estudios históricos y en la "Revista de filología española".
Cuando vuelve a madrid en 1925 entra en contacto con los jóvenes poetas de su generación. En 1927 participa en el homenaje a Góngora. Al año siguiente alcanza el grado de doctor y vuelve a Cambridge. En 1929 se casa con la novelista Eulalia galvarriato. Entre este año y 1933 da cursos de Literatura española en la Universidad de Stanford (California), en el Hunter College de Nueva York y en Oxford. A su regreso gana por oposición la cátedra de lengua y literatura españolas de la Universidad de Valencia. En 1935 imparte docencia en la Universidad de Leipzig.
Pasa la guerra en la capital valenciana. Colabora en la revista "Hora de España. En 1939 ocupa en Madrid la cátedra de filología románica que ha dejado vacante Menéndez Pidal al jubilarse. Ya siempre vivirá en su casa de Chamartin.
Se dedica intensamente a sus tareas académicas y a su proudcción ensayística y poética. La aparición de hijos de la ira en 1944 constituye un hito decisivo en su carrera. En 1945 es elegido miembro de la Real Academia Española en la que ingresará en 1948. Viaja como conferenciante por tierras hispanoamericanas. Desde 1949 dirige la Revista de Filología española y la "Biblioteca románica hispánica" de la editorial Gredos al año siguiente. Es profesor visitante de Yale, John Hopkins, Harvard... Su fama internacional lo vincula a numerosas instituciones; obtiene grados honoríficos en varias universidades.
En 1960 se le concede el premio March por el conjunto de su labor ensayística. En 1968, ya jubilado, se le nombra director de la Academia, cargo al que renunciará en 1982. En 1969 imparte cursos en la Universidad de Massachusets. Como colofon de su carrrera es galadornado con el premio Cervantes en 1978. Muere el 25 de enero de 1990.
Dámaso Alonso comienza escribiendo sus primeros poemas bajo la impronta del modernismo de Ruben Darío. Pero en su primer libro publicado en 1921, "Poemas puros", ya se siente la influencia de Machado y Jiménez. Las tendencias vanguardistas de estos años no se avenían con su personalidad creadora. No logró expresarse en libertad hasta lo que Dámaso Alonso definió como "la terrible sacudida de la guerra española". En "oscura noticia", en 1942, irrumpe el ansia de bucear en los misterios de la muerte y de la vida, y se introduce en el tema religioso, que será una constante en su obra.
La angustia ante la incertidumbre del destino del hombre estalla en una obra violentamente imprecatoria y apocalíptica: "Hijos de la ira", 1944. El tono de protesta que alienta en estas páginas no es sólo social o existencial. Se alza también literariamente contra el garcilasismo -cultiva el verso libre, contra la poesía pura. Se acumulan impureza y toda clase de léxico - y contra el irracionalismo surrealista. Más allá de la crítica social implícita en el libro, su protesta tiene acentos existenciales: se dirige contra el sufrimiento inherente a la condición humana. También contra la injusticia y la deshumanización de un mundo hostil, colocándose en el lugar de los desamparados.
Dámaso Alonso eligió para su libro el verso libre, con gran oscilación silábica bajo la que subyace una gran regularidad basada en el heptasílabo y el endecasílabo. Es un libro que oscila también entre el monólogo y el diálogo, a menudo interpretando a Dios. Se da a la vez un contraste entre las expresiones vulgares y el rico repertorio de imágenes que a veces se condensa en símbolos. Las constantes reiteraciones y estructuras paralelísticas dan a sus versos un aire de salmodia: resuenan, sin duda, los ecos de la biblia.
Loa años pasado en EEUU le deparan una serenidad en la que madura "Hombre y Dios", 1955. El poeta prosigue sus meditaciones existenciales, pero la criatura humana ya puede librarse de la indigencia amparado en la imagen de Dios. Su tono ahora es más optimista, pues la angustia humana es algo que no tiene solución, pero sí se puede intentar un acercamiento a Dios.
Pocos poemas son los que escribe a partir de esta fecha, ya volcado en su labor de filólogo. Hay que destacar "Duda y amor sobre el Ser supremo", 1985, donde continúa profundizando la temática religiosa. Como ensayísta en el campo de la filología son célebres sus estudios sobre la poesía de San Juan de la Cruz y de Góngora. Como director de la academia de la lengua su mayor aportación fue su esfuerzo por implicar en una tarea común al resto de Academias americanas.
INSOMNIO
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
(según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo
en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros,
o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán,
ladrando como un perro enfurecido,
fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios,
preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad
de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día,
las tristes azucenas letales de tus noches?
("Hijos de la ira", 1944)
MONSTRUOS
Todos los días rezo esta oración
al levantarme:
Oh Dios,
no me atormentes más.
Dime qué significan
estos espantos que me rodean.
Cercado estoy de monstruos
que mudamente me preguntan,
igual, igual, que yo les interrogo a ellos.
Que tal vez te preguntan,
lo mismo que yo en vano perturbo
el silencio de tu invariable noche
con mi desgarradora interrogación.
Bajo la penumbra de las estrellas
y bajo la terrible tiniebla de la luz solar,
me acechan ojos enemigos,
formas grotescas que me vigilan,
colores hirientes lazos me están tendiendo:
¡son monstruos,
estoy cercado de monstruos!
No me devoran.
Devoran mi reposo anhelado,
me hacen ser una angustia que se desarrolla a sí misma,
me hacen hombre,
monstruo entre monstruos.
No, ninguno tan horrible
como este Dámaso frenético,
como este amarillo ciempiés que hacia ti clama con todos sus tentáculos enloquecidos,
como esta bestia inmediata
transfundida en una angustia fluyente;
no, ninguno tan monstruoso
como esa alimaña que brama hacia ti,
como esa desgarrada incógnita
que ahora te increpa con gemidos articulados,
que ahora te dice:
«Oh Dios,
no me atormentes más,
dime qué significan
estos monstruos que me rodean
y este espanto íntimo que hacia ti gime en la noche.»
("Hijos de la ira", 1944)
LOS CONTADORES DE ESTRELLAS
Yo estoy cansado.
Miro
esta ciudad
-una ciudad cualquiera-
donde ha veinte años vivo.
Todo está igual.
Un niño
inútilmente cuenta las estrellas
en el balcón vecino.
Yo me pongo también...
Pero él va más de prisa: no consigo
alcanzarle:
Una, dos, tres, cuatro,
cinco...
No consigo
alcanzarle: una, dos...
tres...
cuatro...
cinco...
("Poemas puros", 1921)
COMO ERA
La puerta franca.
Vino queda y suave.
Ni materia ni espíritu. Traía
una ligera inclinación de nave
y una luz matinal de claro día.
No era de ritmo, no era de armonía
ni de color. El corazón la sabe,
pero decir cómo era no podría
porque no es forma, ni en la forma cabe.
Lengua, barro mortal, cincel inepto,
deja la flor intacta del concepto
en esta clara noche de mi boca,
y canta mansamente, humildemente
la sensación, la sombra, el accidente,
mientras Ella me llena el alma toda!
("Poemas puros", 1921)
CALLE DEL ARRABAL
Se me quedó en lo hondo
una visión tan clara
que tengo que entornar los ojos cuando
intento recordarla.
A un lado, hay un calvero de solares;
enfrente, están las casas alineadas
porque esperan que de un momento a otro
la Primavera pasará.
Las sábanas,
aún goteantes, penden
de todas las ventanas.
El viento juega con el sol en ellas
y ellas ríen del juego y de la gracia.
Y hay las niñas bonitas
que se peinan al aire libre.
Cantan
los chicos de una escuela la lección.
Las once dan.
Por el arroyo pasa
un viejo cojitranco
que empuja su carrito de naranjas.
("Poemas puros", 1921)
GOTA PEQUEÑA, MI DOLOR
Gota pequeña, mi dolor.
La tiré al mar.
Al hondo mar.
Luego me dije: «A tu sabor,
¡ya puedes navegar!»
Mas me perdió la poca fe...
La poca fe
de mi cantar.
Entre onda y cielo naufragué.
Y era un dolor inmenso el mar.
("Poemas puros", 1921)
VIENTO DE NOCHE
El viento es un can sin dueño,
que lame la noche inmensa.
La noche no tiene sueño.
Y el hombre, entre sueños, piensa.
Y el hombre sueña, dormido,
que el viento es un can sin dueño,
que aúlla a sus pies tendido
para lamerle el ensueño.
Y aun no ha sonado la hora.
La noche no tiene sueño:
¡alerta, la veladora!
("El viento y el verso", 1925)
CANCIONCILLA
Otros querrán mausoleos
donde cuelguen los trofeos,
donde nadie ha de llorar,
y yo no los quiero, no
(que lo digo en un cantar)
porque yo
morir quisiera en el viento,
como la gente de mar
en el mar.
Me podrían enterrar
en la ancha fosa del viento.
Oh, qué dulce descansar
ir sepultado en el viento
como un capitán del viento
como un capitán del mar,
muerto en medio de la mar.
("El viento y el verso", 1925)
CIENCIA DE AMOR
No sé. Sólo me llega, en el venero
de tus ojos, la lóbrega noticia
de Dios; sólo en tus labios, la caricia
de un mundo en mies, de un celestial granero.
¿Eres limpio cristal, o ventisquero
destructor? No, no sé… De esta delicia,
yo sólo sé su cósmica avaricia,
el sideral latir con que te quiero.
Yo no sé si eres muerte o eres vida,
si toco rosa en ti, si toco estrella,
si llamo a Dios o a ti cuando te llamo.
Junco en el agua o sorda piedra herida,
sólo sé que la tarde es ancha y bella,
sólo sé que soy hombre y que te amo.
("Oscura noticia", 1944)
AMOR
¡Primavera feroz! Va mi ternura
por las más hondas venas derramada,
fresco hontanar, y furia desvelada,
que a extenuante pasmo se apresura.
¡Oh qué acezar, qué hervir, oh, qué premura
de hallar, en la colina clausurada,
la llaga roja de la cueva helada,
y su cura más dulce, en la locura!
¡Monstruo fugaz, espanto de mi vida,
rayo sin luz, oh tú, mi primavera,
mi alimaña feroz, mi arcángel fuerte!
¿Hacia qué hondón sombrío me convida,
desplegada y astral, tu cabellera?
¡Amor. amor, principio de la muerte!
("Oscura noticia", 1944)
DESTRUCCIÓN INMINENTE
(A una rama de avellano)
¿Te quebraré, varita de avellano,
te quebraré quizás? ¡Oh tierna vida,
ciega pasión en verde hervor nacida,
tú, frágil ser que oprimo con mi mano!
Un chispazo fugaz, sólo un liviano
crujir en dulce pulpa estremecida,
y aprenderás, oh rama desvalida,
cuánto pudo la muerte en un verano.
Mas, no; te dejaré… Juega en el viento,
hasta que pierdas, al otoño agudo,
tu verde frenesí, hoja tras hoja.
Dame otoño también, Señor, que siento
no sé qué hondo crujir, qué espanto mudo.
Detén, oh Dios, tu llamarada roja.
("Oscura noticia", 1944)
MANOS
Manos, interjecciones en el día,
punzón de la palabra, roedoras
del cadáver del viento, exploradoras
de su mansión de alada geometría.
Manos palpantes, que en la sombra fría,
a seno, mármol, flor doráis las horas,
evocando a otra luz, desveladoras,
la atónita belleza, que dormía.
Manos que a pleno sol vais nocherniegas,
garzas entre la bruma del instinto,
frenesí de expresar lo zahareño.
Manos, tristes de tacto; lindes ciegas
de nuestro melancólico recinto.
Oh torpes manos, límites del sueño.
("Oscura noticia", 1945)
SOLO
Como perro sin amo, que no tiene
huela ni olfato, y yerra
por los caminos...
(ANTONIO MACHADO)
Hiéreme. Sienta
mi carne tu caricia destructora.
Desde la entraña se eleva mi grito,
y no me respondías. Soledad
absoluta. Solo. Solo.
Sí, yo he visto estos canes errabundos,
allá en las cercas últimas,
jadeantes huir a prima noche,
y esquivar las cabañas
y el sonoro redil, donde mastines
más dichosos, no ignoran
ni el duro pan ni el palo del pastor.
Pero ellos huyen,
hozando por las secas torrenteras,
venteando luceros, y si buscan
junto a un tocón del quejigal yacija,
pronto otra vez se yerguen:
se yerguen y avizoran la hondonada
de las sombras, y huyen
bajo la indiferencia de los astros,
entre los cierzos finos.
Oh, sí, yo tengo miedo
a la absoluta soledad.
Miedo a tu soledad. Sienta tu garra,
tu beso de furor. Lo necesito
como el can el castigo de su amo.
Mira:
soy hombre, y estoy solo.
("Oscura noticia", 1944)
NOCHE
Pozo de alto bullir –escalofríos
y hervores de tus fuentes azuladas–,
que, en pulular de estrellas enjambradas,
riegas a Dios sus lóbregos baldíos:
Aún hay más noche en los veneros míos,
donde las aguas rugen represadas,
más lívidas estrellas derramadas,
más turbias nebulosas, más vacíos.
Acaso tú, al brocal de tu ancho cielo,
entre mis negras aguas de amargura
miras mi torpe rebullir lejano.
Yo interrogo a tu abismo desde el suelo.
Oh doble pozo oscuro. Oh doble hondura.
Tú, pozo sideral; yo, pozo humano.
("Oscura noticia", 1944)
ORACIÓN POR LA BELLEZA DE UNA MUCHACHA
Tú le diste esa ardiente simetría
de los labios, con brasa de tu hondura,
y en dos enormes cauces de negrura,
simas de infinitud, luz de tu día;
esos bultos de nieve, que bullía
al soliviar del lino la tersura,
y, prodigios de exacta arquitectura,
dos columnas que cantan tu armonía.
Ay, tú, Señor, le diste esa ladera
que en un álabe dulce se derrama,
miel secreta en el humo entredorado.
¿A qué tu poderosa mano espera?
Mortal belleza eternidad reclama.
¡Dale la eternidad que le has negado!
("Oscura noticia", 1944)
MUJERES
¡Oh, blancura! ¿Quién puso en nuestras vidas
de frenéticas bestias abismales
este claror de luces siderales
estas nieves, con sueño enardecidas?
¡Oh dulces bestezuelas perseguidas!
¡Oh terso roce. Oh signos cenitales!
¡Oh músicas. Oh llamas. Oh cristales!
¡Oh velas altas, de la mar surgidas!
¡Ay!, tímidos fulgores, orto puro,
¿quién os trajo a este pecho de hombre duro,
a este negro fragor de odio y olvido?
Dulces espectros, nubes, flores vanas...
¡Oh tiernas sombras, vagamente humanas,
tristes mujeres, de aire o de gemido!
("Oscura noticia", 1944)
A UN POETA MUERTO
(dedicado a Federico García Lorca)
I
Dime, ¿te encuentras bien junto a esas flores?
Has muerto, y tu silencio nos rodea:
un enorme silencio (ayer, palabras
mágicas, invasoras profecías).
Hoy tu callar, redondo, nos envuelve
como un agua nocturna, ya sin aves,
como forma sin forma, como un vaho,
un desasido vaho en luz difusa.
¿Qué fue de tu árbol ágil, todo viento?
¿Qué fue de ti, gallarda cresta viva?
Tu tierno ardor, que coronaba el éxtasis,
¿cristalizó en quietud? ¿Cómo cesaron
de expresar la belleza más intacta
tus manos, cazadoras de tesoros,
tus dos manos en búsqueda frenética?
Ese tu claro sueño desvelado,
profunda cabellera de la noche,
¿por qué espacios se irradia transparentes
o en qué turbio torpor de nebulosa
se congeló? Y aquella norma oscura
que encadenaba en música palabras,
¿qué números impone a las estrellas,
qué ley al Sol, qué signos a lo extenso?
Un enorme silencio nos circunda:
un mundo en omisión, un gran sudario.
¿Has muerto, di? ¿Te sueño yo, en la muerte?
El agua del espejo, más helada,
nos dice la verdad: somos los muertos.
Somos nosotros los perdidos, vamos,
muertos de ti, con luto de tu sombra,
a tientas de tu rastro, dando voces
a una ausencia, preguntas a un olvido.
Vacías estructuras funerales,
oh, cuán inexorablemente, cierran
un horizonte rojo. Nuestra angustia
quiere tu densa voz y tu sonrisa:
vacío, soledad, silencio, sombra.
A una oquedad sin puerta preguntamos,
a un alcázar de pausas, siempre mudo.
Ay hombre de mi sangre. Ay sal de España.
Aceite del olivo era tu verso
y harina y acemite de los panes
y un denso mosto de fervientes cubas
y del espino albar y la amapola
la flor, y del tomillo y la retama.
De mar a mar ya zumban tus cantares.
Pero el verso mejor se fue contigo
a una España del Oro, cuyas torres,
doradas por la gloria, se proyectan,
cúmulos en el día de un verano,
sin ansias, sin ayer: quieto futuro.
Un misterio de luz cela un recóndito
centro de eterna patria incontingente.
Te nos has vuelto a la matriz sombría,
de su más virgen vena soterraña
manabas, y, alumbrado, fuiste forma:
signo de un día, eternidad profunda.
Y ese más bello canto que contigo
a la entraña se fue de la armonía
donde en amor se buscan las estrellas,
será pauta de músicas veladas,
reverterá sobre los campos nuestros
al ritmo de la nueva sembradura,
flameará en poetas solitarios,
atónitos, de pronto, a alto sentido,
y cantará en la sal de nuestros mares,
eterno en ti, sobre mi España eterna.
II
“Los muertos más profundos
aire en el aire, van.”
Jorge Guillén
Dinos, ¿te encuentras bien junto a esas flores?
Te miro en un paisaje al claroscuro,
por lentas avenidas solitarias,
en las que Dios con alas invisibles
roza apenas las copas de los árboles.
¿Adónde va, poeta, ese camino?
Hacia la noche lentamente avanzas.
Voy en tu alcance. En vano intento asirte:
viento no más entre mis brazos, sombra.
Te llamo, y un momento te detienes
como si recordaras de un espanto,
y vuelves, noche en noche, tu figura.
¿Me miras? No me ves. Son otras formas
las que en la hondura flotan del aljibe
vago de tus pupilas dilatadas.
Y esa rosa que llevas en la mano
es la rosa del mundo de los muertos.
¡Mírame! ¿No me ves? Yo soy tu amigo.
Ahora digo tu nombre. ¿No me escuchas?
¡Óyeme, aguarda!: yo también querría
irme de aquí, contigo siempre, siempre.
Y te alejas, te alejas deshilándote
en hebrillas de niebla que se funden
por el azul sin luna de la noche.
¿Adónde va, poeta, ese camino?
¿Qué nostalgia te impulsa, qué agonía?
Cruzan navíos las oscuras aguas,
caballos al galope por las trochas,
cometas el espacio, ayes el aire,
¿adónde van? ¿Adónde vas, poeta?
Es la hora en que bullen las ciudades
de la ansiedad. Estúpidos cortejos
entre una palabrera algarabía
ventean avizor la prima noche,
como canes hambrientos, y se lanzan
en busca de placer. Monstruosos labios,
Molocs de piedra artificial, devoran
la frenética hilera interminable,
ávida de soñar (¡Cuán pobres sueños!)
Amarillos tranvías taciturnos
desflecan a intervalos la marea
en creciente del odio, entre las horas
estériles de no saber amar,
de no entender la luz.
(¡La luz, la hierba, el árbol,
el pájaro, la flor, el verso, el agua!)
Las gárrulas esfinges vocingleras
proponen consignadas profecías
a torvos corazones. Y al conjuro,
en ojos mortecinos centellea
una ilusión aún. Ávidas manos
se aferran a jirones de la vida.
El prostíbulo brota en carcajadas
y arde en alcohol el árbol de la muerte.
¿Adónde va, poeta, ese camino?
Dios alienta en el aura de la noche,
y tú eres ya vilano de ese aliento.
Los rumbos de los muertos, en la noche,
¿adónde van? ¿Adónde, tu camino?
Un infinito anhelo, una tristeza
irreparable, una querencia oscura, turbia,
te arrastra, ¿hacia qué sierras o qué mares?
Bajo un tamiz de lunas en espectro,
se repelan pinadas a las cumbres,
en una fuga pánica; en lo hondo,
macizas sombras atenazan llanto:
agua, triste de noche. La llanura
es un lago de sombra y vaticinio.
¡Efluvios inmortales de un portento,
pausas de expectación, hálito alerta
de intactos seres surgen de la nada!
Los muertos, en la noche tienen rumbos.
Tristísima nostalgia hacia la carne.
¡Ser, ser, ansia de ser! Angustia, asfixia,
evocación, sin luces, de una ausencia,
arcos de puente, hacia la vida rotos,
¡oh rosas sumergidas, oh los lirios!
El desvaído mundo de los muertos
-¡ser!- quiere ser, y es sólo una memoria.
¿Dónde te lleva tu memoria ausente?
¿Siente quizá tu nada el alto soplo,
las agrias cresterías intangibles
de la sierra de plata, que recoge
de aquella vega (donde aún galopan
sombras de caballeros en algara)
el aroma y la luz dormida? ¿Acaso
te lleva el viento sobre los remates
de tu ciudad, que pueblan maravillas?
Tal vez sube la flor de la ribera
como un vaho hacia ti, y oyes las voces
y las quietas esquilas del ganado
y el cantar de las fuentes; ves tu casa,
la casa de tus sueños cuando niño.
Por la dulce ventana luminosa,
la rutinaria escena de otros días:
ya ponen tus hermanas los manteles;
la menor ahora canta, ahora se queda
pensativa, ahora ríe… (¿Un amor nuevo?)
¡Llegar! ¡Volver!
Pero en la brisa pasas,
y el imposible beso se deshace
en vedijas de aroma entre la noche.
Las horas lentas caen sobre tu olvido.
Y en el estanque, junto a los cipreses,
ni un pliegue, ni una luz.
¡Oh vida! ¡Oh vida!
III
Morir es aspirar una flor nueva,
un aroma que es sueño y nos invade
como un agua densísima. La Nada
acoge dulcemente a los vencidos.
Oh la Nada absoluta.
Los mortales temblamos a sus luces.
En esas claras horas del insomnio
he mirado sus ojos frente a frente:
es un amor, es un furor de hielo,
es una tromba quieta, sobre un mundo
sin extensión, sin forma, sin rumores.
Una idea de viento huracanado,
como el soplo de un dios posible, surge
del inminente hueco impenetrable.
¡Qué negras cabelleras derramadas,
qué ángulos estériles, qué augurios,
qué entrecortadas nieves, qué siseos!
Tristes aves sin sombra huyen perdidas
por cielos sin espacio. Desasidos
sueños sin soñador dejan estelas
inexistentes. Van con rotas jarcias
fantásticos navíos, a deshora,
cruzando un mar sin tiempo, proejando
hacia puertos sin nombre. Y en el fondo
del espectral laboratorio gélido,
en el alto alambique, borbotean
tiempo y eternidad.
Oh, no: la Nada
acoge dulcemente a los vencidos.
Tiene amores de madre, y es la madre
adonde vuelve todo lo que vive.
Este gran frenesí siempre en futuro,
este anhelo insaciable de mañana,
por hondos tajos, por ignotas hoces
de sombra y luz, de espanto y de prodigio,
esta angustia de ser que es nuestra vida,
un día rompe el dique y se desborda
sobre el remanso oscuro del reposo
en el lago sin tiempo y sin ribera.
¡Pausas, fragor, susurros! Y la Nada
acoge dulcemente a los vencidos.
Oh qué felicidad, cerrar los párpados
y entregarse a ese beso, el más hermoso
beso de nuestra vida. Oh noche quieta,
mudo testigo de la gran dulzura
en que se adensan nuestros claros días.
Oh gran sosiego, puerta negra al fondo,
cuando miran las pálidas estrellas
benignamente al que cruzó la linde.
Oh muerte, amada de este fiel amante
que es el que vive y en tu busca avanza
para saciarse en ti. Oh muerte, dulce,
leal enamorada y sin engaño:
recibe en tu reposo a nuestro amigo.
Siempre te amó, puesto que amó la vida.
¡Corónale de flores funerales,
mientras aquí esparcimos violetas
y lágrimas sobre una piedra muda!
A ti buscaba aquel sentido ignoto
de sus juegos de niño; a ti, los sueños
turbios de su terrible adolescencia.
Vio el mar, los bosques, las montañas súbitas
Sobre lentas llanuras dilatadas;
vio en los cielos las luces temblorosas
de las profundas noches de verano,
y le subía al alma una marea
de deseos oscuros: no sabía
que tú con mudas voces le llamabas.
Y conoció el amor. Vencidos cuerpos
se desplomaban sobre la delicia.
¿Lo fugaz conquistó lo permanente?
Allá abajo, en la veta más profunda
espiaba tu faz inescrutable.
¡Tú, muerte, tú, el amor; tú, en el amigo;
tú, la melancolía, los presagios,
los tímidos avances temblorosos;
tú, los rojos carbones y las llamas;
tú, el espasmo dulcísimo, tú oculta
amante, único amor, eterna amante!
Amó. Gritaba: “¡Vida! ¡Más, más vida!”
¡Amor, amor, principio de la muerte!
¡Terrible diosa de ojos dulces, sácialo!
Ya es sólo para ti: ya siempre tuyo.
Siempre. Ya es inmortal, ya es dios, ya es nada.
("Oscura noticia", 1944)
EN EL DÍA DE LOS DIFUNTOS
¡Oh! ¡No sois profundidad de horror y sueño,
muertos diáfanos, muertos nítidos,
muertos inmortales,
cristalizadas permanencias
de una gloriosa materia diamantina!
¡Oh ideas fidelísimas
a vuestra identidad, vosotros, únicos seres
en quienes cada instante
no es una roja dentellada de tiburón,
un traidor zarpazo de tigre!
¡Ay, yo no soy,
yo no seré
hasta que sea
como vosotros, muertos!
Yo me muero, me muero a cada instante,
perdido de mí mismo,
ausente de mí mismo,
lejano de mí mismo,
cada vez más perdido, más lejano, más ausente.
¡Qué horrible viaje, qué pesadilla sin retorno!
A cada instante mi vida cruza un río,
un nuevo, inmenso río que se vierte
en la desnuda eternidad.
Yo mismo de mí mismo soy barquero,
y a cada instante mi barquero es otro.
¡No, no le conozco, no sé quién es aquél niño!
Ni sé siquiera si es un niño o una tenue llama de alcohol
sobre la que el sol y el viento baten.
Y le veo lejano, tan lejano, perdido en el bosque,
furtivamente perseguido por los chacales más carniceros
y por la loba de ojos saltones y pies sigilosos que lo ha de devorar por fin
entretenido con las lagartijas, con las mariposas,
tan lejano,
que siento por él una ternura paternal,
que salta por él mi corazón, de pronto,
como ahora cuando alguno de mis sobrinitos se inclina sobre el estanque de mi jardín,
porque sé que en el fondo, entre los peces de colores,
está la muerte.
(¿Me llaman? Alguien con una voz dulcísima me llama. ¿No ha pronunciado alguien mi nombre?
No es a ti, no es a ti. Es a aquel niño.
¡Dulce llamada que sonó, y ha muerto!)
Ni sé quién es aquel cruel, aquel monstruoso muchacho,
tendido de través en el umbral de las tabernas,
frenético en las madrugadas por las callejas de las prostitutas,
melancólico como una hiena triste,
pedante argumentista contra ti, mi gran Dios verdadero,
contra ti, que estabas haciendo subir en él la vida
con esa dulce, enardecida ceguedad
con que haces subir en la primavera la savia en los más tiernos arbolitos.
¿Oh, quitadme, alejadme esa pesadilla grotesca, esa broma soturna!
Sí, alejadme ese tristísimo pedagogo, más o menos ilustre,
ese ridículo y enlevitado señor,
subido sobre una tarima en la mañana de primavera,
con los dedos manchados de la más bella tiza,
ese monstruo, ese jayán pardo,
vesánico estrujador de cerebros juveniles,
dedicado a atornillar purulentos fonemas
en las augustas frentes imperforables
de adolescentes poetas, posados ante él, como estorninos en los alambres del telégrafo,
y en las mejillas en flor
de dulces muchachitas con fragancia de narciso,
como nubes rosadas
que leyeran a Pérez y Pérez.
Sí, son fantasmas. Fantasmas: polvo y aire.
No conozco a ese niño, ni a ese joven chacal, ni a ese triste pedagogo amarillento.
No los conozco. No sé quiénes son.
Y, ahora,
a los 45 años,
cuando este cuerpo y ame empieza a pesar
como un saco de hierba seca,
he aquí que de pronto
me he levantado del montón de las putrefacciones,
porque la mano de Dios me tocó,
porque me ha dicho que cantara:
por eso canto.
Pero, mañana, tal vez, esta noche
(¿cuándo, cuándo, Dios mío?)
he de volver a ser como era antes,
hoja seca, lata vacía, estéril excremento,
materia inerte, piedra rodada del atajo.
Y ya no veo a lo lejos de qué avenidas yertas,
por qué puentes perdidos entre la niebla rojiza,
camina un pobre viejo, un triste saco de hierba que ya empieza a pudrirse,
sosteniendo sobre sus hombros agobiados
la luz pálida de los más turbios atardeceres,
la luz ceniza de sus recuerdos como harapos en fermentación,
vacilante, azotado por la ventisca,
con el alma transida, triste, alborotada y húmeda como una bufanda gris que se lleva el viento.
Cuando pienso estas cosas,
cuando contemplo mi triste miseria de larva que aún vive,
me vuelvo a vosotros, criaturas perfectas, seres ungidos
por ese aceite suave,
de olor empalagosamente dulce, que es la muerte.
Ahora, en la tarde de este sedoso día
en que noviembre incendia mi jardín,
entre la calma, entre la seda lenta
de la amarilla luz filtrada,
luz cedida
por huidizo sol,
que el follaje amarillo
sublima hasta las glorias
del amarillo elemental primero
(cuando aún era un perfume la tristeza),
y en que el aire
es una piscina de amarilla tersura,
turbada sólo por la caída de alguna rara hoja
que en lentas espirales amarillas
augustamente
busca también el tibio seno
de la tierra, donde se ha de pudrir,
ahora, medito a solas con la amarilla luz,
y, ausente, miro tanto y tanto huerto
donde piadosamente os han sembrado
con esperanza de cosecha inmortal.
Hoy la enlutada fila, la fila interminable
de parientes, de amigos,
os lleva flores, os enciende candelicas.
Ah, por fin recuerdan que un día súbitamente el viento
golpeó enfurecido las ventanas de su casa,
que a veces, a altas horas en el camino
brillan entre los árboles ojos fosforescentes,
que nacen en sórdidas alcobas
niños ciclanes, de cinco brazos y con pezuñas de camella,
que hay un ocre terror en la médula de sus almas,
que al lado de sus vidas hay abiertos unos inmensos pozos, unos alucinantes vacíos,
y aquí vienen hoy a evocaros, a aplacaros.
¡Ah, por fin, por fin se han acordado de vosotros!
Ellos querrían haceros hoy vivir, haceros revivir en el recuerdo,
haceros participar de su charla, gozar de su merienda y combatir su bota.
(Ah, sí, y a veces cuelgan
del monumento de una "fealdad casi lúbrica",
la amarillenta foto de un señor,
bigote lacio, pantalones desplanchados, gran cadena colgante sobre el hinchado abdomen.)
Ellos querrían ayudaros, salvaros,
convertir en vida, en cambio, en flujo, vuestra helada mudez.
Ah, pero vosotros no podéis vivir, vosotros no vivís: vosotros sois.
Igual que Dios, que no vive, que es: igual que Dios.
Sólo allí donde hay muerte puede existir la vida,
oh, muertos inmortales.
Oh, nunca os pensaré, hermanos, padre, amigos, con nuestra carne humana, en nuestra diaria servidumbre,
en hálito o en afición semejantes
a las de vuestros tristes días de crisálidas.
No, no. Yo os pienso luces bellas, luceros,
fijas constelaciones
de un cielo inmenso donde cada minuto,
innumerables lucernas se iluminan.
Oh, bellas luces,
proyectad vuestra serena irradiación
sobre los tristes que vivimos.
Oh gloriosa luz, oh ilustre permanencia.
Oh inviolables mares sin tornado,
sin marea, sin dulce evaporación,
dentro de otro universal océano de la calma.
Oh virginales notas únicas, indefinidamente prolongadas, sin variación, sin aire, sin eco.
Oh ideas purísimas dentro de la mente invariable de Dios.
Ah, nosotros somos un horror de salas interiores en cavernas sin fin,
una agonía de enterrados que se despiertan a la media noche,
un fluir subterráneo, una pesadilla de agua negra por entre minas de carbón,
de triste agua, surcada por la más tórpidas lampreas,
nosotros somos un vaho de muerte,
un lúgubre concierto de lejanísimos cárabos, de agoreras zumayas, de los más secretos autillos.
Nosotros somos como horrendas ciudades que hubieran siempre vivido en black-out,
siempre desgarradas por los aullidos súbitos de las sirenas fatídicas.
Nosotros somos una masa fungácea y tentacular, que avanza en la tiniebla a horrendos tentones,
monstruosas, tristes, enlutadas amebas.
¡Oh, norma, oh cielo, oh rigor,
oh esplendor fijo!
¡Cante, pues, la jubilosa llama, canten el pífano y la tuba
vuestras epifanías cándidas,
presencias que alentáis mi esfuerzo amargo!
¡Canten, sí, canten,
vuestra gloria se ser!
Quede a nosotros
turbio vivir, terror nocturno,
angustia de las horas.
¡Canten, canten la trompa y el timbal!
Vosotros sois los despiertos, los díáfanos,
los fijos.
Nosotros somos un turbión de arena,
nosotros somos médanos en la playa,
que hacen rodar los vientos y las olas,
nosotros, sí, los que estamos cansados,
nosotros, sí, los que tenemos sueño.
PREPARATIVOS DEL VIAJE
Unos
se van quedando estupefactos,
mirando sin avidez, estúpidamente, más allá, cada vez más allá,
hacia la otra ladera
otros
voltean la cabeza a un lado y otro lado,
sí, la pobre cabeza, aún no vencida,
casi
con gesto de dominio,
como si no quisieran perder la última página de un libro de aventuras,
casi con gesto de desprecio
cual si quisieran
volver con despectiva indiferencia las espaldas
a una cosa apenas si entrevista,
mas que no va con ellos.
Hay algunos
que agitan con angustia los brazos por fuera del embozo,
cual si en torno a sus sienes espantaran tozudos moscardones azules
o cual si bracearan en un agua densa, poblada de invisibles medusas.
Otros maldicen a Dios,
escupen al Dios que los hizo
y las cuerdas heridas de sus chillidos acres
atraviesan como una pesadilla las salas insomnes del hospital,
hacen oscilar como viento sutil
las alas de las tocas
y cortan el torpe vaho del cloroformo.
Algunos llaman con débil voz
a sus madres
las pobres madres, las dulces madres
entre cuyas costillas hace ya muchos años que se pudren las tablas del ataúd.
Y es muy frecuente
que el moribundo hable de viajes largos,
de viajes por transparentes mares azules, por archipiélagos remotos,
y que se quiera arrojar del lecho
porque va a partir el tren, porque ya zarpa el barco.
(Y entonces se les hiela el alma
a aquellos que rodean al enfermo. Porque comprenden.)
Y hay algunos, felices,
que pasan de un sueño rosado, de un sueño dulce, tibio y dulce,
al sueño largo y frío.
Ay, era ese engañoso sueño,
cuando la madre, el hijo, la hermana
han salido con enorme emoción, sonriendo, temblando, llorando,
han salido de puntillas,
para decir: «¡Duerme tranquilo, parece que duerme muy bien!»
Pero, no: no era eso.
… Oh sí; las madres lo saben muy bien: cada niño se duerme de una manera distinta…
Pero todos, todos se quedan
con los ojos abiertos.
Ojos abiertos, desmesurados en el espanto último,
ojos en guiño, como una soturna broma,
como una mueca ante un panorama grotesco,
ojos casi cerrados, que miran por fisura, por un trocito de arco,
por el segmento inferior de las pupilas.
No hay mirada más triste.
Sí, no hay mirada más profunda ni más triste.
Ah, muertos, muertos, ¿qué habéis visto
en la esquinada cruel, en el terrible momento del tránsito?
Ah, ¿qué habéis visto en ese instante del encontronazo con el camión gris de la muerte?
No sé si cielos lejanísimos de desvaídas estrellas,
de lentos cometas solitarios hacia la torpe nebulosa inicial,
no sé si un infinito de nieves, donde hay un rastro de sangre,
una huella de sangre inacabable,
ni si el frenético color de una inmensa orquesta convulsa
cuando se descuajan los orbes,
ni si acaso la gran violeta que esparció por el mundo la tristeza
como un largo perfume de enero,
ay, no sé si habéis visto los ojos profundos, la faz impenetrable.
Ah, Dios mío, Dios mío, ¿qué han visto un instante esos ojos que se quedaron abiertos?
("Hijos de la ira", 1944)
YO
Mi portento inmediato,
mi frenética pasión de cada día,
mi flor, mi ángel de cada instante,
aun como el pan caliente con olor de tu hornada,
aun sumergido en las aguas de Dios,
y en los aires azules del día original del mundo:
dime, dulce amor mío,
dime, presencia incógnita,
45 años de misteriosa compañía,
¿aún no son suficientes
para entregarte, para desvelarte
a tu amigo, a tu hermano,
a tu triste doble?
¡No, no! Dime, alacrán, necrófago,
cadáver que se me está pudriendo encima
desde hace 45 años,
hiena crepuscular,
fétida hidra de 800.000 cabezas,
¿por qué siempre me muestras sólo una cara?
Siempre a cada segundo una cara distinta,
unos ojos crueles,
los ojos de un desconocido,
que me miran sin comprender
(con ese odio del desconocido)
y pasan:
a cada segundo.
Son tus cabezas hediondas, tus cabezas crueles,
oh hidra violácea.
Hace 45 años que te odio,
que te escupo, que te maldigo,
pero no sé a quién maldigo,
a quién odio, a quién escupo.
Dulce,
dulce amor mío incógnito,
45 años hace ya
que te amo.
("Hijos de la ira", 1944)
MONSTRUOS
Todos los días rezo esta oración
al levantarme:
Oh Dios,
no me atormentes más.
Dime qué significan
estos espantos que me rodean.
Cercado estoy de monstruos
que mudamente me preguntan,
igual, igual, que yo les interrogo a ellos.
Que tal vez te preguntan,
lo mismo que yo en vano perturbo
el silencio de tu invariable noche
con mi desgarradora interrogación.
Bajo la penumbra de las estrellas
y bajo la terrible tiniebla de la luz solar,
me acechan ojos enemigos,
formas grotescas que me vigilan,
colores hirientes lazos me están tendiendo:
¡son monstruos,
estoy cercado de monstruos!
No me devoran.
Devoran mi reposo anhelado,
me hacen ser una angustia que se desarrolla a sí misma,
me hacen hombre,
monstruo entre monstruos.
No, ninguno tan horrible
como este Dámaso frenético,
como este amarillo ciempiés que hacia ti clama con todos sus tentáculos enloquecidos,
como esta bestia inmediata
transfundida en una angustia fluyente;
no, ninguno tan monstruoso
como esa alimaña que brama hacia ti,
como esa desgarrada incógnita
que ahora te increpa con gemidos articulados,
que ahora te dice:
«Oh Dios,
no me atormentes más,
dime qué significan
estos monstruos que me rodean
y este espanto íntimo que hacia ti gime en la noche.»
("Hijos de la ira", 1944)
DE PROFUNDIS
Si vais por la carretera del arrabal, apartaos, no os inficione mi pestilencia.
El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción quiso que fuera este mi cuerpo,
y una ramera de solicitaciones mi alma,
no una ramera fastuosa de las que hacen languidecer de amor al príncipe
sobre el cabezo del valle, en el palacete de verano,
sino una loba del arrabal, acoceada por los trajinantes,
que ya ha olvidado las palabras de amor,
y sólo puede pedir unas monedas de cobre en la cantonada.
Yo soy la piltrafa que el tablajero arroja al perro del mendigo,
y el perro del mendigo arroja al muladar.
Pero desde la mina de las maldades, desde el pozo de la miseria,
mi corazón se ha levantado hasta mi Dios,
y le ha dicho: Oh Señor, tú que has hecho también la podredumbre,
mírame,
Yo soy el orujo exprimido en el año de la mala cosecha,
yo soy el excremento del can sarnoso,
el zapato sin suela en el carnero del camposanto,
yo soy el montoncito de estiércol a medio hacer, que nadie compra
y donde casi ni escarban las gallinas.
Pero te amo,
pero te amo frenéticamente.
¡Déjame, déjame fermentar en tu amor,
deja que me pudra hasta la entraña,
que se me aniquilen hasta las últimas briznas de mi ser,
para que un día sea mantillo de tus huertos!
("Hijos de la ira", 1944)
EN LA SOMBRA
Sí: tú me buscas.
A veces en la noche yo te siento a mi lado,
que me acechas,
que me quieres palpar,
y el alma se me agita con el terror y el sueño,
como una cabritilla, amarrada a una estaca,
que ha sentido la onda sigilosa del tigre
y el fallido zarpazo que no incendió la carne,
que se extinguió en el aire oscuro.
Sí: tú me buscas.
Tú me oteas, escucho tu jadear caliente,
tu revolver de bestia que se hiere en los troncos,
siento en la sombra
tu inmensa mole blanca, sin ojos, que voltea
igual que un iceberg que sin rumor se invierte en el
agua salobre.
Sí: me buscas.
Torpemente, furiosamente lleno de amor me buscas.
No me digas que no. No, no me digas
que soy náufrago solo
como esos que de súbito han visto las tinieblas
rasgadas por la brasa de luz de un gran navío,
y el corazón les puja de gozo y de esperanza.
Pero el resuello enorme
pasó, rozó lentísimo, y se alejó en la noche,
indiferente y sordo.
Dime, di que me buscas.
Tengo miedo de ser náufrago solitario,
miedo de que me ignores
como al náufrago ignoran los vientos que le baten,
las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan.
("Hijos de la ira", 1944)
LA INJUSTICIA
¿De qué sima te yergues, sombra negra?
¿Qué buscas?
Los oteros,
como lagartos verdes, se asoman a los valles
que se hunden entre nieblas en la infancia del mundo.
Y sestean, abiertos, los rebaños,
mientras la luz palpita, siempre recién creada,
mientras se comba el tiempo, rubio mastín que duerme a las puertas de Dios.
Pero tú vienes, mancha lóbrega,
reina de las cavernas, galopante en el cierzo, tras tus corvas pupilas, proyectadas
como dos meteoros crecientes de lo oscuro,
cabalgando en las rojas melenas del ocaso,
flagelando las cumbres
con cabellos de sierpes, látigos de granizo.
Llegas,
oquedad devorante de siglos y de mundos,
como una inmensa tumba,
empujada por furias que ahincan sus testuces,
duros chivos erectos, sin oídos, sin ojos,
que la terneza ignoran.
Sí, del abismo llegas,
hosco sol de negruras, llegas siempre,
onda turbia, sin fin, sin fin manante,
contraria del amor, cuando él nacida
en el día primero.
Tú empañas con tu mano
de húmeda noche los cristales tibios
donde al azul se asoma la niñez transparente, cuando apenas
era tierna la dicha, se estrenaba la luz,
y pones en la nítida mirada
la primer llama verde
de los turbios pantanos.
Tú amontonas el odio en la charca inverniza
del corazón del vejo,
y azuzas el espanto
de su triste jauría abandonada
que ladra furibunda en el hondón del bosque.
Y van los hombres, desgajados pinos,
del oquedal en llamas, por la barranca abajo,
rebotando en las quiebras,
como teas de sombra, ya lívidas, ya ocres,
como blasfemias que al infierno caen.
… Hoy llegas hasta mí.
He sentido la espina de tus podridos cardos,
el vaho de ponzoña de tu lengua
y el girón de tus alas que arremolina el aire.
El alma era un aullido
y mi carne mortal se helaba hasta los tuétanos.
Hiere, hiere, sembradora del odio:
no ha de saltar el odio, como llama de azufre, de mi herida.
Heme aquí:
soy hombre, como un dios,
soy hombre, dulce niebla, centro cálido,
pasajero bullir de un metal misterioso que irradia la ternura.
Podrás herir la carne
y aun retorcer el alma como un lienzo:
no apagarás la brasa del gran amor que fulge
dentro del corazón, bestia maldita.
Podrás herir la carne.
No morderás mi corazón,
madre del odio.
Nunca en mi corazón,
reina del mundo.
("Hijos de la ira", 1944)
DEDICATORIA FINAL
(LAS ALAS)
Ah, pobre Dámaso,
tú el más miserable, tú el último de los seres,
tú, que con tu fealdad y con el oscuro turbión de tu desorden
perturbas la sedeña armonía
del mundo,
dime,
ahora que ya se acerca tu momento
(porque no hay ni un presagio que ya en tí no se haya cumplido),
ahora que subirás al Padre,
silencioso y veloz como el alcohol bermejo en los termómetros,
¿cómo has de ir con tus manos estériles?
¿qué le dirás cuando en silencio te pregunte qué has hecho?
Yo le diré: «Señor, te amé. Te amaba
en los montes, cuanto más altos, cuanto más desnudos,
allí donde el silencio erige sus verticales torres sobre la piedra,
donde la nieve aún se arregosta en julio a los canchales,
en el inmenso circo, en la profunda copa, llena de nítido cristal, en cuyo centro
un águila en enormes espirales se desliza
como una mota que en pausado giro desciende por el agua
del transparente vaso:
allí
me sentía más cerca de tu terrible amor, de tu garra de fuego.
Y te amaba en la briznilla más pequeña,
en aquellas florecillas que su mano me daba,
tan diminutas que sólo sus ojos inocentes,
aquellos ojos, anteriores a la maldad y al sueño,
las sabían buscar entre la hierba,
florecillas tal vez equivocadas en nuestro suelo, demasiado grande,
quién sabe si caídas de algún planeta niño.
Ay, yo te amaba aún con más ternura en lo pequeño».
«Sí —te diré—, yo te he amado, Señor».
Pero muy pronto
he de ver que no basta, que tú me pides más.
Porque, ¿cómo no amarte, oh Dios mío?
¿Qué ha de hacer el espejo sino volver el rayo que le hostiga?
La dulce luz refleja, ¿quién dice que el espejo la creaba?
Oh, no; no puede ser bastante.
Y como fina lluvia batida por el viento a fines de noviembre,
han de caer sobre mi corazón
las palabras heladas: «Tú, ¿qué has hecho?»
¿Me atreveré a decirte
que yo he sentido desde niño
brotar en mí, no sé, una dulzura torpe,
una venilla de fluido azul,
de ese matiz en que el azul se hace tristeza,
en que la tristeza se hace música?
La música interior se iba en el aire, se iba a su centro de armonía.
Algunas veces (¡ah, muy pocas veces!:
cuando apenas salía de la niñez; y luego en el acíbar de la juventud; y ahora que he sentido los primeros manotazos del súbito orangután pardo de mi vejez),
sí, algunas veces
se quedaba flotando la dulce música
y, flotando, se cuajaba en canción.
Sí: yo cantaba.
«Y aquí —diré—, Señor, te traigo mis canciones.
Es lo que he hecho, lo único que he hecho.
Y no hubo ni una sola
en que el arco y al mismo tiempo el hito
no fueses tú.
Yo no he tenido un hijo,
no he plantado de viña la ladera de casa,
no he conducido a los hombres
a la gloria inmortal o a la muerte sin gloria,
no he hecho más que estas cancioncillas:
pobres y pocas son.
Primero aquellas puras (¡es decir, claras, tersas!)
y aquellas otras de la ciudad donde vivía.
Al vaciarme de mi candor de niño,
yo vertí mi ternura
en el librito aquel, igual
que en una copa de cristal diáfano.
Luego dormí en lo oscuro durante muchas horas,
y sólo unos instantes
me desperté
para cantar el viento, para cantar el verso,
los dos seres más puros
del mundo de materia y del mundo de espíritu.
Y al cabo de los años llegó por fin la tarde,
sin que supiera cómo,
en que, cual una llama
de un rojo oscuro y ocre,
me vino la noticia,
la lóbrega noticia
de tu belleza y de tu amor.
¡Cantaba!
¡Rezaba, sí!
Entonces
te recé aquel soneto
por la belleza de una niña, aquel
que tanto
te emocionó.
Ay, sólo después supe
—¿es que me respondías?—
que no era en tu poder quitar la muerte
a lo que vive:
ay, ni tú mismo harías que la belleza humana
fuese una viva flor sin su fruto: la muerte.
Pero yo era ignorante, tenía sueño, no sabía
que la muerte es el único pórtico de tu inmortalidad.
Y ahora, Señor, oh dulce Padre,
cuando ya estaba más caído y más triste,
entre amarillo y verde, como un limón no bien maduro,
cuando estaba más lleno de náuseas y de ira,
me has visitado,
y con tu uña,
como impasible médico
me has partido la bolsa de la bilis,
y he llorado, en furor, mi podredumbre
y la estéril injusticia del mundo,
y he manado en la noche largamente
como un chortal viscoso de miseria.
Ay, hijo de la ira
era mi canto.
Pero ya estoy mejor.
Tenía que cantar para sanarme.
Yo te he rezado mis canciones.
Recíbelas ahora, Padre mío.
Es lo que he hecho.
Lo único que he hecho.
Así diré.
Me oirá en silencio el Padre,
y ciertamente
que se ha de sonreír.
Sí, se ha de sonreír, en cuanto a su bondad, pero no en cuanto
a su justicia.
Sobre mi corazón,
como
cuando quema los brotes demasiado atrevidos el enero,
caerán estas palabras heladas:
«Más. ¿Qué hiciste?»
Oh Dios,
comprendo,
yo no he cantado;
yo remedé tu voz cual dicen que los mirlos remedan
la del pastor paciente que los doma.
... Y he seguido en el sueño que tenía.
Me he visto vacilante,
cual si otra vez pesaran sobre mí
80 kilos de miseria orgánica,
cual si fuera a caer
a través de planetas y luceros,
desde la altura
vertiginosa.
... ¡Voy a caer!
Pero el Padre me ha dicho:
«Vas a caerte,
abre las alas.»
¿Qué alas?
Oh portento, bajo los hombros se me abrían dos alas,
Por debajo, ¡cuan lentos navegaban los orbes!
¡Con qué impalpable roce me resbalaba el aire!
Sí, bogaba, bogaba por el espacio, era
ser glorioso, ser que se mueve en las tres dimensiones de la dicha,
un ser alado.
Eran aquellas alas
lo que ya me bastaba ante el Señor,
lo único grande y bello
que yo había ayudado a crear en el mundo.
Y eran
aquellas alas vuestros dos amores,
vuestros amores, mujer, madre.
Oh vosotras, las dos mujeres de mi vida,
seguidme dando siempre vuestro amor,
seguidme sosteniendo,
para que no me caiga,
para que no me hunda en la noche,
para que no me manche,
para que tenga el valor que me falta para seguir viviendo,
para que no me detenga voluntariamente en mi camino,
para que cuando mi Dios quiera gane la inmortalidad a través de la muerte,
para que Dios me ame,
para que mi gran Dios me reciba en sus brazos,
para que duerma en su recuerdo.
("Hijos de la ira", 1944)
MI TIERNA MIOPÍA
Devuélveme mi tierna miopía,
con tu neblina suave, de este mundo
la dura traza, y lábrame un segundo
mundo de deshilada fantasía,
tierno más, y más dulce; y todavía
adénsame la noche en que me hundo,
en vuelo hacia el tercer mundo profundo:
exacta luz y clara poesía.
Dios a mí (como a niño que a horcajadas
alza un padre, lo aúpa,sólo al pecho
antes, porque el gran ímpetu no tema)
me veló la estructura de estas nadas,
ara -a través de lo real, deshecho-
auparme a su verdad, a su poema.
("Hombre y Dios", 1955)
1.ª PALINODIA: LA INTELIGENCIA
Bien. Muchas gracias.
Sí. Bien. Gracias.
Pero ahora, oh gran Dios,
¿Qué me vas a decir si yo te pido
-atrevimiento humano-
que deshagas tu obra?
No me aleje lo duro
del mundo que has creado:
ojos de águila pido
ojos-garras, de presa.
Yo quiero
los límites estrictos de las cosas,
porque tu las hiciste así, duras, cortadas,
limitadas por líneas testarudas, que gritan "!Soy!"
"!Yo soy!"
líneas que se entrelazas, se dividen,
corren, se duermen, zigzaguean,
o en amplios giros, lentas se derraman;
y ni un esguinde, ni una
leve variación se escapó a tu mandato,
oh matemático dibjante de la tracería del mundo,
tú que todos los límites contienes
en intuición sin límite,
donde tiempo y espacio duermen su sueño agudo,
hasta la última línea que divide
lo creado y la nada.
Mi inteligencia insomne
anhela parecérsete:
dame la maravilla,
la dura precisión
del mundo que has creado.
("Hombre y Dios", 1955)
2.ª PALINODIA: LA SANGRE
...quaerebam aestuans unde sit malum.
(Confessiones VII, 7, 11)
He viajado por la mitad del mundo.
Desde el avión miraba, insaciable, el mar, la tierra.
Sólo veía sangre derramada.
Y yo me preguntaba, ¿cómo?, ¿por qué?,
y quería descender, palpar aquella manta roja,
convencerme de que (quizá) no era sangre
(tal vez un meteoro
desconocido).
Pero no, que era sangre, sangre, sangre.
Y gritaba aterrado,
yo quería parar el frío pájaro de níquel gris sin alma,
y me retorcía, impotente,
colgado allá en la altura,
entre compañeros de viaje que leían su Life
y pilotos albinos que no me comprendían.
Hay que bajar, hay que bajar: peligro.
Inmensos Amazonas vierten sangre en los mares.
Grandes ríos satélites hinchan de roja espuma hirvientes Amazonas.
Sutiles riachuelos escarlata avanzan sigilosos (como
termómetros febriles) sobre los torvos ríos.
Violáceas torrenteras humeantes rugen y se descuelgan
buscando riachuelos donde aplacar su ira.
Sangre, sangre,
inmensa red de sangre riega el mundo.
¿Dónde sus fuentes? Quiero ver las fuentes.
Señores, paren, paren: hay que bajar.
Hay que bajar, ahora mismo.
Porque hay sangre por todo el mundo,
y yo necesito saber quién vierte la sangre,
y por qué se vierte y en nombre de qué se vierte.
Dame, oh gran Dios, los ojos de tu justicia.
Porque en el mundo reina la injusticia.
Tú no creaste la injusticia. Alguien ha creado la injusticia.
Alguien es el injusto, y yo necesito verle la cara al injusto,
Porque hay mentira y quiero ver sus fuentes ocres.
Ojos míos, alerta, alerta:
yo quiero ver qué brazos ahogan la justicia de Dios, qué
bocas retuercen su verdad.
("Hombre y Dios", 1955)
3.ª PALINODIA: DETRÁS DE LO GRIS
Ah, yo quiero vivir
dentro del orden general
de tu mundo.
Necesito vivir entre los hombres.
Veo un árbol: sus brazos ya en angustia
o ya en delicia lánguida
proclaman su verdad:
su alma de árbol se expresa,
irreductiblemente única.
Pero el hombre que pasa junto a mí
el hombre moderno
con sus radios, con sus quinielas, con sus películas sonoras
con sus automóviles de suntuosa hojalata
o con sus tristes vitaminas,
mudo tras su etiqueta que dice «comunismo» o «democracia» dice,
con apagados ojos y un alma de ceniza
¿que es?, ¿quién es?
¿Es una mancha gris, un monstruo gris?
Monstruo gris, gris profundo,
profundamente oculta sus amores, sus odios,
gris en su casa,
gris en su juego,
en su trabajo, gris,
hombre gris, de gris alma.
Yo quiero, necesito,
mirarle allá a la hondura de los ojos, conocerle,
arrancarle su careta de cemento,
buscarle por detrás de sus tristes rutinas.
Por debajo de sus fórmulas de lorito
real (¡Pase usted! ¡Tanto gusto!),
aventarle sus tumbas de ceniza
huracanarle su cloroformo diario.
Un día llegará en que lo gris se rompa,
y tus bandos resuenen arcangéíicos,
oh gran Dios.
Dime, Dios mío, que tu amor refulge
detrás de la ceniza.
Dame ojos que penetren tras lo gris
la verdad de las almas,
la hermosa desnudez de tu imagen:
el hombre.
("Hombre y Dios", 1955)
HOMBRE Y DIOS
Hombre es amor. Hombre es un haz, un centro
donde se anuda el mundo. Si Hombre falla
otra vez el vacío y la batalla
del primer caos y el Dios que grita «¡Entro!»
Hombre es amor, y Dios habita dentro
de ese pecho y profundo, en él se acalla;
con esos ojos fisga, tras la valla,
su creación, atónitos de encuentro.
Amor-Hombre, total rijo sistema
yo (mi Universo). ¡Oh Dios, no me aniquiles
tú, flor inmensa que en mi insomnio creces!
Yo soy tu centro para ti, tu tema
de hondo rumiar, tu estancia y tus pensiles.
Si me deshago, tú desapareces.
("Hombre y Dios", 1955)
SEGUNDO COMENTARIO
Creación tiene un polo: hombre se llama.
Allí donde hay un hombre se anuda el Universo.
Oh tiranía, oh fuerza del hombre aun a Dios mismo.
En mi cerebro bulle, enorme, misteriosa
(última idea, en último rincón, de última causa)
esta palabra: "Dios".
Todo, todo, sí, aun Dios, el Dios inmenso,
va a centrarse en mi mente.
II
Sagrario de mi mente, con la idea de Dios,
rodeada de un silencio
que ni aun ángeles turban,
ni siquiera una tenue oscilación de llama
votiva.
Oh mi idea
de Dios, inmensa soledad,
a solas con mi Dios, allá en las galerías,
en los oscuros arcos
del cerebro.
III
Tirana mente mía,
mente creada,
único continente capaz de lo increado,
templo de Dios.
Tal si yo encierro,
a través de una lente,
en pequeñita caja,
todo el fuego del astro de la vida,
allí se reconcentra, diminuto,
tanto que la materia
arde.
Sí, mi intuición de Dios
es muy pequeña
mas
cuando yo pienso "Dios",
allí, en pequeño foco,
representado está mi Dios inmenso,
y me escuece,
y me abrasa.
La carne se me abrasa
y el alma casi vuela, como un humo
azul hacia el azul.
IV
Oh tiranía.
Oh centro de mi mente.
Oh prisionera imagen de mi Dios...
Aniquiladme, borrad mi inteligencia:
donde "Dios" refulgía sólo habrá un gran vacío.
Para su plenitud Dios necesita al hombre.
En su divina mente le concibió por eso,
para eso.
Así la luz camina velocísima
buscando dónde reflejarse,
así el inacabable lago gris
añora una ribera.
V
Dios es inmenso lago sin orilla,
salvo en un punto tierno,
minúsculo, asustado,
donde se ha complacido limitándose:
yo.
Yo, límite de Dios, voluntad libre
por su divina voluntad.
Yo, ribera de Dios, junto a sus olas grandes.
VI
No, Dios mío, tú, todo: la ola y la ribera.
Yo, sólo, el junco verde que los vientos agitan
en tus orillas grises.
Yo, afirmación delgada
—ah, pero concretísima—, terca en su verde: verde
sobre el gris infinito.
Yo, el Hombre: yo, tu Hombre,
oh tú, mi Dios, mi Dios.
TERCER COMENTARIO
(Recuerdos del colegio, 1909)
Yo soy tu junco. Yo quise ser tu báculo.
Cuantas veces de niño vi las representaciones
groseras
de tu forma sin forma.
Ay, yo guardaba
en mi deocionario una estampita
que era tu imagen.
En ella artista anónimo
(los hombres buccan para ti lo más noble)
e imaginó:un anciano, barbas blancas,
un rostro de bondad,
cuarteado de arrugas,
y un cansancio en los ojos,
un cansancio infinito: qué bellos ojos tristes.
En el ambiente mágico, multicolor, de la capilla esbelta
oh Virgen del Recuerdo-
cuántas veces miré
aquel rostro cansado y sentí pena.
Sin duda era fatiga
por la maldad del mundo, por mi propia maldad de niño malo,
cansancio del esfuerzo
de emanar la verdad, la belleza y el bien
sobre la indiferencia
del hombre;
cansancio del inútil esfuerzo creador, propagante,
del monótno esfuerzo engendrador de mundos,
en creación sin límite,
incesantemente, invariablemente prolongada.
Aburrido,
en aquellos lentísimos minutos matinales
(con el café, la mantequilla, el pan crujiente,
aún puerto inasequible, en lejanía
de opuesta orilla atlántica),
en aquellos minutos goteantes,
aún entredormido
con el recuerdo acurrucado de la cama (!tan tibia!),
en el frío bostezo de la capilla iluminada,
yo palpaba la estampa de tu imagen,
y a veces racheadas ráfagas de piedad
me rasgaban la bruma del aire y la nostalgia.
Y aéreos corredores se abrían: yo avanzaba
impertérrito héroe,
sobre ¿un trillo estival?, erecto,
triturando una inmensa parva de heterodoxos,
réprobos, francamasones, con Juliano el Apóstata, con Voltaire, con Lutero
(y con don Alejandro
Lrroux),
todos causantes de aquel cansancio entristecido
de la divina faz.
Era el primer estadio: un estadio imperfecto.
Después se ennoblecía mi visión, se adulzaba.
Todos los hersiarcas se ponían en pie, juntas las manos
y con cintas azules y blancas de congregantes, iban
a recibir, humildes, el bautismo, y la sagrada comunión.
Detrás, una borrosa caterva (todos, indios, más algún negro) silenciosa avanzaba.
con plumas de colores, como en un cuadro, aquellos (la Conquista
de México, on equis) de nácar incrustados
(los domingos, mirando un panorama
de familias burguesas y bombones:
la sala de visitas).
Y yo con una mano -revestido de estola-
administraba miles y miles de bautismos,
sobre cada occipucio, una esponjita rubia sutilmento exprimiendo
(con agua recogida, del rocío, en las hojas: tal, a veces, misioneros con barbas, en remotos países),
y con la otra mano a cada catecúmeno daba
comunión (¿o ceniza?) diciendo "Pulvis eris".
Y la fila infinita ondeaba al pasar como devota oruga
frente a mí, cada anillo
arrodillándose,
levantándose,
todos con expresión piadosa,
casi bovina.
"Da mihi animas."
Yo te daría alma, y aun dejaría
lo demás,
yo, obrero de tu colmena,
adalid de tu causa,
defensor de tu derecho pisoteado,
oh viejísimo Dios,
oh rostro venerable y triste,
lleno de arrugas.
("Hombre y Dios", 1955)
EMBRIAGUEZ
Me embriago de aromas. Qué delicia,
campo recién llovido castellano.
Qué embriaguez, tocar, tocar...: mi mano
febrilmente las cosas acaricia.
No se sacia la vista que se envicia
en color, embriagada, oh mi verano.
Embriaguez de oír: ruiseñor, piano,
mar, selva, viento, multitud, noticia.
Me embriago de mujer, dulce marea
como un vino, y de vino me embriago.
¡Vivir, vivir, oh dulce embriaguez mía!
¡Qué has de entenderme, turba farisea!
La ebriedad de mi sangre busca un lago
final: embriagarme en Dios un día.
("Hombre y Dios", 1955)
I. CRACIÓN HUMANA
Qué maravilla, libertad. Soy dueño
de mi albedrío. Me forjo (y forjo), obrando.
Yo me esculpo, hombre libre. Pero, ando,
hablo, callo, me río, pongo ceño,
yo, Dámaso, cual Dámaso. Pequeño
agente, yo, del Dios enorme, cuando
pienso, obro, río, Creación creando
le prolongo a mi Dios su fértil sueño.
Dios me sopla en la piel la vaharada
creadora. Padre, madre, sonriente,
se mira (!Vamos! !Ea!) en mis pinitos.
Niño de Dios, Creación plasmo de nada,
yo, punto libre, voluntad crujiente,
entre atónitos orbes infinitos.
("Cuatros sonetos sobre la libertad humana")
II. INCONTRASTABLE, DIVINA
Qué hermosa eres, libertad. No hay nada
que te contraste. ¿Qué? Dadme tormento.
Más brilla y en más puro firmamento
libertad en tormento acrisolada.
¿Que no grite? ¿Mordaza hay preparada?
Venid: amordazad mi pensamiento.
Grito no es vibración de ondas al viento:
grito es conciencia de hombre sublevada.
Qué hermosa eres. libertad. Dios mismo
te vio lucir, ante el primer abismo,
sobre su pecho, solitaria estrella.
Una chispita del volcan ardiente
tomó en su mano. Y te prendio en mi frente,
libre llama de Dios, libertad bella.
("Cuatro sonetos sobre la libertad humana")
III. ARREPENTIMIENTO
¿Qué has hecho tú? !Dámaso, bruto, bruto!
del mundo, libertad centro te hacía.
Tiempo de Dios, en libertad crecía.
La flor, en rama, libre se iba a fruto.
¿Qué hiciste, adolescente chivo hirsuto,
luego chacal, pantera de tu hombría,
hoy mico viejo ya, tú, inarmonía
del orbe en Dios, Dámaso bruto, bruto?
!Alas de libertad! Aire sereno
el orden era en torno. Y yo gritaba:
"!Libre Dámaso-Dios!"
Dámaso impío:
Aire de Dios rasgó mi desenfreno,
que osé la libertad que Dios me daba,
látigo contra Dios alzar, !Dios mío!
("Cuatro sonetos sobre la libertad humana")
IV. VIDA-LIBERTAD
Libertad, ¿qué eres tú? ¿Gozo? ¿Alborozo?
¿Primavera? ¿Pero es la primavera
un nadar de oros ágiles? Ribera
tiene el gozo? No, entonces no es el gozo.
Alondras por el alma, sobre un trozo
de azul, volando, ¿es libertad? ¿O era,
en mi ensueño, la nieve, así, cimera,
o, en mi savia, el abril de un mundo mozo?
Ay, yo no sé lo que eres, mi albedrío...
¿Alegría de Dios, que a mí refluyes?
¿Aroma del vivir, que me embriagas?
Sólo sé, libertad, que allá en lo umbrío
siento el pulso de Dios; y por mi fluyes,
libre anhelar que en tiempo te propagas.
("Cuatro sonetos sobre la libertad humana")
ESE MUERTO
Viviría en la náusea, el esterto, el crimen,
en cavernas sin sonda, taponadas de fango,
o en atarjeas fétidas, entre ratas blanduzcas:
furtivos, hoscos dioses.
Aunque fuera sin dueño, sin amor, sin amigo,
sin un perro, una casa, una luz, una silla;
sólo tras los desiertos;o, en la jungla del tigre,
inerme, tierno, solo.
Viviría lombriz, sí, viviría hormiga,
instintiva potranca, absorto búho inmóvil,
o molusco sin ojos donde en roca mar bate
(o torpísima ameba).
En planetas de amonio, viviría entre un vaho
soturno, en el que opacas lunas filtran luz ocre;
o arrastrado en potreras nebulosas en fuga,
entre hostiles portentos.
Ay, si le dieras vida (con miseria o con gozo;
en donde "libertad" sussssurren brisas nuevas
o donde hiere el látigo rostros, espaldas corvas),
ay, si le dieras vida,
viviría la vida": ese palpo, ese pálpito,
su sulpa siempre virgen, el zumo de su tiempo,
el pulso de las venas, que proclama "adelante",
su renacer continuo.
!Ah, gloriosa, gloriosa! !Ah, tierna, intermitente
onda suave, onda en furia, que nos lames o azotas!
Ese muerto, esa ausencia, !Ah, si vivir pudiera
como yo que ahora canto, lloro, rujo, estoy vivo!
("Cuatro sonetos sobre la libertad")
A UN RÍO LE LLAMABA CARLOS
Yo me senté en la orilla;
quería preguntarte, preguntarme tu secreto;
convencerme de que los ríos resbalan hacia un anhelo y viven;
y que cada uno nace y muere distinto (lo mismo que a ti te llaman Carlos).
Quería preguntarte, mi alma quería preguntarte
por qué anhelas, hacia qué resbalas, para qué vives.
Dímelo, río,
y dime, di, por qué te llaman Carlos.
Ah, loco, yo, loco, quería saber qué eras, quién eras
(genero, especie)
y qué eran, qué significaban «fluir», «fluido», «fluente»;
qué instante era tu instante
cuál de tus mil reflejos, tu ;reflejo absoluto
yo quería indagar el último recinto de tu vida
tu unicidad, esa alma de agua única,
por la que te conocen por Carlos.
Carlos es una tristeza, muy mansa y gris, que fluye
entre edificios nobles, a Minerva sagrados
y entre hangares que anuncios y consignas coronan.
Y el río fluye y fluye, indiferente.
A veces, suburbana, verde, una sonrisilla
de hierba se distiende, pegada a la ribera.
Yo me he sentado allí, sobre la hierba quemada del invierno para pensar por qué los ríos
siempre anhelan futuro, como tú lento y gris.
Y para preguntarte por qué te llaman Carlos.
Y tu fluías, fluías, sin cesar, indiferente
y no escuchabas a tu amante extático
que te miraba preguntándote
como miramos a nuestra primera enamorada para saber si le fluye un alma por los ojos,
y si en su sima el mundo será todo luz blanca
o si acaso su sonreír es sólo eso: una boca amarga que besa.
Así te preguntaba: como le preguntamos a Dios en la sombra de los quince años,
entre fiebres oscuras y los días—qué verano— tan lentos.
Yo quería que me revelaras el secreto de la vida
y de tu vida, y por qué te llamaban Carlos.
Yo no sé por qué me he puesto tan triste, contemplando
el fluir de este río
Un río es agua, lágrimas: mas no sé quién las llora.
El río Carlos es una tristeza gris, mas no sé quién la llora.
Pero sé que la tristeza es gris y fluye.
Porque sólo fluye en el mundo la tristeza.
Todo lo que fluye es lágrimas.
Todo lo que fluye es tristeza, y no sabemos de dónde viene la tristeza.
Como yo no sé quién te llora, río Carlos,
como yo no sé por qué eres una tristeza
ni por qué te llaman Carlos.
Era bien de mañana cuando yo me he sentado a contemplar el misterio fluyente de este río,
y he pasado muchas horas preguntándome, preguntándote.
Preguntando a este río, gris lo mismo que un dios;
preguntándome, como se le pregunta a un dios triste:
¿qué buscan los ríos?, ¿qué es un río?
Dime, dime qué eres, qué buscas,
río, y por qué te llaman Carlos.
Y ahora me fluye dentro una tristeza,
un río de tristeza gris,
con lentos puentes grises, como estructuras funerales grises.
Tengo frío en el alma y en los pies.
Y el sol se pone.
Ha debido pasar mucho tiempo.
Ha debido pasar el tiempo lento, lento, minutos, siglos, eras.
Ha debido pasar toda la pena del mundo, como un tiempo lentísimo.
Han debido pasar todas las lágrimas del mundo, como un río indiferente.
Ha debido pasar mucho tiempo, amigos míos, mucho tiempo
desde que yo me senté aquí en la orilla, a orillas
de esta tristeza, de este
río al que le llamaban Dámaso, digo, Carlos.
Dunster House, febrero de 1954.
DESCUBRIMIENTO DE LA MARAVILLA
I
Algo se alzaba tierno, jugoso, frente a mí.
Yo era (yo, conciencia). Pero aquello se alzaba
enfrente. Y era todo lo que no era yo: cosas.
Las cosas emanaban unos hilos sutiles:
luz, luz variada, luz, con unas variaciones
inexplicables, daba tiernísimos indicios
de variedad externa a mí. Ah, sorprendente:
yo, Dámaso, era único: lo no-Dámaso, vario.
Pero yo, ¿cómo era? Una unicidad lúcida
se derramaba en mí. Cuando digo se derramaba,
acaso admito... Claro está: un movimiento,
un cambio temporal. Yo vivía, variaba
a cada instante: y siendo sólo un único Dámaso,
-misterio- había infinitos Dámasos en hilera:
tantos como latidos dio un corazón.
Las cosas
emanaban sutiles hilos, dardos o tallos
(yo no sé): se juntaban hacia mí, se fundían
en mí (mejor: conmigo). Nunca tapiz más bello
se tejió para bodas de lo vario y lo uno.
Tapiz, hilos: o dardos que acribillaban. Roto
mi alcázar (que sería de negrura, imagino),
muros se hundían: llamas. ¿Qué llamarada es ésta
multicolor?... O tallos, que crecían tenaces,
y en espacio-maraña de lianas, bejucos,
cuajaban selva virgen.
Qué gozos, qué portentos:
yo ardía inextinguible, no en fuego, en luz. Yo, torre,
atalaya exquisita, torre de luz, yo, faro,
vitrina de diamantes; yo, porche de una siesta
tropical.
¡Dulce espejo, retina, mi inventora!
Algo exterior te azuza: saetas, hilos, tallos.
Atraes, de amor antena, centro de amor fluido.
Y al Dámaso más poco, más larva en hondo luto
problemático, cambias en Dámaso-vidriera,
torre de luz, fanal, creándose, creándote,
luz, ¿en qué nervio íntimo?, inventor de los Dámasos,
inventor de universos, que grita: “Luz, yo vivo.
Un infinito cabe en la luz de un segundo:
no me habléis ya de muerte.”
II
He mirado mis ojos.
He mirado mis ojos en un espejo: eran
oscuros y pequeños. Alguna vez lloraban:
por eso no eran ojos de cangrejo o de oruga;
ojos humanos: dos agujeritos negros
y tristes. Mas la luz, que entre ellos crean, sorbida,
los inunda, marea irreprimible, inmensa,
inmensándolos, ojos de un ser total, sin límite.
Y esto que entra en mis ojos, recreándose en ellos,
se une en un marco único. Los dos agujeritos
(no de oruga o de tigre, aunque tristes y fieros)
que en el espejo vi, son ya una gran vidriera
de mi tamaño de hombre.
Mis pies, mi vientre o manos
los miro casi externos a mí, no-yo (tal, cosas).
Pero del pecho arriba me sube una dulzura:
es como si mi cuerpo se me rasgara todo,
acristalado; como si mi cabeza, cáscara
ya de luz, ya vitrina, toda se abriera al mundo,
absorbiendo, bebiéndolo. Bebiendo luz, las cosas,
las cosas con la luz, y yo con ellas, Dámaso
amalgamado en luz, absorbiendo, bebiendo
el mundo en luz y yo con él. ¡Óvalo ardiente
de mi vista, atalaya, fanal-Dámaso al mundo!
("Gozos de la vista", 1981)
UNA EXCURSIÓN
Color. El auto
por las siete revueltas de Valsaín se hundía
en sombra y tiempo virginal. Rosas, las cumbres
donde el sol de soslayo rozaba nieve intacta.
También de entre los canchos agironada nieve,
azulenca, bajaba hasta los mismos bordes
de la gran copa umbría: pinares aún con sueño.
Tres camaradas éramos: la mocedad, su ímpetu,
la mañana de marzo, el aire de la nieve,
ponían religión, eternidad o gloria
al instante. Diáfano cristal nos condensaba
tiempo en haces, vivir: hondos minutos
con plenitud de años.
No mirábamos:
eran zarpazos victoriosos en maduro paisaje,
la gran peña violácea sobre arrebol y nieve,
la temprana flor pobre de la cuneta en sombra,
el borriquillo cárdeno del leñador.
Qué gozo:
tres aguiluchos éramos devorando matices,
mientras el automóvil se hundía en sombra diáfana.
Gritábamos: «¡Huy, mira! ¡Mira, mira!» El más joven
(¡Señor, aún casi un niño!) me señalaba al cielo.
Miré: serena un águila, toda su envergadura
desplegada en el viento, reina de peñascales
bañándose de azul y sol.
¡Freno! Un zig—zag
horrible, cuando el mundo borrosamente gira
con vueltas, vueltas, vueltas:
¡Ah! Desfondado mundo
entre astillas o sombras profundas.
Nada. ¿Nada
o Dios?
Sombras y nada. Nada: sombras.
... Las sombras
se rasgaban... Volutas de luz, ahora nacida,
aún sin sentido, aún... Dolor. Penosamente
me puse en pie, y el mundo y un compañero absorto
que me miraba, se me revelaron. Nacían
otra vez luz, colores, perspectivas: mi hermosa
realidad exterior.
De tres, sólo el más joven
faltaba.
En un barranco, sobre un manchón de nieve,
pronto le vimos: quieto, suavemente dormía
niño pequeño sobre blanca almohada de pluma,
acurrucado, un brazo bajo la frente.
¡Pronto!
Bajamos despeñándonos, gritándole, llamándole.
Ah, ya se incorporaba, nos miraba de hito
en hito: con los ojos serenos, dilatados,
enormes.
Mas, de súbito, ambas manos se lleva
a los ojos, palpándolos. Los frota, los aprieta
cual si quisiera hundirlos en sus cuencas. Nos grita:
«¡No puedo ver, no puedo veros! ¡No veo nada!
¡Dios mío, que no veo, que no veo nada!»
Gritos
que retumban en roca.
Miré al cielo: aún el águila
en sol, en dicha: «¡No puedo ver: que no veo!»
¡Señor, casi era un niño! Ya pozo para siempre,
pozo en tiniebla, siempre.
("Gozos de la vista" 1981)
BÚSQUEDA DE LA LUZ
ORACIÓN
Yo digo:
«forma». Y ellos extienden en silencio las manos
sarmentosas, y palpan con amor: tiernamente
intuyen, «ven» (a su manera). Yo les digo
«perspectiva», «relieve», y acarician los planos
de las mesas, o siguen las paredes y tocan
largamente la esquina. Se sonríen, comprenden
algo. Pero si digo «luz», se quedan absortos,
inclinan la cabeza, vencidos: no me entienden.
Saben, sí, que con luz los hombres van deprisa;
sin ella, como ciegos, a tientas; que la luz
es un agua más suave que llena los vacíos
y rebota en lo lleno de las cosas, o acaso
las traspasa muy dulcemente.
Dios mío, no
sabemos de tu esencia ni tus operaciones.
¿Y tu rostro? Nosotros inventamos imágenes
para explicarte, oh Dios inexplicable: como
los ciegos con la luz. Si en nuestra ciega noche
se nos sacude el alma con anhelos o espantos,
es tu mano de pluma o tu garra de fuego
que acaricia o flagela. No sabemos quién eres,
cómo eres. Carecemos de los ojos profundos
que pueden verte, oh Dios. Como el ciego en su poza
para la luz. ¡Oh ciegos, todos! ¡Todos sumidos
en tiniebla!
Los ciegos me preguntan «¿Cómo es
la luz»? Y yo querría pintarles, inventarles
qué plenitud es, cómo se funde con el cuerpo,
con el alma, llenándonos, embrïaguez exacta,
mediodía, mar llena, enorme flor sin pétalos,
mosto, delicias, escaparate de mil joyas
brillantes, cobertura del mundo hermoso, ingrávida
vibración exquisita. No, no saben, no pueden
comprender. Digo «rojo», «azul», «verde». No saben.
«Color»: no saben. Nunca recibió su cerebro
esa inundación súbita, ese riego glorioso
―bocanadas de luz, dicha, gloria, colores―
que me traspasa ahora: ahora que abro mis párpados.
Maravilla sin límites: mar, cielo azul, follajes,
prados verdes, llanuras agostadas; la nieve
ardiendo entre las rosas rojas; o labios rojos
con sorbete de nieve.
Bendito seas, Dios mío.
Apiádate, Señor, de los ciegos, y dales
felicidad. No pido la tuya, la del éxtasis
invarïable y blanco. Felicidad terrena
te pido. Engáñalos ―más que a los otros hombres―,
dales tus vinos suaves, leche y miel de tus granjas,
hasta que puedan verte. Hazlos niños del todo,
que jueguen y que rían.Embriágalos, palpando.
Que no sepan. Señor, tú puedes convertirles
su gran miseria en dicha.Ilumina los pozos
profundos donde nunca rayo de luz ha herido.
Oh inventor, crea, invéntales otra luz sin retina.
Hazlos pozos radiantes, noches iluminadas.
("Gozos de la vista", 1981)
MUJER CON ALCUZA
(A Leopoldo Panero)
¿Adónde va esa mujer,
arrastrándose por la acera,
ahora que ya es casi de noche,
con la alcuza en la mano?
Acercaos: no nos ve.
Yo no sé qué es más gris,
si el acero frío de sus ojos,
si el gris desvaído de ese chal
con el que se envuelve el cuello y la cabeza,
o si el paisaje desolado de su alma.
Va despacio, arrastrando los pies,
desgastando suela, desgastando losa,
pero llevada
por un terror
oscuro,
por una voluntad
de esquivar algo horrible.
Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes,
y tristes caballones,
de humana dimensión, de tierra removida,
de tierra
que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó,
entre abismales pozos sombríos,
y turbias simas súbitas,
llenas de barro y agua fangosa y sudarios harapientos del color de la desesperanza.
Oh sí, la conozco.
Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren,
en un tren muy largo;
ha viajado durante muchos días
y durante muchas noches:
unas veces nevaba y hacía mucho frío,
otras veces lucía el sol y sacudía el viento
arbustos juveniles
en los campos en donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas.
Y ella ha viajado y ha viajado,
mareada por el ruido de la conversación,
por el traqueteo de las ruedas
y por el humo, por el olor a nicotina rancia.
¡Oh!:
noches y días,
días y noches,
noches y días,
días y noches,
y muchos, muchos días,
y muchas, muchas noches.
Pero el horrible tren ha ido parando
en tantas estaciones diferentes,
que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
ni los sitios,
ni las épocas.
Ella
recuerda sólo
que en todas hacía frío,
que en todas estaba oscuro,
y que al partir, al arrancar el tren
ha comprendido siempre
cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
ha sentido siempre
una tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgarade la mejilla,
como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,
como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables margaritas, blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo,
como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios y esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir.
Pero las lúgubres estaciones se alejaban,
y ella se asomaba frenética a las ventanillas,
gritando y retorciéndose,
solo
para ver alejarse en la infinita llanura
eso, una solitaria estación,
un lugar
señalado en las tres dimensiones del gran espacio cósmico
por una cruz
bajo las estrellas.
Y por fin se ha dormido,
sí, ha dormitado en la sombra,
arrullada por un fondo de lejanas conversaciones,
por gritos ahogados y empañadas risas,
como de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas,
sólo rasgadas de improviso
por lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche,
o por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les pellizcan las nalgas,
...aún mareada por el humo del tabaco.
Y ha viajado noches y días,
sí, muchos días,
y muchas noches.
Siempre parando en estaciones diferentes,
siempre con una ansia turbia, de bajar ella también, de quedarse ella también,
ay,
para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada,
para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.
...No ha sabido cómo.
Su sueño era cada vez más profundo,
iban cesando,
casi habían cesado por fin los ruidos a su alrededor:
sólo alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las sombras,
algún cuchillo como un limón agrio que pone amarilla un momento la noche.
Y luego nada.
Solo la velocidad,
solo el traqueteo de maderas y hierro
del tren,
solo el ruido del tren.
Y esta mujer se ha despertado en la noche,
y estaba sola,
y ha mirado a su alrededor,
y estaba sola,
y ha comenzado a correr por los pasillos del tren,
de un vagón a otro,
y estaba sola,
y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,
a algún empleado,
a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
y estaba sola,
y ha gritado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado
quién conducía,
quién movía aquel horrible tren.
Y no le ha contestado nadie,
porque estaba sola,
porque estaba sola.
Y ha seguido días y días,
loca, frenética,
en el enorme tren vacío,
donde no va nadie,
que no conduce nadie.
...Y esa es la terrible,
la estúpida fuerza sin pupilas,
que aún hace que esa mujer
avance y avance por la acera,
desgastando la suela de sus viejos zapatones,
desgastando las losas,
entre zanjas abiertas a un lado y otro,
entre caballones de tierra,
de dos metros de longitud,
con ese tamaño preciso
de nuestra ternura de cuerpos humanos.
Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, su alcuza),
abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
como si caminara surcando un trigal en granazón,
sí, como si fuera surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces, o una nebulosa de cruces,
de cercanas cruces,
de cruces lejanas.
Ella,
en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,
se inclina,
va curvada como un signo de interrogación,
con la espina dorsal arqueada
sobre el suelo.
¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera,
como si se asomara por la ventanilla
de un tren,
al ver alejarse la estación anónima
en que se debía haber quedado?
¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro
sus recuerdos de tierra en putrefacción,
y se le tensan tirantes cables invisibles
desde sus tumbas diseminadas?
¿O es que como esos almendros
que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta,
conserva aún en el invierno el tierno vicio,
guarda aún el dulce álabe
de la cargazón y de la compañía,
en sus tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?
("Hijos de la ira", 1944)
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