domingo, 28 de mayo de 2017

PENSAMIENTOS 12. Michael de Montaigne I

 
 


Stefan Zweig afirma que Michael de Montaigne (1533-1592) no tiene biografía, pues gustaba pasar desapercibido: aparentaba ser burgués, funcionario, noble y católico, un hombre cualquier al que gustaba cumplir con sus obligaciones para poder así desplegar su libertad interior sin que nada le pusiera trabas. Poco pueden decir los lances de su vida sobre el hombre Montaigne que no lo pregonen más claramente sus ensayos; él mismo se encargó de advertir que los hechos de su vida siempre iban a hablar más acerca del destino que acerca de su propia persona. Sin embargo, la biografía intelectual de Montaigne puede pasar por ser la de una persona singular, casi extravagante. Descendiente de una familia burguesa que había hecho fortuna con el comercio de pescado, será su padre, Ramon Eyquem ,quien consiga el título nobiliario de la familia cuando decide enrolarse como soldado a las órdenes del rey Francisco I en la campaña de Italia. Será también su padre el que levantará el castillo en el que su hijo acabará enrocándose para poder escribir sus ensayos, y también será quien ponga las bases de su esmerada educación. El padre de Montaigne, imbuido de humanismo y de culto al latín, tratará de hacer de su hijo el perfecto hombre renacentista. Primero lo arranca de su cuna y lo aleja del castillo para confiar sus primeros años a unos pobres leñadores de un pequeño caserío propiedad de los Montaigne, con el objeto de fortalecer su cuerpo, educándolo en un espíritu de frugalidad y austeridad. Más tarde, cuando todavía no había cumplido los cuatro años de edad, manda traer para educar al niño a un sabio alemán que no sabía francés y que tenía prohibido hablarle en otra lengua que no fuera el latín. A causa de este extraño experimento pedagógico, toda la casa entera, padres y criados, se ven obligados a aprender los rudimentos del latín, hasta el punto de que algunas palabras y nombres propios latinos se propagan por los pueblos vecinos. Esta rigurosa educación a la que fue sometido su cuerpo y su espíritu le llevará más tarde a afirmar que no es un alma ni un cuerpo lo que se educa, sino un hombre. Montaigne no comenzará a aprender su lengua vernácula hasta que con diez años su padre lo envía al selecto colegio de Guienne. Más tarde estudia Derecho y ejerce de abogado en la Audiencia de Perigueux. Como miembro del parlamento,  Montaigne se verá obligado a realizar frecuentes viajes a la Corte, pero sin abrigar ninguna ambición política. La muerte de su padre, en 1571, le cambia la vida por completo. Como primogénito hereda el título nobiliario y una renta de diez mil libras, pero al mismo tiempo también hereda las responsabilidades de su patrimonio, que le alejan de sus ocupaciones favoritas. En un momento en que Francia se debate en luchas intestinas entre católicos y hugonotes, con sus sangrientas secuelas, Michel de Montaigne prefiere alejarse de todo fanatismo y elige el camino de la retirada a su propio reducto interior. Considera que ya ha vivido demasiado para los demás y a partir de ese momento se ordena vivir para sí mismo. En una torre redonda, aneja al castillo, que su padre había mandado construir como fortificación, hace instalar su biblioteca, y en las vigas del techo manda pintar, para su propio solaz, cincuenta y cuatro máximas latinas. Sólo la última de las máximas –“Que sais-je”, “¿qué se yo?- está grabada en francés y se convertirá al final en uno de los lemas de su filosofía, tan impregnada de tolerancia y de espíritu de indagación. “Disgustado de la esclavitud de la corte y de los cargos públicos”, Montaigne se retirará a pasar los días que le quedan consagrado a sus libros, a su tranquilidad, a su libertad y a sus ocios. De esta ciudadela que Montaigne se monta para no verse perturbado por las mil distracciones domésticas, sólo él puede salir, pero nadie puede entrar. “Mi biblioteca es mi reino y en ella trato que mi gobierno sea absoluto”. Será en esta biblioteca apartada del mundanal ruido donde Montaigne se va  a aplicar a la escritura de sus ensayos. Montaigne, que toda su vida se quejó de su mala memoria y de sus ataques de pereza, comienza a escribir observaciones y ocurrencias al margen de los libros que lee, y más tarde, sin mucha conciencia de lo que comenzaba a traerse entre manos, comienza a zurcir estas notas deshilachadas y a poner su propio yo como centro de la trama. Montaigne va a seguir el consejo de Plinio de hacer de sí mismo materia de estudio, utilizando su excepcional capacidad de observación e introspección. Todo el acopio de análisis y estudios lo vuelca sobre sí mismo; si busca ejemplos de la antigüedad es para conocerse mejor y no duda en ponerse a sí mismo como ejemplo íntimo de lo que va a tratar. No le interesan tanto los grandes hombres como ver lo que es el hombre en si mismo, aunque sea pequeño. Por si ya la dificultad de la tarea no fuera poca, Montaigne se ve obligado a pintar este retrato del hombre sin salir de sí mismo, y tiene que pintarlo con la materia de los pensamientos, “que a duras penas puede meterlos en el cuerpo etéreo de las palabras”. Ocuparse de sí mismo con verdadero tino, palparse y estudiarse, reflejarse y descubrirse y enfocar el mundo desde el mayor número de ángulos propios le parece la mejor manera de descubrir la mesura y la razón, y la tarea más sería que puede acometer un hombre. Seguramente Montaigne fue consciente de la originalidad y la novedad de sus ensayos desde el principio. Su propia empresa le parecía fantástica y alejada de lo común; su inclinación melancólica y su gusto por la soledad un requisito para que en su cabeza naciera “esta fantasía de meterme a escribir". Pero en cuanto se da cuenta de la dificultad para encontrar temas adecuados y de que se encuentra vacío, no encuentra mejor ocurrencia que presentarse a sí mismo “como argumento y tema”. Todo cuanto predicará de los distintos temas a los que se aplica, ya sea sobre la virtud o la libertad, sobre la mentira o la pereza, sobre los libros que le gustan o sobre las costumbres de la modas, sobre las leyes suntuarias o la vanidad de las palabras, reflejará más la medida de su propia vista que la medida de las cosas mismas. Su virtud como ensayista es hacer relativas todas las cosas, y reclamar la mesura para un mundo humano que tiene el juicio desordenado y tiende por naturaleza a desmesurarlo todo. Hasta el tema más humilde tenía cabida en sus ensayos. Enemigo de la erudición por la erudición, de los saberes librescos y del aprendizaje a golpe de memoria, sólo citaba a los demás para dar más peso a sus palabras, y prefería una cabeza bien hecha a una cabeza bien repleta. De espíritu curioso, buceador de otras culturas y pueblos, Montaigne llegó a convertirse en un antropólogo “avant la lettre”, tolerante con las costumbres extrañas y con la espléndida diversidad del mundo. “Creo fácilmente –llegó a escribir una vez- cosas distintas a las mías. Creo y concibo mil modos de vida opuestos, y al contrario de lo normal, acepto más fácilmente la diferencia, que el parecido entre nosotros”. Sus ensayos están salpicados de ejemplos históricos extraídos de los libros clásicos a los que solía ir a libar, pero también de anécdotas y dichos que escuchó en sus viajes o en su trato con la corte y el pueblo. La grandeza de los ensayos de Montaigne es haber restaurado el imperativo socrático de conocerse a sí mismo, haciendo de ello todo un canto a la libertad interior: “Podemos amar esto o lo otro, pero no podemos dejar de casarnos con nosotros mismos”. Su estilo tiene toda la riqueza de la prosa medieval, laboriosa y bien trabajada, pero mezclado con la sequedad y precisión de las sentencias latinas en las que se inspiraba y que venían a iluminar su mente de pensador. Las obras filosóficas de Cicerón, Las cartas a Lucilio, de Séneca, las noches áticas, de Aulo Gelio, y las obras morales y de costumbres, de Plutarco, fueron sus modelos; pero más allá de este saber libresco, Montaigne cifraba su arte y su inspiración en su propia vida. En 1580, después de pasar diez años sumergido en sus reconcentradas lecturas y pensamientos y en la laboriosa redacción de sus ensayos, toma la alternativa de romper con esta reclusión intelectual. Para Stefan Zweif, la razón de esta huida hay que ir a buscarla en la monotonía de su matrimonio y de su vida familiar, que a la postre acabó por asfixiar las ansias de libertad que con tanto ahínco había buscado Montaigne. Después de poner “su casa en orden, sus campos y sus bienes en perfecto estado” y de llevar sus dos primeras volúmenes de ensayo a la imprenta, decide comenzar una nueva vida, y el 22 de junio de 1580 emprende un viaje por Europa que lo va a mantener alejado de su hogar durante casi dos años. Viajará por Suiza e Italia por el mero placer de viajar, sin rumbo fijo y sin hacer planes, evitando todo aquello que puede parecer una obligación. “Me causaba tanto placer viajar, que odiaba la mera aproximación al lugar donde había planeado quedarme y fraguaba diferentes planes para viajar solo, a mi antojo y a mi entera comodidad”. Unos cálculos biliares y distintos achaques echan a perder la última parte de su viaje, enferma gravemente, piensa incluso en el suicidio para aliviar sus males, y finalmente le llega, cuando se encontraba en Roma, la noticia de que los ciudadanos de Burdeos lo han elegido alcalde de la ciudad, tal vez influidos por el eco de la fama que la publicación de sus ensayos había ido ganando mientras se ausentó de Francia. El 30 de noviembre de 1581 entra en su castillo para tomar posesión de su cargo. Pese a que quiere mantenerse alejado de responsabilidades, su último periodo le va a mantener atareado en la vida política. El mismo rey Enrique III le encomienda la tarea de regidor de Burdeos y es imposible negarse después de leer la carta que le manda: “haréis algo que me resultará muy agradable, y lo contrario me disgustaría mucho”. La situación de Francia se complica por momentos cuando Enrique de Navarra (el futuro Enrique IV) es nombrado –por la ley sálica- heredero de la Corona. Toda la corte es católica, mientras que el futuro sucesor es hugonote. La amenaza de una guerra civil y otra segunda “noche de Bartolomé” penden sobre Francia. Montaigne, como hombre tolerante, y amigo tanto del rey como del pretendiente, se postula como mediador ideal y se le encarga la intermediación y la pacificación de Francia. Cumple su tarea con éxito, pero una nueva calamidad viene a enturbiar su segundo mandato como alcalde de Burdeos cuando la peste asola la ciudad y Montaigne la deja librada a su suerte para mantenerse a salvo. Durante meses deambula con su familia de posada en posada hasta que por fin regresa a su castillo y se pone manos a la obra para redactar el tercer volumen de sus ensayos, que junto con los dos anteriores, fueron publicados en 1588. Ese mismo año conoce en Paris a Mademoiselle de Gourmay, con quien mantendrá una íntima amistad hasta el final de su vida y que se encargará de culminar, a título póstumo, la publicación de todos sus ensayos. Marie de Gourmay logró por fin la edición completa en 1595. Montaigne ya había muerto unos años antes, el 13 de septiembre de 1592.
 
 
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Ninguno de nosotros piensa lo bastante que sólo es uno más.
 
 
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Me guardaré bien, si puedo, de que mi muerte diga algo que no haya yo dicho antes en vida.
 
 
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Las excelentes memorias van unidas con frecuencia a los juicios débiles
 

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Aquel que no se siente lo bastante seguro de su memoria no ha de meterse a mentiroso.
 
 
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Temo que la misma naturaleza haya puesto en el hombre cierto instinto inhumano. Nadie disfruta
viendo cómo unos animales se acarician y juegan entre ellos; y nadie deja de hacerlo viendo cómo se desgarran y despedazan unos a otros.
 
 
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Los hombres (dice una antigua sentencia griega) están atormentados por las ideas que tienen de las cosas, no por las cosas en si.
 
 
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Para juzgar de la vida del prójimo, considero siempre cómo ha sido su final; y el principal estudio de la mía es para que éste sea bueno, es decir, tranquilo y discreto.
 
 
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Sea cual sea el personaje que el hombre elija, siempre va a lo suyo, en el fondo. Por mucho que digan, incluso en la virtud, el fin último de nuestra intención es la voluptuosidad.
 
 
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No existe mal alguno en la vida para aquél que ha comprendido que no es un mal la pérdida de la vida.
 
 
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No hay consuelo más dulce en la pérdida de nuestros amigos, que el que nos proporciona la certeza de no haber olvidado decirles nada y haber tenido con ellos una perfecta y total comunicación.
 
 
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Cada cual sondee en su interior y verá que nuestros íntimos deseos, en su mayor parte, nacen y se alimentan a expensas de los demás.
 
 
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Es gracias a la intervención de la costumbre por lo que cada cual está contento del lugar en el que la naturaleza lo ha colocado.
 
 
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Las obras de la virtud son demasiado nobles en sí mismas como para perseguir otro pago que el de su propio valor, y sobre todo para buscarlo en la vanidad de los juicios humanos.
 
 
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A menudo escapan las faltas a nuestros ojos, mas la enfermedad del entendimiento consiste en no poder verlas cuando otro nos las descubre.
 
 
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Toda muerte ha de ser conforme a la vida. No nos transformamos por morir. Interpreto siempre la muerte según la vida. Y si me cuentan que ha sido fuerte en apariencia, ligada a una vida débil, considero que es producto de una causa débil y propia de su vida.
 
 
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Prohibirnos algo es hacérnoslo desear.
 
 
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¿Cómo no pensamos cuánta contradicción sentimos en nuestro propio juicio? ¿Cuántas cosas que ayer nos servían como artículos de fe, hoy son cuentos para nosotros? La vanidad y la curiosidad son los dos azotes de nuestra alma. Esta nos empuja a meter la nariz en todo y aquélla nos impide dejar nada irresoluto e indeciso.
 
 
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Saber de memoria no es saber; es tener lo que se ha dado a la memoria para guardar. Se puede disponer sin mirar el patrón, sin volver los ojos al libro, de aquello que se sabe correctamente. ¡Enojoso saber es el saber puramente libresco!
 
 
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La muerte más voluntaria es la más bella. La vida depende de la voluntad de otros; la muerte, de la nuestra.
 
 
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No tenemos más punto de vista sobre la verdad y la razón que el modelo y la idea de las opiniones y usos del país en el que estamos. Allí está siempre la religión perfecta, el gobierno perfecto, la practica perfecta y acabada de todo.
 
 
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No existen ya acciones virtuosas: aquellas que lo parecen, la costumbre y otras causas semejantes ajenas a ella, nos empujan a realizarlas. La justicia, el valor, la bondad que practicamos entonces, podrían llamarse así desde el punto de vista de los demás y por la imagen que dan al público; mas para el artífice, en modo alguno serían virtud: tiene otro fin y otra causa las empuja. Y la virtud sólo reconoce lo que por ella y para ella únicamente se hace.
 
 
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No es extraño llorar, una vez muerto, a aquel que en modo alguno deseariase que estuviera con vida.
 
 
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Las almas, a medida que se hacen menos fuertes, menos medios tienen de hacer mucho bien o mucho mal.
 
 
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Si nos parásemos a veces a estudiarnos y empleásemos el tiempo que usamos en examinar a los demás y en conocer las cosas que están fuera de nosotros, para profundizar en nosotros mismos, nos percataríamos fácilmente de lo débiles y falibles que son las piezas de las que se compone nuestra persona.
 
 
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Que me den la acción más pura y excelsa y yo le hallaré con toda seguridad cincuenta intenciones viciosas.
 
 

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