Tanto la Iliada como la Odisea surgen de la exposición oral de los rapsodos, que a diferencia de los aedos que les precedieron, ya no cantan ni tañen la lira, sino que con bastón en mano recitan elevando la voz. También, a diferencia de estos primitivos aedos, los rapsodas se atienen con cierta flexibilidad a un texto ya prefijado y que aprendían de memoria, los cuáles se inspiraban en un conjunto de leyendas centrado especialmente en la riña entre Aquiles y Ulises. Esta poesía heroica recitada de viva voz se convertía en un producto artesanal que el maestro transmitía al discípulo, y que precisaba un conocimiento amplio de las leyendas de su pueblo y de las fórmulas mnemotécnicas basadas en adjetivos tópicos repetidos una y otra vez, junto a escenas características, como son los preparativos, la partida, las bodas y los funerales.
La Odisea narra la historia de un hombre que en su viaje ha permanecido alejado durante largo tiempo de su hogar y que encuentra en su regreso a la mujer asediada por pretendientes. El viaje del protagonista se ve enriquecido por las aventuras marítimas basadas en relatos de marineros que constituían un acerbo cultural del pueblo griego y de otros pueblos: son las aventuras de Simbad el marino. Estas aventuras marítimas se insertan a la vez en el ciclo de la leyenda troyana.
La elaboración de la Odisea está separada de la Iliada por un lapso de tiempo considerable que hace imposible atribuir las dos obras a un mismo autor y que justifica las distintas variaciones de estilo y del mundo histórico y social que reflejan. Homero, a quien se le ha atribuido desde la antigüedad los dos poemas, resulta más una terminación que un comienzo. Las raíces de su creación se hunden en la esfera de la canción heroica oral y se nutre abundantemente de elementos preexistentes. Homero marca el fin de esa transición desde los aedos con su lira a los rapsodos que recitaban con el bastón en la mano, desde la canción heroica de origen oral al poema proyectado por escrito. El tiempo abarcado en la consumación de esta transición resulta difícil de computar, pero parece que no cabe duda del protagonismo de Homero en la culminación de este trayecto. Según Albin Leskin, en su “Historia de la Literatura Griega”, lo que podemos saber acerca de Homero como personaje histórico es que fue un rapsodo con conocimiento de mundo, íntimamente vinculado a las cortes principescas de su tiempo. Se sabe con alguna certeza que fue natural de Esmirna, residió largo tiempo en Quíos, y su muerte tuvo lugar en la isla de Íos. Tal como afirma la leyenda, probablemente fue ciego y la época de su creación corresponde a la segunda mitad del siglo VIII.
Para Warner Jaeger, Homero debe ser considerado el más grande creador y formador de la humanidad griega, más allá de su valoración en la historia formal de la literatura. Con su recurso permanente al mito, se logra por medio de esta epopeya una amplia significación normativa, incluso cuando no es empleado de un modo expreso como modelo o ejemplo. Para Jaeger, la tradición del pasado refiere la gloria, el conocimiento de lo grande y lo noble, no un suceso cualquiera. Lo extraordinario obliga aunque sea sólo por el simple reconocimiento del hecho. Homero, no obstante, no se limita a referir los hechos. Alaba y ensalza cuanto en el mundo es digno de elogio y alabanza. Los mitos y leyendas heroicas constituyen el tesoro inextinguible de ejemplos y modelos de la nación. De ellos saca su pensamientos, los ideales y normas para la vida. Para Jaeger, Homero no es naturalista ni moralista. “No se entrega a las experiencias caóticas de la vida sin tomar una posición ante ellas, ni las domina desde fuera. Las fuerzas morales son para él tan reales como las físicas. Comprende las pasiones humanas con mirada penetrante y objetiva. Conoce su fuerza elemental y demoniaca que, más fuerte que el hombre, lo arrastra. Pero, aunque su corriente desborde con frecuencia las márgenes, se halla, en último término, siempre contenida por un dique inconmovible. Los últimos límites de la ética son, para Homero, como para los griegos en general, leyes del ser, no convenciones del puro deber. En la penetración del mundo por este amplio sentido de la realidad, en relación con el cual todo “realismo” parece como irreal, descansa la ilimitada fuerza de la epopeya homérica.
(La traducción del fragmento aquí destacado se debe a J.M. Pabón)
Así, pues, todo eso ha quedado cumplido; tú escucha
lo que voy a decir y consérvete un dios su recuerdo.
Lo primero que encuentres en ruta será a las Sirenas,
que a los hombres hechizan venidos allá. Quien incauto
se les llega y escucha su voz, nunca más de regreso
el país de sus padres verá ni a la esposa querida
ni a los tiernos hijuelos que en torno le alegren el alma.
Con su aguda canción las Sirenas lo atraen y le dejan
para siempre en sus prados; la playa está llena de huesos
y de cuerpos marchitos con piel agostada. Tú cruza
sin pararte y obtura con masa de cera melosa
el oído a los tuyos: no escuche ninguno aquel canto;
sólo tú lo podrás escuchar si así quieres, mas antes
han de atarte de manos y pies en la nave ligera.
Que te fijen erguido con cuerdas al palo: en tal guisa
gozarás cuando dejen oír su canción las Sirenas.
Y si imploras por caso a los tuyos o mandas te suelten,
te atarán cada vez con más lazos. Al cabo tus hombres
lograrán rebasar con la nave la playa en que viven
esas magas. No puedo decirte de fijo qué rumbo
te conviene seguir después de ello. Tú mismo, pensando,
lo tendrás que escoger entre dos que se ofrecen: el uno
corre al pie de imponentes peñascos en donde resuena
el inmenso oleaje que en ellos revienta Anfitrita,
la de azules pupilas. Errantes los llaman los dioses.
Ni a las naves es fácil pasar por allí ni siquiera
a las mansas palomas que llevan a Zeus la ambrosía
porque siempre aquel tajo escarpado arrebátale alguna,
aunque al punto la suple con otra Zeus padre; tampoco
hasta ahora bajel que allí entrara ha escapado del paso,
pues las olas del mar y un turbión de mortíferos fuegos
con tablones de barcos arramblan y cuerpos de hombres.
Una nave crucera tan sólo salvo aquel paraje:
fue la célebre Argo al volver de las tierras de Eetes;
ya lanzada marchaba a chocar con las rocas gigantes
cuando Hera, que amaba a Jasón, desvióla al mar libre.
La otra ruta se abre entre dos promontorios. La cima
de uno de ellos se clava en el cielo anchuroso, cubierta
de una nube perenne y oscura: jamás, ni en los días
de verano u otoño, la baña la luz. Ningún hombre
aquel monte pudiera escalar ni asentarse en la cumbre
aun teniendo diez pares de pies y diez pares de manos,
porque es lisa la escarpa lo mismo que piedra pulida.
Tenebrosa caverna se abre a mitad de su altura
orientada a las sombras de ocaso y al Erebo: a ella
puesto el caso acostad, noble Ulises, el hueco navío.
Ni el más hábil arquero podría desde el fondo del barco
con su flecha alcanzar la oquedad de la cueva en que Escila
vive haciendo sentir desde allí sus horribles aullidos.
Se parece su grito, en verdad, al de un tierno cachorro,
mas su cuerpo es de un monstruo maligno, al que nadie gozara
de mirar aunque fuese algún dios quien lo hallara a su paso;
tiene en él doce patas, mas todas pequeñas, deformes,
y son seis sus larguísimos cuellos y horribles cabezas
cuyas bocas abiertas enseñan tres filas de dientes
apretados, espesos, henchidos de muerte sombría.
La mitad de su cuerpo se esconde en la cóncava gruta;
las cabezas, empero, por fuera del báratro horrible
van mirando hacia el pie de la escarpa y exploran su presa,
sean delfines o perros de mar o, quizá, algo más grande,
un cetáceo entre miles que nutre la aullante Anfitrita.
Los marinos jamás se ufanaron de haber escapado
con la nave sin daño de allí, que con cada cabeza
siempre a un hombre arrebata aquel monstruo del barco azulado.
El peñasco de enfrente es, Ulises, más bajo, y se opone
al primero a distancia de un tiro de flecha; en él brota
frondosísima higuera silvestre y debajo del risco
la divina Caribdis ingiere las aguas oscuras.
Las vomita tres veces al día, tres veces las sorbe
con tremenda resaca y, si ésta te recoge en el paso,
ni el que bate la tierra librarte podrá de la muerte.
Es mejor que te pegues al pie de la roca de Escila
y aceleres la nave al pasar. Más te vale con mucho
perder sólo seis hombres que hundirte tu mismo con todos.
Así Circe me dijo, mas yo por mi parte repuse:
“Bien, !Oh diosa!, contesta a esto otro que voy a decirte:
¿no pudiera yo acaso, escapando a la infausta Caribdis,
defenderme de Escila al venir a atacar a mis gentes?”
Tal le dije y al punto repuso la diosa entre diosas:
“!Obstinado” Tú siempre pensando en esfuerzos guerreros
y proezas. No cedes siquiera ante dioses eternos,
que no es ella mortal, antes bien, una plaga sin muerte,
un azote tremendo, agobiante feroz e invencible,
y no hay fuerza capaz contra él: lo mejor es la huída.
Si te paras armado de frente a aquel risco, me temo
que, volviendo a lanzarse, os alcance otra vez con las mismas
seis cabezas y os saque del barco otros tantos varones;
sólo os queda remar bien aprisa y llamar en socorro
a Cratéis, la madre de Escila, que trajo a los hombres
esa plaga: ella sola podrá contener sus ataques.
Vendrás luego a Trinacia, la isla en que pastan las muchas
recias vacas del Sol y sus fuertes ovejas: son siete
las vacadas y siete los bellos rebaños, cincuenta
las cabezas por hato. No tienen paciencia esas reses
ni fenecen jamás y las llevan al pasto unas diosas,
unas ninfas de hermosos cabellos, Faetusa y Lampetia;
que del Sol Hiperión engendró la divina Neera.
Tras darlas a luz y criarlas llevólas su madre
a la isla Trinacia allá lejos y en ella las puso
a guardar las ovejas del padre y sus vacas rollizas.
Si a esas reses respetas atento tan sólo al regreso,
a la patria podréis arribar no sin grandes trabajos;
mas si en algo las dañas, entonces predigo ruina
para ti, tu bajel y tu gente, y si tú la esquivases
irás tarde, en desgracia, con muerte de todos tus hombres”.
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