jueves, 6 de julio de 2017

AFORISMOS Y CAVILACIONES 2. Sobre el Deseo (II)


Querer es poder: uno sólo puede hacer aquello que desea hacer; que se nos presente ante nosotros un abanico de alternativas, en cuanto a las acciones posibles, no significa que las podamos llevar a cabo. Sólo podemos llevar a cabo aquello que queremos. Sin embargo, sobre nuestro querer, que se presenta constantemente como hilo conductor y motor de nuestra vida espiritual, podemos realizar una labor de aclaración, de ampliación de su radio de acción.

Que hayamos querido unas cosas en el pasado, que nuestro ser haya sido con respecto al pasado un modo de querer unas cosas determinadas y no otras, no significa que estemos condenados a repetir esas querencias. Si todo nuestro poder se cifra en nuestro querer, entonces las cosas que podemos hacer están contenidas en el querer. Vistas las cosas desde la esfera de lo que podemos, éstas nos parecen inasequibles, cosas que nos son imposibles podérnoslas. Topamos con una voluntad configurada de una determinada manera que apenas podemos modificar. En cambio, vistas desde el querer, las cosas nos pueden ser queridas, podemos amarlas e ir hacia ellas. Quizás la clave de este querer se halla en el amor mismo, y si no queremos unas determinadas cosas es porque no las amamos suficientemente.


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No sólo nuestros pensamientos están movidos por el deseo, sino también aquellas actividades que llevamos a cabo en la vida diaria. La dirección y el interés de los sentidos, la dirección de nuestros pasos, etc. Qué es lo que elegimos percibir y por qué motivos. Por tanto, no sólo hacia donde dirigimos la mente, el curso de nuestros pensamientos, sino hacia donde dirigimos nuestros sentidos para percibir lo que percibimos y por tanto para hacerlo objeto de nuestra representación con el exacto contexto e intención en que lo hemos ido a percibir. Es decir, una representación de nuestra mente no está libre de un contexto, de ese horizonte determinado en el que hemos ido a colocarnos. Los que hace que nos orientemos dentro del mundo es precisamente nuestro deseo: la brújula por la que nos orientamos para encaminar nuestros pasos.


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Queremos que la realidad se realice de un modo  tal acorde con nuestros deseos en el “nos gustaría que la realidad fuera como nos gustaría”. Es como si quisiéramos vincular y maniatar la omnipotente voluntad del mundo a nuestra minúscula voluntad. La clave se debería hallar en desentenderse de este vínculo o anudar el vínculo en el sentido contrario, no desear otra voluntad que la voluntad del mundo: tal es el proceder de los místicos cuando no desean más que se haga la voluntad de Dios. No que las cosas ocurran como queremos nosotros, sino desear que ocurran tal como quiere la naturaleza de esas cosas o la hipercompleja voluntad del mundo.


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El modo con el que nos vinculamos al mundo por medio de la acción no es el pensamiento sino el deseo. Estamos por medio del pensamiento en las cosas porque las deseamos y por esto las pensamos; o también podría decirse que el deseo sobre las cosas es el grado de temperatura e intensidad más elevado al que pueden llegar nuestros pensamientos. La raíz de todo pensamiento es el deseo que lo hace crecer.



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El deseo se expresa en el valorar  a los otros hombres y las cosas, pues al valorar algo expresamos con ello nuestro deseo hacia las cosas, de modo que cuando despreciamos algo o a alguien estamos colocando nuestro modo de desear algo, y ese valor o disvalor lo expresamos en forma de aprecio o desprecio: de ahí proceden todas las expresiones despectivas que el hombre tiene sobre cosas y hombres. Los hombres que nos rodean, con sus acciones, complacen o defraudan nuestros deseos sobre cómo debe ser el hombre.


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Ese deseo sobre las cosas, que es el motor de toda  nuestra vida, no es más que "un tender hacia" las cosas, o puede ser expresado de esta manera, y es lo que explica que la vida fenomenológica tenga como motor la intencionalidad.


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 El régimen de nuestros deseos determina nuestra manera de ser y nuestra personalidad; también lo podríamos expresar a la inversa: nuestra personalidad, modo de obrar, etc., pauta el tipo de deseos que abrazamos. De tal modo que unos deseos se anulan por la aparición de otros deseos neutralizadores. Así, aquel hombre codicioso que desea  el dinero más que nada en el mundo puede dejar de quererlo si a la vez ama a una persona que aborrece el dinero.


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Al ser conscientes de que el deseo es el hilo conductor de toda nuestra vida anímica, todos los más inexplicados sucesos de ésta se nos vienen a aclarar; se nos aclaran todas nuestras reacciones cuando nos damos cuenta de que son índice enmascarado de un determinado deseo , de que cada reacción que la realidad circundante despierta en nosotros es una reacción deseada. Así,  si un hombre no nos da las gracias que creemos merecer y nos asalta una reacción de rencor, lo que se esconde en esta reacción es el deseo de ser querido por otros, que nos sean gratos, etc.


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Podemos aspirar a cambiar nuestra realidad más íntima y el ser que somos, pero resulta inútil la aspiración a querer cambiar la realidad del mundo que nos rodea, con sus seres y sus estados de cosas; solo nos es dado cambiar el mundo a través de nuestro ser íntimo y no nos queda más alternativa que dejar estoicamente que la realidad externa se desarrolle según voluntad propia. Si esta realidad externa se ha de modificar por nuestra propia voluntad, no podrá serlo más que como resultado de una modificación previa que se haya operado en nosotros.


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Uno de las claves para inteligir el fenómeno del deseo es la fascinación: nos quedamos fascinados por determinados seres y cosas –predominantemente por su belleza o su poder- y son al final estas cosas que nos fascinan las que suscitan nuestro deseo. El régimen de deseos de un hombre pende del régimen de sus fascinaciones.

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