miércoles, 23 de agosto de 2017

POETAS 2. José Angel Valente V ("Fulgor")

 
 


José Ángel Valente do Casar nace en Orense el 25 de abril de 1929, en el seno de una familia de clase media. El mundo provinciano que tuvo que respirar durante su infancia  y adolescencia queda rememorado peyorativamente en alguna de sus obras. Estudia las primeras letras con los jesuitas y el bachillerato en el instituto provincial. En 1946 publica su primer poema, en una época en que aún utiliza el gallego como lengua poética. Empieza a estudiar derecho en Santiago, pero se traslada enseguida a Madrid. Allí deja en un segundo plano los estudios jurídicos para centrarse en los filológicos, que culmina en una licenciatura, con premio extraordinario, en 1954. Este año va a ser capital también para su poesía al  presentarse simultáneamente a los premios Boscán y Adonáis con dos libros distintos. Gana el Adonáis con A modo de esperanza, adquiriendo notoriedad como joven promesa entre los poetas de su generación. Pero lo que le va a diferenciar de sus compañeros de  promoción será el  hecho de que, a partir de este poemario, todos sus libros serán escritos fuera de España.

Se traslada a la universidad de Oxford, donde trabaja y completa su formación entre 1955 y 1958, impartiendo clases, lo que le confiere el título de Master of Arts. De allí pasa a Ginebra como traductor de la ONU, hasta el año 1980. Casi toda su vida de adulto trascurrirá en el extranjero, en lo que se ha venido considerando una suerte de exilio voluntario. La distancia no impide que publique periódicamente en distintas revistas literarias. El alejamiento de una España que le resulta poco tolerable va a marcar el signo de su poesía. Este distanciamiento de su país se va a ensanchar aún más a raíz de la publicación de su cuento “el uniforme del general”, en 1971, por el que es sometido a un consejo de guerra. En 1975 va a París como jefe del servicio de traducción española de la UNESCO. En 1985 decide radicarse en Almería.  Sus últimos años van a estar marcados por una tragedia familiar al morir uno de sus hijos por  sobredosis en 1989, algo que va a dejar también su eco en la parte final de su obra.  Muere en Ginebra el 18 de julio de 2000, ciudad a la que había ido en busca de curación para una enfermedad de pulmón.

Valente ha revelado su concepción de la poesía en diversos artículos y libros de ensayo.  Para Valente, el creador no se enfrenta a unos hechos o ideas que se han de comunicar, sino a un “material de experiencia no previamente conocido”, un material informe que sólo por el lenguaje podemos sondear. En palabras de Valente, “el poeta no opera sobre un conocimiento previo del material de la experiencia sino que ese conocimiento se produce en el mismo proceso creador”. Desde estas premisas no resulta ya rara la exploración que el poeta realizará  a lo largo de su obra por los dominios de la mística. Al igual que la mística, la poesía no está para expresar vivencias sino para indagar y conocer esas vivencias. Toda la evolución de Valente describe la trayectoria que va de una poesía incluida por Leopoldo de Luis en su antología de la poesía Social hasta la poesía de su obra más madura que se sitúa en la frontera que separa el silencio del lenguaje. Su poesía, desnuda y de extrema concisión, se sumergirá, con el paso del tiempo, en las corrientes de la mística, pero sin abandonar nunca las preocupaciones éticas y meditativas. Esta exigencia moral se volcará en su primera etapa denunciando los horrores de la guerra civil y la sordidez de la postguerra. Entre los escritores que influyeron en su obra se encuentran, por su parte mística y silente, San Juan de la Cruz, Lautreamont, Rimbaud  y Lezama Lima; por la parte donde resuena su dolor íntimo y cívico, Quevedo, Cernuda y César Vallejo

Su obra comienza con la publicación en 1955 de A modo de esperanza, que llamo la atención de lectores y críticos por la originalidad de sus modos expresivos: una desnudez que huye de lo anecdótico para alcanzar categoría de símbolo. Es recurrente el tema de la guerra civil vista a través de los ojos de un niño y toda la asfixia de la postguerra bajo una dictadura.  En su nuevo libro La memoria y los signos (1966), se funde la mirada retrospectiva con los trágicos sucesos de la historia colectiva. En Siete representaciones (1967), juega con las sugerencias de los siete pecados capitales. En Presentación y memorial para un monumento (1970) recorre la historia de la infamia y el horror a través de las doctrinas que han intentado instaurar un orden providencial en el mundo, desde el nazismo hasta la persecución anticomunista en los Estados Unidos.   El aire de denuncia y malestar se hace más sofocante en su siguiente libro, el inocente. En Interior con figuras, (1977) profundiza en el mundo interior, en los intríngulis del conocimiento y el lenguaje. Entretanto, Valente ya ha llevado a cabo su exploración ética desde la crítica de lo colectivo hasta una crítica de la moral individual que empezó a aparecer en Siete representaciones.  También empieza a despuntar  la sátira y la parodia, aprendida en Goya y en Quevedo, y que se desata en Memorial para un monumento.  La nueva trayectoria que va a trazar por los caminos de la mística comienza a anunciarse en su siguiente libro de poesía, Material memoria, (1978). Ya en su libro de ensayos Las palabras de la tribu (1971) había aludido a “la hermenéutica y la cortedad del decir” de la tradición mística. En esta tradición ahonda al preparar una edición del místico Miguel de Molinos sobre la guía espiritual, que influirá en su ya aludido libro Material memoria. A juicio de Andrés Sánchez Robaina, se trata de  “un escoramiento tanto hacia una radical fundamentación metafísica como hacia un fragmentarismo no menos radical inscritos en lo que el autor ha llamado estéticas de la retracción, es decir, de formas breves propias de un sector de la poesía, la pintura o la música contemporáneas”. Su apuesta por la estética del silencio y la desnudez propias de la mística va a generar en su poesía “imágenes de desnudez, de transparencia o de errancia incondicionada del ser”. Es a partir de este libro, Material memoria, donde su lenguaje sufre, bajo la influencia de San Juan de la Cruz, una gran metamorfosis, una “radicalización estética y moral”, en palabras de Robaina. Esta profundización en la poesía mística le conduce de forma natural hacia las tradiciones místicas árabe y judía. En seis lecciones de tinieblas, (1980), busca que el lector se vaya desprendiendo de la palabra como referencia para que emerja con toda la fuerza su referente, el cuerpo material de la letra con todas sus sugerencias: a través de las letras del alfabeto hebreo logra trenzar un espontáneo mundo de imágenes procedentes de la cábala. Su siguiente libro insiste en el camino de la mística ya desde el mismo título, Mandorla, (1982,) el cual  remite al centro; se trata de la almendra mística que centra y absorbe al visionario. Tras escribir Fulgor, 1984, va a continuar, en Al Dios del lugar, (1989) el proceso de vaciamiento interior que trata de abolir todo sentido para acabar encontrándolo en el peldaño superior del “no entender” sanjuanista. En palabras de Carmen Martín Gaite, “parece como si el poeta hubiera dado un paso aún más audaz en su camino hacia el vacío, hacia la asunción de lo inefable”. En este libro, como en el que le sigue, No amanece el cantor, 1982, va a culminar su evolución hacia lo prosístico y fragmentario; "la escritura fragmentaria –en palabras de Jacques Ancet-no como residuo sino comienzo, fundación, apertura”. El fragmento llega a erigirse en una sola frase en el medio de una página en blanco: “No pude descifrar, al cabo de los días y los tiempos, quién era el dios al que invocara entonces”, dice el texto completo de uno de sus poemas. En “No amanece el cantor” contiene una elegía por el hijo muerto que se convierte en una dolorida endecha: “Ni una palabra ni el silencio. Nada pudo servirme para que tú vivieras”. El ciclo poético de Valente se cierra con “Fragmentos de un libro futuro (2000), publicado el mismo año de su muerte. A su obra poética hay que añadir la ensayística, que ha girado en torno a sus preocupaciones literarias. La mayor parte de sus trabajos se han reunido en Las palabras y la tribu (1971), Variaciones  sobre el pájaro y la red (1991) y la experiencia abisal (2004).

Los poemas que se presentan aquí proceden de su libro Fulgor, 1984, una suite de treinta y seis poemas en torno al cuerpo, que festejado como celebración logra alcanzar una unidad más honda con el espíritu. Los símbolos eróticos se funden con los símbolos sagrados. Con elocuentes palabras ha definido Jacques Ancet  el tema del libro: “A diferencia del cuerpo del ángel, el cuerpo femenino es un médium. Es puerta. Da a la noche de la desposesión.  Por eso reaparecen cada vez con mayor frecuencias las imágenes de la sumersión y su simbolismo nocturno y acuático: el acto de amor es absorción, devoramiento del amante, pérdida de identidad, inmersión en las aguas madres, descenso a lo oscuro.”


                I

En lo gris,

la tenue convicción del suicidio.

 

El verano tenía la piel húmeda.

 

Se pegaba secreta en los residuos

del paladar la sed.

 

Crecieron escondidas las arañas

envolviendo la voz en improbables

redes.

 

             Pálidos

caian uno a uno los muñecos

abatidos del alba.

                                 Acaso tú

con lento amor

los fueras destruyendo.

 

Se pega jadeante

La piel del aire

El cuerpo del durmiente.

 

No estoy. No estás.

No estamos. No estuvimos nunca

aquí donde pasar

del otro lado de la muerte

tan leve parecía.

 

 

II

Olvidar

             Olvidarlo todo.

                                          Abrir

Al día las ventanas.

                                    Vaciar

la habitación en donde,

húmedo, no visible, estuvo

el cuerpo.

                   El viento

la atraviesa.

                       Se ve sólo el vacío.

Buscar en todos

los rincones.

                        No poder encontrarse.

 

 

III

El cuerpo se derrumba

desde encima

de sí

como una ciudad roída

corroída,

muerta.

 

No conoció el amor.

                                     El cuerpo

caído sobre sí

desarbolaba el aire

como una torre socavada

por armadillos, topos, animales

del tiempo,

nadie.

 

 

IV

Ahora que tu cuerpo te abandona o toca

tardío la extinción:

¿tuviste cuerpo tú alguna vez,

gloriosamente ardido cuerpo, tú,

cuerpo del desear?

 

 

V

Reiterado, el necio

Inútil tiende

su persistente araña triste

hacia qué sombra.

 

 

VI

Dime,

cuerpo,

entera latitud.

                          Oía

 Tu rumor

como el del viento

soplando oscuro sobre

qué alma o cuerpo únicos.

                                                  Se hizo

el cuerpo la palabra

y no lo conocieron.

 

 

VII

Arrastraba su cuerpo

como ciego fantasma

de su nunca mañana.

 

Ardió de pronto

en los súbitos bosques

el día.

           Vio la llama,

conoció la llamada.

 

El cuerpo alzó a su alma,

se echó a andar.

 

 

VIII

Vuelvo a seguir ahora

Tu glorioso descenso

Hacia los centros

Del universo cuerpo giratorio,

Una vez más ahora,

Desde tus propios ojos,

Tu larga marcha oscura en la materia

Más fulgurante del amor.

 

La noche.

 

Me represento al fin tu noche

Y su extensión, la noche, tu salida

Al absoluto vértigo,

La nada.

 

 

IX

Bebe en el cuenco,

En el rigor extremo

De los poros quemados

El jugo oscuro de la luz.

 

 

X

Extensión del vacío

En las estancias del amanecer.

 

No puedo incorporarme, cuerpo,

En ti.

         La voz

Desciende muda con los ríos

Hacia el costado oscuro de la ausencia.

 

 

XI

No me abandones tú en los sumergidos

Muelles de esta anegada primavera.

                                                                   Hay ríos

De enorme luz que arrastran los quemados

Baluartes del aire, lentas

Barcazas que naufragan, cuerpos

Que nunca más alcanzarán el mar.

 

 

XII

Moluscos lentos,

Sembradas estás de mar, adentro

De ti hay mar: moluscos del beber

En ti el mar

Para que nunca en ti

Tuvieran fin las aguas.

 

 

XIII

En el líquido fondo de tus ojos

Tu cuerpo salta el agua

Como un venado transparente.

 

 

XIV

Este mi cuerpo todo

Quebrantado,

Andado

Por pedregal y monte

Y llano seco,

Ahora se levanta y corre

Como niño incendiado

En la mañana, salta

Los fuertes y fronteras, este

Cuerpo mío de sombras

En la súbita luz.

 

 

XV

Cuerpo, lo oculto,

El encubierto, fondo

De la germinación,

La luz,

Delgados hilos

Líquidos,

Medulas,

Estambres con que el cuerpo

Alrededor de sí sostiene

El aire, bóveda,

Pájaro tenue, terminal, tejido

De luz corpórea al cabo

El despertar.

 

 

XVI

En algún pliegue

De ti

Estaba, cuerpo,

La muerte ritual vestida

Como niña de mañana cantora.

 

 

XVII

Duele en todos los huesos

El oscuro quebranto

Del corazón.

                        Junio arrastra de pronto

Avenidas de frío,

Heladas sierpes, láminas que buscan

El centro del amor.

                                   Tú llevas, cuerpo,

A grandes pasos,

Sobre tus duros hombros,

El peso entero de este llanto.

 

 

XVIII

El pensamiento melancólico

Se tiende, cuerpo, a tus orillas,

Bajo el temblor del párpado, el delgado

Fluir de las arterias,

La duración nocturna del latido,

La luminosa latitud del vientre,

A tu costado, cuerpo, a tus orillas,

Como animal que vuelve a sus orígenes.

 

 

XIX

Para la longitud de las caricias,

De las lentas palabras que aún no pude

Decir, para el descenso

Moros  a las riberas, cuerpo,

De ti, adonde

Florece el despertar, anémona,

Hoja extendida en el reverso de su misma luz,

Cumplido

Cómplice de tu noche, cuerpo,

Señor oscuro

De tu tan cegadora claridad.

 

 

XX

Amanecer.

                    La rama tiende

Su delgado perfil

A las ventanas, cuerpo, de tus ojos.

 

Pájaros. Párpados.

                                  Se posa

Apenas la pupila

En la esbozada luz.

                                   Adviene, advienes,

Cuerpo, el día.

                           Podría el día detenerse

En la desnuda rama

Ser sólo el despertar.

 

 

XXI

Asciendes como

Poderoso animal

Por la pendiente húmeda

Del aire donde

Me engendras, cuerpo, en tu latido cóncavo.

 

 

XXII

El gato es pájaro.

 

Salta de su infinita

Quietud

Al aire.

             Se hace presa.

Es cuerpo, presa con su presa.

                                                       Vuela.

Desaparece hacia el crepúsculo.

 

XXIV

En el amanecer, en las primeras

Brumas de ti que crean el espacio

Y la figuración pupila o mano,

Manantial de la noche, cuerpo, tú,

Rumor distinto de las otras formas

Que sólo tú despiertas en la luz.

 

 

XXV

Entrar,

Hacerse hueco

En la concavidad,

Ahuecarse en lo cóncavo.

                                               No puedo

Ir más allá, dijiste, y la frontera

Retrocedió y el límite

Quebróse aún donde las aguas

Fluían más secretas

Bajo el arco radiante de tu noche.

 

 

XXVI

Con las manos se forman las palabras,

Con las manos y en su concavidad

Se forman corporales las palabras

Que no podíamos decir.

 

 

XXVIII

Sumergido rumor

De las burbujas en los limos

Del anegado amanecer,

Innumerables órganos

Del sueño

En la vegetación que crece

Hacia el adentro

De ti o de tus aguas, ramas,

Arterias, branquias vertebrales,

Pájaros del latir,

Arbóreo cuerpo, en ti, sumido

En tus alvéolos.

 

 

XXVIII

A los recintos últimos del alma

Nocturno entraste, cuerpo, para

Que no pudiera

Morir, para llevarla

En tus desnudos brazos a la raya

Del sol, en el ardiente

Confín del día o de la luz

Que ya se avecinaban.

                                             (Epitalamio)

 

 

XXIX

Descender por el tacto a la raíz

De ti, memoria

Húmeda de mi tránsito.

 

 

XXX

Venías, ave, corazón, de vuelo,

Venías por los líquidos más altos

Donde duermen la luz y las salivas

En la penumbra azul de tu garganta.

 

Ibas, que voy

De vuelo, apártalos, volando

A ras de los albores más tempranos.

 

Sentirte así venir como la sangre,

De golpe, ave, corazón, sentirme,

Sentirte al fin llegar, entrar, entrarme,

Ligera como luz, alborearme.

 

 

XXXI

La longitud extrema de la noche

Como un inextinguible

Cuchillo.

 

Noción del alba.

                             Abrimos tus entrañas.

Y tú las salpicabas como lluvia

Mientras yo las bebía

Como pájaros vivos.

 

 

XXXII

El paladar, su trémula

Techumbre del decir.

                                      Humedecida

Raíz.

           Formaste del barro y la saliva

El hueco y la matriz, garganta,

En los estambres últimos de ti.

 

 

XXXIII

Ya te acercas otoño con caballos heridos,

Con ríos que rebasan el caudal de sus aguas,

Con sumergidos párpados y vientres sumergidos,

Con jardines que bajan descalzos hasta el mar.

 

Ya llegas con tambores enormes de tiniebla,

Con largo lienzos húmedos y manos olvidadas,

Con hilos que deshacen en aire la mañana,

Con lentas galerías y espejos empañados,

Con ecos que aún ocultan lo que ha de ser voz.

 

Y de sí desatado el cuerpo envuelto en oros

Desciende oscuro al fondo oscuro de tu luz.

 

 

XXXIV

Qué sabes, cuerpo, tú de mí

Que así me miras

En esta tarde melancólica,

Me escrutas, piensas, mueves

La cabeza donde insólito dura

El aire

De aquella nuestra juventud.

                                                     Y ahora

Que la navegación se anuncia larga y nada

Parecería haber que no hubiéramos muertos,

Desnudo cuerpo, dime,

Qué sabes tú de mí que así me miras

En la borrada orilla oscura de este mar.

 

 

XXXV

La aparición del pájaro que vuela

Y vuelve y que se posa

Sobre tu pecho y te reduce a grano,

A grumo, a gota cereal, el pájaro

Que vuela dentro

De ti, mientras te vas haciendo

De sola transparencia,

De sola luz,

De tu sola materia, cuerpo

Bebido por el pájaro.

 

 

XXXVI

Y todo lo que existe en esta hora

De absoluto fulgor

Se abrasa, arde

Contigo, cuerpo,

En la incendiada boca de la noche.

 


 

 

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