sábado, 26 de agosto de 2017

AFORISMOS Y CAVILACIONES 10. Las edades del hombre (I)


Los jóvenes: se les ve cruzando el espacio y se puede percibir cómo se dirigen al futuro y eso en cada uno de sus gestos y movimientos. Lo mismo se puede decir de los ancianos, pero en sentido contrario: se les venir desde todo su pasado  y se puede percibir que apenas se dirigen a parte alguna. Unos van tan despacio que parece que no tienen prisa; otros tan rápido que quisieran llegar ya. Ambos son como fantasmas que en el espacio y en el presente cobran cuerpo –se corporeizan- como viniendo de otro tiempo y de otro mundo para insertarse en éste. Y en el medio se presentan los adultos, como madurando en su propio mediodía y  que parecen que siempre hubiera estado ahí, con  su pasado y su futuro en equilibrio.
 
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Los niños tienen la audacia del adulto que aún no ha perdido su inocencia.
 
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Cuando se llega a cierta edad se cae en la cuenta que se está sucediendo a una generación  que declina y perece y que sobre las cabezas de los sucesores queda la responsabilidad de continuar el rumbo que habían impreso los que se van y la exigencia de hacerlo bien, de valorar con equidad los logros de las generaciones anteriores y la sensación de estar quedándose solos y, por tanto, también la sensación de ser pioneros, de estar en la situación de tener que descubrir el mundo de nuevo porque de momento y durante unos años nadie lo podrá descubrir por nosotros.
 
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Pero también habría que decir que cada generación es siempre pionera y va en cabeza, pues en cada periodo vivido ella se convierte en  la pionera de su edad. Desde una perspectiva generacional, fuimos en cada momento los únicos niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos que se cruzaron por el mundo.


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La juventud: la atracción fatal. Concita todas las fuerzas que atrae a su alrededor, precisamente por constituir ella un haz de fuerzas, un desordenado tumulto de energías que sabe ordenar a su alrededor las demás fuerzas dispersas. De ahí su poder y su atractivo, la alegría y el vigor pujante.

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Todos los gestos de los adolescentes delatan que quieren ser adultos con precipitación, como si acabasen de dar un portazo a su infancia.

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Es como si a medida que envejeciéramos nos fuéramos emborronando hasta acabar borrándonos del todo, pero lo cierto es en que en materia de personalidad  resulta todo lo contrario. Nuestra figura se va perfilando cada vez más hasta quedar completamente nítida y fijada: y es que cuerpo y espíritu recorren el mismo camino pero en direcciones opuestas. Al hombre le es dado alcanzar la madurez del espíritu justo en el momento en que su cuerpo está ya también listo y maduro para dejar que se desprenda ese fruto que ya no pertenece a la materia. Si la vejez es tan aborrecida en nuestros días es porque el hombre ha perdido la fe en las fuerzas del espíritu  y se deja vencer fácilmente por las apariencias.
 
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Ya casi no nos gusta nada de lo que antes nos gustaba pero cuántas cosas comienzan a gustarnos. Se nos están muriendo algunas costumbres pero cuántas otras nos están naciendo. No nace nada nuevo sino en la medida en que va muriendo lo viejo.

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Nuestra tarea es la de entregar en la mejor coyuntura el testigo que también a nosotros nos entregaron. Cuando nos damos cuenta de que el testigo está en nuestras manos, nos percatamos de que apenas nos queda ya tiempo para correr. Pero esto no es cierto. Siempre nos hemos estado preparando, sólo que en el momento en que tenemos que imprimir el ritmo del sprint es cuando somos conscientes de que lo que teníamos entre manos era un testigo.
 
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Si el hombre odia la vejez, hará todo lo posible por no llegar a esa edad. Va a intentar postergarla, disimularla, ocultarla, y vivirá su presente atemorizado, pues al final esa edad llegará inexorablemente. Cada momento del tiempo es constelación de una edad, es acumulación de un tiempo sucesivo, comprensión de ese tiempo, pero en el ser vivo no puede haber comprensión de ese tiempo sin una sucesiva transformación. Cada edad representa la manera en que hemos transformado en nuestra figura y en nuestros modales el tiempo que se nos ha dado.
 
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Hay que saber que el ser que hemos dejado atrás, el ser que hemos sido pervive en el entorno, en sus obras. El mundo lo contiene, contiene, debidamente asimilado el ser que fuimos, pero lo conserva en obra; si no somos capaces de percibirlo es porque está diluido en la gran Obra que es el U
niverso. En el mundo no podemos dejar nuestro ser, sólo nuestro obrar. Todo lo que obramos es para dejar un símbolo, una cifra incógnita de nuestro ser en el mundo. Sólo podemos simbolizarnos de esta manera. El envejecimiento es el precio que pagamos  por rejuvenecer, por dar vida al mundo y por sostenerlo en nuestro regazo. ¿Quién no estaría dispuesto a pagar ese precio por colaborar en la pervivencia y rejuvenecimiento del universo? No se nos puede ofrecer mejor don ni mejor tarea.


Esta es la única manera de que nuestra vida sea un renovado rejuvenecimiento: que nuestro pasar por el mundo sea un siempre estarse despertando, un despertar cada vez más hondo para que podamos ver este mundo siempre despiertos.
 
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Amar la vejez es amar una vejez con proyectos. El hombre necesita de la vejez porque sabe que ahí ocupa un lugar, porque necesita de esa edad para culminar su proyecto. Por eso no puede haber vida bien cumplida si no ha sido vivida bajo la luz de un proyecto.
 
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Por muy rica en aventuras que llegue a ser la vida de un hombre, tal cúmulo de experiencias nunca superará a la exploración que lleva a cabo un niño cuando se le permite salir solo a la calle  por primera vez.
 
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La vejez: el que se ha dejado conformar por esas arrugas  y por ese encorvamiento ha indisciplinado su cuerpo bajo una rigurosa deformación, de la misma manera que otros viejos lo han conformado bajo la disciplina de la formación. Aquella región que no se somete a una tarea de disciplina y formación acaba siendo vencida por el peso de la deformación.
 
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En todos los recién nacidos queda una expresión en su rostro y en sus gestos como si hubieran sido sorprendidos y se preguntasen: ¿Pero qué hago yo aquí? Con el tiempo la sorpresa se irá difuminando y la pregunta se irá olvidando, pero permanecerá la angustia de no haber obtenido una respuesta.
 
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Al anciano se le acaba de desprender la máscara que él mismo se fue colocando durante su vida, para convertirse por fin en el niño que fue, con los mismos tics, con los mismos traumas y gestos que tenía entonces, pero ya al desnudo y en carne viva.
 
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La madre siempre se muere cuando el hombre es todavía un niño.  Y es entonces cuando se hace adulto.
 
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Si el hombre desprecia y teme tanto la vejez no es porque ésta tengo algo malo –al contrario, no es peor ni mejor que cualquier otra edad- sino porque  en toda su fisonomía se puede leer que el hombre no puede escapar de la muerte.

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