Toda persona posee un don; no es ningún don particular, es el
don que le permite realizarse plenaria y productivamente y que le ofrece
la oportunidad de encontrar su centro en el mundo y a partir de ese centro
hacer irradiar toda su capacidad de obrar.
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No cabe duda de que debe tener algún sentido la individualidad
en la que nos encarnamos, pero el mayor sentido está en la comprensión de que
hay que aniquilar el yo; es ahí donde la individualidad adquiere su mayor rango
y ha comprendido ya lo que significan todas las individualidades.
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Para que un hombre progrese espiritualmente ha de aniquilar
su yo. El progreso espiritual del hombre está marcado por este peregrinaje en
el que el yo se acaba extraviando cuando llega a su meta. Toda persona en un momento dado atraviesa algunas
de las etapas que balizan esta travesía. La personalidad se constituye a través
de las maniobras que el ego va llevando a cabo para su sacrificio o
autoaniquilamiento. El ego siempre se atasca en cada una de sus conductas.
Fácilmente queda atascado el hombre y resulta ser el ego el obstáculo más
grande para alcanzar su progreso verdadero. Se trata de darle al ego el acicate suficiente para que se abra paso;
pero lo que ha de venir tras este abrirse paso es una incógnita. Y esta
incógnita abre un vacío que da pavor. Pues todo vacío del ego es una imagen de
la muerte. Pero el hombre sólo logra resplandecer cuando acaba dando muerte a
su ego.
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Entre las infinitas cosas valiosas que pueden contemplarse en
este mundo, a menudo el hombre suele elegir la más insignificante: acaba
contemplando su propio ombligo.
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Cuanto más objetivamente refleja un sujeto el mundo (por la
desaparición de ese sujeto), más mundo se va constituyendo el sujeto. Si el sujeto
deja reflejar su sombra en el mundo, el
mundo se vuelve subjetivo, se eclipsa y se empobrece; si ocurre al revés, si el
sujeto hace todo lo posible por reflejar el mundo, el sujeto va ampliando su
mundo, se hace universal y se enriquece.
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La iluminación que
reciben todas las cosas y seres del mundo, y que queda reflejada en su belleza,
en su esplendor, y en su fuerza. Pero se puede
ser fiel a esa iluminación, verla y ser consciente y reflejarla o, por el
contrario, ser ciegos a esa luz y no reflejarla. La alegría es el reflejo de
esa luz. Al igual que la paz. Cuanto menos se refleja esa luz más crece
alrededor la opacidad, la tristeza y la
violencia. La pesadez, la gravidez, la rigidez son también producto de la falta
de reflejo de esa luz. La pantalla que impide que la luz se refleje y que
vivamos de manera sombría es precisamente nuestro ego. No miramos el mundo más
que a través de un espejo empañado cuyo punto central somos nosotros mismos.
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¿Por qué no hacemos lo suficiente por la buena marcha del
mundo? ¿Por qué todo cuanto hacemos es pensando en nosotros mismos? por qué
para hacer lo suficiente antes sería necesario trascenderse al mundo, es decir,
traspasar la frontera que nos separa de él: abolir el ego que nos sirve de
referencia para hacer todo cuanto hacemos y que es lo que precisamente está trabando la buena marcha del mundo.
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El mundo no gira a nuestro alrededor. El próximo giro
copernicano que la humanidad espera debería aplicarse a demostrarlo y a demostrar que de esta manera
el mundo gira mejor.
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El asombro desde la más temprana infancia por la enormidad
del yo. Que dice que a medida que crece el cuerpo, ese yo se va encogiendo y
nunca recobra la plenitud oceánica de los primeros días. En ese apogeo de
la infancia, ha llegado a descubrir su yo gigante reinando sobre un grano de
vida, grano que se irá haciendo cada vez más grande, hasta convertirse en una roca
que el empequeñecido yo, trabado por todas las convenciones sociales, será
ya incapaz de cargar.
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Si el anhelo de perfeccionamiento está tan presente en el
hombre es porque cada vez que se mira al mundo –si se mira con mirada amplia- se
atisba enseguida que el mundo dista mucho de estar en ese proceso de
perfeccionamiento –el mundo humano-, siendo que ese proceso, esa posibilidad de
despliegue y potenciación está en la base del hombre como su propio ADN, y se
atisba especialmente cuando se percibe en el mundo la falta de la belleza; y es entonces que el hombre se da cuenta que
su tarea y sentido en esta vida es estar produciéndola para que el mundo
resplandezca a su alrededor, y que esa belleza es precisamente el motor que
mueve el anhelo de perfeccionamiento que tiene el hombre, y que es lo que da
razón de su espíritu creativo. El hombre solo puede perfeccionarse creando y
solo crea mediante la belleza.
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Uno es en la superficie muchas cosas contrarias a lo que en
el fondo es. Y lo verdaderamente nuestro está en el fondo hacia el que casi
nunca descendemos por pereza.
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El afán, el impulso o el conato de mediocrizarse, de
vulgarizarse, de agrisarse; ese impulso que está dormido pero continuamente
despertándose, latente y vigente. Que es lo más contagioso que hay por ser una
fuerza inercial que siempre está disponible para adueñarse de toda vida y para
extenderse por ella. Sólo se contagia el mal y lo vulgar (por enfermedad y por
tanto por debilidad). Por el contrario, el bien, la aristocracia y el
refinamiento no pueden ser transmitidos, sólo pueden ser emulados.
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La vida de uno sirve para que se comprenda que ella está para
ser trascendida, o mejor dicho, para trascender el propio ego y ver la vida
propia como una vida más y así fundirse con la vida global y conmoverse por la
pasión de todas los seres como si fueran nuestra propia pasión, y con la compasión
que da este trascenderse ampliar el horizonte del egoísmo y la vida propia y
tomar como horizonte la Creación completa. Ver nuestra vida como ajena es
llegar a ver las ajenas como propias. No
es tan importante lo primero como lo segundo.
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