miércoles, 21 de marzo de 2018

ANIMALARIO

 
 




Como otra vez había vuelto a quedarme solo, fui al animalario que hay cerca de mi casa y le pedí  a la dependienta que me sugiriese un  animal de compañía. La mujer que estaba detrás del mostrador era tan esquelética que parecía un animal de feria, con esa mirada lánguida y la cara de cera que se les va quedando a los vegetarianos.

- Mi último animal – le contesté, requiriendo a su pregunta- fue un gatito prematuro al que estuve alimentando con leche de cabra recién preñada.

Pero le expliqué que antes había tenido un camaleón traído de Venezuela que se quedaba gris cuando el día se nublaba, y se ponía rojo al salir el sol. Y antes me habían regalado  un perrito de bolsillo que iba enseñando por la calle para que la gente me diera conversación. Y también le hablé de mi grillo amaestrado en una jaula hecha con corcho y alfileres, con cuyo arrullo yo recuerdo haberme quedado dormido durante las noches del último verano. Y  es que siempre me han vuelto loco los animales.

-  Yo también he tenido muchos bichos en mi casa- me contestó la dependienta, y se puso a deshojar un catálogo de bichos todavía más estrafalario que el mío.



Como aquella mujer ya empezaba a abrumarme con tantas extravagancias, le hice un gesto adusto con el ceño. La mujer me dio a entender entonces que no le gustaban demasiado todos aquellos bichos, y me preguntó, para ir al grano, si todos esos animales de compañía habían muerto de muerte natural. Entonces me di cuenta de que no sabía muy bien de qué habían muerto todos aquellos bichos tan queridos. Y me sentí culpable: ni siquiera había tenido la curiosidad de consultar con el veterinario. Tal vez  los había ido envenenando con mi género de vida, con la mala vida que les hacía pasar acompañándoles. Tal vez, pensé, era yo la peor compañía posible. Sabiendo que mi interlocutora iba  a comprenderme, comencé a contarle la triste historia de una hormiguita rubia que yo tenía metida en una caja de cerillas cuando andaba preparando oposiciones, y que soltaba de vez en cuando para que acarrease el pisto que un periquito escupía desde su jaula hacia el suelo de la cocina. Pero cuando ya estaba a punto de entrar en los detalles íntimos de aquel accidente doméstico, me interrumpió haciéndome ver que no era necesario tanto alarde de ternura animal, y me pidió que le siguiese hasta la trastienda, donde enseguida vislumbré, recortado su perfil al trasluz de un ventanuco, a un empleado que estaba escribiendo a maquina con papel de carboncillo. Aunque aquella estancia seguía atufando a bichos, por más que miraba alrededor, no alcanzaba a ver ni una triste cobaya de laboratorio. Así que me costó mucho comprender que el hombre con manguitos y gafas de contable, que estaba como salmodiando encima de una vieja olivetti, era precisamente el animal que yo andaba buscando.

- Pero eso es sólo un hombre -dije desilusionado, y enseguida  me arrepentí de haberlo señalado con el índice, de aquella manera tan grosera.

- No exactamente- me corrigió-, pertenece a una familia de mecanógrafos y amanuenses y es capaz de imitar gestos y posturas de cualquier animal.

- Como Proteo- exclamé. Pero enseguida pensé que yo podía ser el próximo animal a imitar, y ya no me hizo tanta gracia aquella idea.

Cuando traté de inquirir más sobre el infeliz plumífero, que ahora resultaba ser un animal bien amaestrado, añadió que yo nunca podría imaginar la de cosas que aquel hombre era capaz de hacer cuando dejaba de escribir, y, para mi sorpresa, vi cómo de un plumazo hacía recular el rodillo desde el extremo izquierdo al otro extremo,  haciendo sonar  entonces un timbrazo que daba miedo, y que yo interpreté como una señal de “ahora prepárense, que comienza la función”, porque acto seguido, y sin mover el papel que le había estado viendo escribir con tanto ahínco, se levantó de la silla como sonámbulo y, ante mis ojos pasmados, comenzó a desplegar una danza que acabó abrumándome.

Primero emitió un cacareo y empezó a bostezar y a envolverse con los brazos, como si quisiera abrazarse  a sí mismo,  para ponerse luego a palmotearse como un loco todo el cuerpo; desperezándose, se tumbó sobre el suelo y se puso a mugir como si fuese una vaca que estuviera a punto de parir. Acto seguido, con una airosa cabriola, se enganchó con las dos manos en el remate de una lámpara de lágrimas e hizo unas flexiones que yo interpreté como las de un mono balanceándose en una liana; enseguida se aplicó a cotorrear como un loro, pavoneó sus brazos como si fueran alas y graznó cuatro palabrotas de las cuales yo sólo conocía una, luego se fue hacía el rincón donde había varias jaulas vacías, se abrió la cremallera y simuló ponerse a mear igual que un perro, levantando su muslo izquierdo sobre el pie de una jaula huérfana, y finalmente, arrancó con violencia del rodillo de la máquina el papel que había estado tecleando unos minutos antes, donde atisbé a leer que se trataba de una acotación a pie de página, se subió luego tímidamente  a una especie de tarima encima de la cual había un galán del que colgaban varios sombreros pasados de moda, y comenzó entonces a lanzarnos, mientras se calaba un sombrero tirolés, una furibunda soflama contra la principal especie amenazada del planeta, todo acompasado de gestos expresivos y violentos; hizo, al cabo, una reverencia calculada, y volvió a su silla, con un aire triste y pensativo, como si algo de lo que había dicho fuera una osadía que iba a provocarle algún desastre. Incluso me pareció atemorizado, como si tuviera ganas de llorar. Yo, la verdad, todavía no salía de mi asombro.

La dependienta me miraba expectante, como preguntándome qué me había parecido aquella interpretación. Yo todavía no estaba muy seguro, “antes es necesario saber a quien le abres la puerta de tu casa”, acabe advirtiéndole; pero viéndole aporrear aquella maquina con tanto empeño, me pareció tan seductor el personaje que no pude dejar de preguntar a la dependienta si lo que escribía aquel especimen tenía algún interés para un posible lector.

-  No lo sabe usted bien- me dijo, al pronto, con un tono enigmático.

La pena era que todo aquello no eran más que ensayos, apuntes que utilizaba para cambiar de forma. Pude entender que se valía de esos papeles escritos como un mero entrenamiento, buscaba fórmulas, tal vez pasadizos para transformarse en animales fantásticos; a veces, si se tenía paciencia y había suerte, era posible asistir al alumbramiento de una nueva especie, sólo que como eran especies fantásticas no había manera de saber de qué animal se trataba. Tal vez algún animal del futuro todavía tantaleando por alguna una cuerda floja, se me ocurrió pensar 

-Entonces-  acabó diciéndome la dependienta- todos esos aspavientos y gemidos acaban aburriendo y llegan a exasperar.

Y puso entonces la misma  cara de compasión que cuando me vio entrar vacilante en el animalario. Sin embargo, a mí, aquello me estaba empezando a resultar divertido

Así que me pareció bien aquel bicho tan raro. Casi puedo decir que me gustaba, que incluso me identificaba con él. A mí mismo, últimamente, me había dado por imitar a un animal que no existía más que en mi imaginación, y la gente con la que trataba no conseguía imaginar a qué tipo de animal imitaba, así que me iba poniendo cada día más raro. Pensé que con aquel animal de compañía podría volver de nuevo a la normalidad. Podría llegar a parecer humano, incluso. Por lo menos- me consolé- era tan raro como yo. Así que, finalmente, después de asegurarme que aquel mecanógrafo o Proteo, o lo que fuese, no le daba por imitar a sus dueños, ajusté con la dependienta –que cada vez me parecía más animal, por cierto- el precio y las condiciones de entrega, añadí a la bolsa de la compra un libro titulado “Animalario”,  y volví a mi casa pensando que por fin había adquirido mi mejor animal de compañía.

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