Como otra vez había vuelto a quedarme solo, fui al animalario que hay cerca
de mi casa y le pedí a la dependienta
que me sugiriese un animal de compañía.
La mujer que estaba detrás del mostrador era tan esquelética que parecía un
animal de feria, con esa mirada lánguida y la cara de cera que se les va
quedando a los vegetarianos.
- Mi último animal – le contesté, requiriendo a su pregunta- fue un gatito
prematuro al que estuve alimentando con leche de cabra recién preñada.
Pero le expliqué que antes había tenido un camaleón traído de Venezuela que
se quedaba gris cuando el día se nublaba, y se ponía rojo al salir el sol. Y
antes me habían regalado un perrito de
bolsillo que iba enseñando por la calle para que la gente me diera
conversación. Y también le hablé de mi grillo amaestrado en una jaula hecha con corcho y alfileres, con cuyo arrullo yo recuerdo haberme quedado
dormido durante las noches del último verano. Y
es que siempre me han vuelto loco los animales.
- Yo también he tenido muchos bichos
en mi casa- me contestó la dependienta, y se puso a deshojar un catálogo de
bichos todavía más estrafalario que el mío.
Como aquella mujer ya empezaba a abrumarme con tantas extravagancias, le
hice un gesto adusto con el ceño. La mujer me dio a entender entonces que no le
gustaban demasiado todos aquellos bichos, y me preguntó, para ir al grano, si
todos esos animales de compañía habían muerto de muerte natural. Entonces me di
cuenta de que no sabía muy bien de qué habían muerto todos aquellos bichos tan
queridos. Y me sentí culpable: ni siquiera había tenido la curiosidad de
consultar con el veterinario. Tal vez
los había ido envenenando con mi género de vida, con la mala vida que
les hacía pasar acompañándoles. Tal vez, pensé, era yo la peor compañía
posible. Sabiendo que mi interlocutora iba
a comprenderme, comencé a contarle la triste historia de una hormiguita
rubia que yo tenía metida en una caja de cerillas cuando andaba preparando
oposiciones, y que soltaba de vez en cuando para que acarrease el pisto que un
periquito escupía desde su jaula hacia el suelo de la cocina. Pero cuando ya
estaba a punto de entrar en los detalles íntimos de aquel accidente doméstico,
me interrumpió haciéndome ver que no era necesario tanto alarde de ternura
animal, y me pidió que le siguiese hasta la trastienda, donde enseguida
vislumbré, recortado su perfil al trasluz de un ventanuco, a un empleado que
estaba escribiendo a maquina con papel de carboncillo. Aunque aquella estancia
seguía atufando a bichos, por más que miraba alrededor, no alcanzaba a
ver ni una triste cobaya de laboratorio. Así que me costó mucho comprender que
el hombre con manguitos y gafas de contable, que estaba como salmodiando encima
de una vieja olivetti, era precisamente el animal que yo andaba buscando.
- Pero eso es sólo un hombre -dije
desilusionado, y enseguida me arrepentí
de haberlo señalado con el índice, de aquella manera tan grosera.
- No
exactamente- me corrigió-, pertenece a una familia de mecanógrafos y amanuenses
y es capaz de imitar gestos y posturas de cualquier animal.
- Como Proteo- exclamé. Pero
enseguida pensé que yo podía ser el próximo animal a imitar, y ya no me hizo
tanta gracia aquella idea.
Cuando traté
de inquirir más sobre el infeliz plumífero, que ahora resultaba ser un animal
bien amaestrado, añadió que yo nunca podría imaginar la de cosas que aquel
hombre era capaz de hacer cuando dejaba de escribir, y, para mi sorpresa, vi
cómo de un plumazo hacía recular el rodillo desde el extremo izquierdo al otro
extremo, haciendo sonar entonces un timbrazo que daba miedo, y
que yo interpreté como una señal de “ahora prepárense, que comienza la
función”, porque acto seguido, y sin mover el papel que le había estado viendo
escribir con tanto ahínco, se levantó de la silla como sonámbulo y, ante mis
ojos pasmados, comenzó a desplegar una danza que acabó abrumándome.
Primero emitió un cacareo y empezó a bostezar y a envolverse con los
brazos, como si quisiera abrazarse a sí
mismo, para ponerse luego a palmotearse
como un loco todo el cuerpo; desperezándose, se tumbó sobre el suelo y se puso
a mugir como si fuese una vaca que estuviera a punto de parir. Acto seguido,
con una airosa cabriola, se enganchó con las dos manos en el remate de una
lámpara de lágrimas e hizo unas flexiones que yo interpreté como las de un mono
balanceándose en una liana; enseguida se aplicó a cotorrear como un loro,
pavoneó sus brazos como si fueran alas y graznó cuatro palabrotas de las cuales
yo sólo conocía una, luego se fue hacía el rincón donde había varias jaulas
vacías, se abrió la cremallera y simuló ponerse a mear igual que un perro,
levantando su muslo izquierdo sobre el pie de una jaula huérfana, y finalmente,
arrancó con violencia del rodillo de la máquina el papel que había estado
tecleando unos minutos antes, donde atisbé a leer que se trataba de una
acotación a pie de página, se subió luego tímidamente a una especie de tarima encima de la cual
había un galán del que colgaban varios sombreros pasados de moda, y comenzó
entonces a lanzarnos, mientras se calaba un sombrero tirolés, una furibunda
soflama contra la principal especie amenazada del planeta, todo acompasado de
gestos expresivos y violentos; hizo, al cabo, una reverencia calculada, y
volvió a su silla, con un aire triste y pensativo, como si algo de lo que había
dicho fuera una osadía que iba a provocarle algún desastre. Incluso me pareció
atemorizado, como si tuviera ganas de llorar. Yo, la verdad, todavía no salía
de mi asombro.
La dependienta me miraba expectante, como preguntándome qué me había
parecido aquella interpretación. Yo todavía no estaba muy seguro, “antes es
necesario saber a quien le abres la puerta de tu casa”, acabe advirtiéndole;
pero viéndole aporrear aquella maquina con tanto empeño, me pareció tan
seductor el personaje que no pude dejar de preguntar a la dependienta si lo que
escribía aquel especimen tenía algún interés para un posible lector.
- No lo sabe usted bien- me dijo, al
pronto, con un tono enigmático.
La pena era que todo aquello no eran más que ensayos, apuntes que utilizaba
para cambiar de forma. Pude entender que se valía de esos papeles escritos como
un mero entrenamiento, buscaba fórmulas, tal vez pasadizos para transformarse
en animales fantásticos; a veces, si se tenía paciencia y había suerte, era
posible asistir al alumbramiento de una nueva especie, sólo que como eran
especies fantásticas no había manera de saber de qué animal se trataba. Tal vez
algún animal del futuro todavía tantaleando por alguna una cuerda floja, se me
ocurrió pensar
-Entonces- acabó diciéndome la
dependienta- todos esos aspavientos y gemidos acaban aburriendo y llegan a
exasperar.
Y puso entonces la misma cara de
compasión que cuando me vio entrar vacilante en el animalario. Sin embargo, a
mí, aquello me estaba empezando a resultar divertido
Así que me pareció bien aquel bicho tan raro. Casi puedo decir que me gustaba, que
incluso me identificaba con él. A mí mismo, últimamente, me había dado por
imitar a un animal que no existía más que en mi imaginación, y la gente con la
que trataba no conseguía imaginar a qué tipo de animal imitaba, así que me iba poniendo
cada día más raro. Pensé que con aquel animal de compañía podría volver de
nuevo a la normalidad. Podría llegar a parecer humano, incluso. Por lo menos-
me consolé- era tan raro como yo. Así que, finalmente, después de asegurarme
que aquel mecanógrafo o Proteo, o lo que fuese, no le daba por imitar a sus
dueños, ajusté con la dependienta –que cada vez me parecía más animal, por
cierto- el precio y las condiciones de entrega, añadí a la bolsa de la compra
un libro titulado “Animalario”, y volví
a mi casa pensando que por fin había adquirido mi mejor animal de compañía.
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