sombras
fue
creciendo aquel tiempo sin testigos ni horas.
(Diego Jesús
Jiménez)
El anciano se había abierto
paso entre la muralla de hombres que miraban estupefactos la mancha de color
almagre en la pared caliza, mientras hacía aspavientos y vociferaba, “¿Y para
qué sirve todo eso?”, parecía preguntar colérico el anciano cubierto con piel
de antílope. Y el hombre joven de ojos visionarios volvió a mirar, a la luz
oscilante de la antorcha, la mancha
indeleble que acababa de pintar con la sangre del último bisonte que se había
cobrado con su arco. Casi podría jurar, ahora que lo miraba a través de esos ojos febriles, que aquel bisonte muerto
era el mismo bisonte redivivo que estaba ahí pintado en la pared, el mismo
bisonte macho cuyo cráneo había sido clavado en una estaca a la entrada de la
cueva. Podría jurar que aquel contorno que había trazado con pintura aprovechando
la fisura de una roca perfilaba el mismo bisonte que había tumbado de un
flechazo certero antes de que comenzara a menguar la luna. Había atravesado el
corazón del animal aquella flecha que había disparado con sentimiento piadoso; justo le dio muerte en el
mismo instante en que sus propios ojos se toparon con los ojos asustados del
animal. Solamente así podía explicarse que sintiera como si la flecha hubiera
atravesado su propio corazón al mismo tiempo. Fue un dolor insoportable y
agónico, distinto a cualquier otro dolor imaginable: el dolor por derramar una
vida ajena que podía ser la propia, que casi podía fundirse con la suya. Y no podía contarle aquello al
hechicero que ahora volvía a inquirir con rabia por la mancha movediza en forma de bisonte que
empezaba a insinuarse, y a latir y a crecer, adentrándose por la pared rugosa.
No conseguía encontrar el hechicero ningún beneficio en aquel garabato obsceno
que no iba a quitarles el hambre, y tras el cual parecía ocultarse una
hechicería nueva. No había lengua bastante para expresarle todo aquello al
hombre más viejo de la tribu. Sabía que no conseguiría hacerle entender al hechicero que aquel
bisonte, idéntico al que se le había estado apareciendo en sueños, estaba
atravesando ahora la pared rupestre sólo
para poder ser contemplado de nuevo, tal como él lo había visto antes de tensar
el arco: palpitante y lleno de vida. Solamente por eso, para insuflarle vida, había estado exhumando
con delicadeza el cadáver envuelto en la propia sangre y lo había trasladado,
punto por punto, a la pared rugosa, hasta engendrarlo de nuevo en las entrañas
de aquella roca propicia; aunque aquellas caricias de color en el
pelaje ahora petreo y rugoso del animal le impidiesen disparar otra flecha
contra cualquier bisonte; aunque aquel
hermoso ejemplar, ahora ya invulnerable en la pared, viniese con su magia a
ocupar el lugar del hechicero.
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