Tenía talento aquella mendiga y,
había que reconocerlo, sonreía tan dulcemente que siempre que pasaba a su lado
acababa sacando una moneda de un bolsillo, y era tan amplia aquella sonrisa que
yo rebuscaba entre las monedas apiñadas y le lanzaba la más grande, la más
gorda, tal vez arrepentido de no sacar un billete de la cartera que siempre
llevaba en el bolsillo de atrás. Pero ahora no se hallaba delante de la puerta
del supermercado donde acostumbraba a mendigar, sino que me la había encontrado
en una de las calles cercanas de mi barrio, y con la misma dulzura me había
sonreído, de manera que lejos de su lugar habitual yo sólo la pude reconocer
porque justo al pasar a mi lado, y cuando ya me iba a sobrepasar y la iba a
perder de vista, me obsequió con una sonrisa más dulce todavía que la que le
daba a los clientes que entraban en aquel supermercado, y supe que era ella,
tan distinta pero con la misma sonrisa, tan encantadora que no sólo pensé que tenía un talento extraño para ganarse a
la gente con la sonrisa, sino que me hizo exclamar, tan alto que quizás lo
oyera ella: “Esta chica tiene talento, hay reconocerlo”.
No fui consciente de que había
hecho resonar aquella frase en el aire, pues ni siquiera la había pensado, y si
no fuese porque un señor que pasaba por la calle me había hecho la pregunta:
“¿talento, para qué? Señor”, yo hubiera pensado que aquella frase la había
lanzado otro: en cuanto oí la pregunta me asusté porque fui consciente de que
aquella frase sobre la mendiga se me había escapado, o así me lo atribuía yo,
pues había sentido el influjo benéfico de la sonrisa de la mendiga sobre mi
espíritu, y sentí que yo había sonreído igual que lo había hecho ella, porque
las sonrisas son contagiosas, pero a la vez, quizás para quitar hierro a la
gravedad de lo que acababa de pasar, yo me puse a pensar que tal vez aquella
mendiga era tan conocida en mi barrio que a todos iba saludando y sonriendo, y
que tal vez alguno que fuera por delante de mí, o tal vez por detrás, había
lanzado aquella frase, y por lo tanto yo no estaba obligado a contestarle algo
que por el momento podía servir para hacerme notar entre los demás, y ya se
sabe que hay que procurar no llamar la atención si no es para quejarse, e
incluso, si es para quejarse, sólo cuando uno está seguro de obtener la atención.
Pero aquello no había sido una queja sino una muestra de admiración por el
talento de una persona, y comprendí que tal vez si yo me ponía a dar
explicaciones sobre aquella frase que se me atribuía, seguidamente tendría que
ponerme a explicar de quien estaba hablando, a qué se dedicaba, por qué
consideraba un talento que alguien sonriese de aquella manera, e incluso se
podría llegar a pensar que yo tenía una relación con aquella chiquilla de la
que no estaba seguro que no fuera menor de edad. Así que mire para todos lados
antes de mirar para el señor que me había preguntado, puse en mis ojos muy
abiertos y fijos una expresión de asombro, y me encogí de hombros y extendí los
brazos con las palmas al cielo, como pidiendo explicaciones, mientras le decía
al hombre “no sé de qué me habla, señor”: El señor movió la cabeza de un lado a
otro, como si no entendiera nada, me miró como recriminándome que no le hubiera
logrado saciar su curiosidad, y siguió su camino, mientras yo seguí el mío,
pensando que entre una frase y otra había una diferencia de tono, de acento e,
incluso, de voz, por lo que llegué al convencimiento de que la frase “esta
chica tiene un talento, hay que reconocerlo”, no había sido dicha por mí y eso
ya alcanzó para tranquilizarme, para olvidar aquel asunto y poder llegar a casa
a la hora de dormir, sin que ningún escrúpulo de conciencia me lo impidiese.
Pero al día siguiente había que
salir a la calle, porque yo no soy una persona que pueda vivir sin calle, y
había que volverse a cruzar con la misma gente de siempre, porque hay gente que
se empeña en estar siempre allí por donde pasamos, y hay que saludarla o, a
veces, cambiar la dirección de la
mirada para no encontrarse con la suya, o bien, si hay algún encuentro y
comienzan los saludos, hay que echar alguna parrafada sobre el tiempo o sobre
el partido del día anterior, e iba yo por la calle real, como todos los días,
un poco más mohíno tal vez, pensando en que el día anterior había dicho algo
que no había reconocido, algo que tenía como voluntad propia y que no salía de
mí, sino de otro que me daba miedo, iba yo pensando en esas cosas que me daban
un poco de tristeza, cuando escuche las notas que salían del violinista que se
apostaba en una esquina para sacar unas monedas, era un hombre de algún país
del Este, medio calvo y casi cano, y al
que faltaba algunos dientes que mostraba cuando hacía alguna mueca que los
dejaba ver, con su dura barbilla apoyada en la caja del violín, y con el arco
acariciando el instrumento con tal maestría, que ya antes de pasar por allí me
arrancó varias lágrimas, y me quedé tan fascinado por aquella música, que me
mantuve ahí parado con los ojos enrojecidos y al acabar me puse a aplaudir como
un loco –y aplaudir es para mí el acto más vulgar al que puede llegar un hombre-,
y le di varias monedas, todas las que llevaba en el bolsillo, y mientras el
violinista las hacia tintinear sobre el sombrero que ceremoniosamente se había
quitado, un hombre que estaba junto a mí entre el corro de curiosos me
preguntó: ¿Por qué?. Yo le respondí encogiendo los hombros y con una
interrogación en la mirada, y el entonces me aclaró lo que seguramente se me
había escapado de mi boca, pidiéndome ahora alguna aclaración: ¿Por qué sólo este hombre sabe
tocar con alma?”. Yo no recordaba haber dicho “solo este hombre sabe tocar con
alma”. Me asusté cuando oí nombrar la palabra alma, porque es una palabra que
hay que cuidar mucho no vaya a ser que alguien se quiera apoderar del alma
mediante palabras mágicas, quizás ese hombre estaba ahí al acecho para
hacérmela repetir y en ese momento dejarme desmayado en el suelo, ahora sabía
bien que había que tener mucho cuidado con lo que uno pensaba, no fuera a ser
que lo revelase dejándolo escapar por la boca.
Así que era evidente que me había
dado por decir cosas por la calle sin que yo fuera muy consciente y que no
reconocía como mías, pero a veces nos ocurre que dejamos escapar, cuando
estamos en sociedad, pensamientos que debíamos haber callado, pero esto era
distinto, porque cuando yo decía estas cosas estaba solo, y si alguien no
hubiera cazado mis palabras al vuelo y no hubiera venido a recordármelas para
obtener respuesta, algún tipo de explicaciones, yo ni me habría percatado de
que las había dicho. Una vez que alguien me recordaba lo que había dicho, lo
reconocía como mío, pero bien lo podía haber dicho otro cualquiera, pues las
cosas cuando se dicen ya no son de nadie, e incluso antes de decirse están ahí
para que uno las descubra y las exprese. Bien sabía yo, desde hace mucho
tiempo, que no era dueño de lo que decía.
Así que, poco a poco, yo me fui
irresponsabilizando de aquellas palabras mías que iban rasgando el aire de vez
en cuando, a veces me contestaban los viandantes, algunos conocidos, otros
anónimos, pero yo seguí la estrategia de ir por mi camino sin pararme a dar más
explicaciones sobre lo que había dicho, pues había notado que al tratar de
glosar alguna frase enigmática que me era recordada por algún viandante, yo me
llegaba a cohibir de tal modo, que me obligaba a vigilarme a mí mismo,
haciéndome a veces trastabillar en la calle e ir como ciego por el mundo,
embutido en mis interioridades. Pues empecé ya por entonces a darme cuenta que
a mi paso por las calles, eran las cosas mismas que percibía alrededor las que
lograban arrancarme exclamaciones, como una vez que vi un trasatlántico
atracado en el puerto y dije en voz alta, que sin duda me oyeron las personas
que estaban cerca: “ese rascacielos va a hacer una hondonada en el fondo del puerto”
o cuando vi un perro de un vagabundo que tocaba una flauta en una calle
céntrica y exclamé: “los perros más felices son los que tocan la flauta de su
dueño”. Y era en vano que la gente me persiguiese por la calle pidiéndome
explicaciones, que yo seguía mi camino sin mirar atrás, pues sabía que en
cuanto yo justificara lo que mi boca había soltado al tuntún, me daría cuenta que tendría que
callar, pues nada de lo que yo decía, ni lo que decía nadie, tenía alguna justificación.
Y también comprendí que si algo estaba justificado, de todo lo que yo decía,
era esas cosas que yo iba soltando a tontas y a locas. Así que en vez de
vigilarme para que no se me escapase ningún pensamiento inconveniente por la
boca, di en hacer todo lo contrario y prestar más atención a las frases que iba
diciendo cuando hablaba solo, y empecé a ver que cuantas más frases soltaba
hablando sólo, más me ocurría que me sumergía en mi propio mundo interior, e
iba por la calle andando como un sonámbulo, lo que todavía debía llamar más la atención
sobre los modales de mi persona, pues estaba claro que ya no me detenía en la
calle a saludar ni echar una parrafada con nadie, pues había cesado la
necesidad que tenía de hablar con alguien cuando me encontraba solo. Al
principio sólo eran breves frases que musitaba,
y la gente que me miraba, me veía despegar los labios e intentaba oír lo
que decía, pero, salvo que estuvieran pegados a mi boca, no conseguían oírme.
Yo creo que esto fue lo que hizo que cada vez notase que había gente que me
seguía unos pasos, por si podía pescar alguna frase de esas que musitaban mis
labios. A veces, cuando me paraba a mirar un escaparate o delante de un
semáforo, alguno de los que me habían
seguido, me pedían excusas por atajarme y me preguntaban si sería tan amable de
repetir lo que había dicho: yo siempre solía decir lo mismo, yo no estaba
hablando con usted buen hombre o buena mujer, pero tan pronto oían aquella
respuesta, que era la pura verdad, sentían como si una pedrada les hubiera
herido la frente, como expulsados de mi lado, y algunos insistían, otros se
quedaban con gesto de niño frustrado por no haber recibido su piruleta, alguno
me insultaba, e, incluso hubo uno, malencarado, que ya era conocido por su
malhumor en toda la ciudad, que se atrevió a escupirme, aunque yo nunca dejo
que me alcancen los escupitajos. Por supuesto, como en todas las ciudades,
también en la mía había gente amable que se dirigía a mí muy respetuosamente
cuando le negaba la palabra, diciéndome qué lástima que no pudiera saber lo que
decía, pues yo tenía pinta de ser muy interesante. Y efectivamente empecé a
observar que sólo las cosas que yo decía cuando iba hablando sólo por la calle
tenían algún interés, y que el resto de las frases que yo lanzaba en mi
oficina, con los vecinos, o cada vez que tenía que tratar algún asunto
burocrático, era pura basura que los otros hombres iban tragándose sin
pestañear, mientras asentían con la cabeza, pero que a la fuerza tenía que
acabar envenenando mi mente. Así que comencé a apuntar, no mis pensamientos,
que juzgo que nos los tenía, sino las palabras
que salían de mi boca, por lo que me acostumbraba a salir de casa con
una libreta, y tan pronto escuchaba una de aquellas frases que yo mismo
profería, me detenía en seco, y de pie o sentado en un banco, o sobre el capó
de un coche, me limitaba a registrarlo en la libreta tal como lo había oído,
aunque la experiencia resultaba un poco chocante, porque justo cuando estaba
escribiendo en la libreta la frase que acaba de oír salida de mis labios, me daba
cuenta de que no era un trasiego exacto de lo que había dicho, y que cada vez
que guardaba la libreta en el bolsillo y miraba un poco alrededor para ver si
todo seguía en el sitio, y me percataba de que el número de curiosos que me iba
siguiendo, aumentaba sin parar, y que algunos también escondían una libreta
como la mía, en la que yo suponía que iban apuntando lo que yo decía. Y es que
con el paso de los días yo ya había dejado de musitar las frases y cada vez
elevaba más el tono, haciéndolas tan audibles, que cada vez era mayor el número
de personas que se fijaban en mí. Por supuesto, todo en la ciudad se vuelve
contagioso, tanto lo bueno como lo malo, y alguno debió pensar que era bueno y
decidió hablar por su cuenta solo.
Empecé a encontrarme asustado por
lo que yo pensaba que había sido provocado por mí, pues había sido yo el
primero en iniciar una conducta que ahora veía repetida en todas las personas que
encontraba, y yo, que llevaba ya varias
semanas hablando solo por la calle sin importarme lo que pensaba la gente, iba
descubriendo que conocidos y desconocidos comenzaba a emitir sus pensamientos
en alto, y veía sus caras asustadas, tal vez de saber que por primera vez
tenían pensamientos verdaderos, o daban voz a algo que no sabían de donde salían,
tal vez de las otras cabezas y no de las suyas propias, las calles empezaron a
llenarse de voces, los viandantes acompañaban aquellas voces de gestos que
hacían con sus manos, con sus cejas y labios, agitando la cabeza mientras
afirmaban o negaban algo, alguno se quitaba de repente el sombrero en señal de
saludo, todo era tan desquiciado…, pero la verdad, yo estaba tranquilo, ya
había pasado como un pionero por todo aquello, también yo había estado hablando
solo en voz alta y frases que al principio me parecían no tener sentido, pero
a fuerza de decirlas y escucharlas comencé a ver que las cosas a mi alrededor se
ordenaban de otra manera, el aire estaba más limpio, las personas que me
encontraba tenían la mirada más clara, su voz cada vez más sonora, más
original y propia, se notaban más orgullosos de proclamar pensamientos
inauditos que nunca antes habían atravesado su mente, comencé a ver que cada
vez las personas se iban entendiendo mejor con aquellas frases desacordadas e
inconexas, hasta que pronto toda la ciudad había establecido una conexión de
conversaciones brillantes que empujaba a los dialogantes a ir realizando por
toda la ciudad cosas nuevas y magníficas nunca antes vistas, en realidad ya lo
supe antes, noté que aquello de hablar solo en voz alta no era más que el
principio de un nuevo entendimiento, un modo de comenzar a comunicarse sin
necesidad de emitir sonidos, ya no había
necesidad de proferir penosas palabras para entendernos, eran nuestros gestos
más suaves y nuestras mentes y acciones más brillantes, aquello, desde luego,
nos daba ahora muchas energías y llenaba la vida de las gentes de una paz y un
gran sosiego, se lo dije en silencio a la mendiga que siempre me la encontraba
al entrar en el supermercado, tu sonrisa es cada vez más brillante, le dije sin
mover los labios, hace que brille toda la ciudad, ella me respondió con una
carcajada, tan contagiosa esa carcajada que no sé si sería mejor empezar a
hablar como lo hace esa mendiga: solo a base de sonrisas que van estallando de
cara en cara.
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