martes, 13 de marzo de 2018

UNA ACOTACIÓN A PIE DE PÁGINA

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[1] Durante mucho tiempo el autor tuvo esta página sobre la mesa de su escritorio. La tuvo en forma de folio en blanco, esperando a ser escrita. Ni siquiera le había puesto el título, ahora ya descolocado en la cabecera de esta página, pues ¿cómo iba a colocar un título que aún no correspondía a un folio en blanco, un título que debía esperar a la conclusión del texto para llegar a ser definitivo?. Y sin embargo, al autor le gustaba barajar los títulos antes de empezar a escribir sus textos o, a veces, le llegaba la ocurrencia mientras los estaba escribiendo. Llamarle por su nombre al texto que había de nacer, le evocaba un sinfín de imágenes, y las imágenes iban despertando palabras que luego ya no podía detener. Cuando veía que el título no se ajustaba a la materia del texto que estaba urdiendo, lo cambiaba; a veces, tanto lo cambiaba que el nuevo título no conseguía hacer recordar al viejo. El nuevo título solía hacer mención a alguna deriva que recientemente había irrumpido en el texto, pero resultaba que aquella intromisión ya estaba de alguna manera trastocando el texto, lo que hacía que el título se tambalease y se acabara viniendo abajo. Debido a todas esas mudanzas, al autor le costaba mucho dar término a sus textos. Cada vez que cambiaba el título iba modificándose  el sentido del texto, a veces, incluso, en el mismo momento en que lo tachaba. ¿Y cómo iba a escribir aquel texto si ya había comenzado a cambiar su sentido?. El autor pensaba que tendría que ir retocando el texto conforme el sentido se fuera perfilando de un modo u otro y dejarse guíar por ese rumbo titubeante  y movedizo que no paraba de modificar el título. Podía ocurrir que no cambiase más que una coma, un signo de interrogación (o acaso no fuera más que el paréntesis en que ahora colocaba el titulo y que hacía, a la vez, entreverar todo el texto aún no nato entre unos paréntesis provisionales) ¿Y si fuera, simplemente, que se le había ocurrido colocar la letra en bastardilla? La bastardilla también repercutiría sobre el texto; no se podía modificar la bastardilla del título y pensar que el texto iba  a continuar inalterable. Era como si la bastardilla se pusiera a interrogar al texto y le estuviese indicando  que también él tendría que ir en  bastardilla, lo que tal vez abriese en el mismo texto otro punto de giro que acabaría modificando el título. Por supuesto, todos estos cambios en el seno de sus textos provocaban en el autor algunas convulsiones. Se desalentaba y le venían ganas de retorcer papeles. Por eso, últimamente, acababa dejando un folio en blanco encima de su escritorio, acaso con la idea loca, que no se atrevía siquiera a confesarse a sí mismo, de que el texto se fuese escribiendo solo. Y por eso no se atrevía ni a escribir el título. Ni siquiera se atrevía a pensar en la suerte de texto que podría reflejarse en aquel folio cuando dejara de estar en blanco. “! Que se escriba solo!”, se decía a sí mismo cuando pasaba cerca de su escritorio, “dejémoslo ahí que dormite un buen tiempo sobre la mesa”, pensaba, “dejémoslo que sueñe y que se vaya escribiendo solo”.  Naturalmente, esto que se decía el autor cuando pasaba al borde del texto que estaba incubando, allí, sobre el escritorio, no se lo decía de una forma literal, ni siquiera premeditada, sino que lo hacia de una manera que estaba más allá de las palabras  y más acá de todas las meditaciones. Y de esta manera había empezado a comprender que no podía dejar que pasaran muchos días más sin atravesar aquel folio en blanco. Pues veía que si seguía dejando aquel folio en blanco encima de la mesa, su vida se alteraría extremadamente, tal vez, incluso, quedase suspendida. El autor, a veces, cuando quería reflexionar sobre lo que le estaba pasando en su entorno, gustaba de asomarse a la superficie de aquel folio, aún libre de mácula, y contemplar cómo había ido mudando su vida en los últimos días. Y pensaba, mientras intentaba traspasar con los ojos aquella blancura inmaculada, que su vida había ido transformándose en aquel pedazo de papel  que todavía no había empezado a ser escrito. El autor sabía que  iba a llegar el momento en que tendría que deslizar su pluma sobre la superficie de aquel folio, tendría que abrir surcos y remover allí, hincar la pluma en lo hondo, desparramar la tinta; y tenía miedo ya de lo que pudiera brotar de aquel papel, pues sabía que fuera lo que fuera aquello que escribiese, arrastraría la semilla de algo que no vivía en el papel, algo venido del otro margen,  trasplantado desde aquella vida que tanto había cambiado desde que el folio estaba sin tocar. Y tenía miedo de lo que pudiera brotar de allí, de lo que ya estaba brotando en su vida misma. Y sólo había una manera de acabar con la maldición de aquel folio en blanco, sólo un modo de acabar con el sortilegio y abortar aquel texto maldito que había estado sembrando sin querer en aquella pagina en blanco. Por eso, el autor estaba ahora empuñando la pluma y escribiendo sobre lo alto de aquel folio un título, daba igual cuál fuera aquel título, un título al sesgo que diera muerte a aquel folio inanimado, unas pocas palabras que pudieran congelar algún instante de su vida  movediza, cualquier ardid que le permitiese  nacer al otro margen, o algo así como esto: UNA ACOTACIÓN A PIE DE PÁGINA.

 

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