[1] Durante
mucho tiempo el autor tuvo esta página sobre la mesa de su escritorio. La tuvo
en forma de folio en blanco, esperando a ser escrita. Ni siquiera le había
puesto el título, ahora ya descolocado en la cabecera de esta página, pues
¿cómo iba a colocar un título que aún no correspondía a un folio en blanco, un
título que debía esperar a la conclusión del texto para llegar a ser
definitivo?. Y sin embargo, al autor le gustaba barajar los títulos antes de
empezar a escribir sus textos o, a veces, le llegaba la ocurrencia mientras los
estaba escribiendo. Llamarle por su nombre al texto que había de nacer, le
evocaba un sinfín de imágenes, y las imágenes iban despertando palabras que
luego ya no podía detener. Cuando veía que el título no se ajustaba a la materia
del texto que estaba urdiendo, lo cambiaba; a veces, tanto lo cambiaba que el
nuevo título no conseguía hacer recordar al viejo. El nuevo título solía hacer
mención a alguna deriva que recientemente había irrumpido en el texto, pero
resultaba que aquella intromisión ya estaba de alguna manera trastocando el
texto, lo que hacía que el título se tambalease y se acabara viniendo abajo.
Debido a todas esas mudanzas, al autor le costaba mucho dar término a sus
textos. Cada vez que cambiaba el título iba modificándose el sentido del texto, a veces, incluso, en el
mismo momento en que lo tachaba. ¿Y cómo iba a escribir aquel texto si ya había
comenzado a cambiar su sentido?. El autor pensaba que tendría que ir retocando
el texto conforme el sentido se fuera perfilando de un modo u otro y dejarse
guíar por ese rumbo titubeante y
movedizo que no paraba de modificar el título. Podía ocurrir que no cambiase
más que una coma, un signo de interrogación (o acaso no fuera más que el
paréntesis en que ahora colocaba el titulo y que hacía, a la vez, entreverar
todo el texto aún no nato entre unos paréntesis provisionales) ¿Y si fuera, simplemente, que se le había
ocurrido colocar la letra en bastardilla? La bastardilla también
repercutiría sobre el texto; no se podía modificar la bastardilla del título y
pensar que el texto iba a continuar
inalterable. Era como si la bastardilla se pusiera a interrogar al texto y le
estuviese indicando que también él
tendría que ir en bastardilla, lo que
tal vez abriese en el mismo texto otro punto de giro que acabaría modificando
el título. Por supuesto, todos estos cambios en el seno de sus textos
provocaban en el autor algunas convulsiones. Se desalentaba y le venían ganas
de retorcer papeles. Por eso, últimamente, acababa dejando un folio en blanco
encima de su escritorio, acaso con la idea loca, que no se atrevía siquiera a
confesarse a sí mismo, de que el texto se fuese escribiendo solo. Y por eso no
se atrevía ni a escribir el título. Ni siquiera se atrevía a pensar en la suerte
de texto que podría reflejarse en aquel folio cuando dejara de estar en blanco.
“! Que se escriba solo!”, se decía a sí mismo cuando pasaba cerca de su
escritorio, “dejémoslo ahí que dormite un buen tiempo sobre la mesa”, pensaba,
“dejémoslo que sueñe y que se vaya escribiendo solo”. Naturalmente, esto que se decía el autor
cuando pasaba al borde del texto que estaba incubando, allí, sobre el
escritorio, no se lo decía de una forma literal, ni siquiera premeditada, sino
que lo hacia de una manera que estaba más allá de las palabras y más acá de todas las meditaciones. Y de
esta manera había empezado a comprender que no podía dejar que pasaran muchos
días más sin atravesar aquel folio en blanco. Pues veía que si seguía dejando
aquel folio en blanco encima de la mesa, su vida se alteraría extremadamente,
tal vez, incluso, quedase suspendida. El autor, a veces, cuando quería
reflexionar sobre lo que le estaba pasando en su entorno, gustaba de asomarse a
la superficie de aquel folio, aún libre de mácula, y contemplar cómo había ido
mudando su vida en los últimos días. Y pensaba, mientras intentaba traspasar
con los ojos aquella blancura inmaculada, que su vida había ido transformándose
en aquel pedazo de papel que todavía no
había empezado a ser escrito. El autor sabía que iba a llegar el momento en que tendría que
deslizar su pluma sobre la superficie de aquel folio, tendría que abrir surcos
y remover allí, hincar la pluma en lo hondo, desparramar la tinta; y tenía miedo
ya de lo que pudiera brotar de aquel papel, pues sabía que fuera lo que fuera
aquello que escribiese, arrastraría la semilla de algo que no vivía en el
papel, algo venido del otro margen,
trasplantado desde aquella vida que tanto había cambiado desde que el
folio estaba sin tocar. Y tenía miedo de lo que pudiera brotar de allí, de lo
que ya estaba brotando en su vida misma. Y sólo había una manera de acabar con
la maldición de aquel folio en blanco, sólo un modo de acabar con el sortilegio
y abortar aquel texto maldito que había estado sembrando sin querer en aquella
pagina en blanco. Por eso, el autor estaba ahora empuñando la pluma y
escribiendo sobre lo alto de aquel folio un título, daba igual cuál fuera
aquel título, un título al sesgo que diera muerte a aquel folio inanimado, unas
pocas palabras que pudieran congelar algún instante de su vida movediza, cualquier ardid que le
permitiese nacer al otro margen, o algo así como esto: UNA ACOTACIÓN A PIE DE PÁGINA.
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