Antonio Machado Ruíz nació en Sevilla el 26 de julio de 1875, en el seno de una familia de clase media. Sus orígenes familiares le colocan en la tradición del liberalismo español. Su abuelo fue rector de la Universidad de Sevilla e introductor del darwinismo en España. Su padre, Machado y Alvárez fue un reconocido investigador del folklore, recopilador de canciones y coplas. Al triunfar la restauración, su radicalismo le pondrá dificultades para ejercer la abogacía. En 1881, la familia se traslada de Sevilla a Madrid cuando el abuelo, Machado y Núñez, es nombrado decano de Ciencias de la Universidad Central. Antonio Machado hizo sus primeros estudios en la Institución Libre de Enseñanza y fue alumno de Francisco Giner de los Ríos, por quien iba a sentir siempre devoción. Desde 1889 estudiará en el Instituto de San Isidro. En 1893, año en que muere el padre, inicia sus primeras publicaciones en revistas. Durante los años posteriores malvive realizando colaboraciones para enciclopedias, diversas traducciones e incluso entra como meritorio en la compañía María Guerrero. Son años de bohemía. En 1900 obtiene tardíamente el título de bachiller, hace su segundo viaje a París y es nombrado vicecónsul de Guatemala, cargo que ostentará durante unos meses. En 1903 publica su libro “Soledades”; vive ya dedicado a la poesía y mata las horas conversando en las tertulias de café. Firma, junto con su hermano y otros jóvenes escritores, un manifiesto contra el nobel concedido a Echegaray. En 1906 prepara oposiciones a cátedras de francés, aprovechando que la legislación de la época no exigía el título de licenciado. 1907 va a ser un año clave para el poeta. Publica "Soledades, Galerías y otros poemas", aprueba la oposición y obtiene como destino un instituto en la ciudad de Soria. En la pensión donde se hospeda, intima con la hija de los patrones, Leonor, una joven a la que casi dobla la edad y con la que se casará dos años más tarde. En 1910 una beca concedida por la Junta de Ampliación de Estudios le permitirá volver a París. Durante un año asistirá a los famosos viernes de Bergson, en le College de France, coincidiendo en el aula con otro conocido poeta: T. S. Eliot. Bergson le va a facilitar la terminología que le servirá para darle nombre al temporalismo en que por esa época anda inmerso el poeta. La repentina enfermedad de su mujer lleva al matrimonio a regresar a Soria. Allí fallece Leonor en agosto de 1912, año en que publica el libro que había ido gestándose en estos años: “Campos de Castilla”. Ese mismo año consigue un traslado al instituto de Baeza, donde pasará los siguientes siete años, hasta 1919. El entorno provinciano, caciquil e inculto de Baeza va a dejar impronta en la poesía que escribe durante esta época. El tiempo que permanece en Baeza es un periodo reflexivo, volcado en la lectura de los clásicos de la filosofía, disciplina en la que se licenciará por libre en 1917. Este año será también importante porque es doblemente publicado: por la editorial Calleja –“Páginas escogidas”- y por la Residencia de Estudiantes –“Poesía completa”. En 1919 se traslada a un instituto de Segovia. La proximidad con Madrid le permite reavivar la relación con sus hermanos y respirar de nuevo el ambiente literario de la capital. A pesar de su liberalismo, los años de dictadura de Primo de Rivera no le apean del favor institucional que goza y es nombrado en 1927 miembro de la Real Academia de la Lengua, frente a la candidatura de Gabriel Miró. Un año más tarde conoce a la poetisa Pilar de Valderrama, que le va a inspirar los versos dedicados a Guiomar. En septiembre de 1933 es destinado al Instituto “Calderón de la Barca” de Madrid. Allí vive con su madre y su hermano José y acude a diario a la tertulia en la que participan su hermano Manuel, Ricardo Baroja y, esporádicamente, Unamuno y Cossio. En el diario el Sol salen publicados los primeros textos de Juan de Mairena, pero su publicación en forma de libro no llegará hasta 1936. Ese año participa en actos próximos al frente popular: un homenaje a Alberti y la firma del manifiesto de la Unión Universal por la Paz. Al estallar la guerra civil, Antonio Machado se adhiere a la causa republicana y comienza a escribir en su defensa. En noviembre de ese año se traslada con su madre a Valencia. El 1 de mayo de 1937 pronuncia un discurso en las Juventudes socialistas antifascistas, defendiendo un modelo de convivencia basado en el trabajo, en la igualdad de oportunidades y en la abolición de los privilegios de clase. También abjura del marxismo por la visión excesivamente economicista que da del hombre. En julio participa en el Congreso de intelectuales para la defensa de la cultura. En abril de 1938 es evacuado a Barcelona; pese a los achaques de salud, sigue colaborando en diversos periódicos. El 2 de enero de 1939 vuelve a ser evacuado, esta vez con la intención de abandonar el país por la frontera con Francia. A finales de enero llega a Colliure gravemente enfermo. Allí muere, en el pequeño hotel donde se alojaba, el 2 de febrero de 1939. Su madre apenas le sobrevivirá tres días.
Se ofrece a continuación dos reseñas biográficas bosquejadas por el propio Machado, además de una selección de aforismos y pensamientos extraídos de su obra "Juan de Mairena".
Nací en Sevilla una noche de julio de 1875, en el célebre palacio de Las Dueñas, sito en la calle del mismo nombre.
Mis recuerdos de la ciudad natal son todos infantiles, porque a los ocho años pasé a Madrid, adonde mis padres se trasladaron, y me eduqué en la Institución Libre de Enseñanza. A sus maestros guardo vivo afecto y prfunda gratitud. Mi adolescencia y mi juventud son madrileños. He viajado algo por Francia y por España. En 1907 obtuve cátedra de Lengua Francesa, que profesé durante cinco años en Soria. Allí me casé: allí murio mi esposa, cuyo recuerdo me acompaña siempre. Me trasladé a Baeza, donde hoy resido. Mis aficiones son pasear y leer.
1917
De Madrid a París a los veinticuatro años (1899). París era todavía la ciudad del “affaire Dreyfus” en política, del simbolismo en poesía, del impresionismo en pintura, del escepticismo elegante en la crítica. Conocí personalmente a Oscar Wilde y Jean Moréas. La gran figura literaria, el gran consagrado, era Anatole France.
De Madrid a París (1902). En este años conocí en París a Ruben Darío.
De 1903 a 1910, diversos viajes por España: Granada, Córdoba, tierras de Soria, las fuentes del Duero, ciudades de Castilla, Valencia, Aragón.
De Soria a París (1910). Asistí a un curso de Henri Bergson en el Colegio de Francia.
De 1912 a 1919, desde Baeza a las fuentes del Guadalquivir y a casi todas las ciudades de Andalucía.
Desde 1919 paso la mitad de mi tiempo en Segovia y en Madrid la otra mitad, aproximadamente. Mis últimas excursiones han sido Ävila, León, Palencia y Barcelona (1928).
1931
¿Cuándo el saber se especializa crece el volumen total de la ciencia? Esta es la gran ilusión y el consuelo de los especialistas. ¡Lo que sabemos entre todos! ¡Oh, eso es lo que no sabe nadie!
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Estamos completamente seguro de que el principio Carnot-Clausius rija en lo espiritual?
¿Una difusión de la cultura es, necesariamente, una degradación de la cultura?
¿Puede llegarse a un estado de entropía cultural en que todos salgan perdiendo?Abel Martín y Juan de Mairena se había hecho ya estas preguntas, muy de nuestro tiempo y las había contestado negativamente.
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En toda época de decadencia los nuevos apedrean a los originales.
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En efecto, Juan de Mairena hubiera definido la poesía pura como aquella en que dialogan el hombre y su tiempo. Un hombre de todos los tiempos, con el tiempo de un hombre igual, a todos los hombres.
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Aprende a dudar, hijo, y acabarás dudando de tu propia duda. De este modo premia Dios al escéptico y confunde al creyente.
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El ente, en general, existe para el hombre, como objeto, al
menos, de curiosidad o deseo de conocer. La recíproca no es verdad, porque el
hombre no existe para el ente, en general. De esta conciencia que tiene el
hombre de un ente sin conciencia del hombre brota la angustia humana. No es la
nada el origen de su angustia, como suponen modernos filósofos, sino la
totalidad del ser que ignora al hombre.
El escepticismo de los poetas suele ser el más hondo y el más
difícil de refutar, por ser más vital que lógico. Sin embargo, su entusiasmo
por los superlativos nos hace pensar de ellos lo contrario.
Nunca os aconsejaré el escepticismo cansino y melancólico de
quienes piensan estar de vuelta de todo. Es la posición más falsa y más
ingenuamente dogmática que puede adoptarse. Ya es mucho que vayamos a alguna
parte. Estar de vuelta, ¡ni soñarlo…!
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Todo hombre necesita ser lo que es para hacer lo que hace. Y viceversa.
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Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el
hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable
contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir
para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, es escribir también para los
hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el
pueblo es llamarse Cervantes, en España, Shakespeare, en Inglaterra, Tolstoi,
en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez algunos de ellos
lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la
más consciente y suprema aspiración del poeta.
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“Nadie es más que nadie”, reza un adagio de Castilla.
¡Expresión perfecta de modestia y de orgullo! Sí, “nadie es más que nadie”
porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues a todo hay quien gane, en
circunstancia de lugar y de tiempo. “Nadie es más que nadie”, porque –y éste es
el más hondo sentido de la frase-, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá
valor más alto que el valor de ser hombre.
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En nuestra gran literatura casi todo lo que no es folklore es
pedantería.
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Cuando a Juan de Mairena se le preguntó si el poeta y, en
general, el escritor debía escribir para las masas, contestó. Cuidado, amigos
míos, existe un hombre del pueblo, que es, en España, al menos el hombre
elemental y fundamental y el que está más cerca del hombre universal y eterno.
El hombre masa no existe; las masas humanas son una invención de la burguesía,
una degradación de las muchedumbres de hombres, basada en una descualificación
del hombre que pretende dejarle reducido a aquello que el hombre tiene de común
con los objetos del mundo físico: La propiedad de ser medido con relación a unidad de volumen. Desconfiad del tópico “masas humanas”. Muchas gentes de
buena fe, nuestro mejores amigos, lo emplean hoy, sin reparar en que el tópico
proviene del campo enemigo: de la burguesía capitalista que explota al hombre y
necesita degradarlo; algo también de la Iglesia, órgano de poder, que más de
una vez se ha proclamado instituto supremo para la salvación de las masas.
Mucho cuidado; a las masas no las salva nadie; en cambio, siempre se podrá
disparar sobre ellas. ¡Ojo!
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El escepticismo a que yo quisiera llevaros es más fuente de
regocijo que de melancolía. Consiste en haceros dudar del pensamiento propio,
aunque aceptéis el ajeno, por cortesía y sin daño de vuestra conciencia,
porque, al fin, del pensamiento ajeno nunca sabréis gran cosa. Quiero enseñaros
a dudar del pensamiento propio cuando éste lleve a callejones sin salida, que
es indicar la salida de esos callejones.
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De aquellos que se dicen ser gallegos, catalanes, vascos,
extremeños, castellanos, etc., antes que españoles, desconfiad siempre. Suelen
ser españoles incompletos, insuficientes, de quienes nada grande puede
esperarse.
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Yo enseño, o pretendo enseñaros, a trabajar sin hurtar el
cuerpo a las faenas más duras, pero libres de la jactancia del trabajador y de
la superstición del trabajo. La superstición del trabajo consiste en pensar que
el trabajo es por sí mismo valioso, y en tal grado que si los fines que el
trabajo persigue pudieran realizarse sin él, tendríamos motivo de pesadumbre.
Contra tamaño error de esclavos os he puesto muchas veces en guardia. Que
vuestro culto al trabajo sea el culto a Hércules, a un semidiós, no a una plena
deidad, porque los dioses propiamente dichos no trabajan. Merced a mi enseñanza,
amigos míos, la palabra huelga, que tanto viene resonando en nuestro siglo
–acaso sea ella la gran palabra de nuestro siglo- ha de perder en vuestros
labios, si alguna vez la proferís, parte de su carácter polémico para revelar
su más honda significación: tregua a las
actividades necesarias para los capaces de actividades libres.
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Incierto es, en verdad, lo porvenir. ¿Quién sabe lo que va a
pasar? Pero incierto es también lo pretérito; ¿quién sabe lo que ha pasado? No
dudo que haya en nuestra conciencia una pretensión a fijar lo pasado, como si
las cosas pudieran hacerse inmutables al pasar de nuestra percepción a nuestro
recuerdo. Pero si lo miramos más de cerca, veremos que el devenir es uno y que
es su totalidad (porvenir-presente-pasado) lo sometido a constante cambio.
También es cierto que, como el punto de mira y los puntos de referencia varían
de continuo –cuantitativa y cualitativamente-, ningún acontecimiento de nuestro
pasado ha de aparecernos dos veces como exactamente el mismo. De suerte que ni
el porvenir está escrito en ninguna parte, ni el pasado tampoco.
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Esta cualidad indefinible, que hace de lo pasado algo que
puede trabajarse y aun moldearse a voluntad, es causa de que algunos hombres de
fantasía hayan preferido ser historiadores a ser novelistas o narradores de
hechos insólitos.
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En España –hala Juan de Mairena a sus alumnos-, este ancho
promontorio de Europa, han de reñirse todavía batallas muy importantes para el
mundo occidental. Cuando penséis en España, no olvidéis ni su historia ni su
tradición; pero no creáis que la esencia española os la pueda revelar el
pasado. Esto es lo que suelen ignorar los historiadores. Un pueblo es siempre
una empresa futura, un arco tendido hacia el mañana. El que este mañana nos sea
desconocido no invalida la necesidad de su previo conocimiento para explicarnos
todo lo demás. De modo que la verdadera historia de un pueblo no la
encontraréis casi nunca en lo que de él se ha escrito. El hombre lleva la
historia –cuando la lleva- dentro de sí: ella se le revela como deseo y
esperanza, como temor, a veces, más siempre complicada con el futuro. Un pueblo
es una muchedumbre de hombres que temen, desean y esperan aproximadamente las
mismas cosas. Sin conocer alguna de ellas, no haréis nada, en historia, que reza
leerse.
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También la cultura –habla Juan de Mairena a sus alumnos-
necesita ser podada, en beneficio de sus frutos, como los árboles demasiado
frondosos. Y a falta de una poda consciente y sabia, bueno es el huracán.
Muchas veces ha sido, muchas veces será a través de la historia, sacudido el
árbol de la cultura por un fuerte vendaval de cinismo: quiero decir de
elementalidad humana. No hay que asustarse, amigos míos: la historia procede
por vendavales, y en el declive de muchas civilizaciones sopla el cinismo con
demasiada frecuencia. ¿Es el árbol mismo de la cultura lo que peligra? No lo
creo. Muchas hojas secas se lleva ese viento y, de paso, algunas ramas, no
todas superfluas. Mas cuanto el árbol pierde en la espesura de su ramaje puede
ganarlo en el vigor de su savia, en la hondura de sus raíces, a última hora, en
la sazón de sus frutos.
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No debe el hombre –decía Juan de Mairena- disponer de la vida
del hombre; quiero decir que no debe utilizar a su prójimo y degradarlo hasta
quitarle su dignidad de fin, para convertirlo en medio, supeditado a la vida
ajena. Reconozco, sin embargo, que esto puede discutirse. Porque, si los
hombres necesitan unos de otros para vivir y ello hasta el sacrificio, es claro
que la suprema finalidad humana no está en el hombre –el hombre individual-,
sino más bien en el complejo social o agregado de hombres. Pero lo
verdaderamente inaceptables es que el hombre mate a su prójimo, es decir, que
“disponga de su muerte”. Esto es lo verdaderamente criminal y lo absurdo.
Porque la muerte es un asunto tan privativo del individuo humano que no puede
imponerse desde fuera, sin grave violación de un misterio sagrado. Matar es criminal
y es, además, superfluo, porque ¿Quién necesita de su prójimo para morirse? Muere
cada cual de sa belle mort, que dicen los franceses, con tiempo para meditar sobre ella y para
resignarse a lo irremediable; véala venir como cosa de Dios, o como engendrada
en las mismas entrañas de la vida. Pero los hombres han inventado la guerra, el
“crimen deshumanizado”, la muerte entre ciegas máquinas, para permitirse el
lujo de abreviar la vida de los mejores. La guerra es el crimen estúpido por
excelencia, el único que no puede alcanzar perdón de Dios ni de los hombres.
Quiero decir, que de ningún modo puede perdonarse a quien la provoca ni a quien
la prepara.
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Nada os importe –decía Juan de Mairena- ser inactuales, ni
decir lo que vosotros pensáis que debió decirse hace veinte años; porque eso
será, acaso, lo que puede decirse dentro de otros veinte. Y si aspiráis a la originalidad,
huid de los novedosos, de los noveleros y de los arbitristas de toda laya. De
cada diez novedades que pretenden descubrirnos, nueve son tonterías. La décima
y última, que no es una necesidad, resulta a la última hora que tampoco es
nueva.
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Si la vida es la guerra, decía Juan de Mairena, ¿por qué
tanto mimo en la paz? Pero nada hemos de concluir contra el sentido cordial de
la vida. Existen afectos humanos muy profundos, cariños paternales, filiales y
fraternos, que, aun confinados en los estrechos límites de la familia, son
depósito sagrados, cuando no fecundos manantiales de amor. De ningún modo hemos
de envenenarlos o contribuir a que se aminoren y extingan. Debemos confesar,
sin embargo, que son insuficientes, no ya para asegurar la paz, la cual –digámoslo
de pasada- es poca cosa por sí misma y, asentada sobre la iniquidad,
muy inferior al estado de guerra, sino para asegurar la amorosa convivencia
humana. Y no sólo son insuficientes, sino tal como aparecen, negativos. La
familia, esa célula social a que aludía Augusto Comte, cuando carece de un
sentido religioso, quiero decir de un sentido cordial de radio infinito, aunque
trascienda por mera analogía de los vínculos más estrechos de la sangre, tiende
a encerrarse en un contorno arisco y a constituirse en entidad polémica, en la
cual el egoísmo aparece más acusado que el mero individuo. Y, siguiendo esta ley,
son más peleonas las tribus que las familias, las ciudades que las tribus, las
naciones que las ciudades, las federaciones de potencias que las naciones
mismas, y cuando todos los hombres de un continente o de una raza se unan bajo
una misma bandera o un mismo color, constituirán los más abominables equipos de
pelea dispuestos a tomarse –como decía Don Quijote- con los hombres de otros
continentes o de piel diversamente colorida. Tienden los hombres al homicidio
en más cada vez mayores, y, para ello, perfeccionan hasta lo infinito la asnal
quijada abelicida: que en esto consiste el tercio, por lo menos, de lo que
suele llamarse fecundas actividades de la paz. Y ello es tan perfectamente
lógico como profundamente monstruoso. Lo que se extiende y se generaliza, lo
que se objetiva y, en cierto modo, se racionaliza, lo que tiende a totalizarse,
no es el sentido fraterno de la vida, el amor de hombre a hombre y, en cierto
sentido el culto al hombre esencial, al hombre como capaz de libertad y de
superación de sus fatalidades zoológica sino estas fatalidades mismas, a saber:
el egoísmo genésico y la voluntad de perdurar en el tiempo, con desdeño de toda actividad
espiritual, su apego al interés material de la especie y, sobre todo, su
capacidad para la pugna biológica y para el trabajo puramente cinético.
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Sé muy bien lo que digo, aunque acaso no acierte a expresarlo
con entera justeza. Una enorme oleada de cinismo o, si os place, mejor, de
realismo, nos arrastra a todos. La labor dominante de la cultura occidental
–sin excluir ni a su ciencia, ni a su arte, ni a su metafísica- tiende a
despojar al hombre de todos sus atributos divinos… ¡Perdón! Cuando digo divinos
quiero decir humanos, aquellos por los cuales el hombre excede o se diferencia
de otros grupos zoológicos enteramente sometidos a sus fatalidades orgánicas. Y
en esta corriente tan esencialmente batallona, que es la guerra misma, ¿cómo
pensar que la guerra, ni aun la totalitaria, puede ser enfrenada? Sin la
tendencia de sentido contrario, a saber: la amorosa, la ascética, la
contemplativa, la espiritual, de la cual sacamos toda nuestra retórica, y muy
poco de nuestras realidades efectivas, es muy difícil que lleguemos a
intentarlo siquiera.
Casi todo cambia; digamos mejor que cambia todo lo importante
y profundo; y lo que parece quedar como inmutable es puro símbolo. Así pensamos
al menos los hombres de fe heraclitana, contra el célebre aforismo goethiano
que parece afirmar todo lo contario. Y lo que está más sometido a cambio,
amigos míos, es lo que solemos llamar el pasado histórico, el cual, en cuanto
vive en nuestras almas, es decir, en cuanto es algo, claro está que cambia,
además y necesariamente, en función de lo que esperamos y tememos del porvenir.
De suerte que lo más modificable, lo más revisable y, en cierto sentido, lo más
reversible es todo aquello que creíamos cumplido y consumado definitivamente en
el tiempo. Quedan, en cambio, y se sobreviven, las palabras, los signos con que
ayer señalábamos algo muy importante, que es hoy muy otra cosa. Bien hacia el
príncipe Hamlet en desdeñar las palabras. Él sabía, sin embargo, que nada hay
en la vida del hombre que dure tanto como ellas.
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“¿A qué debe tender el Estado futuro –dice Baroja- con más
fervor? ¿A la producción de la alta cultura o a la difusión de la cultura
media? Acaso el deber del Estado sea, en primer término, velar por la cultura
de las masas, y esto también en beneficio de la cultura superior. No puede
atenderse a la formación de una casta de sabios, con olvido de la cultura
popular, sin que la alta cultura degenere y palidezca como una planta que se
mustia por la raíz. Pero los partidarios de un aristocratismo cultural piensan
que, mientras menor sea el número de los aspirantes a la cultura superior, más
seguros estarán ellos de poseerla como un privilegio. Arriba los hombres
capaces de conocer el sánscrito, la metafísica, el cálculo infinitesimal; abajo
una turba de gañanes que adore al sabio como a un animal sagrado. Por lo demás,
tiene razón Baroja cuando afirma que el sabio y el artista, aunque parezcan revolucionarios,
son por su instinto conservadores. Pero el Estado debe sentirse revolucionario,
atendiendo a la educación del pueblo, de donde salen los sabios y los artistas.
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“Cada día, señores, la literatura es más escrita y menos
hablada –decía Juan de Mairena a sus discípulos. La consecuencia es que cada
día se escriba peor, en una prosa fría,
sin gracias, aunque no exenta de lo que se llama corrección, y que la oratoria
sea un refrito de la palabra escrita, donde antes se ha enterrado la palabra
hablada. En todo orador de nuestros días hay siempre un periodista chapucero.
Lo importante es hablar bien, con viveza, lógica y garbo. Lo demás se os dará
por añadidura.
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“El alma de cada hombre –cuenta Mairena que decía su maestro
Abel Martín- pudiera ser una pura intimidad, una monada sin ventanas, una
melodía que se canta y escucha a sí misma, indiferente a otras posible s
melodías que produzcan las mónadas vecinas. Una batuta, que dirija, ordene y
armonice estas melodías es absolutamente superflua, puesto que ninguna mónada
ha de escuchar más melodía que la suya, la que ella misma produce, y fuera de
cada mónada no hay nada ni nadie. Un pluralismo solipsista, estrictamente
pensando, no necesita de una armonía preestablecida ni de ninguna otra
hipótesis metafísica. Un solipsismo unitario, mucho menos. De todos modos,
debemos creer en el alma de nuestro prójimo tanto, si fuera posible, como en la
propia, de la cual no nos cabe dudar. En último término, debemos reparar en
nuestra íntima heterogeneidad, en la incurable otredad que en nosotros padece
lo uno, para el caso de que no hubiera más alma que la nuestra. Y no acercarnos
nunca al gran Uno, olvidando al gran Otro.
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Después de la verdad, nada hay tan bello como la ficción.
Los grandes poetas son metafísicos fracasados (No todos)
Los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de
sus poemas.
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No parece que Henri Bergson haya añadido nada esencial a su
filosofía, después de “L’Evolution Créatrice”. Su influencia, sin embargo, ha
sido muy considerable en el pensamiento filosófico moderno. Husserl, Scheler y,
sobre todo, Heidegger, el movimiento fenomenológico alemán parece, en parte,
una consecuencia del bergsonismo.
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Lo actual en filosofía parece ser la difícil tarea de
conciliar las dos formas de intuición: la Husserliana, de esencias
intemporales, y la de Bergson, anti-intelectual, mera intuición de la duración
(realidad absoluta). Los elementos son demasiado heterogéneos para conciliarse.
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Para que la palabra entelequia signifique algo en castellano,
ha sido preciso que la empleen los que no saben griego ni han leído a
Aristóteles. Así la ignorancia puede ser creadora, y lo sería mucho más sin la
pedantería que, frecuentemente, le sale al paso.
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Sensibilidad nueva es una expresión que he visto escrita
muchas veces y que, acaso, yo mismo he empleado alguna vez. Confieso que no sé realmente lo que
puede significar. Una nueva sensibilidad sería un hecho biológico difícil de
observar y que, acaso, no acontezca durante la vida de una especie biológica.
Nueva sentimentalidad ya es otra cosa. Los sentimientos cambian dentro de la
historia y aun durante la vida individual del hombre. En cuanto resonancias
cordiales de los valores en boga, los sentimientos cambian, cuando estos
valores se desdoran o enmohecen, y son sustituidos por otros. Algunos
sentimientos perduran a través de los siglos, pero no por eso han de ser eternos.
¿Cuántos siglos durará todavía el sentimiento de la p patria? ¿Y el sentimiento
de la paternidad? Y aun dentro de un mismo ambiente sentimental ¡qué variedad
de matices y de grados! Hay quien llora al paso de una bandera, quien se
descubre con respeto, que en la mira
pasar indiferente, quien siente hacia ella antipatía y aversión… Nada tan
voluble y tan vario como el sentimiento. Esto debieran aprenderlo los poetas,
que piensan que les basta sentir para ser eternos.
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-Cuando una cosa esté mal, decía mi maestro –habla Mairena a
sus alumnos-, debemos esforzarnos por imaginar en su lugar otra que esté bien.
Si encontramos, por azar, algo que esté bien, intentemos pensar algo que esté
mejor. Y partir siempre de lo imaginado, de lo supuesto, de lo apócrifo; nunca
de lo real.
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Vivimos en un mundo esencialmente apócrifo, en un cosmos o
poema de nuestro pensar, ordenado sobre supuestos indemostrables, postulados de
nuestra razón que llaman principios de la lógica, los cuales, reducidos al
principio de identidad que los reasume y resume, constituye un solo y magnífico
supuesto: afirma que todas las cosas, por el hecho de ser pensadas permanecen
inmutables, ancladas, por decirlo así, en el río de Heráclito. Lo apócrifo de
nuestro mundo se prueba por la existencia de la lógica, por la necesidad de
poner el pensamiento de acuerdo consigo mismo, de forzarlo, cierto modo, a que
sólo vea lo supuesto o puesto por él, con exclusión de todo lo demás. Y el
hecho –digámoslo de pasada- de que nuestro mundo esté cimentado sobre un
supuesto que pudiera ser falso, es terrible o consolador. Según se mire.
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