La madre le abrió la puerta y dijo: “Cuánto ha crecido este niño, Dios
mío, cuánto ha crecido”. Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba
le quedaba muy corto.
(Ana María Matute).
Querido
Bernardo:
Te
escribo esta carta porque hace un rato que la maestra nos ha dicho en clase de
redacción que escribamos sobre lo que se nos pase por la cabeza, y desde que
entré en el hospital resulta que no pasa nada por mi cabeza, que más bien
siento como que no tengo cabeza más que para hablar contigo; sólo que después
de lo que nos ocurrió la otra semana, me da tanta vergüenza que no me atrevo a
hablar con nadie. Es como si nuestros padres se hubieran peleado, y ya no se
hablasen, y nos hubieran cambiado de colegio para castigarnos.
Este
año está viniendo tan raro que a veces me parece que voy a tener dos
cumpleaños, y otras veces me parece que
pasará de largo sin que llegue a celebrar ninguno. Cuando estaba en el
hospital, todos los que venían a visitarme traían algún regalo, y como todavía
seguía mareado, no sabía si era jueves o domingo. Y eso fue lo primero que me
preguntó el médico que vino a verme, que si sabía decirle cómo me llamaba y a
qué día estábamos, pero yo no tenía fuerzas ni para acordarme desde cuándo
estaba en aquella litera, ni siquiera sabía quién me había traído, ni por qué
me encontraba enfermo; al día siguiente vino mamá a visitarme con los ojos
hinchados de haber llorado, y me dijo que era trece de abril, y entonces supe
que algo malo me había ocurrido, porque aún faltaba más de un mes para que
cumpliese los nueve años y todos venían a verme con un regalo bajo el brazo, no
porque fuese mi día, sino para consolarme de estar en el hospital, así, tan
malo. Ya desde el principio echaba menos tus visitas, pero entonces no
conseguía acordarme de nada y pensaba que me había atropellado un coche, como
le pasó a Quique el año pasado, ¿te acuerdas?, cuando salió corriendo por la
carretera detrás de aquella pelota que tu no pudiste detener, y luego quedó inconsciente
durante varias horas, y al despertar estaba emperrado en que tenía que vestirse
deprisa para no llegar tarde al colegio. Por cierto, ¿sabes que el día de mi
cumpleaños va a caer en domingo y quieren que celebre la primera comunión el
mismo día? Pero eso yo no lo voy a aceptar, porque, como suele decir mi padre cuando se pone a
discutir con alguien, nunca se debe mezclar la velocidad con el tocino. Pero no
te puedes ni imaginar toda la lluvia de regalos que se me ha venido encima
antes de cumplir los años. Desde cajas de bombones que no pude comer porque
todavía estaba con el estómago hecho polvo, hasta unos prismáticos de esos que
no son como los de verdad, pero con los que puedes ver el mundo más grande y
más cerca. Cuando sea mayor quiero ser como esos hombres que están todo el día
mirando a través de un telescopio las estrellas y la luna. Papá me ha dicho que
se llaman astrónomos, y eso me gusta, porque suena mejor que ser ingeniero o
abogado, ¿no te parece? Es como si mirásemos por una ventana que, en vez de dar
a la calle, tuviera vistas al cielo. También vinieron a verme los compañeros de
clase. Estaba Andrés, como siempre hablando de chavalas. Ahora le gusta Ana,
aunque esto no sé si debo decirlo, porque igual a la profe le da por leer esta
redacción en alto y se entera Ana, y luego Andrés no me lo perdona. A Toño se
le habían quitado las ganas de hablar; no le oí más que quejarse de que había
suspendido el examen de Matemáticas porque ahora ya no te puede copiar. Y
también estaba Javi, que ahora anda diciendo que no quiere quedarse de portero,
y que prefiere jugar al frontón o a las canicas. La maestra trajo una caja de
bombones de esos que te gustan a ti, de los que tienen licor por dentro y que
al darle un mordisco te pringa los labios, y entonces me acordé de que eran los
que más te gustaban y se me ocurrió guardarte un par de bombones, ya ves, una
tontería. También me han traído un estuche de pinturillas y una caja de
compases, pero yo no sé qué hacer con los compases, porque con ellos sólo se
puede dibujar círculos, más grandes o más pequeños, pero de ahí no sales, y ni
siquiera sirven para hacer el redondel con el que jugamos a las canicas. Papá
dice que si quiero ser astrónomo tengo que aprender a usar los compases, porque
todas las estrellas son redondas, y no con cinco o seis puntas, como las
trazamos en clase de dibujo. Me ha advertido que para ser astrónomo hay que
aprender a hacer la cuadratura del círculo, y yo le he dicho que vale, que
llegaré a hacerla, y mamá y él se han echado a reír, y cuando les he preguntado
de qué se reían. no me han querido contestar, sólo me han dicho que ya me daría
cuenta cuando fuese mayor. Pero yo, ya te lo he dicho más veces, no quisiera
hacerme mayor nunca, o bueno, ahora sí, pero sólo para ser astrónomo y buscar
las estrellas más lejanas, y llamarlas por su nombre para poder hablar con
ellas.
Lo
único bueno de estar en el hospital han sido los regalos porque la comida era
peor que la bazofia que nos dan en el colegio, y el gota a gota del suero me ponía
nervioso y no me dejaba moverme de la cama, y hasta la tía Julia, que nunca me
ha regalado nada, y cuando le hacía un recado no me dejaba de propina más que
los céntimos que le estorbaban en la cartera, me ha traído por fin ese tren
eléctrico que todos los años ando pidiéndole a los Reyes. El pasado lunes, que
fue el penúltimo día que estuve en el hospital, vinieron a verme dos policías y
me estuvieron haciendo preguntas sobre lo que pasó en la casa de los abuelos, y
yo no quería decir nada, pero como dices tú, cuando la policía pregunta siempre
tiene una ganzúa con la que abre todas las puertas. Pero yo conté la fiesta
como me dio la gana y no llegué a contarles de la misa la media, ni siquiera
que Jorge se rajó cuando íbamos por la primera copa, porque comenzó a eructar y
a marearse, y dijo que él ya sólo iba a servir en la barra, pero que ya no
seguía con la apuesta, aunque esto seguro que Jorge ya se lo habrá contado pues
siempre ha sido muy chivato. También vino a verme una periodista que sacó del bolso
una grabadora y me hizo las mismas
preguntas que los policías, aunque era mucho más joven y más educada, y tan
guapa que te hubieras enamorado de ella. Al día siguiente papá trajo el
periódico y se enfadó mucho porque dijo que aquello era una crónica escrita por
una persona sin corazón y no le gustó nada que
aparecieran nuestros nombres y apellidos. Fue entonces, en el momento en
que mi padre leyó aquella crónica en voz alta a mi madre, cuando me dí cuenta
que la periodista lo había enrevesado todo, y pensé que si a mí me hubiesen
dejado contar lo que nos pasó aquella noche, me saldría todo del corazón y
más bonitas las palabras.
También
vinieron de nuevo los dos policías
secretas que habían venido el día anterior. Tus padres, que habían
venido a recoger tu ropa, pasaron por mi habitación a saludarme y les pidieron
que dejaran de molestarme, que me trataban como si fuese un delincuente, y que
no sabían respetar a los que no podían defenderse. Todo esto lo dijo tu madre,
que era la que estaba más templada, porque tu padre estaba como un zombi y lo
único que hacía era apretarme la mano con fuerza pidiéndome que nunca más
volviera a hacer lo que hice. Pero tu madre tenía razón y no respetan nada,
pues aunque esa tarde me había subido la fiebre más que los otros días, ellos
siguieron haciéndome las mismas preguntas que el día anterior, que si lo
habíamos planeado o había surgido por casualidad, que si nuestros padres bebían
a menudo (no veas como se puso mi madre), que si se llevaban bien o tenían
peleas. Tu madre dijo que uno de los policías era psicólogo y, por la manera en
que me miraba, debía ser verdad que lo era, pues se parecía al padre Damián
cuando ya le has contado todos los pecadillos, y el se te pone a mirarte
fijamente esperando a que le cuentes ese que te has callado porque te da
vergüenza contarlo. Y como tenía fiebre, yo no sé si lo conté todo, pero estoy
seguro de que no. Por lo menos no le conté lo de la apuesta, que al final
perdimos los dos. O bien pensado, la gané yo, pero tu no me la vas a pagar, y
ahora ya no pienso volver a apostar más en mi vida, o sólo conmigo mismo, como
lo de ser el mejor astrónomo del mundo y ponerme a bautizar las estrellas,
porque a la primera que descubra la llamaré Bernardo, y tal vez, como ahora
estás arriba, harás que brille más fuerte para que Andrés y Rafa y la maestra y
también tus padres puedan verte sin necesidad de catalejos.
Creo
que si no hubiésemos bebido tanto, la noche hubiese salido a pedir de boca, y
hasta Jorge hacía de camarero como si lo hubiese hecho toda la vida, aunque
creo que se pasó en la mezcla de los cócteles y le echó demasiado vodka a los
cubatas. El bourbon nos los bebimos como los vaqueros de las películas de Jhon
Ford, aunque en las películas no ponían la cara amarga que tú ponías cada vez
que le dabas un lingotazo. Y te gané por diez a siete desenfundando la pistola,
que esa noche no era tu noche, y todo lo perdiste, hasta tus gafas se rompieron
cuando en un desenfunde, borracho completamente, te inclinaste demasiado hacia
el lado derecho y te caíste redondo al suelo. Cuando el médico vio la herida
que tenías en la cabeza, me preguntó si nos habíamos peleado, pues ya andaban
diciendo que yo fui el culpable de lo que te había pasado, cuando tú sabes que
no es cierto, que yo no tengo la culpa de que a mí me lavasen el estómago y se
olvidasen de hacer lo mismo contigo. Pero bebimos demasiado, Nardo, que a mí en
la escuela los de quinto me llaman el borracho, y yo, con la rabia de haberte
perdido, empiezo a echar eructos y a patadas con todos, y conmigo no pueden,
aunque acaben tirándome al suelo y pateándome. Algunos también me cantan la
canción del anuncio ese del vodka, aquella que cantabas cuando nos abrazábamos
en el suelo, “que diría tu mamá si te viese con Eristoff”, que nunca te había
visto tan gracioso, Nardo. Nos dijimos tantas cosas que no nos habíamos dicho
antes, que parecía como si ya supiéramos que iban a ser las últimas. Por lo
menos hasta que no empezaste a vomitar, yo creo que nos divertimos como nunca,
hasta el momento en que todos los muebles comenzaron a bailar agarrado con
nosotros, y el suelo comenzó a encaramarse por las paredes y a tocar el techo;
entonces ya no; entonces ya no podíamos ni mantenernos en pie y cogimos mucho
miedo y paramos de beber. Así fue como me di cuenta de que iba a perder el
sentido y que la apuesta la íbamos a perder los dos. Y ahora que he comprobado
lo rápido que se sube el alcohol a la cabeza, me pregunto cómo es posible que
tu padre y el mío aguanten sin caerse, bebiendo tanto como beben. Y es que yo
creo que hacen trampa y cuando dicen que van a mear, se van a vomitar, y
vuelven como nuevos, como si hubiesen salido de la ducha y con el estómago
vacío, porque ya han devuelto todo lo que han bebido. Yo no me enteré en que
momento me puse a vomitar, porque ya había perdido la cabeza, pero tú todavía
te mantenías en pie, y Jorge me dijo después que entre los dos me llevasteis al
sofá. Luego me contó que abristeis la puerta a la abuela, que por tercera vez
fue a preguntar por qué armábamos tanto jaleo, y cuando te vio a ti borracho,
con la cara pálida, medio cayéndote al suelo, se puso a lamentarse, “Dios
bendito, Dios bendito, pero ¿qué habéis hecho?”, me dijo Jorge que decía. Pero
tú no te volviste a caer al suelo hasta que llegaron los camilleros de la
ambulancia, así que rectifico y te digo que fuiste tú quien ganaste la apuesta.
Pero !tonto!, si no hubieses sido tan tozudo y no quisieras ganar siempre, si
por lo menos hubieses perdido el sentido, te hubieran acabado lavando el
estómago igual que a mí, y yo no me pondría a escribir esta carta, que ahora
que lo pienso no se la voy a dar a la maestra, que entonces igual se lo cuenta
a nuestros padres, y lo que pasó es un secreto entre nosotros dos, pues Jorge,
como no estaba borracho, no se enteró de nada, ni siquiera de aquellas cosas
que me decías, que yo era el mejor amigo que tenías en el mundo, y que nos
casaríamos con la misma mujer cuando nos hiciéramos mayores. No te lo dije en
aquel momento, pero ahora te confieso que yo también lo pensaba, y creo que
cuando llegue el día de mi boda le diré a mi mujer que no se ha casado con un
marido, sino con dos, y al primer hijo que tengamos le llamaré Bernardo, igual
que a la primera estrella que descubra, y cuando me muera, me buscaré una al
lado de la tuya para no echarte tanto de menos, porque no tengo a nadie con
quien jugar en los recreos, y en clase aún estoy sin compañero, con tu pupitre
vacío, y sin poder hablar de las pelis de la tele, ni de las chicas que nos
gustan.
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