José Ángel Valente do Casar nace en Orense el 25 de abril de 1929, en el seno de una familia de clase media. El mundo provinciano que tuvo que respirar durante su infancia y adolescencia queda rememorado peyorativamente en alguna de sus obras. Estudia las primeras letras con los jesuitas y el bachillerato en el instituto provincial. En 1946 publica su primer poema, en una época en que aún utiliza el gallego como lengua poética. Empieza a estudiar derecho en Santiago, pero se traslada enseguida a Madrid. Allí deja en un segundo plano los estudios jurídicos para centrarse en los filológicos, que culmina en una licenciatura, con premio extraordinario, en 1954. Este año va a ser capital también para su poesía al presentarse simultáneamente a los premios Boscán y Adonáis con dos libros distintos. Gana el Adonáis con A modo de esperanza, adquiriendo notoriedad como joven promesa entre los poetas de su generación. Pero lo que le va a diferenciar de sus compañeros de promoción será el hecho de que, a partir de este poemario, todos sus libros serán escritos fuera de España.
Se traslada a la universidad de Oxford, donde trabaja y completa su formación entre 1955 y 1958, impartiendo clases, lo que le confiere el título de Master of Arts. De allí pasa a Ginebra como traductor de la ONU, hasta el año 1980. Casi toda su vida de adulto trascurrirá en el extranjero, en lo que se ha venido considerando una suerte de exilio voluntario. La distancia no impide que publique periódicamente en distintas revistas literarias. El alejamiento de una España que le resulta poco tolerable va a marcar el signo de su poesía. Este distanciamiento de su país se va a ensanchar aún más a raíz de la publicación de su cuento “el uniforme del general”, en 1971, por el que es sometido a un consejo de guerra. En 1975 va a París como jefe del servicio de traducción española de la UNESCO. En 1985 decide radicarse en Almería. Sus últimos años van a estar marcados por una tragedia familiar al morir uno de sus hijos por sobredosis en 1989, algo que va a dejar también su eco en la parte final de su obra. Muere en Ginebra el 18 de julio de 2000, ciudad a la que había ido en busca de curación para una enfermedad de pulmón.
Valente ha revelado su concepción de la poesía en diversos artículos y libros de ensayo. Para Valente, el creador no se enfrenta a unos hechos o ideas que se han de comunicar, sino a un “material de experiencia no previamente conocido”, un material informe que sólo por el lenguaje podemos sondear. En palabras de Valente, “el poeta no opera sobre un conocimiento previo del material de la experiencia sino que ese conocimiento se produce en el mismo proceso creador”. Desde estas premisas no resulta ya rara la exploración que el poeta realizará a lo largo de su obra por los dominios de la mística. Al igual que la mística, la poesía no está para expresar vivencias sino para indagar y conocer esas vivencias. Toda la evolución de Valente describe la trayectoria que va de una poesía incluida por Leopoldo de Luis en su antología de la poesía Social hasta la poesía de su obra más madura que se sitúa en la frontera que separa el silencio del lenguaje. Su poesía, desnuda y de extrema concisión, se sumergirá, con el paso del tiempo, en las corrientes de la mística, pero sin abandonar nunca las preocupaciones éticas y meditativas. Esta exigencia moral se volcará en su primera etapa denunciando los horrores de la guerra civil y la sordidez de la postguerra. Entre los escritores que influyeron en su obra se encuentran, por su parte mística y silente, San Juan de la Cruz, Lautreamont, Rimbaud y Lezama Lima; por la parte donde resuena su dolor íntimo y cívico, Quevedo, Cernuda y César Vallejo
Su obra comienza con la publicación en 1955 de A modo de esperanza, que llamo la atención de lectores y críticos por la originalidad de sus modos expresivos: una desnudez que huye de lo anecdótico para alcanzar categoría de símbolo. Es recurrente el tema de la guerra civil vista a través de los ojos de un niño y toda la asfixia de la postguerra bajo una dictadura. En su nuevo libro La memoria y los signos (1966), se funde la mirada retrospectiva con los trágicos sucesos de la historia colectiva. En Siete representaciones (1967), juega con las sugerencias de los siete pecados capitales. En Presentación y memorial para un monumento (1970) recorre la historia de la infamia y el horror a través de las doctrinas que han intentado instaurar un orden providencial en el mundo, desde el nazismo hasta la persecución anticomunista en los Estados Unidos. El aire de denuncia y malestar se hace más sofocante en su siguiente libro, el inocente. En Interior con figuras, (1977) profundiza en el mundo interior, en los intríngulis del conocimiento y el lenguaje. Entretanto, Valente ya ha llevado a cabo su exploración ética desde la crítica de lo colectivo hasta una crítica de la moral individual que empezó a aparecer en Siete representaciones. También empieza a despuntar la sátira y la parodia, aprendida en Goya y en Quevedo, y que se desata en Memorial para un monumento. La nueva trayectoria que va a trazar por los caminos de la mística comienza a anunciarse en su siguiente libro de poesía, Material memoria, (1978). Ya en su libro de ensayos Las palabras de la tribu (1971) había aludido a “la hermenéutica y la cortedad del decir” de la tradición mística. En esta tradición ahonda al preparar una edición del místico Miguel de Molinos sobre la guía espiritual, que influirá en su ya aludido libro Material memoria. A juicio de Andrés Sánchez Robaina, se trata de “un escoramiento tanto hacia una radical fundamentación metafísica como hacia un fragmentarismo no menos radical inscritos en lo que el autor ha llamado estéticas de la retracción, es decir, de formas breves propias de un sector de la poesía, la pintura o la música contemporáneas”. Su apuesta por la estética del silencio y la desnudez propias de la mística va a generar en su poesía “imágenes de desnudez, de transparencia o de errancia incondicionada del ser”. Es a partir de este libro, Material memoria, donde su lenguaje sufre, bajo la influencia de San Juan de la Cruz, una gran metamorfosis, una “radicalización estética y moral”, en palabras de Robaina. Esta profundización en la poesía mística le conduce de forma natural hacia las tradiciones místicas árabe y judía. En seis lecciones de tinieblas, (1980), busca que el lector se vaya desprendiendo de la palabra como referencia para que emerja con toda la fuerza su referente, el cuerpo material de la letra con todas sus sugerencias: a través de las letras del alfabeto hebreo logra trenzar un espontáneo mundo de imágenes procedentes de la cábala. Su siguiente libro insiste en el camino de la mística ya desde el mismo título, Mandorla, (1982,) el cual remite al centro; se trata de la almendra mística que centra y absorbe al visionario. Tras escribir Fulgor, 1984, va a continuar, en Al Dios del lugar, (1989) el proceso de vaciamiento interior que trata de abolir todo sentido para acabar encontrándolo en el peldaño superior del “no entender” sanjuanista. En palabras de Carmen Martín Gaite, “parece como si el poeta hubiera dado un paso aún más audaz en su camino hacia el vacío, hacia la asunción de lo inefable”. En este libro, como en el que le sigue, No amanece el cantor, 1992, va a culminar su evolución hacia lo prosístico y fragmentario; "la escritura fragmentaria –en palabras de Jacques Ancet-no como residuo sino comienzo, fundación, apertura”. El fragmento llega a erigirse en una sola frase en el medio de una página en blanco: “No pude descifrar, al cabo de los días y los tiempos, quién era el dios al que invocara entonces”, dice el texto completo de uno de sus poemas. En “No amanece el cantor” contiene una elegía por el hijo muerto que se convierte en una dolorida endecha: “Ni una palabra ni el silencio. Nada pudo servirme para que tú vivieras”. El ciclo poético de Valente se cierra con “Fragmentos de un libro futuro (2000), publicado el mismo año de su muerte. A su obra poética hay que añadir la ensayística, que ha girado en torno a sus preocupaciones literarias. La mayor parte de sus trabajos se han reunido en Las palabras y la tribu (1971), Variaciones sobre el pájaro y la red (1991) y la experiencia abisal (2004).
Los poemas que se seleccionan aquí proceden del libro publicado en 1993, "No amanece el cantor".
NO AMANECE
EL CANTOR
El Cuerpo
del amor se vuelve transparente, usado como fuera por las manos. Tiene capas de
tiempo y húmedos, demorados depósitos de luz. Su espejo es la memoria donde
ardía. Venir a ti, cuerpo, mi cuerpo, donde mi cuerpo está dormido en todas tus
salivas. En esta noche, cuerpo, iluminada hacia el centro de ti, no busca el
alba, no amanece el cantor.
No dejéis
morir a los viejos profetas pues alzaron su voz contra la usura que ciega
nuestros ojos con óxidos oscuros, la voz que viene del desierto, el animal
desnudo que sale de las aguas para fundar un reino de inocencia, la ira que
despliega el mundo en alas, el pájaro abrasado de los apocalipsis, las antiguas
palabras, las ciudades perdidas, el despertar del sol como dádiva cierta en la
mano del hombre.
La paciencia
del sur. Sus enormes lagartos extendidos. El caparazón oscuro de la noche
mordido por la sal. No llega la pregunta a convertirse en signo. Interrogar,
¿por qué? ¿Quién nos respondería desde la plenitud solar sin destruirnos?
Tenía el mar
fragmentos laminares de noche. Los arrojaba al día. Para que el ave tendida de
la tarde no pudiera olvidar su origen en los terribles pozos anegados del
fondo.
Y tú ¿de qué lado de mi cuerpo estabas, alma, que
no me socorrías?
Inmersión de
la voz. Las aguas. Entraste en el origen. Cabeza decapitada junto al mar.
Después no quedan más silencios.
Veo, veo. Y
tu ¿qué ves? No veo. ¿De qué color? No veo. El problema no es lo que se ve,
sino el ver mismo. La mirada, no el ojo. Antepupila. El no color, no el color.
No ver. La transparencia.
El centro es
un lugar desierto. El centro es un espejo donde busco mi rostro sin poder
encontrarlo. ¿Para eso has venido hasta aquí? ¿Con quién era la cita? El centro
es como un círculo, como un tiovivo de pintados caballos. Entre las crines
verdes y amarillas, el viento hace volar tu infancia –Deténla, dices. Nadie
puede escucharte. Músicas y banderas. El centro se ha borrado. Estaba aquí, en
donde tú estuviste. Veloz el dardo hace blanco en su centro. Queda la vibración
¿la sientes todavía?
Los muslos
de la mujer eran largos y húmedos. El fino vello brillaba dorado al sol.
Interminable profundidad si fondo de la piel. Cuando reía, parecía su risa
estremecerle el sexo y desatar bandadas por el aire de indeclinables pájaros.
Brotaba allí, me dije, como otras tantas cosas de la naturaleza
(Jardín botánico)
What killed the dinosaurios?, preguntas mientras clavas en mi
pupila tu pupila azul. ¿O quién? ¿Tú misma, un meteoro, una erupción volcánica?
¿Murieron uno a uno apuñalados o fueron víctimas tempranas de una súbita y
calculada exterminación?
(Anotación para un fin de siglo)
El otro
fatigado envuelto en sangre de las tierras del sur. Los perros vagabundos llegaban
hasta el límite frío de los vientos para morir. Nadie habitaba ya el lugar
incierto. Óxidos. Nadie. Los luminosos cuarzos amarillos incendiaba en su
rápido descenso el sol. Después, la sombra como una antorcha helada en todos
los caminos que llevan al vacío. La soledad hambrienta devora las figuras. Sube
el silencio contra el cielo, enorme, como un grande alarido.
Dedos sobre
el tambor, la piel tendida, el aire que se llena de un susurro de huellas
dactilares, de comienzos de oír, de oídos o silencios súbitos, plenitud del
sonido, el silencio es la pura plenitud del sonido. Acelerada percusión. Los
dedos. La llamada del dios. Los dedos solos sobre el puro temblor.
Quería
escribir Unter den linden. Escribir las palabras en el mismo lugar al que
designan. Igual que los graffiti. Decir ante un simbólico público alemán Der
Tod iste in Meister and Deuschland. Como si yo mismo fuese un campesino de esta
tierra. Decirlo co amor y con tristeza. El día dos de noviembre, un día de
difuntos, de mil novecientos noventa, ya casi al ´termino del siglo, el aire es
tenue aquí y frío y luminoso. Una niña cruza en bicicleta, haciendo largas eses
descuidadas, los vestigios del límite aún visibles
(Berlin)
PAISAJE CON
PÁJAROS AMARILLO
De tu
anegado corazón me llega, como ante tu voz, el vaho oscuro de la muerte.
Habítame con ella. Ni siquiera la muerte pueda de mi jamás arrebatarte.
La hora
puntual. O acudiste a la cita. Ausente. Forma final de tu esperanza ciega: el
vuelo roto de la tarde y la explosión al fin de tanta sombra.
Sobre la
arena trazo con mis dedos una doble línea interminable como señal de la
infinita duración de este sueño.
Lentamente.
Del otro lado. Yo apenas podía ahora oír tu voz.
En mis ojos
se agolpa repentina la luz. Como si tú, de pronto, volvieras a la vida.
Cuerpo de un
desconocido. Levantamiento de tu cuerpo en el atardecer anónimo. Ya no quedaba
en ti señal alguna que te hiciera nuestro.
Ni la
palabra ni el silencio. Nada pudo servirme para que tu vivieras.
Me parecía
ahora como si quedase en suspenso el amor. Y no era eso. Tan sólo tu no
volverías nunca.
Paisaje
sumergido. Entré en ti. En ti entréme lentamente.
Entré con
pie descalzo y no te hallé. Tú, sin embargo, estabas. No me viste. No teníamos
ya señal con que decirnos nuestra mutua presencia. Cruzarse así, solos, sin
verse. Pájaros amarillos. Transparencia absoluta de la proximidad.
Tarde final.
Declina pálida la luz. Yo fluyo desde la herida abierta en mi costado hacia el
endurecido río de tus venas.
Convergencia.
La hoja cae sobre la hoja. La lluvia en la extensión total del llanto.
Yo creí que
sabía un nombre tuyo para hacerte venir. No sé o no lo encuentro. Soy yo quien
está muerto y ha olvidado, me digo, tu secreto.
Un hombre
lleva las cenizas de un muerto en su pequeño atadijo bajo el brazo. Llueve. No
hay nadie. Anda como si pudiera lleva su paquete a algún destino. Se ve andar.
Se ve en una paramera sin fin. Al término, el ingreso devorador lo aguarda del
ciego laberinto.
¿Qué son
estas nubes, dime, que el viento arrastra como cabelleras al término encendido
de la tarde? ¿Hiciste tú ese camino? ¿Sin mí lo hiciste? ¿Cuándo?
Al caer la
tarde, la no visible mano de un dios te borra como ala de pájaro caído hacia
qué densa sombra más allá de la sombra. Disuelto estás, al fin, en tu propia
mirada.
Te heriste
ahora fatigosamente para no aceptar la mano que ya no se tendía. Duro despojo
anónimo, tu cuerpo, en esta tarde incierta. No estaba nadie junto a ti.
Entonces, no pudiste morir.
En el espejo
se borró tu imagen. O te veía cuando me miraba.
Ahora ya sé
que ambos tuvimos una infancia común o compartida, porque hemos muertos juntos.
Y me mueve el deseo de ir hasta el lugar en donde estás para depositar junto a
las tuyas, como flores tardías, mis cenizas.
Hay una
quieta paz metálica en el aire b ajo el tendido gris que el lago inmóvil
multiplica. Plata color ceniza el agua, el ala, el vuelo, el aire, el tuyo, el
de esta ausencia.
Sabías que
sólo al fin sabía yo tu nombre. No el que te perteneciera, sino el otro nombre,
el más secreto, aquel al que aún pertenecías tú.
Ejercemos un arte mínima, pobre, no vendible,
salvo en contadas ocasiones, nunca públicas, igual que ésta, aquí, en la tarde,
en la hora incierta de la absoluta desaparición.
Que era la
soledad, pregunto, el rostro tuyo al fin frente a la nada, el tiempo que de
pronto dejaba de ser tiempo empozado en sí mismo, la línea hiriente de oscura
luz que invadía tus ojos y tú empezabas a marchar por ella, sin red y sin
testigo, cuando se deslizó la sombra por tu sangre hacia tu adentro y allí te
desnaciste.
Tu signo era
la luna. Tu luz, lunar. Melancolía. Huella tan lenta de tu desaparición. Nunca
estuviste tú de mí más próximo.
Soy débil.
No sé dónde apoyarme. Vacío está de todo ser el aire. No estás. No estoy. Qué
giratorio cuerpo el de la nada.
Tiento las
sombras a la caída de la tarde, en la plenitud solar de la mañana, despierto o
bien en sueños, y tal vez adelanto los brazos ante mí, palpo el ciego perfil
que no consigo nombrar, creo que he visto seres que amo aún y que ya nunca
volveré a ver o no me reconocerán ellos a mí, pues quién podría ahora reconocer
a quién, cuando tú ya no estás y el último verano arrastró hacia lo lejos tus
imágenes, muy lejos, y con ellas la sola referencia cierta a lo visible.
Quisiera
haber estado en los lugares en donde tú estuviste, en todos los lugares donde
hay acaso aún o sobrevive un fragmento de ti o de tu mirada. ¿Sería este vacío
tuyo lacerante lo que hace de pronto un espacio lugar? ¿Lugar, tu ausencia?
No pude
descifrar, al cabo de los días y los tiempos, quién era el dios al que invocara
entonces.
Lentas
siguen las lunas a las lunas, como cede a la luz la luz, los días a los días,
el parpado tenaz al mismo sueño. Vivir es fácil. Arduo sobrevivir a lo vivido.
La blancura
siniestra de la nieve. El bajo techo gris del aire. Las nueves como bestias
abatidas al ras de las techumbres. La lividez del ala o del espacio como placa
metálica sobre nuestras cabezas. Ciudad de pálidas usuras. Podrán otros mirarte
con más alegre corazón. Jamás el ave que nunca en ti encontró reposo ni morada.
A veces me
siento muy próximo a la muerte. Me pregunto a quién puede serle útil esta
observación. No escribimos al fin sobre lo útil, pienso. ¿Por qué no decir,
pues, una evidente trivialidad? La proximidad de la muerte es el encuentro de
dos superficies planas y desnudas que repeliéndose se funden. ¿Eso tan sólo? No
sé. Pasar al otro lado no es bastante sin el testimonio cierto del testigo que
no he acertado aún a transcribir.
Para cuán
poco nos sirvió vivir. Qué corto el tiempo que tuvimos para saber que éramos el
mismo. Mientras el pájaro sutil de aire incuba tus cenizas, apenas en el límite
soy un tenue reborde inexistente sombra.
Ahora que
sentado solitario ante la misma ventana veo caer una vez más el cielo como un
lento telón sobre el final del acto, me digo todavía ¿es éste el término de
nuestro simple amor, Agone?
NADIE
Al norte
De la línea
de sombras
Donde todo
hace agua,
Rompientes
En que el
mar océano
Se engendra
o se deshace,
Y el
naufragio inminente todavía
No se ha
consumado, ciegamente
Te amo.
(SOS)
Pájaro del
olvido
Jamás te
tuve más cierto en mi memoria.
Vuelvo ahora
Desde no sé
qué sombra
Al día
helado del otoño en esta
Ciudad no
mía, pero al fin tan próxima,
Donde el sol
de noviembre tiene
La última
dureza
De lo que ya
debiera morir.
¿Y es éste el día
De mi
resurrección?
Las hojas
arrastradas por el viento
Apagan
nuestros pasos.
Llegó y ni
siquiera sé muy bien quién llega
Ni por qué
fue llamado a este convite
Tantos años
después.
(Comparación)
De ti no
quedan más
Que estos
fragmentos rotos.
Que alguien
los recoja con amor, te deseo,
Los tenga
junto a sí y no los deje
Totalmente
morir e esta noche
De voraces
sombras, donde tú ya indefenso
Todavía
palpitas.
(Proyecto
de epitafio)
Se llena a
veces el mundo de tristeza.
Los armarios
de luna con la imagen de un niño
Navegan en
la noche.
El
viento llora
Como animal
herido,
Solo bajo
las nubes.
Los blancos
lirios de la primavera
Nadie podría
ahora recordarlos.
Baja
Tumultuoso
el río
Opaco de las
sombras.
Piedras.
Norte. Estalla
Lejos la
luz, muy lejos.
Andemos
todavía.
(Días de invierno de 1993)
La lluvia
cayó sobre las hojas
Hasta agotar
los números del tiempo.
El río trajo
la bronca imagen de los asesinos
Reflejada en
sus aguas más oscuras.
Venían con
sus dioses de bolsillo,
Aguardentosos,
tristes, ávidos.
El áspero
ruido de sus botas
Llegaba hasta
las bóvedas del cielo.
Vosotros os
levantasteis hacia el aire
Como bandada
de aves indefensas.
No sabéis
cuántos murieron,
Cuántos
habéis quedado,
Qué quedará
de todo y de la luna
Cuando ya
nada quede de vosotros.
Fazendeiros
de fazendas e mortes
Cheios de
sombra.
Quien esté
ciego para verlo no merece
Vivir.
El mate
ardiente pasa
De una mano
a otra mano.
Todas las
manos juntas representan
El nuevo
nacimiento, el vuestro, el vuestro,
Si aún nos
fuera posible
Nacer a
vuestro lado
En la tierra
sin mal.
(Redoble por los Kaiowá del
Mato Grosso del Sur)
Al lento sol
que baja hacia la tarde
Ceder,
abandonarse.
Declinación.
El flujo del
vivir
Se ha ido
deteniendo imperceptible
Como el
borde del vuelo o la caricia.
Aún dura
leve lo que fuera huella
De su tacto
tenue.
No sé si
salgo o si retorno.
¿Adónde?
El fin es el
comienzo.
Nadie
Me dice adiós.
Nadie me espera.
Entrar ahora
en el poniente,
Ser
absorbido en luz
Con vocación
de sombra.
Y tú, que me
has amado, sacrifica
A las
divinidades de la noche
Lo más puro
de mí
Que en tu
secreto reino sobreviva.
(Luces hacia el poniente)
Si después
de morir nos levantamos,
Si después
de morir
Vengo hacia
ti como venía antes
Y hay algo
en mí que tú no reconoces
Porque no
soy el mismo,
Que dolor el
morir, saber que nunca
Alcanzaré
los bordes
Del ser que
fuiste para mí tan dentro
De mí mismo,
Si tú eras
yo y entero me invadías
Por qué tan
ciega ahora esta frontera,
Tan aciago
este muro de palabras
Súbitamente
heladas
Cuando más
te requiero,
Te digo ven
y a veces
Todavía me
miras con ternura
Nacida sólo
del recuerdo.
Qué dolor el
morir, llegar a ti, besarte
desesperadamente
Y sentir que
el espejo
No refleja
mi rostro
No sientes
tú,
A quien
tanto he amado,
Mi anhelante
impresencia
(Elegía: fragmento)
APÉNDICE
Corona
fúnebre
Estaba el
muerto sobre sí difunto.
Corrieron
las estólidas cortinas de la patria
Sobre su
incorruptible podredumbre.
Señor opaco
de las moscas.
Su reino no
era de este mundo
Ni de otro
mundo.
Improvidente
error
Y largos
cementerios sin fi bajo la luna.
De la muerte
nos diera innúmeras versiones.
Padre
invertido: nos desengendraba.
Viva la
muerte, en círculo dijeron
Co él los
suyos.
Viva, con
él, al fin la muerte.
La muerte,
sus bastardos, sus banderas.
[1975]
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