Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esta muerte que nos acompaña
Desde el alba a la noche, insomne, sorda,
como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto. Tus ojos
serán una palabra inútil,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola te inclinas
ante el espejo. Oh, amada esperanza,
aquel día sabremos, también,
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
asomar un rostro muerto,
como escuchar un labio ya cerrado.
Mudos, descenderemos al abismo.
Entre los papeles que encontraron después de la muerte de
Cesare Pavese, estaba este hermoso poema. Un poema de amor, un poema de muerte,
un poema de un suicida. El otro día, durante una cena, alguien se refirió a
ciertos gestos trágicos; otra persona sugirió el nombre de Pavese. Yo recordé
que una vez leí con fruición el diario de Pavese y que con aquella lectura se me ocurrió hacer una suerte de exorcismo.
Estaba cansado de ser yo y quise dejar que escribiese alguien por mi. Estaba
cansado de mi voz y preferí que otras voces me tomasen. Dejé hablar a Pavese.
La narración que dejo aquí es una narración fallida, pero me gusta
creer que la escribió Pavese. Pretende ser la narración de su última jornada.
Es un zurcido de distintos entradas que aparecen a lo largo de su diario “el
oficio de vivir”. Utilice textos escritos en su diario a lo largo de 20 años y los hice cristalizar en una sola jornada: la última.
En la primera mitad de la narración decidí no utilizar más palabras que las que
aparecían en el texto. Para eso tuve que confeccionar un listado de gran parte
de las palabras que aparecían en ese diario. Muchos pasajes son transposiciones
literales. Yo sólo realicé la tarea de montaje. Cuando ya iba por la mitad de
la narración me di cuenta que realizar dicha operación sobre un texto traducido
del italiano al español no tenía mucho sentido, así que comencé a permitirme
alguna pequeña licencia; no demasiadas. El texto resulta así un collage
creado con un material escrito en más de un
95 % por el mismo Pavese. Yo sólo fui el artífice de un arte combinatorio que tenía como propósito el dirigir la narración de lo vida de Pavese hacia su último día: el día de su suicidio. Elegí la tercera persona narrativa para despegarme del estilo del diario; también para evitar identificarme. En parte por impericia y en parte por las
dificultades del experimento, el texto se hace tal vez pesado y algo incomprensible. En
compensación, se puede decir que aquí esta Pavese en estado puro. Y creo que el
tramo final, que es una mezcolanza de retazos diversos, me salió razonablemente
bien. (En todo caso, esto va por Pavese. Sus opiniones –sobre todo las
misóginas- no son las mías. Si alguien cree que esto es triste, es porque
Pavese lo era. Absténganse, pues, los lectores a los que no les gustan las
cosas tristes)
26 de agosto 1950. Ha
sido una Jornada dura. Has subido la escalera de siempre hasta el segundo piso
y al llegar a la puerta te has parado a pensar. Es el principio del fin, en
esta noche, en este hotel, en esta misma habitación. Venías de la calle a paso
corto, la cabeza baja, fumando un cigarrillo y con el periódico en la mano, sin
mirar las caras que salían a tu paso. Tampoco nadie te miraba a ti. Abriste la
puerta con la llave y encendiste la luz. Retrocediste un poco al ver la misma
habitación de siempre, casi con miedo de encontrártela igual. No había nadie
esperándote dentro; la misma vacía habitación de siempre. El mismo silencio
ahora violado por el chirrido de la puerta que cierras con cuidado. Con la
puerta del balcón cerrada, no llega ningún sonido de la calle. Al fondo, al
lado derecho del balcón, está tu escritorio con la silla. Encima un sobre
abierto, varios folios en blanco, dos plumas, tres libros apilados, un cenicero
con colillas, y una máquina de escribir. En la pared del escritorio hay dos
estantes llenos de libros y más cerca de la puerta esta tu cama sencilla pegada
a la pared, con tu mesilla al lado, y más allá tu armario y tu sillón de cuero
rojo al lado de la cama. Dejas caer el periódico en el sillón y avanzas hacia
el balcón, dejando atrás el teléfono negro colgado de la pared blanca, pasas
por delante del espejo que hay encima del lavabo, te echas un vistazo de perfil
y te ves como un fantasma; tu propio aspecto te deprime, si es posible
deprimirse más. Abres el balcón, dejas entrar el aire caluroso de la noche y te
sientas en el sillón. Miras el reloj: las diez y media.
Hace tres días que casi no has dormido y de poco te sirven los
somníferos. Estás tan cansado que te duele hasta el cerebro. Secretos
pensamientos te acogotan. ¿No sabrá nadie lo que piensas esta noche? Más que
nunca necesitas aire, vida, luz, y sales al balcón. Todavía hay un motivo de
esperanza; el mundo aún palpita. Media luna brilla en el cielo. Hay una
estrella entre las ramas de un árbol, luminosa como una ciruela amarilla. Aquí
delante está todo tu Piamonte querido y está Turín; Turín. Aquí todavía puedes
ser feliz, en este sosiego rico de tumulto, en esta ciudad donde has nacido
llegando desde afuera: Tu amante, y no madre ni tampoco hermana. Por la plaza
ves pasar gente sin prisa. Dos amantes van agarrados de la mano y de vez en
cuando se paran para darse un beso. Un padre va hablando con su hijo pequeño y
le pasa la mano por el pelo. ¡Todo esto da asco!. Porque sabes que nunca
tendrás mujer ni hijos. Nunca tendrás una mujer ni las has tenido, una mujer
para ti solo, un cuerpo, una paz. Y quien no ha tenido siempre una mujer no la tendrá nunca. Una que te espera,
que duerma contigo y te caliente y te acompañe y te hable. Estas solo, solo,
solo; así lo has estado siempre, y así lo palpas, ahora, en esta noche.
Pero cuántas cosas te
gustan, te reaniman. No personas, pero qué bonito el jardín atigrado, las
nubecillas de primavera, el salto de Turín a la llanura del Dora, el olor a
gasolina entre las plantas de las avenidas, y tantas cosas más. Pero no los
hombres y las mujeres que te han dejado solo en esta noche. Y, sobre todo, las
mujeres. Pues el golpe bajo que te ha dado ella lo llevas siempre en la sangre.
Has hecho todo para encajarlo, hasta lo has olvidado, pero de nada te sirve
huir. ¿Sabes que estás solo? ¿Sabes que te dejan por eso? ¿Sirve de algo hablar
con las mujeres? Todos los hombres se encuentran con una puerca. Noventa y
nueve de cada cien mujeres son puercas. ¿Dónde una mujer amante?, ¿dónde la
decente? “Animo, vamos, ya basta, anda ya, ya está bien, no es para tanto, ya
basta”, todas te dicen lo mismo. Te pasas la mano por la frente y el pelo,
cierras la puerta del balcón, tras de la cual la ciudad se va pudriendo,
avanzas mientras te vas quitando la chaqueta y la cuelgas con cuidado en el
armario. El calor te asfixia y también te desanudas la corbata.
Y las mujeres te dicen
¿qué importa? Y te sientas en la cama, está bien, no solo hay esto, y agachas
la cabeza y te tapas la cara con las manos, y luego se casan con otro, todos
tienen derecho a dormir con ella y llevársela en automóvil, con su traje
inglés, camisa de seda y sobre todo billetera. Y casarse quiere decir construir
una vida y tener oficio y casa… Pero si no sabes hacer esto, no harás nunca
nada, no construirás nada. Si el hombre
no es un eunuco, siempre eyacula y el que eyacula demasiado rápido es mejor que
no hubiera nacido, es un defecto por el que vale la pena matarse, si no se
posee la potencia de ese miembro. Esto te ha pasado, esto te ha pasado, esto te
lo han dicho y volverá a pasar. Pero tu sabes que no volverá a pasar. Cálmate,
por favor, cálmate, esto no volverá a pasar. Te levantas con llanto de la cama,
porque te ha tenido entre los brazos y no te ha querido. Y es ya una vieja
historia. “¿cómo estamos de cojones? Veamos si me haces disfrutar”…
Sales al balcón y tomas aire. Enciendes un cigarro, le das
cuatro caladas, pero el alboroto de la calle te atosiga, pues necesitas calma,
pensar tranquilamente. Y cierras la puerta con estrépito, coges del escritorio
el cenicero, vuelcas las colillas en la papelera y te sientas en el sillón
donde solo hay angustia, desgarramiento, escalofríos, porque no tienes la
fuerza física de estar solo, y otro desgarramiento más y otra gangrena y otro
escarnio y ¿hasta cuando? ¿hasta cuando solo?, solo; así has estado siempre y
así esta noche te irás solo. Si al menos no sufrieras…Pero sufres, ¡y cómo
sufres!, como un loco, mejor sería que te hubieses vuelto loco, y es una
debilidad este sufrimiento, y no sirve para nada, porque nada se aprende sufriendo
de este modo. Y esto te ha pasado y te pasará siempre ¿no es así? Y después?
¿No habrá después también? ¿es posible que no haya más después? ¿que ni
siquiera saborees este cigarrillo que te estas fumando? ¿no te acuerdas como
pasabas la tarde en el pequeño cine, sentado en el rincón, fumando, saboreando
la vida y el fin del día? Y qué diferencia con este día que se acaba, con este
dolor en el pecho y este vértigo que te va mordiendo el vientre. Si hay que
sufrir, acabemos pues. Apaga el cigarrillo, enciende la luz y haz lo que tengas
que hacer.
Imagina, Pavese que
ahora vas al escritorio y abres un cajón y examinas páginas escritas y miras tus últimos poemas y rompes unos y
dejas otros y sacas por fin tu cuaderno jaspeado de manchas verdes donde has
escrito tu vida durante los últimos años. Y lo abres y comienzas a leerlo. Te
das cuenta de que tu vida es un fracaso, un error consecutivo desde el comienzo
hasta el fin, allí donde tu diario acaba con tus últimas palabras escritas hace
una semana: “no más palabras. Un solo gesto. No escribiré más”. Y lo has
cumplido, porque has dejado de escribir completamente y ya solo te falta el
gesto que has estado rumiando durante todos estos días. Y ahora que lo tienes
decidido ves que es escribir lo que te hace falta, ahora que has llegado al
final de la jornada y todo es recuento y repetición y ceremonia en esta noche
aciaga. Apartas la máquina de escribir a un lado, te secas con la mano el sudor
que te va cayendo de la frente, colocas unos folios en blanco al alcance de tu
mano, tomas la pluma y comienzas a escribir con letra grande y pulso firme: “26
de agosto de 1950”. Y leerás los escasos folios que has escrito, siempre
pensando en el suicidio, no más que una cosita que se hace, que no remuerde, no
más que aplastar un mosquito. ¿o no está claro que sin Ella no aceptas la
vida?. Ten valor, Pavese, ten valor. Pues sabes perfectamente lo que tienes que
escribir en un día como este, un último esfuerzo para escribir lo que durante
muchas noches has soñado, pues la nota de despedida te la sabes de memoria:
“perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Vale? No murmuréis demasiados
chismes”. Pero sabes lo que van a decir al día siguiente tus amigos, Vitorino y
Calvino y Primo Levi: Era un débil en el fondo; se le veía venir. Y tu hermana:
como iba a saberlo, se había despedido de mí como todos los días, más tranquilo
que nunca. Y los trabajadores serios de la editorial que diriges habrán dicho:
un cobarde. Y los periódicos comentarán mañana: un gesto trágico. Y todos tendrán
razón y también tú la habrás tenido.
Y así, con la sonrisa
de no culpar a nadie, colocas el papel encima de la máquina de escribir y te
levantas para extraer el billetero del bolsillo, y luego lo examinas sentado en
el sofa. Vas apartando con cuidado lo que vas a tirar a la papelera: dos
facturas de una librería, dos entradas de cine de hace dos semanas y una foto
por la que pasas unos dedos con cariño. “¡Oh Connie, Connie!”. Pero ella no te
oye, no sabe del orgasmo, de las palpitaciones, del insomnio. Oh Connie, has
estado tan dulce y tan sumisa, pero desapegada y también pasiva. La miras y te
rindes. Saltos en el corazón, infinitos suspiros. ¡Es posible a tus años!. Tan
buena, tan paciente, tan hecha para ti. Pero viene el miedo a lo que tu ya sabes,
al paso terrible que ya has dado, y luego su increible dulzura y sus palabras
de esperanza, y también lo terrible que ha sido, pese a todo. Si ella supiera
que para ti no es una mujer, sino la misma existencia, el aire que respiras, la
poesía de cada día, Si ella supiera que se ha llevado tus últimos poemas, que
después de ella ya no podrás escribir más, si ella pudiera leer esto que aquí
escribes. Tu que ya no escribirás más, tu que has trabajado, has regalado
poesía a los hombres, has comprendido las penas de muchos; tu que eres un rey
en tu oficio y que en diez años lo has dado todo. Cuántas dudas tenías entonces
y ahora todos te dicen: tienes cuarenta y dos años y ya lo has logrado. Eres el
mejor de tu generación, pasarás a la historia, eres extraño y autentico. No
otra cosa soñabas a los veinte. Pero no querías solo esto, querías continuar,
ir más allá, comerte a tu generación. Volverte perenne como una colina.
¿Y de que te sirve
todo esto?, ¿de que te sirve haber ganado el premio que has ganado hace dos
meses?. ¿De que te sirven todas tus victorias si a todo el mundo aburres?; ¿o
no lo ha dicho claramente ella en esta noche?. Tus palabras escritas a todo el
mundo gustan, pero basta que invites a una mujer a cenar para que te diga que
le aburres. ¡Que mala suerte, insensato!. ¿Cómo puede ser que tres mujeres a la
vez rechacen tu invitación a cenar la misma noche.? La única noche en que tu
sabes que no puedes quedarte solo. Y si llamases a una cuarta mujer, también se
negaría, porque esta noche es la noche en la que todas las bolas de billar
entrechocan en una extraña carambola. Y ahora que ya sabes que está la suerte
echada, te levantas del sillón, abres el balcón para que vengan los ruidos de
la calle, sabiendo que no hay ya esperanza posible para ti, ahora que los ves
abrazarse y desnudarse y sabes lo que hacen y hasta donde llegarán. ¿No es este
el estado mental en el que se cometen los delitos? Pero eres demasiado tímido
para hacer tal cosa, un asesino tímido, un suicida que no puede aplastar más que
un mosquito, un hombre que avanza hacia el teléfono y lo deja caer colgándolo
del aire y se queda mirando extasiado la sombra gigante que va oscilando en la
pared, como el péndulo de un reloj. Tu puente con el mundo acaba de romperse y
vienes ya de vuelta, lo acabas de cruzar con la certeza de que ya nadie va a
interrumpir tu sueño, que no habrá más llamadas, que no puedes esperar nada de
nadie. Tras el puente abatido y sin
retorno, te lavas la manos con mucho jabón en el lavabo. Siempre te ha
horrorizado lavarte las manos con jabón, hacer la cama por la mañana, cuando te
quedabas en casa, porque todo esto requería un gran esfuerzo y sin embargo todo
lo haces ahora con una jovialidad extrema, como si el rito salvaje que estás a
punto de cumplir te liberase del tedio. Y qué raro resulta verte haciéndote
eso, mirándote por última vez, porque si ya resulta raro mirarse en el espejo,
más raro es aún que se mire un condenado. En el cristal está la víctima (no hay
más que verte esa cara) y al otro lado el asesino. La mirada escrutadora pero
también huidiza, la mirada tímida de un asesino piadoso que no se atreve a
mirar a su víctima. Los gruesos labios entreabiertos, los ojos saltones tras
las gafas, la gran nariz y el pelo espeso y todavía negro. ¡Oh Cesare Pavese,
cuanto te odio! Convéncete, Pavese, de que tu ya estabas muerto. Muerto estabas
antes de venir al mundo y muerto estarás en un momento. Tu vida no ha sido sino
un sueño. Nada se te debía y sin embargo cuántas cosas le debes tu al mundo.
Muerto estarás con solo coger el vaso que hay en el lavabo y llenarlo de agua.
Te sientas en la cama, sacas del cajón de la mesilla todos los sobres de
somnífero y los vas abriendo, volcando polvos, tiñendo el agua de color
naranja, puros ejercicios gimnásticos como el dar vueltas con la cucharilla en
el fondo del vaso, pues después de cada trago el bebedor tuerce la cabeza,
vuelve la cara como un nadador, satisfecho, vuelve a beber, algo muy cómico por
otra parte, con ese sabor amargo que tienen las mujeres. Y ya está, no era más
que esto, un gesto tan sencillo como aplastar un mosquito, como comprobar
que van a dar la una, buena hora para
apagar la luz, quitarse los zapatos y las gafas y tumbarse en la cama, como de
costumbre. Sientes la alegría de que ahora te irás a la cama y desaparecerás y
en un instante será mañana, será por la mañana y volverá a empezar el inaudito
descubrimiento, la apertura de las cosas. Es bonito irse a dormir, porque nos
despertaremos y porque sabemos que es la manera más rápida de llegar a la mañana,
sabemos que en el fondo el hombre está desnudo y que pronto llegará la mujer
que has estado esperando, como viene el sueño, calladamente, como una niebla
que lenta se disipa, como un vestido hermoso de mujer que vuela por el aire y
aún quisieras desgarrar, y todo flota a la deriva en ese mar muerto de color
naranja, y se hunde y sube y flota y después ya nada, y después el mundo
continuará su camino como si nada hubiera sucedido, el mundo que ya ha
olvidado, con sus sueños, a todos los paveses muertos, abatidos y despedazados.
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