La cartera la encontramos dentro del cajón de un armario destartalado que guardábamos en el trastero. Habíamos decidido emplear aquella mañana de domingo en hacer una limpieza a fondo de la casa, lustrar puertas y ventanas, poner en orden las estanterías y todo tipo de cacharros que empezaban a hacer intransitable el cuarto trastero: una habitación más bien sombría ubicada en el sótano del edificio, y donde sólo entrábamos para coger alguna banqueta en las fiestas de cumpleaños o para llevarnos la maleta cuando nos íbamos de vacaciones. Alicia me había pedido que buscase un mantel para la mesa de la cocina y yo metí la mano en uno de los cajones de aquel armario; enseguida noté, entre los pliegues del mantel, una cosa fría y húmeda. Le pregunté casi a gritos que qué era aquello, y Alicia me contestó con la misma pregunta. Nada más abrirla, saltó a la vista que aquella cartera pertenecía a una persona que no conocíamos. Como el trastero era un cuarto demasiado angosto y lúgubre para inspeccionar aquella enormidad de color negro, decidimos dejar la limpieza y subir al apartamento para inspeccionarla con más calma. Se trataba de una cartera de mujer, cerrada mediante una hebilla, con monedero central y varios compartimentos para tarjetas y carnés. De uno de estos bolsillos, Alicia desprendió un carné de identidad y un abono de transporte. La dueña era natural de Madrid, vivía en Móstoles y tenía veintiocho años. Alicia leyó su nombre y apellidos en alto, y su voz sonaba como si los hubiera leído sobre una lápida. Por el carné de identidad pudimos enterarnos de su dirección, pero no logramos encontrar ningún número de teléfono en el que pudiéramos dejar aviso, a no ser el número telefónico de un pub que aparecía impreso en el dorso de una tarjeta publicitaria. Dos fotografías -la del carné, y otra más de color sepia, en la que posaba junto a una amiga, semidesnuda y con pose indecorosa- nos dejaron la impresión de que la dueña llevaba una vida más bien alegre. Antes de abrir la cartera, ya sabíamos que no íbamos a encontrar ni rastro de dinero. Tan sólo descubrimos, dentro de un sobrecito de papel cebolla, y oculto en un compartimiento, una moneda de plata de 2000 pesetas que había sido emitida para coleccionistas, y que todavía debe andar rodando por algún cajón de la casa.
Cuando acabamos de examinar la cartera, Alicia quiso saber qué pensaba sobre el asunto. Yo me hice cábalas, me encogí de hombros y solo acerté a emitir un gruñido. Entonces me miró con un gesto suspicaz, insinuando que tal vez había sido yo quien había dejado allí la cartera. Y lo peor es que no sabía cómo sacarla de dudas. Aunque no era descabellado pensarlo, me puse a protestar. Le recordé que había sido yo quien había descubierto la cartera y que eso me eximía. Así que no podía ser yo. Pero con la misma convicción con que protestaba, sabía también que Alicia estaba descartada, que de haberse topado con la cartera en una calle, ni siquiera se hubiese agachado a recogerla. Le hice ver que no era yo el único que había tenido acceso al trastero. Su hermana Maribel y su marido disponían de las llaves de todas las puertas, e incluso durante las últimas vacaciones de Navidad, cuando viajamos a La Coruña para visitar a mi madre, ellos se habían mudado a nuestra casa con el pretexto de que la suya carecía de calefacción. Le recordé que precisamente el marido de su hermana había vivido en Móstoles antes de casarse.
- Crees que ha sido él ¿verdad?- me interrogó, con un mohín de disgusto.
Durante unos minutos trazamos una lista de sospechosos que
nos resultó penosa, pues todos los que habíamos elegido eran conocidos
nuestros, parientes, gente a la que habíamos mirado hasta entonces con la mayor
confianza del mundo. Un hermano de mi madre, que había venido a casa a instalar
un cobertizo en la terraza para proteger la lavadora de la intemperie, ocupaba
el primer lugar en la lista. El sobrino de Alicia había pasado algunos fines de
semana en nuestra casa y también podía haber entrado en el trastero. A esa
lista añadimos, finalmente, al presidente de la comunidad de vecinos, que era
el depositario de las llaves de todas las puertas del edificio, y que ese año,
además, coincidía que era el filipino del 2ºB, que en la última reunión de la comunidad había
sido acusado de ladrón por el vecino del 1ºA. Cualquiera de ellos podía ser,
pero también podía ocurrir que el culpable no estuviera incluido en aquella
lista. Yo, sin embargo, dejé entrever que tenía mi propio sospechoso. Como
Alicia sospechaba que me refería a su cuñado, no pudo contenerse y llamó por
teléfono a su madre y a su hermana para comunicarles el descubrimiento y
averiguar lo que opinaban del asunto. Y resultaba que todo el mundo había
confeccionado su propia nómina de sospechosos y que la lista no paraba de
crecer. Cualquiera podía haber robado el bolso de aquella mujer en la calle y
salir huyendo hasta encontrar refugio en nuestro portal. Cualquiera podía haber
bajado al sótano, podía haber abierto la puerta de nuestro trastero de una
patada y esconder la cartera. Resultaba así que todos éramos sospechosos.
Pero, mientras tanto, no parábamos de hacernos preguntas. No
entendíamos por qué el ladrón había elegido precisamente nuestra puerta. Ni por
qué la escondió minuciosamente en el cajón. Tampoco entendíamos cómo había
podido abrir la puerta del portal. Y además, ¿dónde se había deshecho del
bolso? ¿Y por qué en la puerta de nuestro trastero no había quedado impreso
ningún signo de ser forzada? ¿Y por qué no se nos había ocurrido pensar –tal
como dejó entrever la madre de Alicia- en la chica ecuatoriana que todos los
viernes venía a primera hora de la mañana para fregar la escalera? La madre de
Alicia nos sugirió que no avisáramos a la policía hasta que el asunto no se
esclareciese. Pero ¿Y si resultaba que la policía intervenía antes? ¿y si se
enteraba de que nosotros teníamos aquella cartera y venía luego algún agente a
llamar al timbre de nuestra puerta? Nos estábamos volviendo paranoicos por
minutos. Desde el mismo momento en que barajamos la posibilidad de que la
policía interviniese, nos sobresaltábamos cada vez que alguien llamaba al
timbre o comenzaba a sonar el teléfono.
Aquella cartera nos había venido a plantear un enigma sin
solución, del que se desprendían un montón de preguntas, pero ninguna
respuesta. Si acaso creíamos dar con una respuesta, ésta nos conducía a nuevos
callejones sin salida. ¿Desde cuándo se hallaba la cartera en nuestro trastero?
¿Quién la había colocado allí? ¿Conocía el atracador a su víctima? ¿Tenía algún
interés en incriminarnos precisamente a nosotros? De momento, habíamos llegado
a la conclusión de que el robo tenía que haber ocurrido entre el mes de marzo y
el mes de octubre, pues precisamente en marzo había estado lloviendo a mares
durante dos días hasta que acabó inundándose el sótano, el agua se filtró por
debajo de las puertas de los trasteros y tuvimos que sacar todos los trastos
almacenados, ponerlos a secar y
volverlos a meter en el trastero.
- Desde luego -sentencié- esta chica ya puede llevar seis meses muerta.
Por aquella época yo tenía otras cosas en las que pensar. Mi
madre nos había venido a visitar desde La Coruña unas semanas antes y habíamos
advertido que los temblores de sus labios le mermaban el habla y que su mano oscilante empezaba a rociar el café o
la sopa que se quería llevar a la boca. Como todos los domingos, bajé a una cabina para comunicarme con mi
madre, si es que se podía llamar comunicación a aquel diálogo de besugos. Nunca
lograba encadenar con mi madre más de tres frases seguidas, y aquellas
conversaciones insulsas me dejaban siempre la sensación de que no sabía cómo
tratarla. Así que regresé a casa todavía más abatido. Ya que todos
sospechábamos de todos, me pareció extraño que Alicia no hubiera pensado
incluir a mi madre en aquella lista. Ella misma había bajado al trastero para
recoger la maleta que más tarde se llevó a La Coruña. Pensé que Alicia no
quería incomodarme con aquella sospecha. Cuando entré por la puerta me encontré
a Alicia cogiendo como con pinzas un mechón de cabello rubio que acababa de
encontrar, y que estaba oculto entre los pliegues del carné de conducir. Le
pregunté si el cabello le parecía de una mujer. Volvió a guardar el mechón en
su sitio y no me contestó. Entendí que todo aquello le daba asco y que hurgar
en la cartera era una manera de hurgar en la vida de la difunta. Me preguntó si
le había contado el suceso de la cartera a mi madre, y no me atreví a decirle
que no. Me era imposible explicarle a Alicia todo lo que pasaba por mi cabeza.
Sólo le respondí que me preocupaba mi madre. Y no me preguntó por qué.
Aquella mañana, la lluvia no dejó de repicar en los cristales
de las claraboyas, las habitaciones se enfriaron y encendimos por primera vez
la calefacción. Yo venía de pelearme con la caldera, frotándome las manos y
dispuesto a ponerme el batín, cuando me
sorprendí a mí mismo mirando con aprensión aquella cartera encima de la mesa
-negra, fría, siniestra a más no poder, tal vez con manchas secas de sangre que
nos habían pasado desapercibidas y que confundíamos con las manchas de
humedad-. Entonces me pareció detectar la fuente de la que irradiaba toda la humedad
que empapaba la casa, y sentí un escalofrío. Preferí guardarme aquella
sensación para mí, pero Alicia debió leerme el gesto en la cara, porque dio
entonces un respingo en el asiento como
si alguien le hubiera pinchado en el culo y exclamó, casi a gritos:
- sabes que te digo, que a mi también me parece que está
muerta.
Para que calmara los nervios, calenté una tila y le llevé la
taza al salón. Al no ver a Alicia en el sofá, alcé la voz para preguntar dónde
estaba: en aquel momento oí cómo se estaba lavando las manos en el lavabo, o
por lo menos había abierto el grifo, pero aquello mismo ya se lo había visto
hacer cinco minutos antes en el fregadero. No paraba de lavarse las manos.
Llegó del baño con la cara desencajada, arrastrando los pies y con un hilillo
de voz.
-Tenemos que hacer la comida; no tengo apetito. Me siento
sucia- añadió- ¿Por qué no te lavas las manos?
Yo también me lavé; me sentía sucio al tocar aquella cartera
pringosa y polvorienta. Era como si hubiésemos encontrado un tesoro enterrado
que hubiera estado custodiado por trampas invisibles. El hecho de que la cartera hubiera aparecido en un sótano
volvía el incidente todavía más siniestro. Pasé lista a todo lo que había
escondido durante los últimos tiempos en el trastero: libros, revistas,
pequeñas chucherías que yo iba hurtando a los ojos de Alicia para evitar
explicaciones incómodas sobre mi desbocado ritmo de gasto. Resultaba todo muy infantil. Mientras me
encontraba sumido en aquella revisión que ya empezaba a hacerme daño, vi a Alicia hurgando ávidamente en la cartera
y me sentí culpable de que la tuviese entre sus manos. Muchos días la había
descubierto hurgando en mi propia billetera, en busca de pruebas que
demostrasen mis deslices. Sentí que aquella cartera era la mía y casi la ordené que lo dejase.
- ¿Qué hacemos?- le pregunté para romper el hielo.
- No lo sé. Yo no quiero esto en mi casa- y al pronunciar
“esto” no parecía referirse sólo a la cartera, sino a algo mucho más enorme y
que nos superaba a los dos.
Alicia llamó a un número de información y pidió que le
buscasen el número de teléfono que correspondía a la dirección del carné de
identidad; pero en aquella dirección,
nos contestaron, no constaba ningún abonado. Y ya no podíamos hacer más
pesquisas; mientras no tuviéramos una pista de quién había dejado allí la
cartera, no podíamos llamar a la policía. Corríamos el peligro de comprometer a
algún familiar. La cartera la dejamos encima del escritorio del estudio y
decidimos olvidarnos de ella. Comimos –más bien poco-, dormimos la siesta –más
bien mal-, fuimos a ver una película olvidable a un cine del centro, y aunque
todo aquello lo ejecutamos con el pensamiento puesto en otra parte, nuestra conversación fue tomando con las horas un cariz más convencional, casi vulgar.
Al día siguiente era lunes y
había que acudir al trabajo. No nos atrevimos a dejar la cartera en
casa. Era como dejar abandonado en su cuna a un niño llorando. La cartera había
cobrado tal fuerza que no nos podíamos separar de ella. Cuando estábamos desayunando, trepidó el
teléfono con una musiquilla desagradable. Aquella era una llamada intempestiva.
Desde que vivíamos en la nueva casa, nadie nos había llamado a la hora del
desayuno. Nos sobresaltamos. Eran los padres de Alicia. Había que hacerlo ya o
de lo contrario nos podíamos arrepentir. No alcanzaban a comprender cómo no nos
habíamos desprendido ya de la cartera. A dos metros de distancia podía oír los
gritos de mi suegra a través del auricular.
Salimos de casa con una sola idea fija. Ni siquiera había que
subir con la cartera al autobús. Antes de llegar a la parada teníamos que
perderla de vista. Le dije a Alicia que la llevara dentro del bolso, pero me
contestó que no pensaba mezclar aquello con sus cosas. Yo me la enfundé como
pude en el bolsillo del abrigo y me pareció que allí dentro había algo que
latía, y que tenía vida, y que en cualquier momento iba a maullar o a gemir y
nos acabaría delatando. Entre los trescientos metros que median entre nuestro
portal y el contenedor de la basura, no nos dirigimos la palabra; oíamos con
nitidez nuestros pasos, nuestras respiraciones, algún que otro latido. Cuando
ya había levantado la tapa del contenedor, después de haber esperado
mesuradamente a que se alejara un coche, Alicia me detuvo. El contenedor se
hallaba demasiado cerca de la comisaría de policía; además, no era la primera
vez que veíamos mendigos escarbando
entre los desperdicios. Había que ir más lejos, deshacerse de la cartera con
sigilo. Creo que si no hubiera sido un día laborable, me hubiera ido a Móstoles
en autobús para dejar la cartera bien lejos de nuestra casa, en algún lugar
donde encontrarla hubiera sido más creíble. No cogimos el autobús en nuestra
parada habitual y a punto estuvimos de llegar al trabajo andando. A mitad de
trayecto, y después de haber descartado varios contenedores, la arrojé en una
papelera vacía que estaba adosada a un
poste. Actuamos igual que en las películas de suspense: antes nos detuvimos
durante un largo rato para mirar a todas partes. A esa hora de la mañana, la
calle Capitán Blanco Argibay es un hervidero de personas que vienen y van a
coger el autobús para el trabajo. El tráfico no cesa de enredarse, los atascos
son continuos, los coches quedan encallados durante varios minutos en el mismo
punto. Los automovilistas matan el rato tocando el claxon y mirando por la
ventanilla.
Después de aquel
domingo ya no podíamos volver a confiar en nadie. Tampoco en nosotros mismos.
De todo aquel asunto de la cartera nos había quedado un escrúpulo absurdo que
no paraba de angustiarnos. Al fin y al cabo, habíamos hecho lo mismo que hizo
el que nos dejó la cartera en el trastero: nos acabamos deshaciendo de ella.
Vivimos aquellos días como si hubiésemos contemplado la aparición de un
fantasma, como si nos hubiera sobresaltado un suceso irracional al que después
de dar vueltas había que arrojar por la borda. Y eso fue lo que hicimos, dejar
de hablar de ello, olvidarlo. Creíamos que era algo tan sencillo como eso, que bastaba con dejar de mencionar
la cartera y esperar que se fueran disipando los recuerdos. Pero aquella
cartera no era una cartera cualquiera. Aquella cartera tenía vida y había
pertenecido a una persona que estaba viva, o que lo había estado durante algún
tiempo, y la cartera acabó por
resucitar. Y esta vez en las circunstancias más inesperadas.
El año en que apareció
la cartera en nuestro trastero fue el año más lluvioso de la última década, el
trastero se volvió otra vez a inundar a principios de mayo, apenas hubo
primavera y el verano se nos echó encima como si tuviese más prisa que nunca. A
primeros de junio mi madre tropezó con un bordillo, se torció el tobillo y
tuvimos que adelantar las vacaciones. Ya casi era incapaz de andar y se estaba
quedando en los puros huesos, así que nos pareció de lo más natural que se
hubiera tropezado y se cayese al suelo. Sabíamos que era algo que tenía que
llegar, pero no esperábamos que su
estado acabase siendo tan calamitoso. No dejaba de temblequear. Y como era
incapaz de llevarse una cuchara a la boca, había dejado de cocinar. Padecía la
tortura de Tántalo. Y también el mal de Diógenes. Como le temblaba tanto la
mano, dejó de utilizar la escoba y de pasar la fregona, y acumulaba bolsas de
plástico llenas de desperdicios que
atufaban toda la casa. Nos recibió en la puerta apoyada en un bastón, con la
expresión borrada, los ojos apagados y sin capacidad de sorpresa. Luego
aprovechó que me estaba preparando un café en la cocina para acercárseme con
cara misteriosa y preguntarme por la mujer que me había acompañado. Me dieron
ganas de reír. Pero luego pensé con verdadera lástima que ya me quedaban muy
pocas oportunidades para establecer un verdadero contacto con mi madre, que la
próxima vez que llamase al timbre de aquella casa, mi madre sólo vería delante
de aquella puerta a dos extraños con maleta. Así que Alicia y yo pasamos aquel
verano en casa de mi madre igual que dos huéspedes en la pensión de una patrona
desconfiada.
Ese mes de junio también siguió lloviendo mucho y apenas
pudimos hacer excursiones, lo que nos permitió dedicarnos a hacer una limpieza
de la casa de arriba abajo, pues la ropa que mi madre había ido acumulando en
los últimos tiempos ya empezaba a desbordar los armarios, invadiendo sillas,
tresillos y camas. Figuras de pacotilla y botellas vacías de licores rancios
proliferaban por los rincones más insospechados. Durante varios días estuvimos
bajando a los contenedores bolsas con ropa ya pasada de moda, bolsos mohosos y
despanzurrados, infinidad de trapos y pelucas polvorientas tomadas por los
ácaros. En fin, nos dedicamos, como se suele decir, a tirar la casa por la ventana.
Durante los días que duró la limpieza, noté a mi madre muy nerviosa y sus
temblores se nos fueron haciendo más visibles. Se pasaba todo el día en la cama
y sólo se levantaba cojeando para protestar por estar desvalijándole la casa.
Pero nada de lo que yo acarreaba hasta el contenedor de la basura tenía el más
mínimo valor. Amontonábamos las prendas útiles en bolsas de plástico con el
propósito de entregarlas en la parroquia, pero la mayor parte de la ropa estaba
tan comida por la polilla o tan vieja o tan pasada de moda, que se nos fue acumulando en el contenedor toda una montaña
de basura que ya nos impedía cerrar la tapa. Tuve entonces que ir al
supermercado a por más bolsas de plástico y a buscar otro contenedor a la calle
de al lado. Y fue ya de vuelta a casa, al término de una tarea de limpieza que
nos había llevado varios días, cuando fui testigo de una escena que aún hoy no
puedo quitarme de la cabeza. Al torcer la esquina para entrar en el callejón
donde estaba el portal de la casa, vi que la puerta de la cochera que
pertenecía a mi madre se encontraba alzada. Y eso era lo chocante, pues desde
que murió mi padre, y vendimos su viejo coche, la puerta de aquella cochera no
se había vuelto a abrir. Alguna vez le pedí la llave a mi madre para ir a coger
algún viejo libro arrumbado en la
cochera. Pero mi madre siempre me acababa contestando que no se acordaba en
qué lugar había guardado la llave. Y ahora que había
pasado tanto tiempo y que mi madre era casi incapaz de acordarse de nada, había
terminado encontrando la llave y había logrado abrir la puerta de la cochera.
Me pareció de lo más extraño. Era como si el fantasma de mi padre se nos
hubiera aparecido en aquel recinto por haber hurgado en el armario donde se
guardaba su ropa, así que cuando yo asomé la cabeza por el hueco y empecé a
penetrar en la penumbra llena de polvo, ya estaba preparado para encontrarme cualquier cosa. El interior de la
cochera se encontraba tal como yo lo recordaba, pero cubierto de telarañas, de
polvo que olía a moho, revestido de una capa de años que había ido doblegando y avejentando y pudriendo todo lo que con los años fue arrumbando la
gran familia que en un tiempo fuimos. Y entonces me di cuenta de que pronto yo
iba a ser el único sobreviviente, y que me iba a quedar solo, y que me estaba
volviendo tan viejo como todo cuanto habíamos encerrado en aquel garaje. Según
desfilaba casi a tientas, iba dejando a los lados rimeros de suplementos
dominicales con una pátina de mugre, pilas de libros carcomidos, algún garrafón
de vino ya probablemente picado, trastos y muebles antiguos que habían
pertenecido a mis abuelos, e incluso una televisión de formica y sin botones en
la que había visto las primeras películas en blanco y negro. Y yo iba mirando
todas aquellas antiguallas que había olvidado casi del todo, mientras buscaba
con la mirada la persona que había abierto la puerta de la cochera, mientras
iba avanzando, con el corazón amenazante, hacia la gran bañera amarillenta y
desconchada que nos había dejado “sólo por unos días” un dentista amigo de mi
padre. Y perdidos en el fondo de la bañera, como si allí estuviese flotando
algún cadáver putrefacto en el limo del tiempo, estaban los ojos de Alicia
mirando con expresión de asombro, como si hubiera quedado hipnotizada por los coletazos
de algún pez abisal. En cuanto mis ojos se acostumbraron a la falta de luz,
pude distinguirla con claridad. Seguramente había bajado al garaje para continuar con la limpieza.
Pero ahora se hallaba mano sobre mano, reclinada sobre la bañera como quien
está a punto de sumergir un dedo para dar el visto bueno a la temperatura del agua con la que se va a
dar un baño. Tan concentrada en lo que estaba mirando, que ni siquiera me había
oído cómo me aproximaba espeluznado.
Eran decenas de carteras lo que Alicia estaba escrutando en el fondo de
aquella bañera, sin atreverse a meter la mano; carteras de todos los tamaños
y colores, pero que el tiempo había
podrido y ennegrecido, aniquilando probablemente cualquier rastro de identidad
posible. Pensé, con cierto alivio, que ya
no había forma humana de indagar en aquella masa casi putrefacta de
carteras tiesas y cuarteadas, no se podía saber a qué mujeres habían
pertenecido aquellas carteras. Ni mi madre hubiera sido capaz de dar una
explicación coherente ahora que casi se estaba quedando sin memoria. Por
primera vez, desde que había aparecido la cartera en el trastero, me sentí
culpable y sin saber qué decir. No quise mirar a Alicia, que dejó caer una
frase casi inaudible. Y mientras se
protegía las narices de aquel olor hediondo que parecía impregnar todo el
garaje, y como quien huye a toda prisa de alguna catástrofe, comenzó a alejarse
de la bañera.
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