Si, por hipótesis, alguien pudiera abordar a Dios para
preguntarle por el secreto de su obra, probablemente respondería que
ese secreto reside en el amor. Es el descubrimiento de este secreto
lo que empuja a Dante a inscribir en la puerta de su infierno “TAMBIÉN A MI ME
CREO EL ETERNO AMOR”. Lo que le hace exclamar a Wilde en su infierno de la
cárcel de Reading que el amor es la única explicación plausible para todo el
dolor que encierra el mundo. Pero el hombre lo ignora y se extravía buscando el
secreto de la vida. Haga lo que haga el hombre, todo lo hace por amor; incluso
bajo la máscara del odio, no hay ningún hombre que no ame algún modesto ámbito
de la creación. Pero el hombre se confunde de ámbito. Quisiera amarlo todo,
pero tanto se ama a sí mismo, que odia tener que retirar de si y repartir entre
otros seres el amor con que se ama. Mas uno no puede amarse sino en la medida
en que ama todo lo otro. Cuanto más vastas regiones del mundo abarque y
comprenda con su amor, más vasta será la región de su alma transida de ese amor.
La condición para amar es la renuncia a amarse a sí mismo. Es olvidarse de sí
para cumplir su cabal y feliz destino. Los seres nos hablan con nuestros mismos
gestos, en un tono de voz mezclado con la nuestra, con la misma mirada con que
nosotros les miramos, y parece que nos remedan y que tratan de decirnos: tú me
hiciste a mi igual que yo te hice a ti. No hay destino que no esté
inextricablemente unido al nuestro. Todo se ama y se atrae en su diversa
medida, y el orden de atracción del universo está regido por esta ley de amor.
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El amor es la clave para comprender por qué la mayoría de
nuestras vidas se hallan vacías Todo aquello que hacemos sin amor es
insustancial y carece de importancia.
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Habría que ver el amor como una prolongación del narcisismo
pero por otros medios, como un narcisismo que ha saltado por encima de la superficie
que lo reflejaba, como una contemplación de uno en el espejo del otro, como una
introspección de uno mismo en el fondo del otro. Uno ya no se contempla el
propio ego, porque a través del amor, acaba trascendiéndolo. La única manera de
llegar a ser uno mismo es la de transformarse en el otro y en lo otro, en el
fondo en el que se inserta su propia imagen. Uno descubre así, por medio del
amor a lo otro y a los otros, que desde su sola realidad no puede llegar a sí
mismo, que no es autosuficiente, que sólo puede llegar a sí mismo perfilando su
imagen en la superficie del otro y de lo otro, dejándose transformar en ese
amar y ser amado. Que nos dejemos transformar por otro, que otro ponga la mano
encima y nos moldee, esa es la mayor prueba de amor que es posible dar.
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Sólo el amor es capaz de transformarnos de forma adecuada, el
resto de sentimientos nos transforman degradándonos. Ya sea ambición, envidia,
lujuria o codicia.
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Querer el mal de un grupo humano determinado, solo porque
difiere del grupo o país al que se pertenece, así comienza a instigarse y a
incubarse el odio, hasta que por fin salta la chispa y ese voluntad de querer
el mal de algunos se convierte en voluntad de realizarlo y se comienza a
emplear la violencia: se ataca sus lugares de residencia porque se les quiere
ver arder, sufrir, desaparecer. Y es que ese grupo discordante viene a
representar el mal y se le quiere combatir hasta extirparlo. Pero el mal no se
le puede combatir desde el odio, pues el odio siempre produce delirios y sólo
nos deja ver el mal en todo lo que miramos: sólo desde el amor se puede
combatir el mal, sabiendo que el amor es lo que nos permite contemplar el
verdadero bien. Es, como nos recuerda Adorno, el poder de ver lo similar en lo
diferente.
El odio que trasciende al mundo es un amor invertido o
pervertido, un amor que no se ha sabido dar, un amor que cifra negativamente el
amor que no nos han dado, el que no nos hemos sabido dar a nosotros mismos.
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No debemos amar a los seres porque merezcan nuestro amor,
sino que sabemos que son merecedores de nuestro amor porque los amamos. Para
comprender porque debemos amar a un ser humano, es necesario poner antes el
amor incondicionalmente. Por eso se dice que el amor es ciego. Si algo no
admite el amor es la desconfianza. Requiere una fe ciega, independiente del
resultado que obtengamos y de la respuesta que recibimos. Por eso el
cristianismo insiste en la sobrehumana actitud de poner la otra mejilla. Es el
gesto de apaciguamiento que distingue a
la persona amante. Y por eso nada hay tan ridículo como una persona amante. Sus
respuestas no parecen humanas, pues ya ama a toda criatura y a todo cuanto le
acontece y no sólo aquello que le es favorable o que despierta su interés.
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Amar al hombre incondicionalmente significa amarlo en su
integridad, en sus aspectos más carenciales y caóticos, más feos y
disarmónicos. Es el momento en que aceptamos a un ser humano tal cual es y lo
asumimos, y sólo en ese momento nos
identificamos y sabemos que nosotros somos a la par que él, somos su semejante
hermano, el que ya se con-funde con los otros.
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Apenas podemos saber nada de las otras cosas y de los otros
hombres mientras no los amemos. Ese es el secreto que permite retirar el
velo que nos anubla las cosas. Sólo al amar a los seres comprendemos los
secretos que les hacen ser como son.
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La indigencia del hombre va a persistir para siempre a lo
largo de su destino, de su vida. El hombre va a necesitar en todo momento ser
amado, recibir el amor, el reconocimiento, y toda su vida se va a convertir en
un ansioso reclamo de amor. Pero el hombre puede evitar esta posición delicada y
excesivamente dependiente si se afana en volcarse en el amor. Empeñándose en
amar al ser humano y la existencia. Apenas necesita el amor de los demás
porque ya porta consigo el caudal que necesita en su afán de dar amor a los
otros. A fin de cuentas, este amor tiene que acabar revertiendo en uno mismo. Pues es ley que quien
es tratado con amor, acabe correspondiendo y entregando su amor.
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Toda nuestra desgracia está en que no sabemos cómo expresar
el amor, lo expresamos mal, a veces de forma invertida, otras pervertidamente,
y otras de forma torcida. Y es porque lo hemos aprendido de quienes no han
sabido dárnoslo, que siempre estamos reclamando amor.
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La bondad es superabundancia de amor, perfecta expresión, en
su ser, del amor al que apunta todo lo creado y que es aquello que lo
constituye. Por eso, sólo podemos concebir la maldad como la carencia de ese
amor, la incapacidad que tenemos para poder expresarlo.
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El mal, la desgracia en el mundo se encuentra en el hecho de
que muchos hombres no consiguen ser amados tal como son -posiblemente porque la
sociedad no acepta aquellas conductas que no sigue cánones ni estándares-, y
entonces esos hombres que no son amados retienen justo en ellos la misma
energía violenta y la misma fuerza con que otros les han despreciado; su odio
es la réplica exacta de todo el odio recibido.
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La clave del mundo no es el querer –la voluntad a la que se
aferraba Schopenhauer-, sino aquello que el hombre, acudiendo a un
desciframiento más elevado de su espíritu y de la esencia del mundo, ha
denominado Amor. Las cosas y seres se aman. Sólo pueden amarse en sí mismas, amando
todas las demás cosas de las que son parte integrante, es decir, amando el
todo. Lo aman en la medida y con arreglo a lo
que son y todo cuanto transpira el universo es amor. Cada cosa no recibe
de su entorno otra cosa que amor. Este amor es libertad, libertad de que cada
cosa exprese el amor que lleva dentro, que es su querer. Pero este querer
traiciona el amor, al querer unas cosas y no querer otras. El querer deja de
ser amor cuando no quiere las cosas como
son, cuando no las asume como son, cuando
quiere que las cosas sean de otra manera que como son. De ahí el odio: odiar significa
no querer la cosa que es. Odio es no querer, pero el hombre confunde lo que
quiere él, su amor propio, con lo que quieren las demás cosas y seres. Quiere
que las cosas y seres sean como quiere él ser, con el ser que él les presta. Y es
un amor equivocado que revierte en él. Revierte en él en forma de odio, de no
querer. Dejar que las cosas y los seres
sean como quieren, esa es la clave para dejar expedita la vía del amor.
Convertir nuestro querer ser en amor, es decir, convertir nuestro querer ser en
querer las cosas como son y no como queremos que sean.
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El amor: sólo ama quien ya tiene esa fuerza. Pero para tener
esa fuerza, es preciso amar. Hay una fuerza de signo contrario que es la
resistencia a amar y que viene precedida por el odio y que sólo causa
destrucción: en uno mismo y en el entorno. El odio como una debilidad que hay
que padecer previamente para poder odiar. Pero para caer en esa debilidad, es
preciso odiar´, etc.
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¿Qué es lo que aborrecemos de la realidad que percibimos? El
propio aborrecimiento que ponemos en ella, nuestro propio disgusto, en suma los
afectos que adherimos a las percepciones. Lo mismo ocurre con aquellas cosas
que amamos: no podemos amar nada sin que nosotros haya colocado ese amor en la
cosa amada. Es decir, hay que ver en aquello que puede resultar horroroso algo
también digno de respeto y de amor.
Lo que eleva la nobleza de los hombres es su trato cordial,
el sentirse fraterno. Cuanto más fraternalmente se trata a un hombre, más noble
se le vuelve, y esta nobleza hace a su vez que trate fraternalmente a los
otros: el trato fraterno provoca un círculo virtuoso. Y al revés, lo que hunde
a los hombres en el infierno y no les deja salir de su círculo vicioso es el
trato cruel y despiadado. A los hombres se vuelven viles por la crueldad con la
que son tratados.
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