Alfonso Berardinelli nació en Roma en 1943, desarrolló su
carrera docente como profesor de literatura en la Universidad de Venecia. Tras
veinte años impartiendo clases, en 1995 renunció a la docencia, asqueado por la
burocracia universitaria y por la contradicción entre la radicalidad del objeto
de estudio (la literatura moderna) y el medio asfixiante a través del que era
expuesto, algo que relataba en su artículo “¿Es posible enseñar literatura
moderna?”. Desde entonces se gana la vida
escribiendo en periódicos y revistas. Militante durante su juventud en
grupos de izquierda asamblearios, se unió al grupo editor de Quaderni
Piacentini, periódico de la Nueva Izquierda fundado por Bellocchio, con el que elaboraría
desde 1984 y durante casi una década la revista Diario, publicación que rompía con las tendencias recientes de
crítica cultural y política de la izquierda extraparlamentaria, y que daba
cabida a textos muy heterodoxos de los dos únicos editores, junto a autores
pertenecientes en su mayoría a una tradición antiautoritaria y antiprogresista,
como Proudhon, Tolstoi, Orwell o Simone Weil. En el tercer número, publicado en
junio de 1986, Berardinelli aportaba una serie de aforismos reunidos bajo el
título de “Carne de Progreso”, de los que esta entrada representa una
selección.
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El problema no es el de cómo acelerar el Progreso, sino el de
cómo ralentizar el Retroceso que nos impone el Progreso.
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El futuro aliena el presente, tanto o más que el pasado. El
pasado aliena el presente con su autoridad, su esplendor, sus horrores, sus
culpas. El futuro aliena el presente a cambio de promesas que jamás se
cumplirán.
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Leo el periódico y cada poco alzo la vista al cielo creyendo
poder escrutar la presencia y la consistencia de la nube radioactiva. Un
oncólogo ha dicho que en los próximos años los casos de leucemia y de tumor
óseo se multiplicarán por dos a consecuencia de las radiaciones. Yo miro a mi
alrededor con el miedo y la vergüenza de que mi mirada se tope con alguno de
estos nuevos casos, y que su mirada se tope con la mía.
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La catástrofe no es que la radioactividad se multiplique por
dos por diez. La catástrofe sería renunciar a producirla y comportarse en
consecuencia: abolir la publicidad y los letreros luminosos, dejar el coche en
el garaje…
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Me maravilla que la gente encuentre motivos de alarma por la radiación sin esperar la orden del Ministerio de Sanidad y bienestar Social.
Propuesta de consigna: contra la centralización de las
decisiones de alarmarse, ¡libertad de alarmismo! Alarmémonos con total
libertad, de forma autónoma y descentralizada, cada vez que hallemos motivos
suficientes para alarmarnos. En verdad, quienes resultan alarmantes son los
expertos y los burócratas del gobierno que repiten continuamente que no quieren
crear alarmas en la población. ¡Qué psicólogos más diligentes! ¡Qué guardianes
de nuestra tranquilidad y de nuestro interior! ¡Qué protectores de la
destrucción!
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Los gremios de científicos, investigadores, técnicos y obreros
empleados en el sector de la energía nuclear, ¡permitirán algún día que su
producción se vea limitada? La defensa del puesto de trabajo está por encima de
cualquier otro tipo de consideración. El empleo no se toca. La industria bélica
está demasiado desarrollada como para volver posible la paz y el desarme. Desde
hace un tiempo obreros y capital, más allá de algunas disputas, tienen en lo
fundamental los mismos intereses y los mismos gustos.
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¿Qué significan expresiones como “Radioactividad
sensiblemente inferior al límite de riesgo fijado por las normativas
internacionales?
Significa lo siguiente: “Nosotros nos lavamos las manos.
Vosotros podéis morir, pero no cabe duda de que algo así no estaba previsto por
las regulaciones, de modo que la Dirección no se hace cargo de los posible perjuicios
sufridos por el cliente”.
Hegel santificó y teologizó la Revolución francesa, la
Revolución industrial y Napoleón. La Izquierda laica y antitrascendente se ha
alimentado de una teología inmanentista de la Historia. La izquierda no es sino
la versión ingenua, optimista, zafia y en alguna ocasión (cuando llega al
poder) criminal de la idolatría burguesa del Desarrollo y del Progreso Industrial.
Pero ¿por qué los
representantes de la Derecha espiritual, del cristianismo tradicional, los
propugnadores del mito y del arquetipo, partidarios del ser contra el devenir,
no se deciden a pedir, desde las columnas de los periódicos donde escriben, el
cierre de fábricas y bancos, el desmantelamiento de las centrales nucleares y
la reducción de los medios de transporte, en aras de un regreso a los auténticos
y genuinos valores morales de la sociedad premoderna? Ellos jamás se han hecho
ilusiones acerca del progreso de la humanidad, jamás han creído en reformas y
revoluciones. Entonces, ¡por qué no critican a la Confindutria (la Patronal
italiana) igual que hacen con el movimiento obrero?
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¿Qué físico nuclear de talento y con verdadera pasión por su
labor de investigación estaría dispuesto a correr el riesgo de “quedarse fuera”,
de quedarse sin fondos, de enemistarse con colegas, coordinadores y
patrocinadores, y, en definitiva, de “hacer el ridículo” sólo por expresar sus
dudas personales no completamente “científicas” acerca de los peligros, el uso
y el futuro de su tan amada ciencia? Quienes más sospechas levantan cuando se
les interpela en calidad de expertos sobre la cuestión nuclear “en general” no
son los científicos mediocres, sino los mejores.
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Retroceso del miedo. Los pulcros habitantes de las metrópolis
de los países desarrollados tienen más miedo de pisar una mierda que de una central
nuclear. Además, morir a causa de la radioactividad se parece más a una peli de
la tele, es más excitan y moderno… ¡mejor morir en una explosión de luz que
vivir a la luz de una vela!
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Los opinólogos de izquierdas destacan y valoran las “ganas de
vivir” de los manifestantes contra las centrales nucleares. ¿Pero qué vida tienen
ganas de vivir? ¿Conseguirían prescindir de la televisión por las noches y del
depósito de gasolina lleno Las ganas de vivir de personas como nosotros,
ciudadanos europeos, se han convertido desde hace tiempo en algo obsceno.
Incluso nuestro pacifismo de devoradores de recursos lo es.
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“No se puede parar el desarrollo”. Lo ha repetido, como un
papagayo, el actual presidente de nuestra república, un hombre devoto. ¿Pero de
verdad no se puede ni se podrá parar jamás?
¿Acaso se ha visto alguna vez, humanamente hablando, algo parecido, algo que no
se detiene y no se puede detener? Amén de un materialismo muy corto de miras,
esto es idealismo puro y duro. Se sacrifica todo (sin querer renunciar a nada)
en nombre de una idea convertida en Producción por el Beneficio, idea que por
otro lado parece no tener alternativa alguna sobre la faz de la tierra, toda
vez que, si no he entendido mal, somos todos antiestalinistas y antipobreza…
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Es la propia existencia de los denominados “países
desarrollados” (Estados Unidos, Alemania Federal, Francia, Reino Unido, Canadá,
Italia..) lo que vuelve imposible la desaparición del mito del Progreso. El
mito del Progreso son estos países,
con sus gobernantes y sus gobernados, con su industria y su nivel de vida, con
sus grandes ciudades, sus periódicos, sus programas de la tele.
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Hace ya décadas que se afirma que este mito del Progreso ha
quedado superado: pero no hay manera de prescindir de él cuando se trata de la
vida pública, de la retórica pública, de la opinión pública. Todos los
intelectuales de declaran inmunes al mito del Progreso y todos tienen miedo de
pasar por afectos al pasado, es
decir, que son progresistas y antiprogresistas a un tiempo. ¿Quién osaría
llamar “Retroceso” a algo que tiene lugar hoy día respecto a lo acontecido el
día de ayer?
“Palabras como “desarrollo”, “crecimiento”, “producir”, “ganar”,
“invertir”, “repunte de la economía”, se repiten con renovada y tranquilizadora
frecuencia. Y es que no cabe duda de que desde los días lejanos del “milagro
económico”, la patronal de la industria, no escuchaba por boca de su presidente
un discurso tan prometedor sobre el futuro” (La República, 23 de mayo de 1986)
Ni rastro sobre los sesudos debates sobre el destino del
Progreso, sobre el uso de la tecnología y sobre los riesgos que corre el
planeta tierra en la asamblea de la patronal de la industria italiana. Pero ¿de
qué sorprenderse, si también el frutero de la plaza y el restaurante de la
esquina tratan de vender verduras prohibidas por la ley con tal de no perder un
puñado de liras? ¿Pensáis acaso que la naturaleza humana se puede modificar por
un poquitín más de radiación?
“Cuando vemos algo que resulta atractivo desde un punto de
vista técnico, nos ponemos manos a la obra y comenzamos a discutir sobre sus
posible usos únicamente tras haber alcanzado el éxito técnico. Es así como
hicimos con la bomba atómica” (Robert Oppenheimer, citado por Freeman Dyson, Disturbing the Universe, 1979)
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No siento ni ternura ni piedad hacia nuestros niños
devoradores de mercancías. No son inocentes. Les hemos arrebatado la inocencia,
los hemos corrompido volviéndolos responsables de aquello por lo que nosotros
nos hemos lavado las manos. Hemos cargado sobre sus cabezas nuestras
responsabilidades. Por no reprimirles, por hacer que crezcan sin frustraciones
ni conflictos, los hemos enrolado en el ejército de los destructores.
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Las centrales nucleares y sus indudables ventajas. Como criar
en casa cachorritos de tigre con la esperanza de ahuyentar a los ratones.
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-¿Por qué escribes aforismos? ¿No te parece presuntuoso y
terrorista?
-No, no son aforismos. Son frases, solamente frases, que no
saben dónde meterse.
En el caso de que me diagnosticaran un tumor maligno, creo
que no me resignaría a caer en la estúpida ilusión de curarme, forzando a los
demás a contarme historias amenas sobre lo que me espera, yendo de un hospital
a otro, de una intervención quirúrgica a otra. Trataría, antes bien, de ir yo mismo
al encuentro de la muerte, sin someterme a los trámites de análisis y curas,
sino tramando alguna empresa excepcionalmente arriesgada, extraordinariamente emocionante
o placentera, con un valor público especial o un significado personal… Escalar
montañas, atravesar desiertos, bosques y regiones intransitables, seducir a
Shirley MacLaine o Julie Christie, extenuarme en largos viajes y en tentativas
insensatas, o poner a punto un plan para asesinar a algún boss del crimen organizado, a un político, a un industrial o a un
científico que fuera responsable del envenenamiento del aire, de la tierra y
del agua…
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Nuestros niños siempre limpios, con sus bicicletas, sus
habitaciones llenas de juguetes, sus bolsillos envueltos en celofán, sus
televisores siempre encendidos, son los devoradores y los destructores de los
niños de los países pobres. Somos los primeros antropófagos a gran escala, a
escala planetaria. Hemos devorado carne humana, pueblos enteros. Nuestros
mercados y supermercados son repugnantes, y nosotros vagamos por ellos, el
sábado por la tarde, con una sensación de bienestar sentimental. Nos sentimos
en familia, con el hilo musical de fondo, haciendo colas en las cajas, con el
carrito de la compra lleno. ¡Qué sabor a patria frente al escaparate iluminado!
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Enormes máquinas alzan el vuelo cotidianamente quemando
toneladas de carburante y llevando de un punto del planeta a otro a hombres y
mujeres que serían más útiles o menos nocivos si se quedaran en casa.
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Al final, Simón del desierto hubo de padecer la última
tentación. El demonio, con forma de moderna seductora, lo arrastra consigo,
naturalmente en avión, hasta un salón de baile, naturalmente en Nueva York.
Allí, sentado en una mesa con un cigarrillo en la mano, con la mirada paciente
perdida en la contemplación del vacío ruidoso que lo rodea, Simón el Estilita,
con barba y jersey de cuello alto, lanzando una mirada a las parejas que bailan
como poseídas, le pregunta a la diablilla:
-¿Cómo se llama este baile?
Y ella, excitada y triunfal, responde:
-¡Carne radiactiva!
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