Elías
Canetti fue un escritor multifacético y políglota que escribió en lengua
alemana y recibió el Premio Nobel de Literatura en 1981. Había nacido en Rustschuk,
Bulgaria, una ciudad portuaria del Danubio, donde convivían gentes del más diverso
origen, tanto búlgaros como griegos, albaneses, armenios y gitanos. Esta mezcla
y exuberancia de diferentes razas y lenguas le haría decir al escritor en sus
memorias que todo lo que vivió más tarde ya había sucedido alguna vez en
Rustschuk. Nació el 25 de Julio de 1905. Tanto por parte de padre como de madre,
pertenecía a una familia de comerciantes adinerados de origen sefardí que
procedían de Turquía, por lo que se crió escuchando el ladino de boca de sus
familiares. Sus padres se habían educado
en colegios de Viena, donde se conocieron, y supieron inculcar en sus tres hijos el amor por la cultura y la
afición al teatro. De niño, aprendió el búlgaro de las muchachas campesinas que
trabajaban en su casa y educó su oído para el alemán escuchando a sus padres,
que lo hablaban en la intimidad. Para escapar de la tiranía del abuelo paterno
y de la estrechez de Rustschuk aceptaron participar en un negocio de un hermano
de la madre y se mudaron a Manchester en junio de 1911. A muy temprana edad
comienza a leer sus primeros libros en inglés, fascinado por una colección de
libros infantiles que le iba trayendo su padre periódicamente y que incluía
clásicos de la literatura como Las mil y una noches, Don Quijote o Robinson
Crusoe. Su madre cae enferma y durante unos meses va a curarse a un balneario
de Baviera. Allí intima con su médico y comienza a dilatar su estancia más de
lo previsto; el marido le apremia y regresa por fin a Manchester el 7 de
octubre de 1912, pero la misma noche de su llegada se produce una escena de
celos, se enfadan y ya no vuelve a hablarse más. Poco después de levantarse a
la mañana siguiente, y mientras se hallaba leyendo el periódico, el padre cae
fulminado por un infarto. El sentimiento de culpa por esta muerte iba a sumir a
la madre en un duelo que hizo temer por su vida y que durante una temporada
obligó al pequeño Elías, siempre vigilante, a no separarse en ningún momento de
ella. Se puede decir que la muerte del padre fue el hecho más trascendente en
la vida de Canetti y que ese primer periodo que vivió en Inglaterra supuso el
fundamento moral de su vida. La veneración que sentía por el padre hizo que a partir de aquel día jurase un odio
eterno a la muerte y ésta se convirtió, junto con su interés por el fenómeno de
la masa, en la gran obsesión de su vida. En mayo de 1913 Canetti se traslada con la
madre y los dos hermanos pequeños a vivir a Viena, pero antes recalan en
Lausanne, donde pasan todo el verano. Allí la madre enseña a Canetti el alemán
de modo acelerado y con un método drástico: le hacía repetir día tras día
frases interminables en alemán que tenía que memorizar sin tener al alcance un
solo libro. En Lausanne también aprendió de paso el francés, escuchando hablar
a la gente a su alrededor. Ya en Viena, Canetti estrecha aún más los lazos con
la madre y empiezan a leer juntos a Schiller en alemán y a Shakespeare en
inglés, además de numerosas obras de teatro. Para Canetti aquellas veladas de
lecturas con su madre y las conversaciones que les siguieron fueron el pan y la
sal de sus primeros años y constituyeron la vida verdadera y oculta de su
espíritu. Las declaraciones de Guerra en el verano de 1914 pilla a Canetti en
Baden y experimenta sus primeras experiencias de una masa hostil. En el
siguiente verano visitan Bulgaria y se reencuentran con sus familiares. De
vuelta a Viena, en otoño de 1915, entra en el primer curso del Realgymnasium.
Al año siguiente la familia se instala en Zurich y a partir de la primavera de
1917, empieza a estudiar en el colegio cantonal de la Rämistrasse. Allí, bajo
una asombrosa diversidad de profesores competentes, toma conciencia del
conocimiento del ser humano en sus múltiples tipos y se aficiona a la cultura y
a la historia de los griegos. Por motivos de salud, la madre de Canetti se
traslada a Arosa en 1919, en compañía de sus dos hijos pequeños, y Elías se
instala a vivir en Villa Yalta, un internado de señoritas del que siempre iba a
conservar gratos recuerdos. Con apenas catorce años, desde comienzos de octubre
hasta las navidades de 1919, Elías se vuelca en escribir un drama titulado
Junio Bruto, que le dedica y envía a su madre. Sin embargo, Elías comienza a emanciparse
de los criterios culturales y literarios de la madre, y surgen, a través del intercambio de cartas, los primeros atisbos del posterior distanciamiento que se iba a dar
entre ellos. Los tres años que iba a pasar en Zurich iban a constituir una
especie de paraíso, los únicos años totalmente felices, como el mismo confesaría
en su autobiografía. Pero la madre, que veía con malos ojos aquel ambiente
demasiado blando, quiso trasplantarle a un entorno más duro, donde tuviera un
mayor control sobre el hijo. Con este plan en mente, la familia se traslada a
Frankfurt, en una Alemania arruinada por la guerra y asediada por una delirante
inflación que afectaba a los sucesos más ínfimos y personales. El joven Canetti
va a reaccionar contra esta idolatría de la moneda con una actitud que ya no le
iba a abandonar a lo largo de su vida: el desprecio hacia el dinero, cuyo
contacto, a su juicio, volvía estériles a quienes se consagraban a él. También
fue en Frankfurt, alojados en un pensión llena de huéspedes de todo tipo, donde
Canetti empezó a profundizar en el conocimiento de los seres humanos. En junio
de 1922, con motivo de una manifestación
de protesta por el asesinato del ministro Rathenau, Canetti experimenta
una intensa vivencia de la masa, fenómeno que iba a dirigir sus posteriores
investigaciones. A partir de esta vivencia, Canetti se percata, como cuenta en
sus memorias, de un hecho trascendental que le iba a guiar en sus posteriores
investigaciones: la masa era capaz de despertar “un estado de embriaguez, un
incremento de las posibilidades vivenciales y una potenciación de la propia
persona”. En 1923 la madre de Canetti se traslada a Viena con sus dos hijos
menores y deja solo a Elías para que prepare el examen de bachillerato. Al año
siguiente renuncia a su incipiente vocación médica y decide iniciar los
estudios de química en la Universidad de Viena. El 17 de abril asiste a una
lectura de Karl Kraus, que representará el inicio de una larga etapa de su vida
marcada por esa figura. Karl Kraus, que editaba una revista que escribía solo,
Die Fackel (“la antorcha”), era para Canetti el hombre más importante y severo
de Viena y, con sus críticas a través de la revista y de sus lecturas públicas,
se había convertido en el azote de todo lo malo y lo podrido. De Karl Kraus
aprendió que es posible hacer cualquier cosa con las palabras de otros, pues
era un consumado maestro en acusar a los demás con sus propias palabras. Es en
este círculo de personas afectas a Kraus donde Canetti conoce a Veza
Taubner-Calderón, judía de origen sefardí, sensible y culta, y con la que se
casará años más tarde. Canetti acude regularmente al laboratorio de la Universidad,
pero se muestra escéptico respecto a la posibilidad de convertirse en químico remunerado,
debido a su prevención contra cualquier actividad que se ejerciese con miras al
lucro. Lo único que le mueve para continuar con la carrera es contentar los
deseos de la madre y satisfacer su ansia por todo tipo de conocimientos. El 25
de julio de 1925, Elías y su amigo Hans Asriel parten hacia la sierra de
Karwendel. Elías tiene en mente aislarse durante una semana, provisto de dos
cuadernos y el libro de Freud, “La psicología de masas”. Es en este periodo, entre el 1 y el 10 de
agosto de 1925, tras una lectura lúcida que le iba sugiriendo multitud de
anotaciones, donde Canetti sitúa el verdadero inicio de su vida intelectual
independiente. Estos apuntes iban a constituir el germen del que iba a surgir
la empresa a la que consagrará la mayor parte de su vida y que culminaría,
muchos años más tarde, en la redacción de su obra “Masa y poder”. A su vuelta a
Viena se intensifica la amistad de Canetti con Veza, pero debido a los celos que
despierta en la madre, se ve obligado a ocultarle la relación. Durante esta
época en Viena, Canetti comenzó a cultivar el arte del “buen oír”, práctica que
consistía en aplicar bien el oído a
cuanto se decía en todas partes, a cualquier hora y por quien fuera, a fin de
descubrir las distintas voces y formas de hablar, lo que más tarde designó con
la expresión de “máscaras acústicas”. El 15 de Julio de 1927 estalla una
revuelta en Viena y una masa enardecida
de obreros quema el palacio de Justicia; la policía recibió la orden de
disparar y hubo noventa muertos. Este acontecimiento al que asiste como testigo
iba a dejar honda huella en el escritor, que se ve involucrado desde el
principio en medio de una masa que parecía tener vida propia. “Es posible -rememora más tarde Canetti- que la esencia
de aquel 15 de julio se haya integrado plenamente en Masa y poder”. El verano de 1928 lo pasa en Berlín, invitada por su
amiga Ibby Gordon, quien le presenta a Bertolt Brecht y a George Grosz. También
conoce a Isak Babel, de paso en aquel momento por la ciudad y que dejó en Canetti
el recuerdo más favorable: es evocado como un hombre humilde, silencioso y perspicaz, y que, a
diferencia de Bertolt Brecht, no estaba pagado de sí mismo ni se dejaba seducir
por la fama. En 1929 se doctora en química, pasa otro verano en Berlín y ya de regreso a Viena comienza a ganarse la
vida como traductor. Inspirado por los largos paseos que da por la ciudad,
comienza a perfilar en su mente diversos personajes que le van poseyendo y que
le hacen entrar en un periodo de ebullición creativa. Durante un año entero
estuvo dedicado a los esbozos de varios de estos personajes y fue, según
advierte en sus memorias, el año más rico y desbordante de su vida. “Tenía la
sensación de trabajar en una Comédie humaine, y como los personajes habían sido
llevados a un punto límite y no comunicaban entre sí, la denominé una Comédie
Humaine de la locura.” De todos estos personajes esbozados, uno de ellos iba a
preponderar más que los otros y se iba a convertir en el protagonista de su
primera y única novela, Auto de fe, en
cuya redacción iba a emplear un año y medio.
Poco después de acabarla, durante el invierno de 1931 a 1932, comienza a componer una pieza teatral, La boda, a raíz de la conmoción que le
produce la lectura de Wozzeck, de Buchner. En una de las lecturas públicas de
“La boda” conoce a Hermann Broch, con quien iba a entablar una gran amistad. En
sus memorias, destaca de Hermann Broch
su “debilidad”, que Canetti la concebía como una virtud, “una fragilidad
hermosa que residía en una honda sensibilidad: no le interesaba ni conseguir
triunfos, ni vencer a otros, ni, mucho menos, fanfarronear”. También intima con
Anna Mahler, con quien mantiene una breve relación amorosa que le da
oportunidad de conocer a fondo al escultor Wotruba, quien fuera uno de sus mejores amigos.
En 1933 escribe La comedia de la vanidad,
cuya idea básica es la prohibición de espejos y fotografías: Canetti creía
haber “logrado escribir algo nuevo, representar en un drama una masa,
representar su formación, su densidad creciente y su descarga”. Por esta época
entra en contacto con Robert Musil, entregado a su empresa de dar fin a “El
hombre sin atributos”. Es retratado en sus memorias como un hombre muy
susceptible, consciente de su propio valor y sin ningún talento para las
cuestiones prácticas, lo cual, unido a su desprecio por el dinero, lo llevó a
pasar en Suiza sus últimos años en la ruina. Pero la influencia más
determinante de aquellos años la va a encontrar en Abraham Sonne, un poeta judío
de vasta cultura, maestro por igual de la conversación y del silencio, y el
hombre más bondadoso que llegó a conocer. El escritor tomó siempre a Sonne como
un modelo de vida y sus frecuentes charlas de café ensancharon su punto de mira
y le dieron el criterio suficiente para emanciparse de la alargada sombra de
Karl Kraus. En octubre de 1935, por mediación de Stefan Zweif, Canetti logra por fin publicar Auto de fe, una novela que durante los años en que estuvo inédita
fue leída en pequeños círculos por el propio autor y que había ido ganando gran
reputación. El año anterior se había
casado con Veza a espaldas de su madre y se habían mudado a una nueva casa. En
el nuevo barrio traba amistad con Friedl
Benedict, futura novelista que se convertirá en su discípula y que más tarde
será su amante. También en el año 1935 conoce al compositor Alban Berg, un
hombre cordial y espontaneo que moriría prematuramente muy poco después. De
todos los músicos que conoció, Alban Berg fue el que demostró tener un talante
más literario, pues concebía el mundo como si fuera un escritor. Con motivo de
la publicación en Checo de su Auto de Fe, el escritor viaja en mayo de 1937 a
Praga y se entrevista con el pintor Oscar Kokoschka, en aquel momento exiliado voluntariamente y lleno de
rencor contra la Austria oficial que había surgido después de la guerra civil
de 1934. Este viaje iba a ser
interrumpido por un telegrama de su hermano en el que le comunica que su madre
estaba gravemente enferma. Canetti se apresura para acudir a París con la mala
conciencia de haber ocultado a la madre su matrimonio y esperando sus reproches
tras varios años distanciados. Después de asistir a su agonía durante varios
días, el 15 de junio de 1937 fallece la madre, y con su entierro y el duelo
casi delirante del hermano termina el último volumen de sus memorias. En 1938, durante
la noche de los cristales rotos, abandona Austria con Veza, poco después de su anexión al Tercer Reich. Tras una estancia de dos meses en París, la
pareja se desplaza a Londres para alojarse provisionalmente en la casa del
editor Constant David Huntington y en el estudio de Anna Mahler. El largo
periodo de Canetti en Londres está marcado por su dedicación a su obra Masa
y poder, que le iba a tener absorto durante los siguientes veinte años, en
colaboración con Veza. Alguna vez escribió que era también obra de ella; su
papel intelectual había sido tan grande como el suyo propio y no contenía ni
una sílaba que no hubiera pensado con ella. Parte de este primer periodo vivido
en Inglaterra se puede rastrear de forma esporádica en los esbozos que dejó en
su libro póstumo, Fiesta bajo las bombas.
Estas “parties” a las que alude el título, y que eran obligatorias para entrar
en sociedad, le parecían a Canetti absurdas e insufribles, pues partían de la
premisa de que no había que acercarse demasiado los unos a los otros. En ningún
lugar del mundo, destaca Canetti, se sintió más solo y desvalido que en estas "parties" inglesas. Sintió la humillación de ser invitado a fiestas en las que se
sentía que no era nadie, una suerte de condena inglesa al ostracismo. En una de
sus novelas, Iris Murdoch describe a Elías como un personaje que es famoso sin
que se sepa por qué, pues lo poco que había publicado no lo había leído nadie en
Inglaterra. La frialdad inglesa, que
convertía toda reunión en vanos intentos de aproximación, ayudó a agudizar su sentimiento de soledad. En 1941 se adhiere al Free Austrian Movement, una organización
de los austriacos exiliados que se oponían al Reich. De esta época data su intensa
amistad con el antropólogo Franz Steiner y con la pintora Marie-Louise von
Motesiczky, que llegará a hacerse amante del escritor. Como aficionado a toda
suerte de mitos que era Elías Canetti, la amistad con el poeta y antropólogo Franz Steiner le fue especialmente grata,
pues podían mantener incansables conversaciones sobre mitos sin interpretarlos
ni destriparlos. Durante 1942, para aliviar la tensión en que lo ponen los
intensos trabajos preparatorios de Masa y
Poder, empieza a escribir los apuntes, un género que ya no abandonará y que
le iba a convertir en un verdadero maestro de los aforismos. En noviembre de 1945, Veza y Elías deciden vivir en
domicilios distintos, sin dejar por eso de mantener una relación estrecha.
Durante este tiempo, la pareja pasa graves penurias económicas. En 1946 la
editorial Jonathan Cape publica en Londres, en traducción de la historiadora
Verónica Wedgwood, que recomienda el libro, Auto-da-Fé,
título que finalmente adoptará fuera del ámbito alemán la novela Die Blemdung. En 1947 traba amistad con el sinólogo inglés
Arthur Waley, políglota y hombre de cultura universal y de los pocos de
Inglaterra que reconocía a Canetti, ya que había leído por casualidad su novela Auto de fe. La editorial Knopf publica
en Nueva York The Tower of Babel, titulo bajo el que, durante algunos años,
circulará en Norteamérica la novela Die Blendung. Canetti imparte durante el
verano siguiente conferencias sobre Proust, Joyce y Kafka y estrecha amistad
con el aristócrata Aymer Maxwell, con el que Canetti realizará varios viajes
por Gran Bretaña, Europa y Marruecos. De Aimer, que introdujo a Canetti en los
ambientes de la alta sociedad inglesa, destaca su sensibilidad y su culto a la
velocidad, así como sus numerosos viajes montados en un Bentley, conducido temerariamente para
alcanzar el destino en el mínimo tiempo posible. En Inglaterra, además de conocer al poeta y crítico literario Herbert Read, también ocincidio en varias ocasiones con el filósofo Bertrand Russel, que sobresalía por sus dotes para la retórica: "cada palabra salía redonda y bien forma de su boca, pronunciada de tal manera que no quedaba margen para malentendidos". Canetti lo pinta como un personaje muy vivo, elocuente, moral y también divertido: se reía a carcajadas igual que un macho cabrio. Del pueblo inglés Canetti tenía en estima su tolerancia, pero ésta le parecía que quedaba empañada por la soberbia que cubría, que era la cualidad más acusada de la clase alta. Y de todos los ingleses que trató Canetti, era Bertrand Russell el único que estaba exento de esta soberbia. "Durante toda su vida se resistió a su origen aristocrático y, además, era demasiado sátiro para ser soberbio". En 1949 recibe en Francia el
Premio Internacional al mejor libro extranjero por la publicación de La Tour de Babel, (primer título en
francés de Die Blendung). Empieza a escribir la pieza teatral Los emplazados, que concluye al año
siguiente y también comienza la redacción de Masa y poder. En 1953 la muerte de su discípula y amante, Friedl
Benedikt, quien le dedicó sus dos primeras novelas, lo sume en una amarga
desolación. En 1954 realiza un viaje a Marruecos en compañía de Aymer Maxwell y
a partir de las notas tomadas compone Las
voces de Marrakesch. Ese mismo año también conoce a Iris Murdoch, que se
convertirá en su amante. Más adelante Canetti se distanciará de ella
profesándole una inquina tenaz, por sus maquinaciones para sacar siempre el
máximo provecho de los espíritus más selectos, siempre calculadora y
planificando avaramente su tiempo, incluso para el amor. El 6 de noviembre se
estrena en la Oxford Playhouse Company la adaptación del drama Los emplazados. A finales de los años cincuenta
Canetti realiza varios viajes por Europa acompañado de Veza: Francia, Italia,
Viena. En 1959, tras treinta años de redacción y trabajos preparatorios, logra
concluir Masa y poder, que publicará
al año siguiente en Alemania, con una dedicatoria a su mujer y colaboradora,
Veza Calderón. Dos años más tarde será traducida al inglés y publicada en Londres y Nueva York. El 1 de mayo de 1963
se suicida Veza Canetti y la culpa por su muerte le sume en una gran depresión.
Ese mismo año, una nueva edición de Auto
de fe, en Múnich, le reporta un reconocimiento tardío. Al
año siguiente, la misma editorial publica en Múnich su obra dramática completa.
Tanto La comedia de la vanidad como La boda son abucheadas en su estreno en
Alemania un año más tarde, y es denunciado por escándalo público. En 1968
asiste a las revueltas juveniles de mayo
del 68 y estrena en Alemania su drama Los
emplazados. En 1969 aparece, El otro
proceso de Kafka, que gira en torno a la correspondencia de Franz Kafka con
Felice Bauer, recién exhumada poco antes y que le causó una de las mayores
conmociones como lector. El final de esta década es pródigo en numerosos
reconocimientos que le son tributados desde diversos países: en 1966 obtiene el
Premio de Literatura de la Ciudad de Viena y el Premio de la Crítica Alemana;
en 1968, el Gran Premio del Estado Austríaco; en 1970 en nombrado miembro de la
Academia Berlinesa de las Artes. En 1971 comienza a trabajar en sus memorias de
infancia, redactadas en un principio para su hermano Georg, que muere en París
ese mismo año a consecuencia de una tuberculosis contraída de joven. A partir
de este año comienza a pasar largas temporadas en Zúrich y se casa con la
historiadora de arte Hera Buschor, con la que tendrá una hija, Johanna. En 1973
publica una serie de anotaciones y aforismos bajo el título “La provincia del
hombre”, que abarcan treinta años. En 1974 se publica El testigo oidor. Cincuenta caracteres, una galería de retratos
satíricos y surrealistas con reminiscencias de los caracteres y retratos de
Teofrasto y La Bruyère. Al año siguiente publica una recopilación de ensayos
bajo el título La conciencia de las palabras, alguno de ellos leídos en
conferencias previas. En 1977 da a la imprenta, con gran éxito de público, el
primer tomo de su autobiografía, La
lengua salvada. Durante esta época comienza a recibir reconocimiento y es
agasajado con numerosos premios europeos. En 1978, el director de teatro Hans
Hollmann realiza exitosos y polémicos montajes de los tres dramas teatrales de
Canetti, con los que recorre las ciudades de Basilea, Viena y Stuttgart. Pero
con ellos también llega otra vez el escándalo por la audacia de sus
planteamientos teatrales. Con la publicación, en 1980, del segundo tomo de su
autobiografía : La antorcha al oído,
comienzan a llegarle un reguero de premios, entre ellos el Franz Kafka, culminando
en 1981 con la obtención del premio nobel. A partir de ese momento vivirá cada vez más
retirado, entre Zurich y Londres, negándose a conceder entrevistas y remitiendo
a todos los curiosos de su vida a la lectura de su obra. En 1985 publica el tercer
tomo de su autobiografía: El juego de
ojos. Dos años más tarde, El corazón
secreto del reloj. Apuntes 1973-1985, y al año siguiente muere su segunda mujer, Hera Canetti. Su
última publicación es otro libro de apuntes, El suplicio de las moscas, en 1992. A pesar de que Canetti siempre expresó que gustaría enfrentarse a
su muerte luchando cara a cara, ésta le sorprendió mientras se hallaba durmiendo
en su casa de Zurich, la noche del 14 de agosto de 1994.
Durante
toda su vida Canetti estuvo fieramente obsesionado con la muerte. El temprano
fallecimiento del padre, al que vio con ocho años súbitamente fulminado por un
ataque al corazón, fue el primer “leit motiv” personal y el motor del que
arranca gran parte de su obra. Pero sólo fue a partir de la muerte de la madre, en 1938, cuando empezó a abrigar el proyecto de un libro contra la muerte. La
colosal faena de escribir un libro sobre la masa, que le llevó cerca de 30
años, eclipsó su más personal proyecto, pero en los cuadernos donde comenzó a
hacer sus anotaciones se iba dibujando cada vez más claramente esta obsesión. Este proyecto empezó a ganar terreno una vez que dio a la
imprenta Masa y poder, y se le volvió cada vez más apremiante a medida que se
acercaba a la vejez, especialmente a partir de la década de los ochenta. El
hecho de que ese libro aún no existiese se había convertido en el mayor
reproche que se podía hacer a sí mismo. La envergadura del proyecto de este
libro le desalentaba. Como para Canetti todo estaba relacionado con la muerte,
se había impuesto escribirlo todo, y no sabía ni por donde empezar. Además, la
redacción de la biografía que se empeñó en escribir durante esta época empezó a
consumirle las energías que tendría que haber dedicado a su proyecto más
ambicioso. En numerosas ocasiones se propone empezar a escribirlo ya, pero en
vez de bocetos sobre el plan, sólo surgen apuntes de toda índole sobre el tema. Según proyectaba Canetti, debería ser un libro en el que se hiciera algo más que insistir en que se
estaba contra la muerte. Un libro donde se diera cabida a las voces de los
amigos de la muerte, a los que la defendían aún solapadamente, un libro donde
se les refutase, pero también donde se dejase ver clara su posición para
encontrar nuevas energías de ataque. Donde se pudiera escribir siempre algo
nuevo sobre ello y que nunca hubiera sido pensado. A veces quiere escribirlo de
un tirón, pero enseguida flaquea y se queda como su cuenta pendiente, el libro
de su vida que amenaza con quedarse inconcluso. Debe decirlo todo sin
miramientos, dejar a otros las tímidas correcciones, no tener miedo a las
afirmaciones que suenen delirantes. Y nada más insensato que esta rebeldía ante
la muerte. Pues la muerte es lo único ante lo que los hombres capitulan, lo
único contra lo que no se puede luchar. Querer luchar contra la muerte es como
escupir contra el viento o como querer sembrar en el océano. Pero Canetti no es
dócil ante esta falta de razonabilidad. Decide volverse un rebelde, decide
seguir luchando contra la muerte y no dejarse convencer por toda la
razonabilidad con la que se le ha ido cargando a la muerte. Canetti nunca cejó
en su empeño insensato de luchar contra la muerte y continuó con sus diatribas.
Para no dejarse nada en el tintero, para estar seguro de expresarlo todo con
veracidad, se propone no publicar ese libro en vida. Canetti creía que sólo
podía decir esas cosas últimas e importantes sobre la muerte si no sobrevivía a
su publicación. No quería defender ese libro en vida, no quería luchar por él,
pues quería que hablase con una voz más pura, sin necesidad de justificarlo. De
ahí que concluyese que la única posibilidad de que ese libro proyectado acabase
perdurando era que lo hiciese a base de fragmentos, dejándolo tal cual iba
surgiendo, sin ningún plan preconcebido, sin finalidad de publicarlo, ni
unificarlo, ni prepararlo para la imprenta. Dos años antes de su muerte, se
confiesa que lo único que ha continuado de manera consecuente durante cincuenta
años son estos apuntes sobre la muerte, precisamente por su inconsecuencia. Se
podría decir por tanto que el único libro logrado y consecuente de Canetti es
su libro contra la muerte. Un libro inconcluso y fragmentario. Un trozo de su
vida, la parte de su vida y de su personalidad más importante: su odio contra
la muerte.
Durante
el escrutinio del legado póstumo de Canetti se encontró una carpeta con ocho
legajos agrupados bajo el título común de libro de los muertos. Una parte de
estas anotaciones habían sido aprovechadas ya por Canetti para armar los
diversos libros de apuntes que Canetti fue publicando en vida. Los editores
alemanes, tras nuevos descubrimientos de apuntes inéditos, y después de
someterlos a diversos cribados, acabaron editando el libro contra la muerte,
que en España se publicó en Galaxia Gutenberg. El resultado es una mezcolanza
de pensamientos que agrupados cronológicamente giran obsesivamente en torno a
la muerte. El grado de obsesión se puede medir por la cantidad ingente de
pensamientos sobre el tema que fue generando a lo largo de su vida. Es difícil
pensar en un escritor que haya escrito tanto y con tanta constancia sobre la
muerte. Lo hace desde la más radical
oposición a la muerte, desde un sentimiento rabioso de odio a los efectos
perversos que causa en los hombres, su debilitamiento, su humillación, la
orfandad absoluta en la que los deja, una vez les arrebata a los seres queridos.
Su duelo no es por su propia muerte, es por la muerte en general: odia la
muerte de todos los hombres. “Algún día resultará evidente que con la muerte los
hombres se vuelven peores”, advierte Canetti en una de sus anotaciones. Todas
las consideraciones que hace sobre la muerte parecen inclinarse en esta
dirección, en demostrar que la muerte es el mal absoluto por excelencia y que
saber que vamos a morir nos vuelve malos. La muerte es inútil y perversa y su
efecto resulta tóxico; lo contagia todo, es posible siempre y en todas partes y
se cuenta con ella aunque no se la espere. Por eso Canetti se propone una
actitud de resistencia feroz: no aceptar la muerte bajo ninguna de sus formas.
De ahí que gran parte de sus reflexiones giren en torno a la capacidad de matar
que tiene el ser humano, especialmente a través de las guerras. “No basta con
que la gente se muera -nos recuerda Canetti sarcásticamente-, se le echa una mano”. Piensa que
si el odio a la muerte que profesa se extendiese, si llegase a tener el mismo
predicamento que han tenido las religiones, surtiría al menos un efecto en la
humanidad: le quitaría sus ganas de matar. También piensa que el odio a la
muerte difundiría el amor entre las personas. El precepto del amor al hombre se
alimenta de su mortalidad, nos dice, no podemos aborrecer a quien sabemos que
va a morir. Pensar en una única persona que uno ha perdido puede dar pie a amar
a todas las demás.
De
todas las facetas en que incide Canetti al abordar el tema de la muerte, hay
que destacar dos: La capacidad innumerable que tiene el hombre de dar muerte y la crítica
que hace a las religiones y a la filosofía por servir como consuelos contra
la muerte. Gran parte de los textos de Canetti parecen apuntar a una
antropología del acto de matar. En ellos late la pregunta de por qué los
hombres matan con tanta facilidad y entusiasmo, y por qué encuentran en todas
partes motivos para ello. Ya desde muy joven, Canetti se había interesado por
las implicaciones entre masa y poder, y en el libro contra la muerte se puede
ver pasajes en los que pasa la mirada por lo que denomina "la monstruosa
estructura del poder". Ésta surge de los esfuerzos de unos cuantos por apartar de
sí la muerte, y para que un individuo siga viviendo se exige una infinidad de
muertes. Esta relación entre el poder y la muerte es ya analizada en un ensayo
breve que data de 1962, titulado El poder y la supervivencia. Canetti parte de
la experiencia que tienen los hombres cuando comparecen de pie ante un muerto
yacente. El terror que infunde en el ánimo de quien lo mira es sustituido por
una satisfacción. “El observador –apunta Canetti- no es el muerto; hubiera
podido serlo, pero quien yace es el otro”. Y esta satisfacción que todo
superviviente siente ante un muerto es inconfesada y reprimida, pero de una
importancia capital para entender la conducta del hombre en su relación con el
poder. Para Canetti la situación de supervivencia, de sobrevivir a un muerto,
es la situación central del poder. A menudo el poder es el resultado de una
victoria asentada sobre un montón de cadáveres y su fuerza y prestigio se
alimenta de los muertos derrotados. Y esto no es un hecho que pertenezca sólo a
la historia ancestral del hombre. Lo que los hombres primitivos hacían con
garrotes, la civilización actual lo consigue mediante bombas atómicas, de una
forma masiva y más atroz. La guerra permite la oportunidad de alcanzar la
sensación de poder que da sobrevivir a un montón de muertos. Así queda al
descubierto cuál es el contenido del poder: el deseo intenso de sobrevivir a
grandes masas de hombres. También las religiones - no tanto la filosofía-, mantienen una relación
estrecha con el poder. Los sacerdotes, que viven de su maestría en el trato con
la muerte, no pueden hacer regresar a los muertos, pero consolidan la frontera
que nadie puede traspasar. Es decir, no pueden hacer nada contra la muerte,
pero en cambio sí realizan algo en su favor. Administran lo perdido, de manera
que sigue perdido. Y de esta forma las religiones sirven para apuntalar aún más
el estado de resignación ante la muerte. Para Canetti las promesas de
inmortalidad consuelan, contentan y adormecen tanto la conciencia de la muerte
como el asesinato. Difuminan de esta forma el odio hacia la muerte, sentimiento
que a juicio de canetti representa lo más audaz de la vida. Las religiones
provocan el agotamiento y la debilidad en el hombre por el pacifismo de la
guerra contra la muerte. Religiones como el budismo y el cristianismo representan este signo de debilidad del
hombre. Desde su actitud combativa contra la muerte, Canetti ve en las
religiones un factor disolvente de la fuerza que hay que tener para hacer
frente a la muerte, aunque está sea una batalla perdida. Vuelven al hombre
demasiado débil y éste abandona la lucha antes de la iniciarla. Parecida
función a la de las religiones ha venido desempeñando la Filosofía, ya desde la
famosa fórmula de Epicuro para menospreciar la muerte y quitarle todo su
espanto: “Cuando yo soy, la muerte no es; y cuando la muerte es, yo ya no soy”.
De semejantes falacias se ha venido nutriendo la filosofía desde el principio
de los tiempos. O como dice Philip Larkin en su célebre poema Albada, "no es más
que un capcioso discurso que dice Ningún ser racional puede temer lo que nunca
sentirá". Para Larkin también el miedo a la muerte es un miedo concreto que
ningún truco disipa. El alegato que Canetti enarbola contra la filosofía es
duro y certero: la acusa de fabricarnos un falso consuelo contra la muerte.
Quisieran entregarnos la muerte como algo que debemos llevar, como si en un
principio hubiera estado con nosotros y de esta manera los filósofos nos hacen tragadero
lo imposible de tragar: nos la hacen familiar y tolerable. Esta actitud de
entrega de la filosofía viene a concederle a la muerte más poder del que le
corresponde. Los filósofos, dice Canetti, convierten en sabiduría lo que es
capitulación y así nos persuaden para la cobardía. Y es que Canetti había
descubierto que bajo distintas concepciones de la vida, los hombres se convierten
en enmascarados defensores de la muerte; En la falta de sensibilidad para los
muertos veía una falta de sensibilidad para los vivos. Así, la cultura de
muerte, propiciada por esta actitud de renuncia, deja abierto el camino
que conduce hacia el desprecio de la vida humana y a los asesinatos en masa.
1942
Algún día resultará evidente que con
cada muerte los hombres se vuelven peores.
Esa ternura sobrecogedora que nos
inspiran las personas cuando sabemos que podrían morir pronto, ese desprecio
por todo lo que antes considerábamos valioso o no valioso en ellas, ¡ese amor
irresponsable por su vida, por su cuerpo, por sus ojos, por su respiración! ¡Y
luego, si se recuperan, cúanto más los amamos! ¡Cómo le suplicamos que no
vuelvan nunca a morirse!
Los muertos se alimentan de juicios;
los vivos, de amor.
Se muere con demasiada facilidad.
Morir debería ser mucho más difícil.
La promesa de la inmortalidad basta
para poner en pie una religión. La pura y simple orden de matar basta para
eliminar a tres cuartas partes de la humanidad. ¿Qué quieren los hombres?
¿Vivir o morir? Quieren vivir y matar, y mientras quieran esto tendrán que
contentarse con las distintas promesas de inmortalidad.
Las guerras se hacen por mor de sí
mismas. Y mientras no admitamos esto, siempre será imposible combatirlas de verdad.
El confiaba en vivir mucho tiempo sin
que Dios se diera cuenta.
15 de junio de 1942.
Hoy hace cinco años murió mi madre.
Desde entonces la tierra se ha desbocado. Me da la sensación de que ocurrió
ayer. ¿Es posible que yo haya vivido cinco años y ella no sepa nada? Me
gustaría recuperarla del ataúd aunque tuviera que desatornillar cada tornillo
con los labios. Sé que está muerta. Sé que se ha podrido. Pero nunca lo
aceptaré. Quiero insuflarle nueva vida. ¿Dónde encuentro sus partes? Donde más
queda de ella es en mi hermano y en mí. Eso, sin embargo, no es suficiente.
Quiero encontrar a todos los hombres que ella conociera. Quiero recuperar todas
las palabras que ella conociera. Quiero sus lugares y oler sus flores, las
bisnietas de aquellas que ella se llevara a las poderosas ventanas de la nariz.
Recomponer los espejos que alguna vez reflejaron su imagen. Conocer todas las
sílabas que ella hubiera podido pronunciar, en cualquier lengua. ¿Dónde están
sus sombras? ¿Dónde su ira? Le prestaré mi respiro. Que camine sobre mis
piernas.
Y Dios contempla cómo un hombre se le
muere a otro.
1943
Lo más audaz de la vida es que
aborrece a la muerte, y despreciables y desesperadas son las religiones que
difuminan este odio.
Representar la muerte como si no
existiera. Una comunidad en la que todo se desarrollase como si nadie tuviera
conocimiento de la muerte, para designar a la cual no hubiera ninguna palabra
en la lengua de esa gente, tampoco ninguna perífrasis para referirse a ella de
forma consciente. Y aunque alguno se propusiera quebrantar las leyes y en
particular ese primer mandamiento no
escrito ni expresado, para hablar de la muerte, no podría hacerlo, pues no
encontraría para ello una palabra que los demás entendiesen. Nadie se ha
enterrado ni incinerado. Nadie habría visto nunca un cadáver. Los hombres
desaparecen, y nadie sabe adónde van; un sentimiento de pudor los induce
repentinamente a alejarse; como se considera pecaminoso estar solo, no se
menciona a ninguno de los ausentes. Éstos regresan a menudo y los demás se
alegran cuando así ocurre. El periodo de alejamiento y de soledad se considera
una pesadilla y no hay obligación alguna de referirse a él. Hay mujeres
embarazadas que vuelven de esos viajes con niños. Dan a luz solas, en casa
habrían podido morir durante el parto. Hay incluso niños muy pequeños que se
alejan de repente.
Se obliga a no pensar demasiado en lo
que les ocurre a los judíos en Europa. Ha tenido tristes experiencias con estos
pensamientos. Cuando leyó una crónica sobre el asesinato de judíos en cámaras
de gas, se sintió de pronto satisfecho por la destrucción de las ciudades
alemanas. Se odia a sí mismo por esa asociación repugnante, mezquina y
desesperada entre miedo personalísimo y odio personalísimo. Lo que han hecho
los alemanes es de tal naturaleza que ha de despertar necesariamente el temor
más bajo por la vida. Mientras la repugnancia le provoca convulsiones física,
tiembla uno por todos los parientes, por los más lejanos, por los más lejanos,
por los más cercanos, por toda la estirpe, por la familia, por uno mismo. Y
odia a los alemanes como se odia al propio asesino. Los llama todos juntos
“alemanes”, igual que ellos a nosotros “judíos”. Maldice sus ciudades, sus
hijos, su país. Simpatiza con los bombarderos ingleses que en una noche
destruyen las casas de decenas de miles. Ya no proclama: “!Maldita sea la destrucción!
¡Que acabe! ¡Que acabe!”, sino que se dice a sí mismo: “!Que así sea!, ¡Una
noche tras otra, destrucción, destrucción!”
Yo, sin embargo, no quiero dar mi corazón al Moloc para que lo devore.
No quiero odiar. Odio al odio. Lo odio más que nunca. Me da miedo. Tiene que
seguir habiendo culpa e inocencia, para que sólo los culpables perezcan. Hay
que marcar las regiones de un hombre, y las mejores tienen que ser capaces de
absolverlo de las malas. ¡Nada de tempestades de venganza! ¡Nunca más Yavé! ¡No
enviar nada a la muerte! ¡La muerte es nada!
Lloramos a los muertos. ¡Cuánto más
habría que llorar a quienes van a morir aún!
1944
No es nada vergonzoso ni egocéntrico,
es algo justo, bueno y bien fundado el que, justamente ahora, nada lo colme a
uno más que la idea de la inmortalidad. ¿No vemos acaso como hay gente que es
enviada en vagones a la muerte? ¿Acaso no se ríen, no bromean y alardean para
darse falsamente valor unos a otros? Y están luego los que pasan volando por
encima de uno en bandadas de veinte, treinta, cien aviones cargados de bombas,
cada cuarto de hora, con pocos minutos de intervalo, y a los que vemos regresar
pacíficamente, centelleantes a la luz del sol, como flores, como peces, tras
haber destruido ciudades enteras. Ya no podemos decir “Dios”: está marcado para
siempre, tiene en su frente el estigma cainita de las guerras, sólo podemos
pensar en una cosa, en el único salvador: ¡la inmortalidad! Si fuera nuestra,
si estuviera ya vigente, ¡qué distinto sería todo! ¡Inmortalidad! ¿Quién
querría seguir asesinando? ¿A quién podría ocurrírsele asesinar si ya no hubiera nada que matar?
¡Oh buen Dios, haz que todos vivan!
¡Que vuelvan cuantos han muerto! ¡Que veamos con alegría a quienes no
conocíamos!
1945
Que los dioses mueran vuelve a la
muerte aún más insolente
Las almas de los muertos están en los
otros, los que sobreviven, y allí van muriendo
del todo lentamente.
Un mundo en el que cada cual es libre
de morir las veces que quiera, pero sólo por un tiempo limitado.
La catedral de Colonia sigue en pie.
Es decir, se podía preservar aquello que se quería preservar. Existía algo que
se quería preservar. El valor de los turistas y de las guías turísticas.
Sé perfectamente que esta fe
espléndida en que todos vivan para siempre resulta monstruosa; sin embargo, la
abrigaré en todo momento, aunque sucumba por ello.
Frente a los animales todo el mundo
es nazi.
Dios es un paranoico que destruye a
los hombres porque se siente perseguido por ellos.
A los alemanes, los seis millones de
judíos asesinados les han impregnado el cuerpo y el alma; nunca más habrá un
alemán que no sea también judío.
1946
Tampoco se ha meditado a fondo sobre
las consecuencias racionales de un mundo sin muerte.
Todos los moribundos son mártires de
una futura religión universal.
El cristianismo es un paso atrás con
respecto a la fe de los antiguos egipcios. Consiente la descomposición del
cuerpo y lo vuelve despreciable representando su putrefacción. El embalsamiento
es la verdadera gloria del muerto, mientras no se le pueda despertar
nuevamente.
Las lágrimas de alegría de los
muertos por el primero que ya no muera.
Sólo es soportable la erudición de
quienes no rinden honores a la muerte.
Lo que más odia la libertad es la
muerte, pero a continuación viene enseguida el amor.
Sería más fácil morir si de uno no
quedara absolutamente nada, ni un
recuerdo en otra persona, ni un nombre, ni una última voluntad, ni siquiera un cadáver.
Implementación de la “ley sobre las
siete muertes”. Cada cual posee varias vidas, y las pierde poco a poco. Al
principio, considerando que no habrá manera de agotar tantas, las derrocha;
luego le quedan cada vez menos y al llegar a las dos o tres últimas se torna político
y avaro.
Lo útil no sería tan peligroso si no
fuera tan fiablemente útil. Debería fallar muy a menudo. Debería ser siempre
imprevisible, como algo vivo. Debería volverse contra nosotros con más
frecuencia e intensidad. Apoyándose en lo útil, los hombres se han erigido en
dioses, aunque tengan que morir. El pdoer sobre lo útil los engaña acerca de su
ridícula debilidad. Y en su presunción se vuelven cada vez más débiles. Lo útil
prolifera, pero los hombres mueren como moscas. Si lo útil fuera más raramente
útil, no habría posibilidad alguna de calcular con exactitud cuándo será
realmente útil y cuándo no lo será. Si tuviera fisuras, arbitrariedades y
caprichos, nadie se hubiera hecho esclavo de lo útil. Hubiéramos pensado más,
nos hubiéramos preparado para más, hubiésemos esperado más. Las líneas que van
de la muerte a la muerte no se habrían borrado. Y nosotros no hubiéramos
sucumbido ciegamente a ella; no
podría escarnecernos, como a animales, en medio de nuestra seguridad. De este
modo, lo útil y la fe en lo útil nos han recluido en nuestra condición de
animales; éstos son cada vez más numerosos, y nuestra indefensión es cada vez
mayor.
Sólo los muertos se han perdido
totalmente unos a otros.
Mi odio contra la muerte presupone
una permanente conciencia de ella; me maravillo de poder vivir así.
En el pasado, algunas cosas, pocas
tienden a crecer a costa de las demás. Esto vale sobre todo para los nombres.
Es como si la inmortalidad de unos sólo se consiguiese mediante la mortalidad y
el olvido de otros. Nombres, a cuya naturaleza pertenece la capacidad de
conquistar todas las lenguas, gustan de empezar temprano para poseer así un
origen. Existen nombres que siguen creciendo con regularidad, como los árboles,
y otros que sólo aumentan después de desaparecer. En las primeras
desapariciones, algunos nombres se pierden del todo; sin embargo, en ciertos
casos se redescubren, y su futuro está entonces tanto más asegurado. Resulta
sorprendente que todo depende de los nombres; parece ser la única forma de
supervivencia en que la humanidad posee alguna experiencia y certeza. No
obstante, los nombres viven de los nombres. Se nutren de nombres, a los que
devoran y digieren como el pez grande al chico. Son increíblemente ávidos.
Exigen sacrificios continuos y se niegan a ingerir algo que no sea nombre.
Tienen a sus ayudantes que les proporcionan las víctimas y así esperan hacerse
un nombre para empezar. Mucho se habla de juicios y de transmutación de los
valores, pero en realidad se trata de simple y vulgar alimento.
1947
El significado más profundo del
ascetismo es el de conservar la compasión. El hombre que come tiene cada vez
menos compasión y al final acaba no teniendo ninguna.
Un hombre que no tuviera que comer y,
sin embargo, medrara; que, pese a no comer nunca, se comportara como un ser
humano en los planos intelectual y sentimental, un hombre así sería el
experimento moral más sublime que pudiéramos imaginar, y sólo si tuviera éxito
se podría pensar seriamente en la superación de la muerte.
Aun cuando en la actualidad fuera
fisiológicamente posible no morir, podría ser que nadie tuviera la fortaleza
moral suficiente para esquivar su propia muerte, y esto sólo porque hay
demasiados muertos.
La muerte tiene una manera muy suya
de deslizarse furtivamente entre sus enemigos, de minar su voluntad de lucha de
desmoralizarlos. No cesa de presentarse como la solución radical, nos recuerda
que fuera de ella no existe todavía ninguna solución verdadera. Quien vive
mirándola siempre fijamente con odio, se acostumbra a ella como el único punto
cero existente. Pero ¡cómo crece ese cero!, ¡cómo de pronto confiamos en él,
porque ya no podemos confiar en nada más!, ¡cómo nos decimos esto es lo que nos
queda, y nada más! La muerte abate cuanto se halla próximo a nosotros, y cuando
ya no podemos más de dolor, nos dice sonriendo: “No eres tan impotente como te
imaginas, tú también puedes abatirte a ti mismo, y a tu dolor contigo”. Nos
prepara los dolores de los cuales ella
puede luego rescatarnos.
Los resucitados acusan de pronto a Dios
en todos los idiomas: el verdadero Juicio Final.
Pensar que hubiera otra vida detrás
de ésta, y que la nuestra fuera de hecho el espacio tranquilizador en el que
los de aquélla se recuperan.
El envejecimiento como renuncia a
moverse. Primero se viaja por todo el mundo. Luego se instala uno en una
ciudad. Al cabo de unos años, se limita a la casa y después a la habitación. La
habitación se convierte en un asiento. El anciano ya no se levanta de su
asiento y ahí se duerme.
Un hombre que tiene a gente a su
alrededor para que se le muera antes que
él. ¿No es ésa la esencia más profunda del poderoso?
1948
En una religión como el budismo, en
la que la muerte es aceptada, dirimida y transformada de todas las maneras
posibles, en la que es enaltecida al rango de supermuerte múltiple, nada nos
conmueve tan profundamente como cualquier reflejo de la vida contra la doctrina, por así decirlo, la
llama que brota espontánea allí donde todo fuego debe extinguirse. Aquí,
precisamente aquí, adquiere la vida algo inextinguible. Siendo ya octogenario,
y tras haberse recuperado de una grave enfermedad, Buda discurre sobre la
belleza de los parajes por los que había peregrinado; los va mencionando todos
por su nombre, con la secreta esperanza de que su discípulo intente retenerlo
en la vida. Repite su discurso tres veces, pero el discípulo no se da cuenta de
nada, y la muda tristeza con la que Buda renuncia entonces a su vida es más
elocuente que cualquier prédica.
Nietzsche nunca me resultará
peligroso: porque más allá de cualquier moral albergo un sentimiento
indeciblemente fuerte, omnipotente, del carácter sagrado de cada vida, sí, de
todas y cada una de ellas. Y contra él se estrella el ataque más burdo, así
como el más refinado. Antes renunciaría por entero a mi propia vida que
entregar, aunque sólo sea hipotéticamente, la de cualquier otro. No hay en
ningún otro sentimiento tan intenso e inamovible. No reconozco ninguna muerte. Y, así, los que han
muerto siguen vivos para mí, no porque me exijan nada, ni porque les tema, ni
porque pudiera pensar que algo de ellos perdura, sino porque no deberían haber
muerto. Todas las muertes ocurridas hasta ahora constituyen un asesinato legal
múltiple cuya legalidad no admito. ¿Qué me importan los precedentes sin número?
¿qué me importa que ni uno solo siga vivo? Los ataques de Nietzsche son como
aire emponzoñado, pero un aire que no puede hacerme daño. Lo exhalo ufano y
desdeñoso, y me compadezco de él por la inmortalidad que le aguarda.
Un café con héroes muertos que están
ahí sentados, bebiendo café y comiendo pasteles.
1949
Durante una terrible hambruna en El
Cairo, algunos ciudadanos recurrieron a enormes anzuelos para pescar a hombres
desde los tejados. Elevaban a las víctimas, las asesinaban y se las comían
crudas.
Lo tortura la idea de que tal vez
todos hayan muerto demasiado tarde y
de que nuestra muerte sólo llega a serlo realmente debido a su aplazamiento;
que todos tendrían la posibilidad de seguir con vida en caso de que murieran a su debido tiempo, pero nadie sabe
determinar cuál es ese momento.
¡Esas conversaciones, esas
conversaciones con los viejos amigos! Este murió y aquel murió y aquel otro
también; realmente, uno de cada dos ha muerto. Hace años que se desprendieron
de uno, y uno no lo sabía; creía vivo a todo aquel de cuya muerte no se había
enterado. Con qué tenacidad nos aferramos a la vida de los otros; con la misma
tenacidad que a la nuestra, no existe diferencia alguna.
Una sonrisa que detenga a la muerte.
1950
Me parece que sin una actitud
distinta hacia la muerte nada podrá decirse realmente sobre la vida.
La existencia ha de ser en todas partes, ni no, no es existencia.
No reconozco ni una sola muerte. Que tengan que morir hasta las
mosquitos y las pulgas no me hace comprender mejor la muerte que la terrible
historia del pecado original.
Que algo de nosotros siga vivo o no en algún lugar resulta irrelevante.
No vivimos aquí lo bastante. No tenemos tiempo para demostrar nuestra valía. Y,
puesto que reconocemos a la muerte, la utilizamos.
¿Cómo podría no haber asesinos
mientras el hombre se avenga a morir,
mientras no se avergüence de hacerlo, mientras incorpore la muerte a sus instituciones como su fundamento más
seguro, mejor y más significativo?
Alguien que teme las flores porque se marchitan.
1951
Siempre te preguntan qué quieres
decir cuando despotricas contra la muerte. Quieren de ti esas esperanzas
baratas que en las religiones son devanadas hasta la saciedad. Pero no sé nada.
No tengo nada que decir al respecto. Mi carácter, mi orgullo radican en no
haber lisonjeado jamás a la muerte. Como todos, también la he deseado para mí
alguna veces, muy raras, pero nadie ha escuchado nunca de mí un elogio de la
muerte. Nadie puede decir que he inclinado la cabeza ante ella, que la haya
reconocido o intentado explicar. Me sigue pareciendo tan inútil y perversa como
siempre, el mal fundamental de todo lo existente, lo no resuelto e
incomprensible. El nudo en el que todo está preso y atado desde siempre y que
nadie se ha atrevido a destruir.
Habría que imaginar un mundo en el
que nunca haya habido un asesinato. En un mundo así, ¿qué parecerían todos los
otros crímenes?
Lo más importante lo lleva uno dentro
de sí durante cuarenta o cincuenta años antes de atreverse a decirlo de forma
articulada. Ya sólo por esto resulta incalculable cuánto se pierde con quienes
mueren tempranamente. Todos mueren tempranamente.
No consigo explicar cómo la clara
conciencia de las maldades de esta vida convive en mí con una pasión siempre
renovada por ella. Tal vez siento que esta vida sería menos mala si no fuera
arbitrariamente cortada y desgarrada. Tal vez he sucumbido a la antigua idea de
que los habitantes permanentes del
Paraíso son buenos. La muerte no será tan injusta si no hubiera sido decretada anticipadamente. A cada uno de nosotros,
incluso a los peores, nos queda la disculpa de que nada de lo que hacemos se
acerca a la perversidad de esta condena decretada de antemano. Tenemos que ser
malos, porque sabemos que hemos de morir. Seríamos aún más malos si desde el
principio supiéramos cuándo.
Las religiones están todas
satisfechas. ¿No hay ninguna religión de la desesperación siempre acuciante?
Quisiera ver a aquel que no mirase tranquilamente a los ojos a ninguna muerte, ni siquiera a la suya
propia; alguien que, a partir de este odio, haya excavado un lecho siempre
lleno para el río permanente de su descontento, alguien que no duerma porque
algunos ya no despiertan de su sueño; que no coma, porque mientras él come hay
otros que son comidos; que no ame, porque mientras él ama hay otros que son
violentamente separados. Quisiera ver a alguien que solamente fuera este
sentimiento, pero que lo fuera siempre; que, mientras otros se alegran, tiemble
por sus alegrías; que sienta como un suplicio agudo el trivial lamento sobre la
“inestabilidad” de las cosas humanas, que lo sienta como el suplicio de la
muerte en todas partes, y respire solo en este suplicio.
La condena a muerte de todos al
principio del Génesis contiene en el fondo cuanto puede decirse sobre el poder,
y no hay nada que no se deduzca de ello.
Hoy, día de los Difuntos, me juro que
esta pieza, dedicada a todos los muertos y a todos cuantos aún han de morir
estará acabada pronto y con fuerza. Ha de ser
de tal forma que todos la entiendan y que yo no tenga que avergonzarme
de ella ante nadie. Porque si no dejo acabada esta obra de teatro, mi primera
toma de posición vinculada respecto a la muerte, no habré vivido. En
comparación, no cuenta nada de todo lo demás que he hecho. Ante todas las
personas que se me han acercado, he despotricado contra la muerte, y nadie me
ha entendido. Unas, las mujeres, veían en ello un exceso de energía y algo así
como una promesa religiosa de carácter privado y dirigida a ellas
personalmente, una juventud más larga, un amor más largo, un placer más largo
de todo tipo. Los otros, los cristianos, trataban de interpretarlo a su manera:
o sea, un cristiano secreto a pesar de todo, perteneciente a su fe y sólo
impedido por su orgullo en reconocerlo abiertamente. Otros, a su vez, los
aficionados al arte, lo veían como una expresión torpe y quizá demasiado
pública de su propio afán: “Quiere ser inmortal”. Dios, que no existe,
testimoniará en mi favor y confirmará que yo no quería nada de todo eso: ni soy
un amante, ni un cristiano, ni un artista, pero no reconozco la muerte, y eso
es todo.
1952
Consideración previa a Los emplazados: no logro comprender cómo
los hombres no se preocupan más por
el enigma de la duración de sus vidas. En el fondo, todo fatalismo guarda
relación con esta única pregunta: ¿la duración de la vida humana está
predeterminada o resulta del curso de la vida misma? ¿Venimos al mundo con un quantum predeterminado de vida, digamos
sesenta años, o bien este quantum
permanece largo tiempo indeterminado, de suerte que la misma persona, atravesada
la juventud, podría llegar aún a los setenta o quedarse simplemente en los
cuarenta? ¿Y cuándo se llegaría al punto en el que la delimitación fuera clara? Quien cree lo primero, es
naturalmente un fatalista; quien no lo cree, otorga al hombre una sorprendente
medida de libertad y le concede cierta influencia sobre la duración de su
propia vida. Y así vivimos inmersos en la vaguedad, como si esta segunda
suposición fuese la correcta, y nos consolamos de la muerte con la primera. Tal
vez ambas sean necesarias y deban aplicarse alternativamente para que la gente
que carece de valor soporte la muerte.
Todavía espero la muerte llena de sentido de una persona a la que
conozca, y sé que esa muerte no existe, que siempre carece de sentido.
El feliz suicida que treinta años
antes ya se alegra del suicidio que cometerá.
Las dos palabras que más he utilizado
en mi vida son, curiosamente, Dios y
muerte. En público, ante los demás, siempre llevo la muerte en los labios.
Ante mí mismo, en mis apuntes, menciono una y otra vez a Dios, que se me escapa
de la pluma generalmente contra mi voluntad y en frases que a menudo carecen
por completo de sentido. Empiezo a creer que estas dos palabras, Dios y muerte,
significan lo mismo, son lo mismo. – Mi filosofía de la identidad.
Mi injusticia fundamental frente a
los hombres se deriva de mi postura respecto a la muerte. No puedo amar a nadie
que reconozca la muerte o cuente con ella. Amo a todo aquel, quienquiera que
sea, que la detesta, que no la admite y nunca, en ninguna circunstancia, la
utilizaría como miedo para alcanzar sus fines.
De ahí viene que no pueda aceptar a ninguna persona que hoy en día
trabaje como físico o técnico nuclear; a nadie que siga voluntariamente una
carrera militar; pero tampoco a ningún clérigo que utilice una vida futura como
consuelo por la muerte mientras que a él mismo ni se le ocurre morir pronto; y
a nadie que considere el fallecimiento de un pariente o amigo como acertado en
el tiempo, como una suerte de cumplimiento de esa vida concreta; a nadie que no
sienta vergüenza en vez de satisfacción por la muerte de un enemigo; a nadie
que haya puesto el ojo en una herencia… Así las cosas, ¿a quién puedo aceptar,
quién no pertenece a una de estas categorías, al menos de vez en cuando o en
relación con una u otra persona?
Por tanto, mientras exista la muerte, yo, que afirma la vida sin reserva
y sin restricciones, debo condenar moralmente a todo ser humano de acuerdo con
una moral que, de hecho, ni siquiera es aplicable. Soy tan consciente de esta contradicción
fundamental de mi naturaleza que me exhorto una y otra vez a practicar la
mesura y a considerar con más detalle todas las circunstancias cuando, una vez
más, he emitido el juicio más duro contra una persona.
1953
Una horrible sensación de paz nos
invade conforme vemos caer cada vez más gente en torno a nosotros. Nos volvemos
completamente pasivos, y ya no devolvemos el golpe. Nos convertimos en
pacifistas de la guerra contra la muerte y le ofrecemos la otra mejilla y a la
primera persona que aparezca. De esto, de este agotamiento y debilidad, extraen
su capital las religiones.
Su letra, que es cada vez más valiosa
cuanto menos legible, que alcanza el valor máximo cuando ya no significa nada
en absoluto. El miedo a que se borre en el bolsillo. ¿Cuándo empieza algo a ser
reliquia? ¿Cuándo temblamos por el objeto más insignificante por el mero hecho
de que un ser querido lo tuviera en su mano? ¿Cuándo comenzamos a cuidarlo como
lo mejor por lo que uno pueda vivir, esto es, como a los propios vivos? No sé
lo que se desplaza en ese momento; lo que hemos de experimentar una y otra vez
para tomárnoslo en serio; lo que sólo podemos experimentar como algo singular;
lo que no se aprende nunca porque nunca se puede reconocer. Incluso en el
objeto que podría quedar le estamos diciendo a la muerte: ¡no, no! ¡Pero qué le
importa a la muerte una vez que ha conseguido su triunfo máximo, una vez que
nos ha obligado a trasladar a un simple objeto el amor por la persona que hemos
perdido! Nunca sabremos si existe una intención detrás de aquello que llamamos
muerte; pero, si existe, sólo puede ser la siguiente: rebajar y degradar lo
vivo a mero objeto fútil, a una huella que no es ni una millónesima parte de lo
que habría podido ser el viviente.
El fallecido nos arranca de todos los
vivientes, con tanto más intensidad cuanto más cercano es a nosotros. No
aguantamos las actitudes desbordantes de los vivos, las poses que adoptan y que
contraponen a la impotencia y al desamparo del fallecido, que no nos abandonan
nunca. Hay una injusticia bárbara en el hecho de que los vivos asuman la
herencia y pisoteen al muerto. Nos ponemos del lado de los caídos y
despreciamos a los vencedores. Es tan fácil desear la muerte a alguien y tan
difícil mantener a alguien con vida. El sentimiento cargado de parcialidad por
el fallecido se torna tan fuerte que todos los demás que participaban de la
misma carrera se encogen por el mero hecho de seguir con vida; y olvidamos que
cada uno de ellos, si hubiera sido el primero en perder la carrera, habría
cobrado la misma importancia para nosotros.
1954
A los vivos que conocemos bien
siempre tenemos algo que reprocharles. A los muertos, en cambio, les
agradecemos que no nos prohíban el recuerdo.
Nunca sabes qué será lo más valioso
de cuanto queda de ti; tal vez alguien se llevará a los labios un par de viejos
zapatos tuyos, viejos y desgastados, cuando todos tus papeles se hayan quemado
ya hace mucho tiempo.
No saben que los muertos se refugian
en los vivos y allí se esconden: hasta que de repente, de la forma más
inopinada, uno de ellos te saca la lengua que te resulta tan familiar.
La idea islámica de que las paredes
de la tumba se contraen para atormentar al muerto es lo más inquietante que he
escuchado jamás y podría quitarme, si las tuviera, las ganas de morir.
1955
Mientras exista la muerte, no hay
lugar para la humildad.
Narrar, narrar hasta que nadie muera.
Las mil y una noches, las millones y una noches.
1956
Pensar en los muertos supone un
intento de reanimarlos. Nos importa más devolverlos a la vida que mantenerlos en vida. Este deseo ardiente
de reanimar es el germen de toda fe. Desde que ya no los tememos, sentimos
frente a los muertos una culpa única e inconmensurable: la de no conseguir que
regresen. Esta culpa alcanza su máxima intensidad los días en que nos sentimos
más vivos y felices.
¡Qué ridículos parecen los esfuerzos
de los poderosos por escapar a la muerte! ¡Y qué grandiosos son los esfuerzos
de los chamanes por conjurar muertos! Mientras lo crean, mientras no se limiten
a fingirlo, merecen toda veneración.
Despreciables nos parecen los sacerdotes de todas las religiones que no
pueden hacer regresar a los muertos. No hacen sino consolidar una frontera que
nadie puede traspasar. Administran lo perdido
de manera que siga perdido. Prometen una peregrinación a un lugar
desconocido para disimular su impotencia. Están contentos de que los muertos no
regresen. Los mantienen al otro lado.
Con la creciente conciencia de que
estamos sentados sobre un montón de muertos, animales y hombres, y de que el
sentimiento de nuestra propia dignidad se alimenta de la suma de aquellos a
quienes hemos sobrevivido; con esa toma de conciencia, que va ganando terreno
rápidamente, se nos hace cada vez más difícil encontrar una solución de la cual
no nos avergoncemos. Es imposible apartarse de la vida, cuyo valor y cuyas
expectativas sentimos siempre. Pero también es imposible no vivir de la muerte
de las otras criaturas, cuyo valor y cuyas expectativas no son menores que las
nuestras.
La dicha de referirse a una lejanía, de la cual se alimentan todas las
religiones tradicionales, ya no puede ser la nuestra. El Más Allá está en
nosotros: una comprobación que pesa mucho, pero está prisionera en nosotros.
Ésta es la gran e insalvable escisión del hombre moderno. Pues en nosotros está
también la fosa común de las criaturas.
Comprendo la religión como nunca la
he comprendido, un sentimiento que sólo puede definirse como religioso me
domina ahora por completo. Religión es
el sentimiento de unión con los muertos. Tal vez este sentimiento fuera tan
intenso en algunas personas que realmente llegó a dar vida a los muertos.
¿Cristo?
1957
Me he pasado todo este mes
reflexionando sobre el triunfo del matar o del sobrevivir. Podría parecer que todo
cuanto he conseguido con mi jactanciosa rebelión es comprobar que la muerte de
los demás es fortalecedora y, por ello, bienvenida. No des tanta importancia al
hecho de tu propia muerte, antes de ti verás morir a muchos otros.
¡Como si cada muerte individual, sea quien sea el que muere, no fuese un
crimen que hubiera que evitar por todos los medios!
El latido del corazón de todos
aquellos que murieron demasiado jóvenes: así, como todos ellos, palpita su
propio corazón de noche.
Pasa por “grande” quien escapa con
bastante frecuencia a una muerte a todas luces inminente. Cómo logra crear el
peligro es asunto suyo.
Yo, contemporáneo consciente de las
dos guerras más grandes que ha conocido la humanidad, las he vivido desde fuera. No pertenecía a ningún
ejército, no podría haber estado en uno ni lo estaré jamás. Me he opuesto a la
guerra con todo el poder de mi alma, un alma fuerte y apasionada. Hacerla
imposible para siempre es el objetivo confeso de mi vida, del que nada podrá
disuadirme. Esta convicción, sin embargo, que impregna por completo a la
persona no sirve para facilitar la comprensión de la guerra desde dentro. Toda
acusación desde fuera ha resultado
inútil. Hombres mejores que yo han fracasado. Hay que tener la fuerza para
introducirse en la boca y las fauces de la guerra y arrancarle las tripas sin
piedad. Y quien sucumba al asco antes incluso de que abra su boca, que la evite
y se dedique a cantar canciones. Oh, a mí también me habría gusto cantar, y muy
lejos está de mí despreciar a quienes se han entregado a ello. Sin embargo, he
decidido arrostrar la guerra y la muerte sin matar yo mismo, he decidido
destruir su hechizo, echar a sus sacerdotes y colmar a los hombres con aquello
que podrían ser sin guerra y sin muerte. Todo cuanto he intentado hasta ahora han
sido los preparativos para ese único instante decisivo. Su boca se ha abierto
para mí, mi puño ya está dentro. No debo retirarlo hasta agarrar sus tripas,
hasta llegar al fondo.
1958
En un periódico italiano leo la
noticia de una monja que acaba de fallecer a la edad de cien años.
Ya había muerto una vez, cuando era una joven de diecisiete años; habían
clavado ya la tapa del ataúd encima de ella, cuando su hermana insistió en que
lo abrieran de nuevo. Entonces ella volvió en sí y se incorporó. Este milagro
la decidió a tomar los hábitos y dedicar su vida a Dios. Y así, después de su
primera muerte, vivió aún ochenta y tres años.
Los últimos pensamientos de un moribundo influyen en su
siguiente reencarnación (budista).
1959
Hace poco, en una isla del Pacífico,
se comió por última vez carne humana, en honor a una explosión atómica.
A veces tengo la impresión de que
concluir lo emprendido se ha convertido en una especie de fin en sí mismo.
Pienso en los objetivos con los que empecé, en la confianza con la que quería
hacer algo verdadero. Mientras lo hacía, el mundo se fue cargando de una
destrucción mil veces mayor. Es una destrucción contenida, pero ¿cuál es la diferencia?
¿Y qué es esta obsesión que me impulsa a atacar cualquier destrucción,
como si me hubieran nombrado protector del mundo? ¿Qué soy yo mismo, un ser
indefenso al que se le van muriendo, una tras otra, las personas más cercanas,
un ser que ni siquiera puede mantener con vida aquellos que más le pertenece?
¡Un naufragio por todos lados y un grito lastimero!
¿A quién le soy útil? ¿A quién sirvo con este empecinamiento
inquebrantable?
No ha quedado nada, salvo este empecinamiento. Las personas nuevas se
alejan escurriéndose de mi lado, las palabras y conversaciones nuevas se me
escapan, el pasado aún sigue vivo. ¿Cuándo lo atacará también la destrucción?
No quedará nada y, no obstante, yo continuaré en pie, un niño que por vez
primera se yergue sobre sus piernas, y grataré a voz en cuello: ¡No!
Una cara toda compuesta de muertos.
1960
La lamentación por los muertos apunta
su resurrección, ésta es su pasión. La lamentación deberá durar hasta que la
consiga. Pero se interrumpe demasiado pronto: no hay la pasión suficiente.
En toda vida es posible encontrar los
muertos de los que la persona en cuestión se ha alimentado. En hombres tiernos,
buenos, ordinarios, malos, en todas partes están los muertos de los cuales se
ha abusado. ¿Cómo puede soportar la vida alguien que sabe esto de sí mismo?
Prestando a sus muertos su propia vida, no perdiéndola nunca y perpetuándolos.
Quien de verdad supiera qué es lo que
ata a los hombres entre sí, estará en condiciones de salvarlos de la muerte. El
enigma de la vida es un enigma social. Nadie va en pos de sus huellas.
Uno que escapa de la muerte porque nunca
ha oído nada de ella.
Él prevé siempre el final: para no
comenzar nada.
1961
En cada generación ya sólo muere uno.
Como intimidación.
La víctima que, al morir, se
convierte en quien la mata y pide ayuda con la voz de éste (Ramayana).
1962
Nadie me convencerá de la excelencia
de matar, sé lo que se siente al hacerlo sin haber matado yo mismo, es menos
valioso que un solo aliento del asesinado o del asesino.
La mano que forma una sola letra es más grande que la mano que mata; y
el dedo que haya contribuido a perpetrar una muerte deberá secarse antes de que
tenga tiempo encorvarse. ¡Cómo si no bastase con que la gente se muera, como si
encima tuvieran que echarle una mano!
¿No sería el retorno aún más triste
que la desaparición?
Yo no quiero nada en cantidad suficiente. Quiero que sea
poco, y en cuanto he dado el primer paso para conseguirlo, ya no lo quiero.
Me avergüenza aprovechar una ocasión. Es tan hermoso el hecho de que se
ofrezca, de que esté ahí, ¿cómo podemos, encima, aprovecharla? Quien está
seguro de ella, no la utiliza. Quien echa mano de ella, la ha perdido. Pero
también quien no la aprovecha puede haberla perdido, y yo jamás pienso en eso.
Soy demasiado viejo. No odio casi nada. He llegado a ese estadio en el a
uno le gusta todo si está allí. Empiezo, por vez primera, a comprender que haya
filósofos que den por bueno todo lo existente. Es cierto que los partidarios de
la muerte siguen provocando mi animadversión. Pero no he encontrado solución
alguna. Me encuentro ante la misma duda a la que me he enfrentado siempre. Sé
que la muerte es mala. No sé con qué podríamos sustituirla.
Ayer leí las conversaciones con
Stalin, de Djilas, y sentí asfixia. No sirve de nada que muchas de mis
intuiciones respecto al poder se vean allí confirmadas. Esté Stalin con vida o
no, todo continúa de manera parecida. No quiero decir con esto que siga así en
Rusia, sino que, en el fondo, en todas partes es igual. ¿Qué hacer? ¿Qué decir?
¿Tiene sentido continuar dándole vueltas a lo mismo?
Sólo tiene sentido si creo poder conseguir algo. Nunca he perdido esa
fe. Sin embargo, podría ser que se trate en este caso de una fe similar a la de
los propios potentados. ¿Qué me convierte en su peligroso enemigo? ¿Estoy
celoso de ellos como Nietzsche de Dios o como Dios de los otros dioses? Sería
tan terrible que no lo puedo admitir. Realmente no lo creo. Mi instinto más
profundo se opone al acto de matar, y de matar depende todo potentado.
La esencia del poderoso consiste en odiar su muerte, pero solamente la
suya, y en que la muerte de otros no sólo le resulta indiferente, sino que la
necesita. Esta tensión entre su muerte y la de los demás es lo que lo
constituye.
Mi esencia, en cambio, es rechazar y odiar cualquier muerte. No
considero imposible que en algún momento llegue a aceptar más o menos mi
muerte, pero jamás la de otro. Es tan seguro, lo siento con tal intensidad, que
podría encabezar con ello mi pensamiento y mi mundo. Es mi Cogito ergo sum. Odio la muerte, soy así. Mortem odi ergo sum. Y eso que esta frase omite lo más importante,
el hecho de que odio cualquier muerte.
No temo la muerte. La considero
superflua.
Belleza de las cenizas, como resto
sacro del mundo. Como si las cenizas permitieran intuir cada forma destruida.
1963
Cuando el vencido se retuerce en el
suelo, ya no sabe nada y sólo quiere una cosa: el regreso de esos muertos;
cuando esté dispuesto a entregar a todos los vivos por esa única cosa, entonces
y sólo entonces comprenderá que la muerte lo ha aniquilado y que más le hubiera
valido no nacer nunca.
Conocemos a la persona que se nos ha
muerto, a todos los vivos los desconocemos.
Los nudos de la existencia están allí
donde recuperamos a un muerto arrebatándolo a los ojos de los vivos. Pero
queremos que éstos lo sepan, no se lo
regalamos. Somos inefablemente avaros con los muertos.
1964
Una sociedad en la que los hombres
desaparezcan repentinamente pero no se sepa que han muerto; no existe la
muerte, no hay ninguna palabra para designarla, y ellos están contentos.
El budismo no me satisface porque
renuncia a demasiado cosas. No da respuesta alguna a la muerte, la elude dando
un rodeo. El cristianismo, sin embargo, ha puesto en su centro el hecho de
morir: ¿qué otra cosa es la cruz? No hay ninguna doctrina hindú que trate
verdaderamente sobre la muerte, pues ninguna se ha enfrentado a ella de modo
absoluto. La carencia de valor de la vida ha descargado a la muerte.
Aún queda por ver qué fe surgirá en el hombre que vea y reconozca la enormidad de la muerte y le niegue todo
significado positivo. La incorruptibilidad que presupone el hombre es demasiado
débil y abandona la lucha antes de haber decidido iniciarla.
El ilusorio desagravio ofrecido a los
muertos: no podemos mejorar nada, ellos no saben nada, y así cada cual sigue
viviendo con deudas incalculables y su carga aumenta y aumenta hasta que lo
asfixia. Tal vez morimos de nuestra creciente carga de dudas ofrecidas como
desagravio a los muertos.
No hay relación más intensa que la de
dos personas que se encuentran bajo la tortura de estas deudas. Una de éstas
puede cargar temporalmente con las deudas de la otra y aliviarla durante apenas
unos momentos. Pero incluso esos breves momentos de intercambio pueden
salvarles la vida.
1965
La historia de un hombre que oculta a
todos la muerte de la persona más cercana a él.
¿Se avergüenza acaso de esa muerte? ¿Y cómo logra ocultársela a todos?
¿Recupera la vida de esa persona en los que nada saben de su muerte? Y ella,
¿dónde está? ¿Está con él? ¿en qué forma? Él la cuida, la viste, le da de
comer. Pero ella jamás puede abandonar la vivienda y él nunca viaja, nunca se
aleja de ella por más de pocas horas.
El no recibe visitas. Dice que ella no quiere ver a nadie. Y añade que
se ha vuelto extraña y no soporta a nadie. Pero a veces, en el teléfono, habla
como ella y también escribe todas sus cartas.
Y así él vive por ambos. Se
convierte en ambos. Se lo cuenta todo, le lee en voz alta. Al igual que
antes, comenta con ella lo que debe hacer y a veces se enfada por su testarudez.
Pero al final siempre logra arrancarle una respuesta.
Ella
está muy triste porque no ve a nadie, y él tiene que consolarla y alegrarla.
Y él, con un secreto semejante, se convierte en el hombre más extraño
del mundo, que debe comprenderlos a todos para que ellos no lo comprendan.
Nuestra verdadera dificultad con el
drama hoy en día reside en que carecemos de dioses y, por tanto, no sabemos
nada sobre los muertos. Si un solo
muerto se manifestara, el drama volvería ser posible.
Sin embargo, como no tenemos a ese muerto, la tragedia sólo es
concebible disfrazada de comedia.
Imagen de los innumerables
automóviles en la ciudad, su flujo incesante que acaba en un accidente.
Habría que inventar el auto en el que estuviéramos a salvo de cualquier
peligro. Sólo cuando nos bajáramos volveríamos a exponernos a la muerte. Coches
seguros, segurísimos, a los que la gente se sube para sentirse inmortal durante
un rato.
Mi auto seguro son mis lápices. Mientras escribo, me siento
(absolutamente) seguro. A lo mejor sólo escribo por eso. Da igual lo que
escriba. Lo importante es no parar. Puede ser cualquier cosa con tal que sea
para mí, no puede ser una carta, nada que se me imponga o se me exija desde
fuera. Sin embargo, si he pasado unos días sin escribir nada, me siento desconcertado, desesperado, vulnerable,
desconfiado, amenazado por mil peligros.
Podría ocurrir que un odio poderosos
a la muerte surtiera al menos un efecto
quitarle al hombre por fin las ganas de matar.
No se trataría de nada utópico, desde luego, ya que la supervivencia de
la humanidad depende de ello.
La
mayoría de las personas lo saben, pero no entienden que la solución de este
asunto no puede ser de carácter técnico-legal, sino que exige la creación de
una postura nueva y activa. Como nos apartamos asqueados de los excrementos,
así debemos ver la muerte: repugnante como el hedor.
Quería soledad. Ahora la tengo. ¿Pero
la quiero ahora? Sólo existe la soledad respecto a los vivos. Respecto a los
muertos no existe la soledad. Ellos siempre están ahí.
1966
Debería haber una instancia que nos
liberase de la muerte si respondiéramos honestamente a todas sus preguntas.
Hay gente a la que no he visto en
mucho tiempo y se me olvida que ha muerto.
Es posible que los escritores que
aman la muerte jamás logren pinchar con la dureza que el odio a la muerte
inspira. Como no tienen nada que objetar contra ella, su espíritu se debilita.
La muerte no los molesta, por eso nada los obliga a imitarla.
Pero hay escritores que aceptan la muerte en apariencia, por pura astucia frente a ella, como Schopenhauer.
En su fuero interno le guardan una profunda aversión, y esto se trasluce en su
manera de escribir.
Oh, qué vergüenza, qué vergüenza el
haber sobrevivido yo a todas las víctimas. ¿Estuve yo en el Madrid derrotado,
estuve yo en la huida de París, estuve yo en Auschwitz?
¿He hecho lo suficiente, he justificado el haber sido sólo testigo, no
víctima? ¿Me es lícito seguir con
vida, y cambiará esta vida lo más mínimo los horrores del futuro?
Tal vez todo cuanto he pensado resulte insuficiente, fallido, tal vez
contenga, surgido de los años sangrientos, tan sólo gérmenes invisibles de
nuevas desgracias.
¿Qué he de hacer? ¿Y he hecho al
menos lo que podía?
Poseído por mis muertos, por
aquellos a quienes amé, por quienes significaban mi vida, ¿he pensado lo
suficiente en aquellos a quienes amo porque no
los he conocido?
¿Cómo encontrar el equilibrio entre los cercanos y los lejanos, cómo ser
yo una balanza justa? En el fondo de mi corazón estoy convencido de que no me
preocupo por mí, sino por todos, pero ¿es suficiente saberlo en el fondo del
corazón? El corazón quizás engaña.
1967
Esa gente que, con una sonrisa, aduce
en favor de la muerte la existencia de una pulsión de muerte. ¿Qué han querido
decir con esto si no que la resistencia contra la muerte es en cualquier caso
excesivamente débil?
La única ambición que es siempre legítima, la de prolongar la vida
humana, se ha convertido en una profesión de la que se alimentan unos cuantos:
los médicos. Son éstos quienes más muertes ven, y se acostumbran a ellas más
que los demás. Su ambición se ve incluso deslucida por sus accidentes
profesionales. Ellos, que desde siempre han sido los que más han combatido la
resignación religiosa ante la muerte, acaban por aceptarla como algo natural.
Deberíamos desear médicos que sacasen de su actividad profesional una nueva
convicción: una inquebrantable resistencia contra la muerte, hacia la cual
sintieran cada vez más odio, cuando más a menudo la viesen. Sus derrotas serían
el alimento de una nueva fe.
El máximo esfuerzo de la vida
consiste en no habituarse a la muerte.
Una persona dice de sí misma:
“Durante toda mi vida no ha muerto ni un solo hombre”.
Esa persona, esta única persona, es a la que yo envidio entre todas las
demás.
¿Y si Dios, avergonzado ante la
muerte, se hubiera retirado de la Creación?
Esta convicción sumaria a favor de la
vida, de cualquier vida, ¿en qué se basa?
Si meramente ocultara el hecho de que tú mismo no quieres morir, no
valdría nada.
Sin embargo, aunque fuese honesta e incluyera realmente a todos, ¿Por
qué merecerían todos vivir?
Has reconocido las raíces permanentemente dolorosas de esta vida de
forma más meridiana que nadie, ¿y aun así ha de seguir?
No sé la respuesta. Soy, tal como se demuestra, un chovinista de todos los hombres, de todos los animales, quizás
incluso de todas las plantas. Un hindú sin la migración de las almas, un
cristiano sin Dios. Veo, sin ningún pudor, masas y masas que crecen ante mí, y
cualquier intento de limitarlas recurriendo a la muerte como instrumento me
provoca odio y repugnancia. Nunca he aceptado/admitido ninguna muerte, ni
siquiera la del hombre más viejo y más miserable. La imagen de los soldados
egipcios muertos en el desierto de Sinaí me persigue como la rampa de
Auschwitz. Sé lo que habrían hecho estos mismos soldados si hubieran llegado a
las ciudades de los judíos. Pero ahora son ellos
los muertos: ahora recibo yo su rencor.
No puedo hacer distinciones entre los muertos. En este caso no tengo ningún
poder sobre mí, no puedo tocar esta convicción básica. Creo que podría ser útil
como convicción fundamental, y una vez asumida haría desaparecer muchas de las
dificultades inveteradas de la convivencia humana. De hecho, no puedo pensar de
otra manera, aquí mantengo algo que resulta tan importante como parece
limitado.
1968
Estoy tan lleno de mis muertos que ya
no debe morir nadie más: no cabría.
Un hombre como este Simon Wiesenthal,
cuyo libro acabo de leer, me impresiona sobremanera.
Un Michael Kohlhaas, pero judío y más inteligente; quien puede negarse a
la justicia que promete conseguir por su propia mano. Hay en su libro cosas que
conmueven en lo más hondo (en vez de realizar el trabajo que me había propuesto
estos días pasados, me he dedicado sobre todo a leer su libro). Es valiente y
justo, y no se le puede reprochar que se haya convertido en un cazador de
hombres, pues no son hombres aquellos a quienes persigue. Lo que extraña es que
no haya más gente como él. Si yo hubiera experimentado lo que experimentó,
habría acabado siendo más duro y tenaz que él. Es la policía unipersonal de los
prisioneros judíos en los campos. Otros que sobrevivieron han querido olvidarlo
todo, y el intento de hacerlo quizá lo haya empeorado todo aún más para ellos.
De otra manera, eso sí, yo también me he convertido en algo semejante a
un policía, pero no he podido conformarme con serlo solamente para los judíos,
sino que he querido serlo para toda la humanidad y para toda la historia. Masa y Poder no es más que la búsqueda
de todos los crímenes del poder, y con qué frecuencia he sentido, en los largos
años que he dedicado a esta tarea, asco de esa historia y de los hombres que la
han sostenido en cuanto poderosos, en cuanto delincuentes. No he descansado
hasta hallar los horrendos orígenes en mí mismo. Todo cuanto ha ocurrido se
aloja como predisposición y como posibilidad en cada uno de nosotros. Quizá sea
esto lo que me separa de un hombre como Wiesenthal. Ambos no podemos olvidar y
ambos estamos convencidos de que no se debe olvidar. Pero él busca a los perseguidores; yo, la persecución dentro de nosotros mismos.
No me bastaría on conducir a uno de esos carniceros, los más terribles de los
terribles, hasta su castigo, porque los demás hombres que podrían convertirse
en perseguidores seguirían aquí a pesar de todo. No puedo compadecerme de nadie
al que el propio Wiesenthal haya descubierto después de años de búsqueda. La
compasión no siempre está indicada. Sin embargo, más terrible que todo cuanto
ocurrió me parece que aquello fuese posible y continúe siendo posible. El ser humano tiene que conocerse con precisión,
como si fuera su peor enemigo, y no debe ahorrarse ni una gota de
autoconocimiento. Debe comprender lo que la muerte ha hecho de él y debe acabar
de una vez para siempre con este “hecho de la naturaleza”.
1969
El hombre que respira dice: “Aún me
queda todo por respirar”. El desdichado dice: “Aún tengo cabida para la
desdicha de otros”. El muerto dice: “Aún no sé nada, ¿cómo puedo estar muerto?”
Sé que aún no he dicho nada sobre la
muerte, ¿Para cuándo me reservo lo definitivo? ¿O debo acaso renunciar a decirlo,
justamente por odio hacia ella?
¿Y si tu prohibición de la muerte no
fuese más que una barrera contra tu propio afán destructivo?
¿Cómo se vive con esta enorme
cantidad de fuerte recuerdos?
¿Es posible atenuarlos para vivir con más libertad? Las imágenes que
llevas en tu interior no pueden atenuarse con nada. Caunto pertenece a los
muertos se fortalece día tras día. Te has convertido en aquel que los mantiene
con vida. No se pueden reprimir, son ahora lo verdadero, no cesan de aparecer y
hablar como si se les hubiera dado de beber sangre. Tal vez tenga que ser así:
que toda la vida que hay en ti se transforme en la vida de estos muertos. Lo
que ves, lo que oyes, lo que hueles, los alimenta. No se conforman con saberes
y conocimientos que se refieran a ellos.
Es curiosa su fuerza, que tanto tiempo se ha mantenido muda. Cuando
observas a jóvenes, fascinados ellos por su ingenua fuerza y belleza, no
penetran en ti como algo propio, en su propio nombre. Son asidos por los
muertos y sirven a éstos como su vida.
No es un proceso feo, de voracidad y rapacidad, sino que posee algo calmo,
agradable, natural y obvio, transcurre como si fuese lo único sensato, no lo
disminuye a uno, sino más bien lo amplia y lo fortalece; sin embargo, supone un
obstáculo para cualquier otra tarea, es lo único legítimo y lo demás es
usurpación.
Nueva forma de suicidio: desaparecer
en el espacio interplanetario. El suicidio más caro, para billonarios.
Desde que ha experimentado cómo se
concibe la muerte en la jerga sociológica ya no le gusta pensar en ella. No es
la misma desde entonces. La muerte se ha atontado.
Uno que aplaza sus obras más
importantes de año en año. Sabe que no puede morir antes de entregarlas y
cualquier truco le parece lícito cuando se dirige contra la muerte.
1970
Durante el entierro se perdió el
ataúd. Echaron a toda prisa paletadas en la tumba con los deudos dentro de
ella. El muerto surgió de pronto de la asechanza y fue tirando un puñado de
tierra en su tumba sobre cada uno de ellos.
No basta con decir que todo es muerte.
Por supuesto que todo es muerte.
Pero también hay que decir que, por inútil que parezca, nos oponemos con
dureza y encarnizamiento a la idea de que todo es muerte. La muerte –sin ningún
engaño trivial- debe perder su prestigio. La muerte es falsa. Y es propio de
nuestra condición encontrarla falsa.
Quien por honestidad no hace sino pregonar que sólo existe la muerte, la
fortalece.
Esa tantas veces mentada relación con
la muerte, de la que tan orgulloso te sientes, te ha costado casi todo en la
vida. Ha exacerbado tu sensibilidad a la muerte de los tuyos en tal medida que
deberías vivir principalmente para evitar sucumbir tú mismo en cada caso.
Los demás se lo toman más fácil, ya que sólo registran la muerta de
manera convencional. Te parecerá despreciable, pero aun así contiene la
experiencia de toda la historia de la humanidad. Lo que tú intentas, vida desprotegida y abierta a la muerte, es
de una arrogancia tremenda, como si tú mismo, con tus propias manos, pudieras
suprimir, anular, invalidad el principio malo de la creación.
Con los dioses de los antiguos se
perdió tanto que podríamos temer que también se perdiera algo con nuestro
propio Dios, más sencillo.
Pero nunca podré hallar el camino hacia aquel que introdujo la muerte en
el mundo. Por ningún lado veo a un Dios de la vida, solamente veo ciegos que
decoran con Dios sus iniquidades.
Los filósofos que quisieran entregarnos la muerte como algo que debemos llevar, como si desde un
principio hubiera estado en nosotros.
No soportan verla sólo al final, prefieren prolongarla hacia atrás,
hasta el principio, convirtiéndola en el acompañante más íntimo de toda la
vida, y así, bajo esta forma atenuada y familiar, les resulta tolerable.
No comprenden que de este modo le dan más poder del que le corresponde.
“No importa nada que mueras”, parecen decir, “de todas formas has estado
siempre muerto”. No intuyen que se hacen culpables de una artimaña vil y
cobarde, pues así paralizan la fuerza de quienes podrían ponerse en guardia
contra la muerte. Impiden el único combate por el que sería digno combatir.
Convierten en sabiduría lo que es capitulación. Persuaden a todos de ser tan
cobardes como ellos mismos. Los que, entre ellos, se consideran cristianos
envenenan así la verdadera esencia de su fe, que sacó su fuerza de la
superación de la muerte. Todas las resurrecciones que Cristo consiguió en los
Evangelios carecerían, según ellos, de sentido.
“¿Dónde está, muerte, tu aguijón?” No hay ningún aguijón, dicen ellos,
pues la muerte ha estado siempre ahí, incrustada en la vida como su hermana
siamesa.
Entregan al hombre a la muerte como a una sangre invisible que fluye sin
cesar por sus venas. ¿Habrá que llamarla la sangre de la resignación, la sombra
secreta de la verdadera sangre, que se renueva incesantemente para vivir?
La pulsión de muerte freudiana es una
descendiente de antiguas y oscuras doctrinas filosóficas, pero es más peligrosa
que éstas, pues se arropa con términos biológicos, que tienen el prestigio de
la modernidad.
Esta psicología, que no es ninguna filosofía, vive de la peor herencia
de ésta.
Los estoicos superan la muerte con la
muerte. La muerte que nos damos a nosotros mismos ya no puede hacernos nada,
por tanto no hay que tenerle miedo.
El que se ha cortado la cabeza, ya no siente dolores.
Cada nueva masacre crea un nuevo
modelo, y da la impresión que el crecimiento acelerado de la humanidad sólo
sirve para su matanza.
Nadie, literalmente nadie puede decir qué milagro podría poner fin a
esto.
Si se percibiera como esperanzador el hecho de que la experiencia y la
conciencia y la conmiseración generalizado de la opinión pública empujan a
terminar la guerra de Estados Unidos, se podría objetar que esta guerra ha
estado exenta de victoria. A lo mejor es posible trocar hoy en día medias
derrotas en repugnancia. Sin embargo, no existe todavía el remedio contra los
triunfos.
La victoria contra los judíos indefensos era irresistibles, e igualmente
irresistible es en la actualidad la Victoria en Bengala.
Las armas que matan con mayor facilidad que nunca matan de forma masiva,
pero no suprimen el matar individualmente, sólo
lo incluyen.
¿Quieres renunciar a la
transformación de los muertos en nosotros? En su transfiguración reconoces el
origen de lo bello. Lo que no puede seguir aquí se convierte en hermoso.
Inaccesibilidad es transfiguración. Una palabra maravillosa: ¿cuánto ha de
desprenderse, cuántas cosas insignificantes y confusas se desprenden hasta
llegar a la transfiguración? La grandeza de los muertos reside en haber estado
aquí y ser recordados. ¿Quieres, puedes renunciar a ello?
Leo lo que diversos filósofos han
escrito sobre la muerte y me dan vergüenza. ¿Soy el único que ha reencontrado
el camino al sentimiento originario de la humanidad primitiva? ¿Puedo ser el
único? ¿Es eso concebible? ¿Tuvo que morir tan pronto mi padre para que yo
tomara ese camino? ¿Era él la víctima necesaria, que fue ofrendada para tomar
yo ese camino imprescindible?
No me cabe la menor duda de que habría acabado siendo un hombre muy
distinto si en su día me hubiera quedado en Inglaterra, si mi padre no hubiera muerto tan prematuramente. Es
probable que me hubiera convertido en un escritor en lengua inglesa, pero no
puedo imaginar qué habría tenido que escribir sin ese núcleo, cualquier
tontería, nada, y en ese caso habría sido mejor seguir la carrera de médico. No
me cabe la menor duda de que existen acontecimientos capitales que cambian a la persona radicalmente.
1972
Es muy importante lo que un hombre se
propone aún hacer al final. Da la medida de la injusticia de su muerte.
De los esfuerzos de unos cuantos por
apartar de sí la muerte fue surgiendo la monstruosa estructura del poder.
Para que un solo individuo siguiera viviendo se exigía una infinidad de
muertes. La confusión que de ellos surgió se llama Historia.
Aquí es donde debería empezar la verdadera Ilustración que establezca
las bases del derecho de cada individuo
a seguir viviendo.
Allí se ponen en fila para morir, y
cada cual aporta su certificado para demostrar que puede.
Un traficante de armas que va y viene
con un séquito de esclavos, con los cuales demuestra los efectos de sus armas.
Su fortuna le permite reunir la colección de arte más grande del mundo, que
regala a la humanidad. Muere como filántropo.
1973
¿Por qué te rebelas contra la idea de
que la muerta está ya presente en los vivos? ¿No está acaso en ti?
Está en mí porque tengo que atacarla. Para eso, y nada más la necesito,
para eso he ido a buscarla.
Lo habrás puesto en duda, pero seguro
que te has deseado fama. Sin embargo, ¿No has deseado mil veces más lo otro: el
regreso de algún muerto? Y no lo has conseguido.
Sólo se cumplen los deseos mezquinos, superfluos, desvergonzados. Los
grandes, los dignos de un ser humano, no llegan a realizarse.
Ninguno volverá, ninguno vuelve nunca; podridos están aquellos a los que
odiaste, podridos están aquellos a los que amaste.
¿Sería posible amar más?
¿Hacer, mediante más amor, que un muerto vuelva a la vida? ¿Nadie habrá amado
suficientemente todavía?
¿O bastaría una mentira que fuera tan grande como la Creación?
Acaso uno siente que aún existen los
muertos, pero en muy pocas palabras, y quien supiera esas palabras podría oír a
los muertos.
Pensar en una única persona a la que
uno ha perdido puede dar pie a amar a todas los demás. ¿A quién perdió Cristo?
La laguna en los evangelios.
Prohibidas las necrológicas, las
esquelas mortuorias sólo se entregarían personalmente de casa en casa, de piso
en piso.
No se contenta con las religiones que
ha encontrado. Necesita más. Tiene que hallar e inventar religiones hasta
captar todas las facetas de la
muerte.
Lago hipnótico que obliga a todos sus
ribereños a nadar hasta morir.
1974
¡Cuánto has eludido para no reducir
la violencia de la muerte!
Toda muerte rompe la cohesión de la
intrincada red que es el mundo.
Es especialmente importante
investigar si la muerte palidece para el que ve crecer a una niña, si se vuelve
indiferente, si el engendrar nuevos seres humanos basta para soslayar la
muerte, o si sólo se trata de otra forma de autoengaño, que exige ser
apaciugada.
1975
Un testimonio importante: “Un hombre
me dijo que suponía que los blancos no lloraban ni se apenaban tanto cuando
moría un hombre blanco como lo hacen los bosquimanos ante la pérdida de uno de
los suyos. “Los blancos son tantos”, dijo, “y los bosquimanos tan pocos” (Lorna
Marshall)
Ninguna muerte ha logrado aún apagar
mi odio en los casos en que de verdad he odiado. Quizá también sea ésta una
forma de no reconocer a la muerte.
Extinguirse por un tiempo
determinado, pero estar seguro de volver a encenderse luego.
1976
Son demasiados. El sobrepeso de los
muertos lo mata a uno.
Que uno espere sobrevivir a todos es
el pecado capital.
Él no es viejo, aún odia la muerte;
nunca será viejo, siempre odiará la muerte.
De la rutina del asesinato me he
tenido que mantener alejado. Nunca he leído novelas policíacas. Si las hubiera
leído, habría perdido mi facultad de asombrarme. Todavía no comprendo ningún asesinato, tengo que resolver un
enigma, porque es insoluble, estoy vivo.
Reconciliación de dos enemigos
mortales ante el amigo común muerto. Él fue el que los enzarzó. Se ha llevado
consigo a la tumba el odio de ambos.
Resulta casi imposible contraponer
una doctrina no probada, que ni siquiera ha sido reflexionada a fondo, a la
experiencia de las religiones, a su maestría
en el trato con la muerte. Queda por ver, además, si esa doctrina se
puede pensar hasta sus últimas consecuencias; quizá no esea más que un impulso
que invita a experiencia nuevas, diferentes.
“Cada una de estas historias
demuestra lo que ha atraído hasta a los pueblos más avanzados como señal más
elevada de la inmortalidad: la energía y el poder del alma humana. La muerte es
antinatural; el hombre está hecho para vivir eternamente; sólo con medio
sumamente drásticos se puede vencer su alma fuerte y vivaz. De ahí que no
sorprenda que esa alma enérgica, una vez vencida por la muerte, sea
esencialmente peligrosa” (Verrier Elwin, Myths
of Middle India).
Nunca he matado, pero soy responsable
del ocaso de varias personas.
¿Estaría una sola de ellas con vida sin mí?
Una pregunta terrible: para responderla desearía un juicio Final en el
que pudiera comparecer.
1977
Vivir la muerte de una animal, pero
como animal.
Imaginar una forma de desaparecer que
sojuzgue a la muerte.
“Uno se duerme”, le dice él a la
niña, “pero no vuelve a despertarse”. “Yo siempre me despierto”, dice la niña
muy contenta.
Quien se ha abierto demasiado pronto
a la experiencia de la muerte jamás podrá cerrarle otra vez sus puertas; una
herida que acaba siendo una especie de pulmón a través del cual se respira.
Entre los mohave, “el conflicto entre
la añoranza de los muertos y la imposibilidad de volver a verlos, si se vive
demasiado tiempo después de su muerte, conducía a un número aterrador de
suicidios” (Verrier Elwin, Maria Murder
and Suicide).
Sería mi razón para el
suicidio, la única.
El amor y la muerte son siempre
equiparados, pero sólo tienen una cosa en común: la separación.
1978
Nada hay más horrible que la
unicidad. ¡Oh, cómo se engañan todos esos supervivientes!
Es peligrosa esta apertura ante la
muerte: contra ella uno nunca se permite así protección alguna. Pues cuando en
ningún caso se le concede validez, cuando se considera un pecado reflexionar sobre ella, cuando se la
prohíbe a los demás tanto como a sí mismo, se está tan expuesto a cualquier
amenaza suya como si ésta se presentara por
primera y única vez.
No puede uno decirse: “Llegue como llegue, la aceptaré resignado, de mí
no depende el modo como se presente, y tampoco sé si alguien lo decide; pase lo
que pase, está más allá de mí, yo no he traído a la muerte, cuando llega es
porque no he podido impedirlo, voluntad no me falta, claro que me opongo con
fuerza a ella, pero lo que llega es más fuerte que yo, no hay fuerza alguna
capaz de hacerle frente.
Ninguno de estos razonamientos te están permitidos. La carne de tu alma
es sincera y cruda, y lo seguirá siendo mientras estar vivo signifique algo
para ti; y siempre significará algo para ti.
¿Qué arma te queda entonces? ¿Hay algún escudo que pudieras colocar
delante de ti y de los tuyos? ¿Algún discurso noble, alguna renuncia magnánima,
algún sublime perdón por la injusticia que en ti se comete contra todos ellos?
¿Hay alguna idea que la supere, algún retorno medianamente seguro, una promesa
en la que pueda confiarse, alguna independencia ante ese cuerpo que se pudre o
se incinera, algún alma que uno pudiera husmear hinchando las fosas nasales,
algún sueño que dure, una mano en el sueño, algún credo proporcionado a la
amenaza? – Nada, no hay nada, y tampoco te tranquiliza el hecho de que digas nada, pues la esperanza de que puedas
equivocarte jamás será ahogada.
Sale a luz. ¿Qué? Lo que él siempre
temió pensar. ¿Terminará con una declaración de amor a la muerte? ¿Recuperará
la cobardía contra la que supo defenderse con firmeza? ¿Unirá su voz a la del
salmista de la muerte? ¿Se volverá más débil que todos aquellos cuya debilidad
le repugnaba? ¿Rendirá honores a la descomposición que llena su vientre,
convirtiéndola en la ley de su espíritu? ¿Revocará todas las palabras que
fueron el sentido y el orgullo de su vida y se convertirá a la iglesia de la
muerte, fuera de la cual no hay salvación?
Es posible, todo es posible, no hay ninguna miserable autotraición que
no haya sido verdad alguna vez, y en lugar de la historia de las palabras, son ellas mismas las que deben valer,
independientemente de todo lo que hubo antes o viniera después.
No hay ninguna muerte digna. Hay,
para los demás, muertes que pueden olvidarse. Indignas son también ellas.
¿Qué será de todo lo acumulado en ti,
tanto, tantísimo, un almacén inmenso de recuerdos y hábitos, de preguntas
aplazadas, de respuestas tiritantes, de dudas, emociones, ternuras, durezas,
todo allí, todo allí, que será de todo ello cuando en ti se apague la vida?
Lo desproporcionado de esta acumulación, ¿y todo para nada?
1979
Pitagóras
“Hermes le había dicho que pidiese lo
que quisiese, excepto la inmortalidad, y él le había pedido que vivo y muerto
retuviese en la memoria cuanto sucediese. Así que mientras vivió se acordó de
todo, y después de muerto conservo la misma memoria.
“También hablaba de cómo efectivamente transmigraba y circuía por todo
género de plantas y animales; de saber lo que padecería su alma en el Hades y
lo que padecerían las demás almas allí detenidas.”
La memoria de todas las vidas
como don de los dioses.
Que inseguridad, cuando se vivía sin
teléfono. No se sabía nada durante mucho tiempo. Y, sin embargo, la
preocupación por otros seres humanos no ha disminuido. Quizá incluso es mayor,
ya que crece con cada llamada infructuosa. La muerte es tan rápida como una
llamada.
La inmediatez de la comunicación recuerda en todo momento a la muerte.
Lo que debe tranquilizarnos se convierte primero en sobresalto.
“La primera descripción precisa de un
campo de concentración bien montado la debemos a la imaginación muy
cristianamente pervertida de Dante” (Arno Schmidt).
Las ciudades se desintegran para mí,
en sus mataderos.
Los yámana declaran no saber nada
sobre la naturaleza del más allá, y ése es también uno de los motivos por los
cuales se sienten tan tristes cuando muere alguno de sus familiares.
1980
No me interesa su abolición, que
según parece es imposible. Me interesa la proscripción
de la muerte.
¿Cuántos muertos es uno capaz de
soportar cuando definitivamente se ha negado a aceptar la abyección de la
supervivencia?
Uno se resiste a llevar muchas cosas consigo.
Querría desempacar unas cuantas. Como sabe que la mayoría quedarán sin
desempacar, querría destruirlas.
Intolerable idea: pasar de un mundo a
otro, o de éste a la nada, cargado de equipaje.
Mientras no haya comprendido clara e
incondicionalmente qué significa la muerte, no habré vivido.
Todas las otras cosas que he emprendido, ya sea que las llevase a
término o que las dejase en estado embrionario, no significan,
comparativamente, nada. ¿Querré darme de verdad por satisfecho con semejante
balbuceo? ¿Acaso no he sentido algo mucho más concreto? ¿Y no tendré la firmeza necesaria para hacerlo
comprensible?
El siniestro alarido de rabia de quienes actúan como defensores de la
muerte me ha confundido. Con demasiada frecuencia pienso que existen, como si
esto fuera un gran descubrimiento. Claro que existen, claro que han existido
siempre. Precisamente por eso debo prescindir de ellos y abocarme a mi tarea
como si no existieran.
El peso de todos los muertos es monstruoso, ¡qué despliegue de fuerzas
se necesita para oponerle un contrapeso! Y si al final no se hace, quizá dentro
de poco ya no será posible recurrir al pensamiento para contrarrestar el peso,
cada hora mayor, de los difuntos.
Las visitas a los muertos, su
localización, son necesarias; de lo contrario se pierden con suma rapidez.
En cuanto se toma contacto con su lugar legítimo, el sitio en el que podrían estar, si estuvieran, recuperan
su vida con una prisa avasalladora. De pronto, sí, de un momento a otro vuelve
uno a saber sobre ellos todo cuanto creía olvidado, oye lo que dicen, toca sus
cabellos y florece en el brillo de sus ojos. Quizá por entonces no estaba uno
muy seguro del color de aquellos ojos, y ahora lo reconoce sin hacerse la menor
pregunta sobre él. Es posible que ahora todo sea en ellos más intenso de lo que
fue, es posible que sólo en este brusco resurgir vuelvan a ser enteramente
ellos mismos. Es `posible que cada muerto aguarde su consumación en la
resurrección que le ofrezca un superviviente. Nada seguro puede decirse sobre
esto, tan sólo deseos. Pero éstos son lo más sagrado que tiene un ser humano, y
¿hay acaso un solo hombre, por miserable que sea, que a su manera no los
acaricie y proteja?
El doble reproche del idiota: que has
permanecido desconocido hasta casi la vejez; que ahora, en la vejez, eres
conocido.
Mi reproche a mí mismo sería más
sencillo: que el libro contra la muerte aún no existe. Éste sería un reproche
muy fuerte, quizá un reproche devastador.
Un luto más discreto, más casto, ¿no
podría rescatar más del muerto?
La idea de los horrores que le
esperaban quizá le aligeraron el dolor de dejar atrás a sus seres humanos. Lo
que le esperaba era mucho peor que todo lo que pudiera sucederlos a ellos.
Es casi imposible escribir el libro
contra la muerte porque ni siquiera sabes dónde has de empezar. Es como si
hubieras recibido el encargo de escribir todo, absolutamente todo, sobre todo.
Por qué despierto tanto odio en los
hombres cuando ataco a la muerte? ¿Están acaso encargados de su defensa?
¿Conocen tan bien su propia naturaleza asesina que se sienten ellos mismos agredidos cuando ataco a la
muerte?
Pronto hará cuatro años que decidí
–bajo la impresión de la amenaza sobre Hera, tras su primera operación, y sin
sospechar que habría una segunda –escribir el libro sobre la muerte.
En su lugar surgió la segunda parte de Historia de una vida: la antorcha al oído.
Tal vez con este aplazamiento haya dejado perder el libro sobre la
muerte. Aunque también podría ser que salga mejor
porque lo escribo ahora. No sé si aún me quedará tiempo para hacerlo. Conseguir
ese tiempo a la fuerza sería algo bueno y acorde con el propósito del libro. Lo
primero que me he propuesto es hacer justicia también a la muerte. Quiero
tratar de sentir todo lo que se dice en favor de ella. También quiero decirlo
yo mismo, para que me sea lícito replicar. Quiero ocuparme de ella por completo y no quedarme en mis
ladridos parciales de antes. También a la luna han ladrado algunos perros, pese
a lo cual, ¿acaso no llegaron otros a ella?
El hombre, elegantemente vestido, lo
tomó de la mano y dijo: “Ven”. Pero él se informó sobre el esqueleto y no fue.
El mayor enigma de un ser humano es
la fecha de su muerte. Y no lo es menos porque yo haya escrito una obra de
teatro sobre él.
La promesa de una vida más allá, en algún lugar, dondequiera
que sea, crea una rigurosa separación de la vida de aquí. Es una exclusión enmascarada:
!quédate allí y mantente lejos de mí!
Pero ¿debe un muerto mantenerse lejos de uno? ¿No debe uno exponerse a
él? Por muy pérfidamente que se comporte el muerto, el vivo merece esa perfidia. Sin embargo, ¿qué
ocurre si el abrirse al muerto provoca tal miedo que se debilita la resistencia
a la muerte propia? ¿Si el muerto consigue realmente arrastrarlo a uno al otro
lado? ¿Hay que ceder también en ese caso y no cerrarse ante él?
No hay nada más específico que la muerte. Todo cuanto se dice acerca de ella
acaba resultando demasiado general.
El terremoto es la forma más limpia
de la muerte: la tierra como
asesina.
Lo terrible no es que los animales se
devoren unos a otros, pues ¡qué saben
de la muerte! Que los hombres que saben
lo que es la muerte, sigan matando, eso es lo más terrible.
En Montaigne vuelvo a encontrarlo
todo, todas las trivialidades de la Antigüedad sobre la muerte, a las que se
suman las suyas propias.
Él, al que admiro y quiero por tantas cosas, tiene, en lo tocante a la
muerte, un único mérito: nunca deja de pensar en ella.
Por lo demás, se cuenta entre los que apaciguan. Si bien no se deja aterrorizar por la muerte, hasta el
final considera que la vida es preciosa y sabe que no se debe renunciar a ella.
Se asesina en todas partes. Pero hay
unos cuantos países civilizados en los que el asesinato no se decreta
oficialmente. Esto suena a nada, pero es muchísimo.
El aburrimiento inherente a la idea
del amor al hombre: no aborrece a tanta gente, ¿y debe acaso amar a todos?
Pero uno no aborrecería a nadie de quien supiera que debe morir muy
pronto.
El precepto del amor al hombre se alimenta de su mortalidad.
Allí, en el momento de la muerte cada
cual se sumía por completo en el olvido.
Mi única esperanza es ahora el libo
sobre la muerte. La semana pasada me acerqué a él un poquito, desde una
distancia enorme. Sea como fuere, noto que existe una plétora sorprendente de
cosas que tendría que decir, siempre y cuando me pusiera manos a la obra.
No serán en absoluto esas cosas lineales, un tanto limitadas y demasiado
seguras que he estado diciendo al respecto durante toda mi vida. Concederé la
palabra a cualquier duda, incluso a todos los amigos de la muerte. Han de hablar con sus voces más potentes y
convincentes. Quiero que se manifiesten de tal manera que dé la impresión de
que no cabe ninguna posibilidad de refutarlos, porque, una vez hayan dicho
todo, una vez se hayan expresado de forma tan sólida y concluyente que yo mismo
parezca anonadado ante ellos, deseo encontrar nuevas fuerzas para derrotarlos.
Hasta ahora me lo he puesto demasiado fácil. El griterío de afirmación
de la vida que soltaba ha sido ridículo y pueril.
Cualquier enemigo envidioso y vil podría aferrarse a eso y desacreditar
mi idea culminante, el proyecto de mi vida.
Así no puede ser, con afirmación y refutación, con la repetición
permanente de la misma frase. Para eso podría sentarme con las piernas cruzadas
en un rincón de la habitación y pronunciar cinco mil veces al día ¡Alá! ¡Alá!
¡Alá!
¿Nunca has tenido esta sensación de que podría estar equivocado tu proyecto fundamental? ¿Realmente no has dudado nunca de él?
No, jamás he dudado de él. Tengo que crear primero las dudas y
plantarlas ante mí y ante los otros para obtener el derecho de no dudar.
“No respiraba al nacer y ya lo daban
por muerto. Sin embargo, un tío le sopló humo de tabaco en la nariz… Y Picasso
dijo años más tarde: “Entonces torcí el gesto y me eché a llorar”.”
Un apunte de Sophie Scholl en su diario
“Mucha gente cree que nuestra época
será la última. Las terribles señales podrían hacérnoslo creer. Pero ¿no carece
esta creencia de importancia? ¿No debe todo ser humano, al margen del tiempo en
que viva, contar siempre con ser llamado en el instante siguiente a rendir
cuentas ante Dios? ¿Sé yo si mañana por la mañana estaré viva? Una bomba podría
destruirnos a todos esta noche. Y entonces mi culpa no sería menor que si
sucumbiera junto con la tierra y con las estrellas.”
Recuerdo de la última noche de Sophie
Scholl, apuntado por su compañera de cautivero Else Gebel: “La noche se estira
interminable p ara mí, mientras tú, como siempre duermes profundamente,
imperturbable.
“Poco antes de la siete he de
despertarte para este día difícil. Enseguida te espabilas y me cuentas, sentada
aún sobre la cama, tu sueño de esta noche: en un hermoso día de sol, llevabas a
bautizar a un niño todo vestido de blanco. El camino a la iglesia discurría por
una montaña escarpada. Pero tú sujetabas firmemente al niño. De manera
inesperada se abrió una grieta en el glaciar. Apenas te dio tiempo para poner
al niño a salvo en el lado seguro, porque en el instante siguiente te
precipitaste a las honduras. Intrepretas el sueño de la siguiente manera: el
niño vestido de blanco es nuestra idea, que se impondrá a pesar de todos los
obstáculos. Nosotras podemos ser las pioneras, pero antes hemos de morir por
ella.”
1981
A nada me he acostumbrado, a nada, y
menos que nada a la muerte.
¿Cuántas veces habría que vivir para
entender la muerte?
Y si la muerte no existiera, ¿qué
sustituiría el dolor de la pérdida? ¿Será esto lo único que habla en favor de
la muerte: el que necesitemos este inmenso dolor, que sin él no seamos dignos
de llamarnos hombres?
El mezquino: en vez de plantarle cara
a la muerte, le pone cien mil peros a la vejez.
Lo que me fascina en las religiones
es su concepción de la muerte, y mientras no haya comprendido esto en cada fe
que haya existido, no sé nada.
“En Japón todavía puede ocurrir hoy
que una mujer se quite la vida para, después de su muerte, devolver la luz a
los ojos de un amante ciego con un trasplante de córnea.”
Lo peor es la nada. Grandiosas eran
las ideas de un después. ¿Cómo éste ha podido desaparecer? ¡Con qué facilidad!
¡Cuán repentinamente! Yo siempre lo relaciono con la historia de las
explosiones. Son ellas, me parece, las que han liquidado cualquier después.
Antes de las expolosiones, la muerte era diferente: abarcable con la
mirada, repugnante tal vez, pero uno la tenía ante sí.
Pero cuando no se tiene absolutamente nada ante sí, cuando todo se
astilla en un sinnúmero de partes imposibles de encontrar y que ya no pueden
volver a juntarse, ¿de dónde sacaremos el después?
La atomización de la muerte es la peor de nuestras desesperaciones.
¿Qué ve alguien ante sí cuando muere?
No un paraíso para los buenos ni un infierno para sí, el malo, sino un infierno
para todos, buenos y malos, pronto, aquí.
Resulta extraño decirse que toda fe, incluso la más terrible, ha sido
demasiado optimista, que ninguna idea de castigo, ninguna amenaza se aproxima a
lo que le hemos hecho a la Tierra.
Lo cual no significa una
reconciliación con la muerte. Pues cabe suponer que hemos llegado a este punto
gracias a ella, a que la conocemos, y a la posibilidad de utilizarla para
determinados fines.
Y aunque me ha de llegar a mí pronto,
lo que más me indigna es que otros padezcan
la muerte.
“Amar a una persona significa decir:
tú no morirás. … Como no puedo amar sin desear la inmortalidad de aquel a quien
amo … no puedo aceptar la muerte”
(Gabriel Marcel).
Un perro invitado a los entierros
Desde hace un año, un perro de tamaño
medio, al que nadie conoce y del que nadie sabe de dónde viene, es un invitado
más a todos los entierros de la localidad siciliana de Ribera. Cuando en el
pueblo se ponen en marcha los preparativos para un funeral, el perro, mezcla de
razas diversas y de color marrón claro, aguarda durante horas ante el umbral y
espera a que saquen el ataúd. Luego sigue al coche fúnebre hasta la iglesia,
escucha las marchas fúnebres tocadas por la banda municipal y acompaña a la
comitiva hasta la tumba. Al final del entierro desaparece sin dejar rastro para
volver a aparecer en el siguiente funeral que se celebre en Ribera.
Febo asignó mil años de vida a la
Sibila de Cumas. Ella le mostró un puñado de polvo y deseó llegar a tantos años
como partículas de polvo estaban allí contenidas. Olvidó, sin embargo,
desearlos como años de juventud. Por tanto, está condenada a la vejez, tiene setecientos
años cuando se dirige a Eneas, le quedan trescientos todavía para vivir. Se
encogerá y perderá peso, y sólo se la reconocerá por la voz (Metamorfosis, XIV, 129-153).
Los protozoos (igual que las
bacterias) se multiplican por división; de un individuo surgen dos iguales y
así sucesivamente. Cada generación se parece plenamente tanto a la anterior
como a la siguiente.
En la división no quedan restos que se destruyan. No existen cadáveres, por muy pequeños que sean.
1982
No se puede dar demasiada importancia
al hecho de que uno esté en la recta final. Mucho ruido se viene haciendo –y
desde hace ya tiempo- a propósito de que todo, en general, está en la recta
final: unos cuantos, éste, aquél, todos.
La despreocupada multiplicación,
auténtica ceguera de la naturaleza, absurda, descabellada, vana e insolente,
sólo se convierte en ley gracias a la declaración de odio contra la muerte. En
cuanto la multiplicación deja de ser ciega, en cuanto empieza a interesarse por
cada individualidad, se carga de sentido. Del aterrador aspecto del “¡Más!
¡Más! ¡Más! ¡Por mor de la destrucción!” se pasa al “Para que cada ser
individual sea santificado: ¡más!
Antes de volverse disolución, la
muerte es confrontación. Valor para hacerle frente, pese a todo lo vano de la
empresa. Valor para escupir a la muerte en plena cara.
Su experiencia desde hace mucho
tiempo: siempre que arrecian sus escarnios contra la muerte, ésta le arrebata
algún ser próximo.
¿Siente él la inminencia? ¿O es un castigo? ¿Quién castiga?
Él se imagina qué edad tendría si no
se le hubiera muerto nadie.
¡Y pensar que quienes captan lo
terrible del poder no ven cuánto se sirve de la muerte! Sin la muerte, el poder
sería inofensivo. Y ellos hablan y hablan sobre el poder, creen arremeter
contra él y hacen caso omiso d ela muerte. Lo que consideran natural les tiene
sin cuidado. Pero no van muy lejos con su naturaleza. Yo mismo me he sentido
mal en la naturaleza cuando se presentaba como algo inmodificable y yo la tenía
por tal. Ahora que sus modificaciones aparecen por todas partes, en todos lados
y direcciones, me siento peor todavía, pues ninguno de los modificadores sabe
qué no debió modificarse jamás y bajo ningún concepto.
Cuando todo se hunda: hay que decirlo. Cuando no quede nada… al menos
no hagamos mutis obedientemente.
No siento ninguna debilidad mientras pienso para qué estoy aquí todavía.
En cuanto dejo de pensarlo, siento debilidad.
Los cómplices que saludan al desastre.
Que pueda decirse: “!Está bien así, porque yo no estaré aquí para
verlo!”
Los empleados de la muerte, que escriben un libro tras otro para
justificarla.
Se necesita un poco de esperanza para poder atacar. Esperanza es que
también otros se defiendan.
“Cuando yo no esté aquí, no quiero que estén otros.”
Amor a sí mismo y amor a la muerte. Su relación está por explorar.
Él hizo pedazos su ataúd y puso en
fuga a dentelladas a los deudos.
El argumento principal en favor de la
muerte: el aumento vertiginoso de los seres humanos. Parece que Malthus ha
tenido razón, incluso después de influencia sobre Darwin. Pero como hoy todo
está amenazado de destrucción, Malthus no ha tenido razón.
Esto es lo que ha cambiado desde los tiempos de Malthus. Entonces una
catástrofe universal era impensable.
Tu aversión al sacrificio en las religiones, empezando por el sacrificio de Isaac
por Abraham, es una desconfianza. Una
muerte se carga en cuenta y se ratifica. Se introduce su repetición y se desea.
Sacrificio de insectos. Quema de hormigueros.
Es fácil combatirte. En cuanto
reconocemos la situación desesperada de un enfermo grave, todo lo que se hace
por él parece un despilfarro sin sentido, arrancado a los vivos. En este campo
de batalla pensamos cuando hablamos del combate contra la muerte. Pero no es en
absoluto esto a lo que yo me refiero. Yo me refiero a una convicción equivocada, que se encuentra especialmente entre los
que están sanos, una división entre la vida y la muerte, como si ambas tuvieran
los mismos derechos. Esta convicción es la que concede a la muerte el prestigio
de la vida. La equiparación de ambas es una falsificación que se alimenta de
esa clase de creencia que atribuye a la muerte más y más vida. No sólo se teme
su cólera, se intenta prevenirla y se confiere y regala vida a los muertos.
“Allí estáis vosotros! ¡A cambio dejadnos a nosotros estar aquí!”. Para
convencerlos de cuánto nos alegra saberlos allí, hacemos de ello algo especial,
cargado de vida. Les otorgamos vida, a través de nuestra veneración.
Las almas de los muertos producen
viento cuando se alejan de los cuerpos. Este viento es especialmente fuerte en
el suicida. Alguien debe de haberse ahorcado en el bosque, dicen cuando se
levanta un viento repentino.
“Me gustaría poder levantarme de
entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios
periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido,
rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo
antes de volverme a dormir satisfecho, en el refugio tranquilizador de la
tumba”. (Luis Buñuel a los 82 años).
“Dijo Grilparzer el otro día: “Nada
es más difícil que recordar. La mayoría de las personas nace por la mañana y
muere por la noche””. (De los Diarios de Eduard von Bauernfeld, 24 de octubre
de 1836).
La resistencia contra la muerte
transmite la impresión de que se trata sólo de la propia muerte. Eso sería
demasiado poco. No sería nada. ¿Cómo conseguir que resulte evidente, más de
allá de cualquier duda, que se trata de la muerte en general y quizás menos de la brevísima duración de la vida que
del efecto de la muerte, el cual resulta tóxico?
Nuestra úlcera cancerosa es la muerte, que lo contagia todo. El carácter
perentorio de la muerte en todas las
vidas; es posible siempre y en todas partes. Se cuenta con ella, incluso aunque no se la espere.
Lo asombroso es que a pesar de todo se siga viviendo como si no se
tuviera nada que ver con ella. Esta doble vía: verla por doquier y no obstante
apartarla, reconocer que todos son merecedores de morir pero negar que uno
también lo es (puesto que construye casas, hace planes, contrata seguros), esta
doble vía constituye una especie de falsedad fundamental de la vida.
Has tocado los dos puntos
neurálgicos, la masa y la muerte. No has manifestado nada decisivo al respecto. Has hecho grandes anuncios. ¿Habrías podido
tú, u otra persona, conseguir algo más?
Te achacan temor a la muerte y no quieren creerte tu odio a la muerte. ¡Malos lectores!
1983
Allí es la hora de morir cuando la
gente está más viva.
Lo asquea el orden de desaparición de
los muertos. ¿Quién lo determina?
Buñuel: “Cuando desde hace algunos
años, me preguntan por qué viajo cada vez menos, respondo: “Por miedo a la
muerte”. Me señalan que hay tantas probabilidades de morir aquí como allí, y yo
digo: “No es miedo a la muerte en general. Usted no me comprende. En realidad
me da igual morir. Pero que no sea durante un traslado”. Para mí, la muerte
atroz es la que sobreviene en una habitación de hotel, en medio de maletas
abiertas y papeles desordenados…
“Al aproximarse mi último suspiro imagino con frecuencia una última
broma. Hago llamar a aquellos de mis viejos amigos que son ateos convencidos
como yo. Entristecidos, se colocan alrededor de mi lecho. Llega entonces un
sacerdote al que yo he mandado llamar. Con gran escándalo de mis amigos, me
confieso, pido la absolución de todos mis pecados y recibo la extremaunción.
Después de lo cual, me vuelvo de lado y muero.
“¿Pero se tendrán fuerzas para bromear en ese momento?”
Carrera entre la medicina y la física
nuclear. Ninguna ha llegado todavía a la meta.
Aquí doy comienzo por fin al libro
que me había propuesto escribir hace años y decenios.
No basta con insistir una y otra vez en que estoy contra la muerte. Se
ha comentado y no se ha dicho nada
con ello. El tiempo apremia: si aún se me ha concedido más tiempo, las fuerzas
pueden menguar y luego quizá no me sea posible encontrar todo cuanto habría que
decir al respecto. Empiezo hoy y ya no me es lícito dejar de hacerlo.
El formato de la defensa: es
importante saber cuánto tiempo y con
cuánta conciencia y resolución se ha defendido uno contra la muerte.
Cada día de una vida larga se debería escribir sobre ello algo nuevo y que nunca haya sido pensado.
Hombres que duren igual que las
efímeras. ¿Será esto por fin suficientemente atractivo?
La mariposa como fantasma de la
oruga.
Para reflexionar: la resistencia
contra la muerte ¿aumenta su seducción?
1984
¿Por qué rechazas la idea de otra
vida, anterior, posterior? ¿Por qué incluso la transmigración de las almas, la
palabra misma, te resulta insoportable?
Has caído bajo el hechizo de esta mesa, única, sólida, en la que ahora
escribes? ¿De esta niña, de esta mujer? ¿No puedes renunciar a nadie y a nada
por otra vida? ¿No te atraen inesperadas revelaciones e inesperados encuentros?
¿Están tus muertos del todo muertos para ti, precisamente para ti?
No, sólo por eso, por celebrar el reencuentro con un muerto, estaría
dispuesto a aceptar la idea más repulsiva de todas, la de una transmigración de
las almas.
“Todo tiene su tiempo”. No la muerte,
que no tiene ninguno.
“Cuando estéis muertos, ¿Seguiré
estando yo completa?”. (niña de tres años).
“Hay ciertas cosas que sólo deben
provenir de los muertos” (Gottfried Benn).
“Se negaba a darse por enterado de su
inminente final: la idea de morir le resultaba tan terrible (escribió el médico
más tarde a Marie Taxis) que la mantenía lo bastante apartada de sí para no
preguntar ni siquiera qué enfermedad padecía. Ni una sola vez mencionó la
posibilidad de su muerte, aunque cada día, cuando yo me quedaba con él a
petición suya, hablábamos con total sinceridad sobre su estado de salud y sus
amigos” (sobre Rilke).
La dignidad de los deudos depende de
cómo murió el difunto.
No todas las maniobras para clamar logran sus objetivos. Hay muertos
levantiscos, así como hay supervivientes levantiscos.
1885
Haces todo por reforzar la conciencia
de la muerte. Magnificas el peligro, ya grande de por sí, para tener la idea
siempre en mente. Eres lo contrario de un hombre que toma drogas, a tu
conocimiento de lo terrible no le es lícito reposar jamás.
Pero ¿qué ganas manteniendo siempre despierta conciencia de la muerte?
¿Cobras acaso fuerzas? ¿Puede proteger mejor a quienes se hallan en peligro? ¿infundes ánimo a alguien pensando siempre en ello?
De nada sirve todo este enorme dispositivo que te has montado. A nadie
salva. De una falsa apariencia de fuerza, es un simple alardeo, del principio
al fin tan desvalido como cualquier otro.
Pero maldigo la muerte. No puedo evitarlo. Y aunque en ello me fuera la
vista, no puedo evitarlo, rechazo a la muerte. Sería un asesino si la
reconociera.
Él no toma sus últimas disposiciones.
No le rinde este homenaje a la muerte.
¿Lo que te resulta más penoso? Una
última voluntad. Es como si fueras a capitular con ella.
¿Y si la consigna fura: una hora más?
Él depuso su último miedo y se murió.
Aquí esta él y observa a la muerte.
Ésta le sale al encuentro, pero él la rechaza. No le hace el honor de contar
con ella. Luego, cuando la confusión se apodera de él pese a todo… no se ha
inclinado ante ella. La ha nombrado, la ha odiado, la ha rechazado. Es todo lo
que ha conseguido, pero es mejor que nada.
Allí los asesinos enseguida llevan
flores a la tumba.
Allí lloran las imágenes y la gente
se muere de frío.
Allí cada cual es perseguido por los
espíritus de los animales comidos, hasta que él se derrumba y confiesa.
El mismo asombro ante cualquiera que
muera, la misma incredulidad, nunca serás capaz de concebirlo, no quieres
concebirlo, tu única vivencia primigenia inalterable.
1986
La tragedia griega, que no admite
distracción alguna. La muerte –del individuo, conserva aún todo su peso. El
asesinato, el suicidio, el enterramiento y la tumba, todo está aquí presente de
un modo ejemplar, desnudo y descarnado; también el lamento (castrado entre
nosotros); también el dolor de los culpables.
Cuánto ha cambiado en nuestra época el entorno de la muerte. Su carácter
masivo ya no constituye la excepción, todo desemboca en él. En ese
apresuramiento que conduce a él, la muerte del individuo pierde importancia.
Tantas personas más… ¿han de morir aún individualmente? Cuando ya no se les
permite hacerlo, se habrá alcanzado un punto sin retorno.
Mi desconfianza de Nietzsche, mi
rechazo, mi aversión se confirman año tras año. Sin embargo, no me animo a
atacarlo citándolo más veces. Me arredro ante sus palabras en mi escritura como
si fueran contagiosas. Lo considero un amante declarado y también encubierto
del acto de matar.
1987
Tu alegato contra la muerte no es
menos irreal que la inmortalidad de las almas esgrimida por las religiones. Es
incluso más irreal, ya que desea conservarlo
todo, no sólo un alma.
Una insaciabilidad casi inconcebible.
“El rey que jamás reía porque temía
mucho a la muerte. Esto atormentaba a su entorno, y cuando le preguntaron por
qué razón, respondió con la siguiente horrible imagen: no reía nunca porque
había cuatro lanzas dirigidas contra su cuerpo y lo atravesarían si él dejaba
entrever algún signo de alegría. La primera lanza eran los amargos
padecimientos de Cristo; otra era la idea de la muerte que separa el alma del
cuerpo; la tercera lanza era la incertidumbre de la hora de la muerte y el miedo a la muerte repentina, a morir en
pecado, y ésta le había quitado cualquier tipo de goce terrenal; la cuarta
lanza era, por último, el miedo al Juicio Final” (Walter rehm, La idea de la muerte en los poetas
alemanes).
“No cómo sea el mundo es lo místico,
sino que sea” (Wittgenstein, Tractatus, 6.
44)
Wittgenstein ha manifestado a veces
un sentimiento de asombro de que, en general, exista algo.
En estas preguntas se oculta la muerte supuesta. Todo pensamiento que empieza así está infectado por la
muerte. La inmortalidad destruida deja la nada como herencia. Quien introduce
la inmortalidad en la vida física ya no es capaz de enfrentarse a la nada y a
la pregunta por esta.
Sólo las religiones tienen algo que
decir sobre la muerte. Las filosofías no dicen nada sobre ella.
El ser para la muerte
“Durante todo el proceso vital,
mueren células y nacen otras. ¿Es la muerte, a diferencia de esta necrosis, la
necrosis de todas las células? Aun
así, una vez que se produce la muerte general, ciertas células siguen viviendo.
Los pelos y las uñas le crecen en quien se está pudriendo. Hasta la espermatogénesis continúa más allá de la muerte.
Teóricamente, es posible engendrar un ser vivo con el esperma de un muerto. La
biología por si sola únicamente es capaz de dar una idea difusa de la muerte…
“Pero ¿dónde está en este proceso la
frontera entre vida y muerte? No la conocemos. La biología no es capaz de
definir la muerte como tampoco la vida ni lo que supone ser un ser humano”
(Hans Saner, El ser para la muerte desde
una perspectiva filosófica).
Tengo cada vez más claro que sólo
podré escribir el libro sobre la muerte
si estoy seguro de no publicarlo en vida. Ha de estar o al menos tener un
volumen suficiente para poder
publicarse más adelante. Sólo así puedo estar del todo seguro de que lo expreso
todo con veracidad, sin
consideraciones a personas vivas, sin consideraciones sobre todo a la
enfermedad de Hera. Tampoco quiero estar vivo cuando se publique, para no tener
que luchar por este libro. Quiero decir lo que pienso, quiero decirlo sin
miramiento, pero no quiero ninguna lucha.
A lo mejor bastaría yuxtaponer todos los apuntes inéditos sobre la
muerte por orden cronológico. Sin embargo, esta idea no me satisface, porque
hasta ahora siempre me ha guiado […] utilizar pensamiento sobre este tema para
un libro que yo mismo publicaré. No obstante, creo que sólo podré decir esas
cosas últimas y realmente importantes si sé que no viviré su recepción. Hay en
estas recepciones algo indigno cuya idea no soporto. No se trata de mí, se
trata de la muerte. Mientras exista aquel que dice cosas sobre la muerte, ellas
le pertenecen. De eso, precisamente de eso no debe tratarse.
Lo que más me gustaría sería escribir este libro, además, como si yo fuese otro. Eso, empero, no
sería posible, porque mi intención es conocida desde hace tiempo, también mi
estilo, de manera que no habría manera de mantener en secreto el verdadero
origen de la obra.
Por otra parte, hay que tener en
cuenta que, si el libro contra la muerte se da a conocer después del
fallecimiento de su autor, sólo servirá de prueba para demostrar el fracaso de
tales pensamientos. El libro perdería así su verdadera fuerza y se presentaría
como la historia de una quimera.
En su teoría sobre la muerte expuesta
en Ser y tiempo, Heidegger presenta a
la muerte como la más propia, insuperable, cierta y a la vez indefinida
posibilidad. El ser para la muerte heideggeriano se convierte, traspuesto al
plano activo, en ser para matar.
“La capacidad del hombre de matar a
sus semejantes constituye quizá aún más historia humana que su desino esencial
de tener que morir” (Kosellek).
Quien puede decir cosas ingeniosas
sobre la muerte, quien se anima a hacerlo, la merece.
1988
Lo peor de la muerte es su concentración. Lo relaciona todo
consigo: estrechamiento. Las religiones no quieren darse por satisfechas con
ese estrecho. Detrás del estrecho pintan enormes paisajes. ¡Qué atractivo!
Situar esos paisajes delante del
estrecho.
“Los egipcios embalsan a sus muertos
y los conservan en casa; los persas los envuelven en cera antes de enterrarlos,
para que el cuerpo se conserve el mayor tiempo posible. Los margios tienen la
costumbre de no enterrar los cuerpos de los suyos hasta que no hayan sido
desgarrados por animales. En Hircania el pueblo cría, en general, perros,
excelentes perros caseros de una raza noble, según sabemos, pero cada cual se
consigue unos cuantos, como buenamente pueda, para hacerse desgarrar por ellos,
y lo consideran el mejor de los entierros” (Crisipo).
1988
Pensées contra la muerte
La única posibilidad: deben seguir
siendo fragmentos. No debes publicarlos tú mismo. No debes prepararlos para la
imprenta. No debes unificarlos.
Dios es la creación más singular del
hombre, el verdadero ideal de su ansia de poder. De él sólo podría derivarse lo
que es el poder. Aun así, nadie lo comprendería, todavía estamos cegados por la
aureola que lo rodea y evitamos desmenuzarlo fríamente. Lo negamos con
facilidad, pero no lo utilizamos. Puede estar muerto, pero no se permite su
autopsia. A mí, su figura pomposa siempre me ha repugnado. Entretanto, ha
alcanzado cierta abstracta y explosiva gloria: él es la bomba atómica.
Ninguna muerte acaba.
1989
El tono de los egipcios es más tuyo
que ningún otro. Animales tan
sagrados como la escritura. Juicio y
balanza. El muerto desmembrado que regresa a la vida. El lamento fúnebre.
El lamento fúnebre que no le reprocha nada al muerto.
Recuperar lo que el muerto amaba en uno. Renunciar por él a lo que
odiaba. Purificarse para el muerto. El muerto como instancia. Nada se le
oculta.
Aprovechar el pasado como tiempo de los muertos.
Tu modo de pensar no ha cambiado en absoluto. Pero ¿cómo quieres justificarlo? Tu rechazo de la muerte no es más absurdo
que la fe en la resurrección que sostiene al cristianismo desde hace dos mil
años. La diferencia reside en que mi rechazo no ha hallado su forma.
¿Cómo se puede seguir con vida si los hombres continúan muriendo sin
cesar? ¿Qué dice quien odia la muerte cuando las víctimas caen a su alrededor?
No puede ignorarlo, y por eso forcejea con la muerte. Está más fascinado por
ella que los demás. Alimenta su odio mediante la experiencia incesante de la muerte. La
confrontación con ella se convierte en el verdadero contenido, en la constante de tu existencia. ¿Qué se dice a sí
mismo, cómo se prepara para sostener con firmeza su convencimiento si se da
cuenta una y otra vez de que acaba vencido?
Se ve obligado a ser testigo de una injusticia cometida de manera
continua; lo comprueba indignado repetidas veces, y no puede evitarlo. Existe
el peligro de acostumbrarse a esa
injusticia. Está inmerso en una guerra que no acaba nunca. Cualquier tratado de
paz le resulta sospechoso, sólo puede significar el reconocimiento de la
derrota. No obstante, puesto que lucha completamente solo, él es el único
responsable. Aceptar una muerte significa aceptarlas todas.
En un mundo a rebosar de tantas instituciones para administrar la
muerte, una sola persona se dispone a enfrentarse a ella y quiere ser tomada en
serio en su empeño. Sonrisas por todos lados. Ya verá el chiflado. Cuando le
toque, se terminará su rebeldía.
¡Como si no lo supiera! ¡Como si le fuese posible ceder por motivos
prácticos y útiles! ¡Para cuántas creencias no se ha encontrado gente! ¡Para
cuántas no estaba la gente dispuesta a morir incluso! ¿Y no se hallaría a nadie
dispuesto a anunciar la ley suprema que prohibiera la muerte? Lo asombroso es
que no haya ocurrido hasta ahora. Lo asombroso es que los hombres –y no sólo en
esta religión- se conformen con
esperar el Juicio Final.
Novalis, mi
adversario más puro:
“La muerte es una victoria sobre sí mismo que, como toda autosuperación,
procura una existencia nueva y más leve.
“La vida es el comienzo de la muerte. La vida es por mor de la muerte.
La muerte es fin y principio al mismo tiempo”.
El regreso de mis muertos, lo único
que sigue sin cumplirse; pero el deseo continúa siendo en mí tan intenso como
siempre, de modo que puedo afirmar: estoy plenamente
vivo.
1990
Cuando se trata de los muertos, de lo
que les ocurre, siento una rabia inmisericorde.
Pero han de ser mis muertos. Cuando son otros me limito a observar
compasivo o asustado.
La historia más terrible la encontré
hoy en las memorias de una mujer, Misia Sert. La llamo el suplicio de las moscas y la transcribo literalmente:
“Una de mis compañeras de habitación había llegado a dominar el arte de
cazar moscas. Tras estudiar pacientemente a estos animales, descubrió el punto
exacto en el que había que introducir la aguja para ensartarlas sin que
murieras. De este modo confeccionaba collares de moscas vivias y se extasiaba
con la celestial sensación que el roce de las desesperadas patitas y las
temblorosas alas producía en su piel.
El más religioso es el que no se deja
disuadir de la muerte.
En cada muerto muere todo el mundo. Ése es el sentido de Cristo en la cruz.
El hombre se ha vuelto peligroso
desde que no cree en ningún diablo.
El ser humano ya no ve al diablo: se lo ha tragado.
“La muerte es un pozo al que se tira
la basura.”
La única frase de Lenin que me interesa. ¿Dónde la he leído?
El sentido de todo lamento fúnebre
–lo más antiguo que poseemos de los hombres-, ¿fue antaño algo distinto?
No querían aceptar la muerte. Temían al muerto por no haberlo protegido
mejor. Lo llamaban para que volviese. Le prometían cuanto podía necesitar:
ayuda en el camino, alimento, ánimo y recuerdo permanente. Lo visitaban en los
lugares que él mismo solía visitar. Lo convocaban y le garantizaban todos los
derechos. A nadie trataban con tanto respeto, a nadie con tanta veneración, y
aunque lo odiaran mientras vivía, trataban de ocultárselo cuando estaba muerto.
Cuando se destruía todo cuanto perteneciera al muerto, los hombres eran
más honestos, porque, como nada le robaban, no había motivo para mantenerlo a
distancia. Luego, con el robo que suponía la herencia, esto cambio y nunca nada
cambió la muerte tano como ese robo permitido y recomendado.
Imaginar cómo sería nuestro mundo en
la actualidad si se tuviera que destruir cuanto había pertenecido al difunto.
Heredar equivaldría entonces a profanar el cadáver, un crimen
repugnante.
Si los alemanes no paran ahora a sus
químicos de la guerra y a sus biólogos de la peste, habrán perdido toda la
confianza que se granjearon por la forma en que llevaron a cabo su
reunificación.
No son terribles por las armas que poseen, los son cien veces más por los
terribles instrumentos bélicos que fabrican para otros. Todavía no se ha
producido ninguna tormenta por ello, pero cuando ésta recorra la Tierra de
pronto se verá de nuevo de qué fueron capaces en su día. ¿Cómo pueden esperar? Deberían adelantar esa tormenta, provocarla
ellos mismos.
Aunque resulte extraño, el proceso de
reunificación alemana ha suscitado más simpatía que temor en el mundo, pero
solo por el momento, y las amenazas de Sadam con las armas de destrucción que
le han suministrado los alemanes pueden trocar muy pronto esta simpatía en
miedo y en odio. Todas las renuncias y gestos de apaciguamiento, a los que se
daba crédito, se transforman entonces, de repente, en amenaza. El gas, en
particular se ha convertido para siempre en la peste de la nación alemana. Ésta
debe evitar cualquier trato con el gas, como si ella misma hubiera ido a parar
a una cámara. Quien no sea consciente de ello está ciego y no es la persona
apropiada para servir como político a los alemanes.
Los alemanes no consiguen desprender
del gas. Continúan produciéndolo y suministrándolo.
¿Qué ocurre en quienes lo han suministrado de forma individualizada y
sin ser forzados a ello?
¿Desean que el gas surta su
efecto?
¿Sigue atractiva en ellos la sed de matar?
¿Odiarán a los judíos siempre, como afirman aquellos que se lo
reprochan?
“Allí en Buchenwald, en Buchenwald, a
los judíos vamos a matar.”
Si aún fuera posible desaparecer del
todo, sin dejar rastro, realmente sin dejar huella alguna, ¿no te decidirías
ahora mismo a hacerlo?
¿Ha existido alguna vez algo más ridículo que tú?
¿Quién ha odiado la muerte desde la más temprana juventud?
¿Quién ha dedicado su vida, su larga vida, a perder uno tras otro a sus
seres más queridos? ¿Quién ha seguido viviendo y perdiendo? ¿Quién ha comprendido,
de manera definitiva e irrevocable, que la supervivencia es el núcleo de todo
miserable poder? ¿Quién ha detestado de la manera más profunda precisamente
esta forma de poder y aun así se ha hecho más y más viejo? ¿Quién no tiene
siquiera a un Dios ante el que pueda justificarse y continúa viviendo sin
ninguna justificación?
¿Quién está convencido en lo más íntimo de que, cuando ya no viva,
seguirá vivo por conocimiento del poder, una especie de Ixión?
Un viejo médico visita a sus
pacientes que han sobrevivido.
El orden del comerciante reside en la
suma. El mundo se hunde. Él suma. Los niños se mueren de hambre. Él suma. Los
amigos se ahogan. Él suma.
Lo “pueril” en ti reside en no haber
reconocido –después de setenta y ocho años- la muerte de tu padre cuando tenías
siete. Esta puerilidad, precisamente esta puerilidad, es lo que necesitaría el
mundo.
El ser humano rejuvenece gracias a
los animales a los que perdona la vida. Y envejece en sus cacerías.
Pensemos en los personajes de Dante,
a los que sucumbimos debido a su nitidez. No podemos sustraernos a ellos,
simplificados como están de una manera que preserva lo esencial de cada uno. ¿O
es él quien nos impone su visión por
lo esencial? Extrae la fuerza persuasiva de su muerte. Están vivos hasta lo
monstruoso precisamente porque están muertos. Es la superación más asombrosa de
la muerte que quepa imaginar. Se busca a los muertos allí donde ya no pueden
escapar. Tal vez hayan dejado de estar aquí porque ya no quieren nada el uno del otro. Su anhelo de la tierra
es más grande que el nuestro de ellos. Ambos anhelos son insaciables, y que
esto sea así, inamovible, es el hecho más grande, el verdadero hecho del mundo,
que no podemos cambiar, que no podemos mover ni un milímetro por mucho que lo
intentemos.
La humanidad se abandona si deja de intentarlo aunque sea en vano.
1991
¿No sería más correcto que no quedase
nada de una vida, absolutamente nada? ¿Qué la muerte significase extinguirse
pronto en todos los que retengan alguna imagen de uno? ¿No sería más cortés
frente a los que vendrán? Pero tal vez todo lo que queda de nosotros constituye
una exigencia que los abruma. Quizá por eso no es libre el hombre, porque queda
demasiado de los muertos en él, y ese mucho se resiste a extinguirse.
En estos días me siento cercano a la
muerte. No es debilidad, mis convicciones siguen firmes y puras como siempre,
pero podría deberse al hecho de haber reconocido que mi “superviviente” no
desaparecerá nunca, es inmortal, retorna siempre, y este eterno retorno
significaría que la humanidad está perdida, que nada puede salvarla.
Noto en mis entrañas que esta conciencia me corroe. Todavía no se ha
apoderado de mí por completo, pero no cesa de amenazarme con ello.
Dicen “creación”, y cada cual sería
creativo si lo dejaran hacer. Luego lo dejan hacer y, creativamente, lo
destruye todo
¿Qué pensar cuando allí los hacen
pedazos? ¿Qué pensar cuando no hay remedio?
Siempre me ha aterrado la vulgar comida como contenido más profundo de
la vida. ¿Ha cambiado algo? ¿Puede algo cambiar? Vives de la vulgar comida.
Todos viven de la vulgar comida. Tus ojos se empañan, pero aun así la sigues
viendo. ¿Cómo puede el hombre sustraerse a los efectos de la vulgar comida, de
la cual vive?
Ahora intenta salvar los últimos ejemplares de algunas especies animales
a las que casi ha exterminado. Tal vez ni siquiera consiga salvarlos. Él, en
cambio, se multiplica rápidamente, no hay manera de salvarse de él en la
Tierra. ¿Acabará asfixiado por sí mismo, por su propio número?
El cementerio que lleva desde hace muchos años
en su interior es cada vez más amplio. ¿A quién se lo legará, dónde lo pondrá?
Si la vida no fuese destructible,
¿qué atacaríamos?
“El agotamiento de los animales”: el
primer título para el nuevo libro que realmente estoy considerando.
Tal vez suene muy trivial, pero a mí no me lo parece. No obstante, el
libro debería contener algo que se relacione de forma directa con este título.
De hecho, hasta sólo tiene algo que ver la crónica sobre los monos como
vendedores en África occidental.
Al horror por el cada vez más logrado exterminio de los animales se suma
hoy la perspectiva atormentadora de su transformación artificial a través de
nosotros. Comienza la era de las monstruosidades. No se le ve el final a las
formas crueles y caprichosas que aparecerán en la Tierra. No se las puede
denominar metamorfosis, porque son productos del cálculo y, además, forzadas.
En nuestras manos, la creación se convierte en una feria de monstruosidades. No
aparecerá nada que no sea deseado por nosotros. Lo que no sirve a determinados
fines se borra. No existe el animal que pueda oponerse a ello. Los mataderos lo
hacen de manera sucinta, ¿los consideraremos lo más humano? El hombre se
opondrá a la manipulación genética dentro de su propia especie. Tal vez consiga
realmente impedirla. No obstante, cuanto mejor lo logre, tanto más tendrán que
pagarlo los animales. Mediante bromas caprichosas cortaremos y ahogaremos algo
que por sí habría durado un tiempo indefinido, la supervivencia y expansión de
los animales.
Tal vez consigamos fabricar animales que no tengan ni que comer ni que
cagar. Aun así los llamaremos animales y estaremos orgullosos de ellos. Los
juegos perversos de los hombres no acaban nunca, salvo en el caso de que él
mismo sucumbiera en alguno de esos juegos.
1992
A los hombres se les quiere por sus
defectos. Por eso no hay ángeles muertos.
Nada más abominable que la descripción
de un último hombre. ¿Para quién
moriría?
¿Qué más has hecho aparte de exigir a los dioses que devuelvan la
inmortalidad?
Los millones de años de historia de
la Tierra, ¿Qué incidencia tienen en la autoestima del hombre moderno?
Éste es el resultado de muchas más cosas que antes. Todo acontece
siempre más deprisa, aunque ¡cuánto tiempo se ha estado preparando! La relación
de su breve arco vital (incluso si se prolonga) con la increíblemente larga
prehistoria tiene algo provocado, embriagador, lo hace capaz de más cosas. Las
prohibiciones, gracias a las cuales fue posible la vida entre más hombres,
tienen menos peso. No son para ellos más valiosas que una inclinación de la
cabeza. En lapsos de tiempo semejantes también han perecido muchísimos más. El
superviviente vuelve la mirada hacia más muertos. Empieza a despreciarlos. Son
demasiados. Entre ellos hay generaciones enteras de animales, asesinadas. Ambos
son víctimas en apariencia naturales, animales y hombres. Son tantos que se les
desprecia. También podrían ser todos.
La distancia entre muchos y todos se reduce. Se empieza a pensar con más
frialdad en un cataclismo universal. Como uno puede imaginarlo, se exceptúa –la
excepción.
Se ha convertido en un juego o una broma apropiarse del final de los
demás y experimentarlo.
Todas esas masas de muertos cada vez mayores no sólo son posibles,
también son deseadas para potenciar
la supervivencia.
En el libro que me acaban de traer de
París encuentro esta frase que podría ser mía: “El miedo a la muerte del otro
es sin duda la base de la responsabilidad por él”.
No sé nada de Lévinas, no conozco más que su aspecto. Hasta el día de
hoy, su procedencia de Heidegger me ha atormentado. Luego, en el último diálogo
del libro encuentro la frase que acabo de citar.
1993
Comparar el asesinato de animales con
el de incapacitados. ¿Es lo mismo?
Existe una limitación a los muertos.
Existe una apertura a través de los muertos.
Lo primero es terrible, ha dado origen a toda suerte de desgracias.
Lo segundo salvará al mundo mediante la compasión.
¿Qué es más punzante: la muerte o el
tiempo sin dolores que vendrá luego? ¿Y por qué los dogmas de fe aseguran con
tanto empeño dolores más intensos para después?
Hombre ridículo: la muerte se nos ha
incrustado dentro, ¿y tú quieres liberar de ella a nuestro espíritu?
Pero lo importante es no cejar,
aun cuando se llegue a los cien años. Lo importante es no engañarse ni engañar
nunca a los demás sobre la muerte, no perder nunca los ánimos ante ella execrarla
moralmente incluso en medio del
dolor.
El darwinismo, que convierte la
muerte en algo progresista.
1994
Allí arden en llamas y no se apagan
demasiado temprano.
Allí hay escuelas para personas
centenarias; no ha lugar para los jóvenes
Allí les crecen dientes hasta que se
asfixian
Es hora de volver a comunicarme cosas
a mí mismo. Sin tal escribir yo me disuelvo. Noto que mi vida se disuelve en
una reflexión obtusa y opaca porque ya no apunto cosas sobre mí. Intentaré
remediarlo.
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