lunes, 22 de febrero de 2021

PENSAMIENTOS 28. José ingenieros ("El hombre mediocre")

 

 


José Ingenieros fue un médico, psiquiatra, criminólogo y filósofo positivista nacido en Palermo en 1877, pero que se crió desde niño en Argentina. Su padre, Salvatore Ingegnieri, fue un revolucionario siciliano  vinculado con la primera Internacional y que llegó a dirigir el primer diario italiano socialista, lo que pondría a su hijo José desde muy temprano en contacto con los problemas sociales y la literatura sociológica de la época. También desde muy joven ayudó a su padre en la corrección de pruebas de imprenta y en trabajos de traducción, lo que le iba a servir más tarde como aprendizaje para desarrollar una importante labor editorial en Argentina. Una vez instalada su familia en Buenos Aires, José Ingeniero cursó sus estudios primarios y secundarios en el Colegio Nacional. Comenzó los estudios de medicina en la Universidad de Buenos Aires, licenciándose en Farmacia en 1897 y doctorándose como médico en 1900. La tesis defendida iba a tratar un tema que más tarde desarrollará en distintos escritos: “La simulación en la lucha por la vida”.  En paralelo a su carrera de medicina se empeñó en divulgar temas teosóficos y ocultistas, desempeñó la secretaría del incipiente partido socialista, además de fundar, junto a Leopoldo Lugones, en 1897 un periódico socialista revolucionario denominado “La montaña”. Influido por Spencer y Marx, sus posiciones anticapitalistas y revolucionarias irán sufriendo una mutación hacia posiciones más reformistas, centradas en censurar el envilecimiento moral de la nación argentina. Entre 1902 y 1913 dirigió los Archivos de Psiquiatría y Criminología, una revista científica con una importante proyección latinoamericana abocada al «estudio científico de los hombres anormales, especialmente del hombre criminal y alienado». En 1903 fue nombrado Jefe de la Clínica de Enfermedades Nerviosas de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires y es premiado por la Academia Nacional de Medicina por un escrito sobre la Simulación de la locura. Al año siguiente asume la cátedra de Psicología Experimental en la Facultad de Filosofía y Letras. Completó sus estudios de medicina en París, Ginebra y Lausana, al tiempo que se le nombraba presidente de la Sociedad Médica Argentina. En 1911 se propone por unanimidad la designación de Ingenieros al frente de la cátedra de Medicina Legal de la Universidad de Buenos Aires, pero el Presidente de Argentina deniega su nombramiento. Ofendido, Ingenieros decide autoexiliarse en Suiza. En este período publicó su obra más celebre: El hombre mediocre (1913). A partir de este momento el pensamiento de Ingenieros va a experimentar una transformación y pasa a pensar la nación ya no desde la biología y la raza, sino a partir de factores históricos y culturales; comienza a concebir la nación como “unidad moral”. Poco antes de regresar a Argentina en 1914, contrae matrimonio con Eva Rutenberg en Lausana, con quien tendrá cuatro hijos. A su vuelta se empeña en instaurar un programa cultural nacional y en formar una élite del saber al margen de los circuitos educativos institucionalizados. Con estos fines, en el año 1915 se puso al frente de dos importantes proyectos: la Revista de Filosofía, que dirigirá hasta su muerte, y la colección La Cultura Argentina, que reunió reediciones de autores argentinos ya fallecidos, además de autores canónicos del positivismo argentino, dando preeminencia al texto científico o ensayístico y renovando así el provinciano mundo editorial de su país. En 1918 José Ingenieros va a desempeñar un papel rector en la reforma universitaria desde su puesto de vicedecano de la Facultad de Filosofía y Letras, apoyado en el entusiasmo de los estudiantes partidarios de esa reforma. Al año siguiente renuncia a todos sus cargos docentes y comienza su lucha política desde partidos de inspiración comunista y con planteamientos afines al anarquismo. En los escritos de esta época se pronunció sobre la identidad latinoamericana y denunció al imperialismo estadounidense de principios del siglo XX, que disputaba los territorios de países e islas como Cuba, Puerto Rico, Hawai, Samoa, Filipinas, además de sus intervenciones en México y República Dominicana. En 1923 fundó, bajo el seudónimo de Julio Barreda Lynch, el periódico Renovación, de ideología anticolonialista, y poco antes de su muerte creó la Unión Latino Americana, que rechazaba el panamericanismo impulsado por Estados Unidos, que resultaba claramente intervencionista. El 31 de octubre de 1925 fallecía con 48 años a causa de una meningitis.

Además de su obra más célebre, “El hombre mediocre” –de la que se han extraído las máximas que aquí se exponen-, José Ingenieros escribió también diversas obras de psiquiatría, psicología y filosofía, un tratado del amor y otro sobre las fuerzas morales. En “El hombre mediocre” José ingenieros analiza el papel que desempeñan los ideales en las mentalidades y en las sociedades humanas. Los ideales son los instrumentos de todo progreso humano, al representar la visión anticipada de lo que está por venir. José Ingenieros parte de la base biológica de que la vida tiende a la perfección y concibe el ideal como portador de la fe en la perfectibilidad del hombre, quien por medio de la imaginación logra dar forma a sus impulsos más originales y creativos. En esta obra traza un retrato del carácter idealista. Al margen de todo dogmatismo, el idealista es aquel que sabe distinguir lo mejor de lo peor. Es la afirmación del individualismo y de la independencia: vive para los demás, pero nunca de los demás. El idealista debuta siendo romántico en su juventud, pero se vuelve estoico en su madurez. Su desenvolvimiento en la sociedad es frenado por la rebelión de los mediocres, que conspiran contra él, ya que éstos consideran su originalidad e imaginación como un defecto imperdonable. Es en esta mediocracia sin ideales, que Ingenieros tacha de vil, escéptica y cobarde, carente de ética e incapaz de transmutar los valores vigentes, donde se condensa la crítica del “Hombre mediocre”. Lo que caracteriza a este tipo de hombre es su anhelo de confundirse con los demás, por carecer de imaginación y opiniones propias. En vez de aspirar a ser original y creador, prefiere conformarse con imitar las opiniones reinantes y los modelos que se le proponen. Los mediocres, a medio camino entre la estulticia y el genio, tienen su función en la sociedad: representan un pilar para la estabilidad de ésta, pero a la vez una rémora para su progreso. Al dejarse vencer por la rutina, el hombre mediocre se coloca en contra de toda novedad que implica la aparición de valores  e ideales nuevos. Sustituye la ambición de mejorar la sociedad por el afán de medro, lo que le hace vender su dignidad por cualquier prebenda. Su moral es la del tartufo: no busca la virtud sino una honestidad o apariencia de virtud que le dé acceso a los honores sociales; obra por temor a la ley, y no por amor a la virtud. José Ingenieros caracteriza al hombre mediocre por una serie de vicios que proceden de un amor propio mal entendido: es servil y vanidoso y se vuelve gregario por su poco aprecio de la dignidad. Aunque el vicio que más le delata es la envidia. Ésta es la manera perversa que tiene el mediocre de rendir homenaje al hombre superior. Y a la inversa, por su morfología gris, nada caracteriza más al mediocre que el no ser envidiado. Y es que para José Ingenieros lo que propulsa las sociedades es la obra y la admiración de los espíritus excelsos e idealistas, que además son creadores e imaginativos. Su esfuerzo por la virtud y su talento moral es lo que provoca el cambio de las costumbres, que no pueden alterar los demás hombres por su carácter acomodaticio. “En cada pueblo y en cada época –llegará a decir Ingenieros- la medida de lo excelso está en los ideales de perfección que se denominan genio, heroísmo y santidad”.

 

El idealista perfecto sería romántico a los veinte años y estoico a los cincuenta; es tan anormal el estoicismo en la juventud como el romanticismo en la edad madura. Lo que al principio enciende su pasión, debe cristalizarse después en una suprema dignidad: esa es la lógica de su temperamento.

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Es más contagiosa la mediocridad que el talento.

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El hereje no es el que arde en la hoguera, sino el que la enciende.

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Los ideales son formaciones naturales. Aparecen cuando la función de pensar alcanza tal desarrollo que la imaginación puede anticiparse a la experiencia.

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El pudor de los hipócritas es la peluca de su calvicie moral.

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Los ideales pueden no ser verdades; son creencias. Su fuerza estriba en sus elementos efectivos; influyen en nuestra conducta en la medida en que lo creemos. Por eso la representación abstracta de las variaciones futuras adquiere un valor moral: las más provechosas a la especie son concebidas como perfeccionamientos. Lo futuro se identifica con lo perfecto. Y los ideales, por ser visiones anticipadas de lo venidero, influyen sobre la conducta y son el instrumento natural de todo progreso humano.

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Envidiar es una forma aberrante de rendir homenaje a la superioridad.

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En el hombre se desarrolla la función de pensar como un perfeccionamiento de la adaptación al medio; uno de sus modos es la imaginación que permite generalizar los datos de la experiencia, anticipar sus resultados posibles y abstrayendo de ella ideales de perfección.

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La rutina es el estigma mental de la vejez; el ahorro es su estigma social.

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Todo ideal representa un nuevo estado de equilibrio entre el pasado y el porvenir.

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El concepto de lo mejor es un resultado de la evolución misma. La vida tiende naturalmente a perfeccionarse.

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La imaginación es madre de toda originalidad; deformando lo real hacia su perfección, ella crea los ideales y les da impulso con el ilusorio sentimiento de la libertad: el libre albedrio es un error útil para la gestación de los ideales.

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Las ilusiones tienen tanto valor para dirigir la conducta, como las verdades más exactas; puede tener más que ellas, si son intensamente pensadas o sentidas. El deseo de ser libre nace del contraste entre dos móviles irreductibles: la tendencia a perseverar en el ser, implicada en la herencia, y la tendencia a aumentar el ser, implicada en la variación. La una es principio de estabilidad, la otra de progreso.

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El concepto abstracto de una perfección posible toma su fuerza de la Verdad que los hombres le atribuyen: todo ideal es una fe en la posibilidad misma de la perfección. En su protesta involuntaria contra lo malo se revela siempre una indestructible esperanza de lo mejor; en su agresión al pasado fermenta una sana levadura de porvenir.

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Hay tantos idealismos como ideales; y tantos ideales como idealistas y tanto idealistas como hombres aptos para concebir perfecciones y capaces de vivir hacia ellas. Debe rehusarse el monopolio de los ideales y cuantos lo reclaman en nombre de escuelas filosóficas, sistema de moral, credos de religión, fanatismo de secta o dogma de estética.

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La imaginación despoja a la realidad de todo lo malo y la adorna con todo lo bueno, depurando la experiencia, cristalizándola en los moldes de perfección que concibe más puro. Los ideales son, por ende, reconstrucciones imaginativas de la realidad que deviene.

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Todo idealista es un hombre cualitativo: posee un sentido de las diferencias que le permite distinguir entre lo malo que observa y lo mejor que imagina. Los hombres sin ideales con cuantitativos; pueden apreciar el más y el menos, pero nunca distinguen lo mejor de lo peor.

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La humanidad no poseería sus bienes presentes si algunos idealistas no los hubieran conquistado viviendo con la obsesiva aspiración de otros mejores.

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Nada cabe esperar de los hombres que entran a la vida sin afiebrarse por algún ideal; a los que nunca fueron jóvenes, les parece descarriado todo ensueño. Y no se nace joven: hay que adquirir la juventud. Y sin un ideal no se adquiere.

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Todo idealista es una viviente afirmación del individualismo, aunque persiga una quimera social; puede vivir para los demás, nunca de los demás. Su independencia es una reacción hostil a todos los dogmáticos. Concibiéndose incesantemente perfectibles, los temperamentos idealistas quieren decir en todos los momentos de su vida, como Don Quijote: “yo sé quién soy”.

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Las lecciones de realidad no matan al idealista: lo educan.

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“Una gran vida –escribió Vigny- es un ideal de la juventud realizado en la edad madura”.

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El individualismo es noble si un ideal lo alienta y lo eleva; sin ideal, es una caída a más bajo nivel que la mediocridad misma.

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Ningún contratiempo material desvía al idealista. Si deseara influir de inmediato sobre cosas que de él no dependen, encontraría obstáculo en todas partes; contra esta hostilidad de su ambiente solo puede rebelarse con la imaginación mirando cada vez más hacia su interior. El que sirve a un ideal, vive de él; nadie le forzará a soñar lo que no quiere ni le impedirá ascender hacia su sueño.

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Cuando los pueblos se domestican y callan, los grandes forjadores de ideales levantan su voz.

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El Genio es un guión que pone el destino entre dos párrafos de la historia. Si aparece en los orígenes, crea o funda; si en los resurgimientos, transmuta o desorbita. En ese instante remonta su vuelo todos los espíritus superiores, templándose en pensamientos altos y para obras perennes.

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Para concebir una perfección se requiere cierto nivel ético y es indispensable alguna educación intelectual. Sin ellos pueden tenerse fanatismos y supersticiones; ideales jamás.

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En todo lo que ofrece grados hay mediocridad; en la escala de la inteligencia humana ella representa el claroscuro entre el talento y la estulticia.

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Horacio no dijo aurea mediocritas en el sentido general y absurdo que proclaman los incapaces de sobresalir por su ingenio, por sus virtudes o por sus obras. Otro fue el parecer del poeta: poniendo en la tranquilidad y en la independencia el mayor bienestar del hombre, enalteció los goces de un vivir sencillo que dista por igual de la opulencia y la miseria, llamando áurea a esa mediocridad material. En cierto sentido epicúreo, su sentencia es verdadera y confirma el remoto proverbio árabe: “Un mediano bienestar tranquilo es preferible a la opulencia llena de preocupaciones”.

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Todos los enemigos de la diferenciación vienen a serlo del progreso: es natural, por ende, que consideren la originalidad como un defecto imperdonable.

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Las existencias vegetativas no tienen biografía: en la historia de su sociedad sólo vive el que deja rastros en las cosas o en los espíritus. La vida vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal; las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La medida social del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad es el privilegio de quienes las hacen sobrevivientes a los siglos, y por ellas se mide.

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Muchos nacen; pocos viven.

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En todo minuto de su vida, y en cualquier estado de ánimo, el mediocre será siempre mediocre. Su rasgo más característico, absolutamente inequívoco, es su deferencia por la opinión de los demás. No habla nunca: repite siempre. Juzga a los hombres como los oye juzgar. Reverenciará a su más cruel adversario, si este se encumbra; desdeñará a su mejor amigo si nadie lo elogia.

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La función capital del hombre mediocre es la paciencia imitativa; la del hombre superior es la imaginación creadora. El mediocre aspira a confundirse en los que le rodean; el original tiende a diferenciarse de ellos. Mientras el uno se concreta a pensar con la cabeza de la sociedad, el otro aspira a pensar con la propia. En ello estriba la desconfianza que suele rodear a los caracteres originales: nada parece tan peligroso como un hombre que aspira a pensar con su cabeza.

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Así como el inferior hereda el “alma de la especie”, el mediocre adquiere el “alma de la sociedad”. Su característica es imitar a cuantos le rodean: pensar con cabeza ajena y ser incapaz de formarse ideales propios.

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El mediocre representa un progreso, comparado con el imbécil, aunque ocupa su rango si lo comparamos con el genio: sus idiosincrasias sociales son relativas al medio y al momento en que actúa. De otra manera, si fuera intrínsecamente inútil, no existiría: la selección natural le habría exterminado. Es necesario para la sociedad, como las palabras lo son para el estilo. Pero no bastaría para crearlo, alinear todos los vocablos que yacen el diccionario; el estilo comienza donde aparece la originalidad individual.

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Por indefectible que sea pensar en el mañana y dedicarle cierta parte de nuestros esfuerzos, es imposible dejar de vivir en el presente, pensando en él, siquiera en parte. Antes de las generaciones venideras, están las actuales; en otro tiempo fueron futuras y para ellas trabajaron las pasadas.

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¿Por qué la humanidad admira a los santos, a los genios y a los héroes, a todos los que inventan, enseñan o plasmas, a los que piensan en el porvenir, lo encarnan en un ideal o forjan un imperio, a Sócrates y a Cristo, a Aristóteles y a Bacon, a César y a Washington? Los aplaude, porque toda la sociedad tiene implícita una moral, una tabla propia de valores que aplica para juzgar a cada uno de sus componentes, no ya según las conveniencias individuales, sino según su utilidad social. En cada pueblo y en cada época la medida de lo excelso está en los ideales de perfección que se denominan genio, heroísmo y santidad.

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Los hombres ideales desempeñan en la historia humana el mismo papel que la herencia en la evolución biológica: conservan y transmiten las variaciones útiles para la continuidad del grupo social. Constituyen una fuerza destinada a contrastar el poder disolvente de los inferiores y a contener las anticipaciones atrevidas de los visionarios. La cohesión del conjunto los necesita, como un mosaico bizantino al cemento que lo sostiene. Pero –hay que decirlo. El cemento no es el mosaico.

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Sin los mediocres no habría estabilidad en las sociedades; pero sin los superiores no puede concebirse el progreso, pues la civilización sería inexplicable en una raza constituida por hombres sin iniciativa.

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Los hombres imitativos se limitan a atesorar las conquistas de los originales; la utilidad del rutinario está subordinada a la existencia del idealista, como la fortuna de los libreros estriba en el ingenio de los escritores.

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Las rutinas defendidas hoy por los mediocres son simples glosas colectivas de ideales, concebidos ayer por hombres originales.

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Lo que ayer fue ideal contra una rutina, será mañana rutina, a su vez, contra otro ideal.

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La vulgaridad es a la mente lo que son al cuerpo los defectos físicos, la cojera o el estrabismo: es incapacidad de pensar y de amar, incomprensión de lo bello, desperdicio de la vida, toda la sordidez.

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Un pensamiento no fecundado por la pasión es como los soles de invierno: alumbran, pero bajo sus rayos se puede morir helado. La bajeza del propósito rebaja el mérito de todo esfuerzo y aniquila las cosas elevadas. Excluyendo el ideal queda suprimida la posibilidad de lo sublime. La vulgaridad es un cierzo que hiela todo germen de poesía capaz de embellecer la vida.

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En el verdadero hombre mediocre la cabeza es un simple adorno del cuerpo. Si nos oye decir que sirve para pensar, cree que estamos locos.

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Al mediocre le es más fácil ridiculizar una sublime acción que imitarla.

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El hombre mediocre se reconoce porque es capaz de renunciar a toda prebenda que tenga por precio una partícula de su dignidad.

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Mirar de frente al éxito equivale a asomarse a un precipicio: se retrocede a tiempo o se cae en él para siempre.

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El hábito de la mentira paraliza los labios del hipócrita cuando llega la hora de pronunciar la verdad.

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Nunca ha escuchado la humanidad palabras más nobles que algunas de Tartufo; pero jamás un hombre ha producido acciones más disconformes con ellas.

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El hipócrita no aspira a ser virtuoso, sino a parecerlo; no admira intrínsecamente la virtud, quiere ser contado entre los virtuosos por las prebendas y honores que tal condición puede reportarle.

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El honesto es enemigo del santo, como el rutinario lo es del genio; a este le llama “loco” y al otro lo juzga “amoral”.

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Los delincuentes son individuos incapaces de adaptar su conducta a la moralidad media de la sociedad en que viven. Son inferiores; tienen el “alma de la especie”, pero no adquieren el “alma social” Divergen de la mediocridad, pero en sentido opuesto a los hombres excelentes, cuyas variaciones originales determinan una desadaptación evolutiva en el sentido de la perfección.

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Toda moral futura es un producto de esfuerzos individuales, obra  de caracteres excelentes que conciben y practican perfecciones inaccesibles al hombre común. En eso consiste el talento moral, que forja la virtud, y el genio moral, que implica la santidad. Sin estos hombres originales no se concebiría la transformación de las costumbres: conservaríamos los sentimientos y pasiones de los primitivos seres humanos. Todo ascenso moral es un esfuerzo del talento virtuoso hacia la perfección futura; nunca inerte condescendencia para con el pasado, ni simple acomodación al presente.

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La mediocridad está en no dar escándalo ni servir de ejemplo.

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Cada uno de los sentimientos útiles para la vida humana engendra una virtud, una norma de talento moral. Hay filósofos que meditan durante largas noches insomnes, sabios que sacrifican su vida en los laboratorios, patriotas que mueren por la libertad de sus conciudadanos, altivos que renuncian todo favor que tenga por precio su dignidad, madres que sufren la miseria custodiando el honor de sus hijos. El hombre mediocre ignora esas virtudes; se limita a cumplir las leyes por temor a las penas que amenazan a quien las viola, guardando la honra por no arrastrar las consecuencias de perderla.

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Sócrates enseñó que la ciencia y la virtud se confunden en una sola misma resultante: la sabiduría. Para hacer el bien, basta verlo claramente; no lo hacen los que no lo ven; nadie sería malo sabiéndolo. El hombre más inteligente y más ilustrado puede ser el más bueno: “puede” serlo, aunque no siempre lo sea. En cambio, el torpe y el ignorante no pueden serlo nunca, irremisiblemente.

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Las creencias son como los clavos que se meten de un solo golpe; las convicciones firmes entran como los tornillos, poco a poco, a fuerza de observación y de estudios. Cuesta más trabajo adquirirlas; pero mientras los clavos ceden al primer estrujón vigoroso, los tornillos resisten y mantienen de pie la personalidad.

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Creer es la forma natural de pensar para vivir.

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La exaltación del amor propio, peligrosa en los espíritus vulgares, es útil al hombre que sirve un ideal. Este le cristaliza en dignidad; aquellos le degeneran en vanidad. El éxito envanece al tonto, nunca al excelente. Esa anticipación de la gloria hipertrofia la personalidad en los hombres superiores; es su condición natural.

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El “yo” es el órgano propio de la originalidad absoluta en el genio. Lo que es absurdo en el mediocre, en el hombre superior, es un adorno: simple exponente de fuerza.

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La dignidad es un rompeolas opuesto por el individuo a la marea que lo acosa.

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Así como los pueblos sin dignidad son rebaños, los individuos sin ella son esclavos.

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Ser digno significa no pedir lo que se merece, ni aceptarlo inmerecido. Mientras los serviles trepan entre las malezas del favoritismo, los austeros ascienden por la escalinata de sus virtudes. O no ascienden por ninguna.

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Enseñaban los estoicos los secretos de la dignidad: contentarse con lo que se tiene, restringiendo las propias necesidades. Un hombre libre no espera nada de otros, no necesita pedir. La felicidad que da el dinero está en no tener que preocuparse de él; por ignorar ese precepto no es libre el avaro, ni es feliz. Los bienes que tenemos son la base de nuestra independencia; los que deseamos son la cadena remachada sobre nuestra esclavitud.

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“Es un gran signo de mediocridad –dijo Leibniz- elogiar siempre moderadamente”.

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No ser envidiado es una garantía inequívoca de mediocridad.

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Si un avaro poseyera el sol, dejaría el universo a oscuras para evitar que su tesoro se gastase.

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El hombre envejece cuando el cálculo utilitario reemplaza a la alegría juvenil. Quien se pone a mirar si lo que tiene le bastará para todo su porvenir posible, ya no es joven; cuando opina que es preferible tener de más a tener de menos, está viejo; cuando su afán de poseer excede su posibilidad de vivir, ya está moralmente decrépito. La avaricia es una exaltación de los sentimientos propios de la vejez. Muchos siglos antes de estudiarla los psicólogos modernos, el propio Cicerón escribió palabras definitivas. “Nunca he oído decir que un viejo haya olvidado el sitio en que había ocultado su tesoro”.

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La vejez empieza por hacer de todo individuo un hombre mediocre.

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El genio nunca es tardío, aunque puede revelarse tardíamente su fruto; las obras pensadas en la juventud y escritas en la madurez, pueden no mostrar decadencia, pero siempre la revelan las obras pensadas en la vejez misma. Leemos la segunda parte del Fausto por respeto al autor de la primera; no podemos salir de ellos sin recordar que “nunca segundas partes fueron buenas”, adagio inapelable si la primera fue obra de juventud y la segunda es fruto de la vejez.

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La insensibilidad física se acompaña de analgesia moral; en vez de participar del dolor ajeno, el viejo acaba por no sentir ni el propio; la ansiedad de prolongar su vida parece advertirle que una fuerte emoción puede gastar su energía, y se endurece contra el dolor como una tortuga se retrae debajo de su caparazón cuando presiente un peligro. Así llega a sentir un odio oculto por todas las fuerzas vivas que crecen y avanzan, un sordo rencor contra todas las primaveras.

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Montaigne, viejo, estimaba que a los veinte años cada individuo ha anunciado lo que de él puede esperarse y afirmó que ninguna alma oscura –hasta esa edad- se ha vuelto luminosa después.

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Los viejos olvidan que fueron jóvenes y estos parecen ignorar que serán viejos: el camino a recorrer es siempre el mismo, de la originalidad a la mediocridad, y de esta a la inferioridad mental.

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La ley es dura, pero es ley. Nacer y morir son los términos inviolables de la vida: ella nos dice con voz firme que lo anormal no es nacer ni morir en la plenitud de nuestras funciones. Nacemos para crecer; envejecemos para morir. Todo lo que la Naturaleza nos ofrece para el crecimiento, nos lo substrae preparando la muerte.

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