José Ingenieros fue un médico,
psiquiatra, criminólogo y filósofo positivista nacido en Palermo en 1877, pero
que se crió desde niño en Argentina. Su padre, Salvatore Ingegnieri, fue un
revolucionario siciliano vinculado con
la primera Internacional y que llegó a dirigir el primer diario italiano socialista,
lo que pondría a su hijo José desde muy temprano en contacto con los problemas
sociales y la literatura sociológica de la época. También desde muy joven ayudó
a su padre en la corrección de pruebas de imprenta y en trabajos de traducción,
lo que le iba a servir más tarde como aprendizaje para desarrollar una
importante labor editorial en Argentina. Una vez instalada su familia en Buenos
Aires, José Ingeniero cursó sus estudios primarios y secundarios en el Colegio
Nacional. Comenzó los estudios de medicina en la Universidad de Buenos Aires,
licenciándose en Farmacia en 1897 y doctorándose como médico en 1900. La tesis
defendida iba a tratar un tema que más tarde desarrollará en distintos escritos:
“La simulación en la lucha por la vida”. En paralelo a su carrera de medicina se empeñó en divulgar temas teosóficos
y ocultistas, desempeñó la secretaría del incipiente partido socialista, además
de fundar, junto a Leopoldo Lugones, en 1897 un periódico socialista revolucionario
denominado “La montaña”. Influido por Spencer y Marx, sus posiciones anticapitalistas
y revolucionarias irán sufriendo una mutación hacia posiciones más reformistas,
centradas en censurar el envilecimiento moral de la nación argentina. Entre
1902 y 1913 dirigió los Archivos de Psiquiatría y Criminología, una revista
científica con una importante proyección latinoamericana abocada al «estudio científico
de los hombres anormales, especialmente del hombre criminal y alienado». En
1903 fue nombrado Jefe de la Clínica de Enfermedades Nerviosas de la Facultad
de Medicina de la Universidad de Buenos Aires y es premiado por la Academia
Nacional de Medicina por un escrito sobre la Simulación de la locura. Al año
siguiente asume la cátedra de Psicología Experimental en la Facultad de
Filosofía y Letras. Completó sus estudios de medicina en París, Ginebra y
Lausana, al tiempo que se le nombraba presidente de la Sociedad Médica
Argentina. En 1911 se propone por unanimidad la designación de Ingenieros al
frente de la cátedra de Medicina Legal de la Universidad de Buenos Aires, pero el
Presidente de Argentina deniega su nombramiento. Ofendido, Ingenieros decide
autoexiliarse en Suiza. En este período publicó su obra más celebre: El hombre
mediocre (1913). A partir de este momento el pensamiento de Ingenieros va a
experimentar una transformación y pasa a pensar la nación ya no desde la
biología y la raza, sino a partir de factores históricos y culturales; comienza
a concebir la nación como “unidad moral”. Poco antes de regresar a Argentina en 1914,
contrae matrimonio con Eva Rutenberg en Lausana, con quien tendrá cuatro hijos.
A su vuelta se empeña en instaurar un programa cultural nacional y en formar
una élite del saber al margen de los circuitos educativos institucionalizados. Con
estos fines, en el año 1915 se puso al frente de dos importantes proyectos: la
Revista de Filosofía, que dirigirá hasta su muerte, y la colección La Cultura
Argentina, que reunió reediciones de autores argentinos ya fallecidos, además
de autores canónicos del positivismo argentino, dando preeminencia al texto
científico o ensayístico y renovando así el provinciano mundo editorial de su
país. En 1918 José Ingenieros va a desempeñar un papel rector en la reforma
universitaria desde su puesto de vicedecano de la Facultad de Filosofía y
Letras, apoyado en el entusiasmo de los estudiantes partidarios de esa reforma.
Al año siguiente renuncia a todos sus cargos docentes y comienza su lucha
política desde partidos de inspiración comunista y con planteamientos afines al
anarquismo. En los escritos de esta época se pronunció sobre la identidad
latinoamericana y denunció al imperialismo estadounidense de principios del
siglo XX, que disputaba los territorios de países e islas como Cuba, Puerto
Rico, Hawai, Samoa, Filipinas, además de sus intervenciones en México y
República Dominicana. En 1923 fundó, bajo el seudónimo de Julio Barreda Lynch,
el periódico Renovación, de ideología anticolonialista, y poco antes de su
muerte creó la Unión Latino Americana, que rechazaba el panamericanismo
impulsado por Estados Unidos, que resultaba claramente intervencionista. El 31
de octubre de 1925 fallecía con 48 años a causa de una meningitis.
Además de su obra más célebre, “El
hombre mediocre” –de la que se han extraído las máximas que aquí se exponen-,
José Ingenieros escribió también diversas obras de psiquiatría, psicología y filosofía,
un tratado del amor y otro sobre las fuerzas morales. En “El hombre mediocre”
José ingenieros analiza el papel que desempeñan los ideales en las mentalidades
y en las sociedades humanas. Los ideales son los instrumentos de todo progreso
humano, al representar la visión anticipada de lo que está por venir. José
Ingenieros parte de la base biológica de que la vida tiende a la perfección y concibe
el ideal como portador de la fe en la perfectibilidad del hombre, quien por
medio de la imaginación logra dar forma a sus impulsos más originales y
creativos. En esta obra traza un retrato del carácter idealista. Al margen de
todo dogmatismo, el idealista es aquel que sabe distinguir lo mejor de lo peor.
Es la afirmación del individualismo y de la independencia: vive para los demás,
pero nunca de los demás. El idealista debuta siendo romántico en su juventud,
pero se vuelve estoico en su madurez. Su desenvolvimiento en la sociedad es
frenado por la rebelión de los mediocres, que conspiran contra él, ya que éstos
consideran su originalidad e imaginación como un defecto imperdonable. Es en
esta mediocracia sin ideales, que Ingenieros tacha de vil, escéptica y cobarde,
carente de ética e incapaz de transmutar los valores vigentes, donde se condensa
la crítica del “Hombre mediocre”. Lo que caracteriza a este tipo de hombre es
su anhelo de confundirse con los demás, por carecer de imaginación y opiniones
propias. En vez de aspirar a ser original y creador, prefiere conformarse con
imitar las opiniones reinantes y los modelos que se le proponen. Los mediocres,
a medio camino entre la estulticia y el genio, tienen su función en la
sociedad: representan un pilar para la estabilidad de ésta, pero a la vez una
rémora para su progreso. Al dejarse vencer por la rutina, el hombre mediocre se
coloca en contra de toda novedad que implica la aparición de valores e ideales nuevos. Sustituye la ambición de
mejorar la sociedad por el afán de medro, lo que le hace vender su dignidad por
cualquier prebenda. Su moral es la del tartufo: no busca la virtud sino una
honestidad o apariencia de virtud que le dé acceso a los honores sociales; obra
por temor a la ley, y no por amor a la virtud. José Ingenieros caracteriza al hombre
mediocre por una serie de vicios que proceden de un amor propio mal entendido:
es servil y vanidoso y se vuelve gregario por su poco aprecio de la dignidad.
Aunque el vicio que más le delata es la envidia. Ésta es la manera perversa que
tiene el mediocre de rendir homenaje al hombre superior. Y a la inversa, por su
morfología gris, nada caracteriza más al mediocre que el no ser envidiado. Y es
que para José Ingenieros lo que propulsa las sociedades es la obra y la
admiración de los espíritus excelsos e idealistas, que además son creadores e
imaginativos. Su esfuerzo por la virtud y su talento moral es lo que provoca el
cambio de las costumbres, que no pueden alterar los demás hombres por su
carácter acomodaticio. “En cada pueblo y en cada época –llegará a decir
Ingenieros- la medida de lo excelso está en los ideales de perfección que se
denominan genio, heroísmo y santidad”.
El idealista perfecto sería romántico
a los veinte años y estoico a los cincuenta; es tan anormal el estoicismo en la
juventud como el romanticismo en la edad madura. Lo que al principio enciende
su pasión, debe cristalizarse después en una suprema dignidad: esa es la lógica
de su temperamento.
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Es más contagiosa la mediocridad que
el talento.
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El hereje no es el que arde en la
hoguera, sino el que la enciende.
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Los ideales son formaciones naturales. Aparecen cuando la función de pensar
alcanza tal desarrollo que la imaginación puede anticiparse a la experiencia.
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El pudor de los hipócritas es la
peluca de su calvicie moral.
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Los ideales pueden no ser verdades;
son creencias. Su fuerza estriba en sus elementos efectivos; influyen en
nuestra conducta en la medida en que lo creemos. Por eso la representación
abstracta de las variaciones futuras adquiere un valor moral: las más
provechosas a la especie son concebidas como perfeccionamientos. Lo futuro se
identifica con lo perfecto. Y los ideales, por ser visiones anticipadas de lo
venidero, influyen sobre la conducta y son el instrumento natural de todo
progreso humano.
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Envidiar es una forma aberrante de rendir homenaje a la superioridad.
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En el hombre se desarrolla la función
de pensar como un perfeccionamiento de la adaptación al medio; uno de sus modos
es la imaginación que permite generalizar los datos de la experiencia,
anticipar sus resultados posibles y abstrayendo de ella ideales de perfección.
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La rutina es el estigma mental de la
vejez; el ahorro es su estigma social.
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Todo ideal representa un nuevo estado
de equilibrio entre el pasado y el porvenir.
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El concepto de lo mejor es un
resultado de la evolución misma. La vida tiende naturalmente a perfeccionarse.
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La imaginación es madre de toda
originalidad; deformando lo real hacia su perfección, ella crea los ideales y
les da impulso con el ilusorio sentimiento de la libertad: el libre albedrio es
un error útil para la gestación de los ideales.
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Las ilusiones tienen tanto valor para
dirigir la conducta, como las verdades más exactas; puede tener más que ellas,
si son intensamente pensadas o sentidas. El deseo de ser libre nace del
contraste entre dos móviles irreductibles: la tendencia a perseverar en el ser,
implicada en la herencia, y la tendencia a aumentar el ser, implicada en la
variación. La una es principio de estabilidad, la otra de progreso.
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El concepto abstracto de una
perfección posible toma su fuerza de la Verdad que los hombres le atribuyen:
todo ideal es una fe en la posibilidad misma de la perfección. En su protesta
involuntaria contra lo malo se revela siempre una indestructible esperanza de
lo mejor; en su agresión al pasado fermenta una sana levadura de porvenir.
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Hay tantos idealismos como ideales; y
tantos ideales como idealistas y tanto idealistas como hombres aptos para
concebir perfecciones y capaces de vivir hacia ellas. Debe rehusarse el
monopolio de los ideales y cuantos lo reclaman en nombre de escuelas
filosóficas, sistema de moral, credos de religión, fanatismo de secta o dogma
de estética.
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La imaginación despoja a la realidad
de todo lo malo y la adorna con todo lo bueno, depurando la experiencia, cristalizándola
en los moldes de perfección que concibe más puro. Los ideales son, por ende,
reconstrucciones imaginativas de la realidad que deviene.
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Todo idealista es un hombre
cualitativo: posee un sentido de las diferencias que le permite distinguir entre
lo malo que observa y lo mejor que imagina. Los hombres sin ideales con
cuantitativos; pueden apreciar el más y el menos, pero nunca distinguen lo
mejor de lo peor.
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La humanidad no poseería sus bienes
presentes si algunos idealistas no los hubieran conquistado viviendo con la
obsesiva aspiración de otros mejores.
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Nada cabe esperar de los hombres que
entran a la vida sin afiebrarse por algún ideal; a los que nunca fueron
jóvenes, les parece descarriado todo ensueño. Y no se nace joven: hay que
adquirir la juventud. Y sin un ideal no se adquiere.
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Todo idealista es una viviente
afirmación del individualismo, aunque persiga una quimera social; puede vivir
para los demás, nunca de los demás. Su independencia es una reacción hostil a
todos los dogmáticos. Concibiéndose incesantemente perfectibles, los
temperamentos idealistas quieren decir en todos los momentos de su vida, como
Don Quijote: “yo sé quién soy”.
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Las lecciones de realidad no matan al
idealista: lo educan.
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“Una gran vida –escribió Vigny- es un
ideal de la juventud realizado en la edad madura”.
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El individualismo es noble si un
ideal lo alienta y lo eleva; sin ideal, es una caída a más bajo nivel que la
mediocridad misma.
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Ningún contratiempo material desvía
al idealista. Si deseara influir de inmediato sobre cosas que de él no
dependen, encontraría obstáculo en todas partes; contra esta hostilidad de su
ambiente solo puede rebelarse con la imaginación mirando cada vez más hacia su
interior. El que sirve a un ideal, vive de él; nadie le forzará a soñar lo que
no quiere ni le impedirá ascender hacia su sueño.
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Cuando los pueblos se domestican y
callan, los grandes forjadores de ideales levantan su voz.
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El Genio es un guión que pone el
destino entre dos párrafos de la historia. Si aparece en los orígenes, crea o
funda; si en los resurgimientos, transmuta o desorbita. En ese instante remonta
su vuelo todos los espíritus superiores, templándose en pensamientos altos y
para obras perennes.
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Para concebir una perfección se requiere
cierto nivel ético y es indispensable alguna educación intelectual. Sin ellos
pueden tenerse fanatismos y supersticiones; ideales jamás.
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En todo lo que ofrece grados hay
mediocridad; en la escala de la inteligencia humana ella representa el
claroscuro entre el talento y la estulticia.
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Horacio no dijo aurea mediocritas en el sentido general y absurdo que proclaman los
incapaces de sobresalir por su ingenio, por sus virtudes o por sus obras. Otro
fue el parecer del poeta: poniendo en la tranquilidad y en la independencia el
mayor bienestar del hombre, enalteció los goces de un vivir sencillo que dista
por igual de la opulencia y la miseria, llamando áurea a esa mediocridad
material. En cierto sentido epicúreo, su sentencia es verdadera y confirma el
remoto proverbio árabe: “Un mediano bienestar tranquilo es preferible a la
opulencia llena de preocupaciones”.
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Todos los enemigos de la
diferenciación vienen a serlo del progreso: es natural, por ende, que
consideren la originalidad como un defecto imperdonable.
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Las existencias vegetativas no tienen
biografía: en la historia de su sociedad sólo vive el que deja rastros en las
cosas o en los espíritus. La vida vale por el uso que de ella hacemos, por las
obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha
sentido mejor un ideal; las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta
juventud la precedió. La medida social del hombre está en la duración de sus
obras: la inmortalidad es el privilegio de quienes las hacen sobrevivientes a
los siglos, y por ellas se mide.
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Muchos nacen; pocos viven.
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En todo minuto de su vida, y en
cualquier estado de ánimo, el mediocre será siempre mediocre. Su rasgo más
característico, absolutamente inequívoco, es su deferencia por la opinión de
los demás. No habla nunca: repite siempre. Juzga a los hombres como los oye
juzgar. Reverenciará a su más cruel adversario, si este se encumbra; desdeñará
a su mejor amigo si nadie lo elogia.
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La función capital del hombre
mediocre es la paciencia imitativa; la del hombre superior es la imaginación
creadora. El mediocre aspira a confundirse en los que le rodean; el original
tiende a diferenciarse de ellos. Mientras el uno se concreta a pensar con la
cabeza de la sociedad, el otro aspira a pensar con la propia. En ello estriba la
desconfianza que suele rodear a los caracteres originales: nada parece tan
peligroso como un hombre que aspira a pensar con su cabeza.
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Así como el inferior hereda el “alma
de la especie”, el mediocre adquiere el “alma de la sociedad”. Su
característica es imitar a cuantos le rodean: pensar con cabeza ajena y ser
incapaz de formarse ideales propios.
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El mediocre representa un progreso,
comparado con el imbécil, aunque ocupa su rango si lo comparamos con el genio:
sus idiosincrasias sociales son relativas al medio y al momento en que actúa.
De otra manera, si fuera intrínsecamente inútil, no existiría: la selección
natural le habría exterminado. Es necesario para la sociedad, como las palabras
lo son para el estilo. Pero no bastaría para crearlo, alinear todos los
vocablos que yacen el diccionario; el estilo comienza donde aparece la
originalidad individual.
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Por indefectible que sea pensar en el
mañana y dedicarle cierta parte de nuestros esfuerzos, es imposible dejar de
vivir en el presente, pensando en él, siquiera en parte. Antes de las
generaciones venideras, están las actuales; en otro tiempo fueron futuras y
para ellas trabajaron las pasadas.
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¿Por qué la humanidad admira a los
santos, a los genios y a los héroes, a todos los que inventan, enseñan o plasmas,
a los que piensan en el porvenir, lo encarnan en un ideal o forjan un imperio,
a Sócrates y a Cristo, a Aristóteles y a Bacon, a César y a Washington? Los
aplaude, porque toda la sociedad tiene implícita una moral, una tabla propia de
valores que aplica para juzgar a cada uno de sus componentes, no ya según las
conveniencias individuales, sino según su utilidad social. En cada pueblo y en
cada época la medida de lo excelso está en los ideales de perfección que se
denominan genio, heroísmo y santidad.
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Los hombres ideales desempeñan en la
historia humana el mismo papel que la herencia en la evolución biológica:
conservan y transmiten las variaciones útiles para la continuidad del grupo
social. Constituyen una fuerza destinada a contrastar el poder disolvente de
los inferiores y a contener las anticipaciones atrevidas de los visionarios. La
cohesión del conjunto los necesita, como un mosaico bizantino al cemento que lo
sostiene. Pero –hay que decirlo. El cemento no es el mosaico.
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Sin los mediocres no habría estabilidad
en las sociedades; pero sin los superiores no puede concebirse el progreso,
pues la civilización sería inexplicable en una raza constituida por hombres sin
iniciativa.
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Los hombres imitativos se limitan a
atesorar las conquistas de los originales; la utilidad del rutinario está
subordinada a la existencia del idealista, como la fortuna de los libreros
estriba en el ingenio de los escritores.
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Las rutinas defendidas hoy por los
mediocres son simples glosas colectivas de ideales, concebidos ayer por hombres
originales.
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Lo que ayer fue ideal contra una
rutina, será mañana rutina, a su vez, contra otro ideal.
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La vulgaridad es a la mente lo que
son al cuerpo los defectos físicos, la cojera o el estrabismo: es incapacidad
de pensar y de amar, incomprensión de lo bello, desperdicio de la vida, toda la
sordidez.
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Un pensamiento no fecundado por la
pasión es como los soles de invierno: alumbran, pero bajo sus rayos se puede
morir helado. La bajeza del propósito rebaja el mérito de todo esfuerzo y
aniquila las cosas elevadas. Excluyendo el ideal queda suprimida la posibilidad
de lo sublime. La vulgaridad es un cierzo que hiela todo germen de poesía capaz
de embellecer la vida.
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En el verdadero hombre mediocre la
cabeza es un simple adorno del cuerpo. Si nos oye decir que sirve para pensar,
cree que estamos locos.
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Al mediocre le es más fácil
ridiculizar una sublime acción que imitarla.
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El hombre mediocre se reconoce porque
es capaz de renunciar a toda prebenda que tenga por precio una partícula de su
dignidad.
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Mirar de frente al éxito equivale a
asomarse a un precipicio: se retrocede a tiempo o se cae en él para siempre.
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El hábito de la mentira paraliza los
labios del hipócrita cuando llega la hora de pronunciar la verdad.
*****
Nunca ha escuchado la humanidad
palabras más nobles que algunas de Tartufo; pero jamás un hombre ha producido
acciones más disconformes con ellas.
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El hipócrita no aspira a ser virtuoso,
sino a parecerlo; no admira intrínsecamente la virtud, quiere ser contado entre
los virtuosos por las prebendas y honores que tal condición puede reportarle.
*****
El honesto es enemigo del santo, como
el rutinario lo es del genio; a este le llama “loco” y al otro lo juzga
“amoral”.
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Los delincuentes son individuos
incapaces de adaptar su conducta a la moralidad media de la sociedad en que
viven. Son inferiores; tienen el “alma de la especie”, pero no adquieren el
“alma social” Divergen de la mediocridad, pero en sentido opuesto a los hombres
excelentes, cuyas variaciones originales determinan una desadaptación evolutiva
en el sentido de la perfección.
*****
Toda moral futura es un producto de
esfuerzos individuales, obra de
caracteres excelentes que conciben y practican perfecciones inaccesibles al
hombre común. En eso consiste el talento moral, que forja la virtud, y el genio
moral, que implica la santidad. Sin estos hombres originales no se concebiría
la transformación de las costumbres: conservaríamos los sentimientos y pasiones
de los primitivos seres humanos. Todo ascenso moral es un esfuerzo del talento
virtuoso hacia la perfección futura; nunca inerte condescendencia para con el
pasado, ni simple acomodación al presente.
*****
La mediocridad está en no dar
escándalo ni servir de ejemplo.
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Cada uno de los sentimientos útiles
para la vida humana engendra una virtud, una norma de talento moral. Hay
filósofos que meditan durante largas noches insomnes, sabios que sacrifican su
vida en los laboratorios, patriotas que mueren por la libertad de sus
conciudadanos, altivos que renuncian todo favor que tenga por precio su
dignidad, madres que sufren la miseria custodiando el honor de sus hijos. El
hombre mediocre ignora esas virtudes; se limita a cumplir las leyes por temor a
las penas que amenazan a quien las viola, guardando la honra por no arrastrar
las consecuencias de perderla.
*****
Sócrates enseñó que la ciencia y la
virtud se confunden en una sola misma resultante: la sabiduría. Para hacer el
bien, basta verlo claramente; no lo hacen los que no lo ven; nadie sería malo
sabiéndolo. El hombre más inteligente y más ilustrado puede ser el más bueno:
“puede” serlo, aunque no siempre lo sea. En cambio, el torpe y el ignorante no
pueden serlo nunca, irremisiblemente.
*****
Las creencias son como los clavos que
se meten de un solo golpe; las convicciones firmes entran como los tornillos,
poco a poco, a fuerza de observación y de estudios. Cuesta más trabajo
adquirirlas; pero mientras los clavos ceden al primer estrujón vigoroso, los
tornillos resisten y mantienen de pie la personalidad.
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Creer es la forma natural de pensar
para vivir.
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La exaltación del amor propio,
peligrosa en los espíritus vulgares, es útil al hombre que sirve un ideal. Este
le cristaliza en dignidad; aquellos le degeneran en vanidad. El éxito envanece
al tonto, nunca al excelente. Esa anticipación de la gloria hipertrofia la
personalidad en los hombres superiores; es su condición natural.
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El “yo” es el órgano propio de la
originalidad absoluta en el genio. Lo que es absurdo en el mediocre, en el
hombre superior, es un adorno: simple exponente de fuerza.
*****
La dignidad es un rompeolas opuesto
por el individuo a la marea que lo acosa.
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Así como los pueblos sin dignidad son
rebaños, los individuos sin ella son esclavos.
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Ser digno significa no pedir lo que
se merece, ni aceptarlo inmerecido. Mientras los serviles trepan entre las
malezas del favoritismo, los austeros ascienden por la escalinata de sus
virtudes. O no ascienden por ninguna.
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Enseñaban los estoicos los secretos
de la dignidad: contentarse con lo que se tiene, restringiendo las propias
necesidades. Un hombre libre no espera nada de otros, no necesita pedir. La
felicidad que da el dinero está en no tener que preocuparse de él; por ignorar
ese precepto no es libre el avaro, ni es feliz. Los bienes que tenemos son la
base de nuestra independencia; los que deseamos son la cadena remachada sobre
nuestra esclavitud.
*****
“Es un gran signo de mediocridad
–dijo Leibniz- elogiar siempre moderadamente”.
*****
No ser envidiado es una garantía
inequívoca de mediocridad.
*****
Si un avaro poseyera el sol, dejaría
el universo a oscuras para evitar que su tesoro se gastase.
*****
El hombre envejece cuando el cálculo
utilitario reemplaza a la alegría juvenil. Quien se pone a mirar si lo que
tiene le bastará para todo su porvenir posible, ya no es joven; cuando opina
que es preferible tener de más a tener de menos, está viejo; cuando su afán de
poseer excede su posibilidad de vivir, ya está moralmente decrépito. La
avaricia es una exaltación de los sentimientos propios de la vejez. Muchos
siglos antes de estudiarla los psicólogos modernos, el propio Cicerón escribió
palabras definitivas. “Nunca he oído decir que un viejo haya olvidado el sitio
en que había ocultado su tesoro”.
*****
La vejez empieza por hacer de todo
individuo un hombre mediocre.
*****
El genio nunca es tardío, aunque
puede revelarse tardíamente su fruto; las obras pensadas en la juventud y
escritas en la madurez, pueden no mostrar decadencia, pero siempre la revelan
las obras pensadas en la vejez misma. Leemos la segunda parte del Fausto por respeto
al autor de la primera; no podemos salir de ellos sin recordar que “nunca
segundas partes fueron buenas”, adagio inapelable si la primera fue obra de juventud
y la segunda es fruto de la vejez.
*****
La insensibilidad física se acompaña
de analgesia moral; en vez de participar del dolor ajeno, el viejo acaba por no
sentir ni el propio; la ansiedad de prolongar su vida parece advertirle que una
fuerte emoción puede gastar su energía, y se endurece contra el dolor como una
tortuga se retrae debajo de su caparazón cuando presiente un peligro. Así llega
a sentir un odio oculto por todas las fuerzas vivas que crecen y avanzan, un
sordo rencor contra todas las primaveras.
*****
Montaigne, viejo, estimaba que a los
veinte años cada individuo ha anunciado lo que de él puede esperarse y afirmó
que ninguna alma oscura –hasta esa edad- se ha vuelto luminosa después.
*****
Los viejos olvidan que fueron jóvenes
y estos parecen ignorar que serán viejos: el camino a recorrer es siempre el
mismo, de la originalidad a la mediocridad, y de esta a la inferioridad mental.
*****
La ley es dura, pero es ley. Nacer y
morir son los términos inviolables de la vida: ella nos dice con voz firme que
lo anormal no es nacer ni morir en la plenitud de nuestras funciones. Nacemos
para crecer; envejecemos para morir. Todo lo que la Naturaleza nos ofrece para
el crecimiento, nos lo substrae preparando la muerte.
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