miércoles, 24 de febrero de 2021

POETAS 70. Juan Ramón Jiménez VII ("Espacio")




 

(Moguer, Huelva 1881- San Juan, Puerto Rico 1958). Vivió su primera juventud entre Huelva y Sevilla, ciudad, está última, en que comenzó a cursar estudios de derecho, interrumpidos luego por su traslado a Madrid en 1900. Allí publica sus primeros libros, se entera de la ruina del negocio familiar, e ingresa durante varios meses en un sanatorio psiquiátrico, aquejado de una neurosis depresiva provocada por la noticia de la muerte del padre -se imaginó que era él mismo quien moría o podía morir, y desde aquel momento un pavor a la muerte le acompañó de por vida-. En 1906 se retira durante unos años a Moguer y allí escribe “Platero y yo”, hasta que en 1911 regresa definitivamente a Madrid con el ansia de estar en contacto permanente con los poetas y las ideas importantes del momento. Decisivo para la vida y la obra de Juan Ramón iba a ser el encuentro en 1913 con Zenobia Camprubí, culta escritora y traductora de Tagore, y que se iba a convertir, a la postre, en la esposa, secretaria copista, traductora y agente de su obra. Los años en Madrid antes del exilio son años en que publica gran parte de su obra en revistas y comienza a ejercer su magisterio sobre las generaciones poéticas posteriores, dirigiéndose siempre, tal como reza la dedicatoria en uno de sus libros, “a la inmensa minoría”. Juan Ramón fue un poeta puro e hipersensible que dedicó su vida a la belleza, y que compuso exquisitos y repulidos poemas, acorazado en su torre de marfil, siempre aislado del ruido exterior dentro una habitación acorchada, alejado de bullicios y visitas, y sólo interrumpido en su tarea creativa por la entrada de una criada que le anunciaba la hora del crepúsculo, mientras a la vez le abría la puerta del balcón que daba al poniente. A este respecto, cuenta Sánchez Barbudo que, el día de la proclamación de la república, J.R.J no pudo sumarse al júbilo general porque por entonces tenía en casa -una de las muchas casas a las que se mudaban en busca siempre de más tranquilidad- una cuadrilla de albañiles que estaban levantando otra pared con la que aislarse aún más del ruido exterior. Al estallar la guerra civil, el poeta abandona España con destino a Washington para ocupar un puesto en la embajada cultural y consagrarse a la docencia. Antes de trasladarse a Puerto Rico en 1950, sufre otra crisis depresiva que le conduce a un nuevo internamiento. Se cuenta que Juan Ramón nunca logró superar la nostalgia del exilio -se echaba a llorar si oía hablar en español o escuchaba flamenco- y que éste era uno de los motivos de las constantes crisis que le impedían trabajar en su obra y que obligaban a hospitalizarlo. El 28 de octubre de 1956 fallecía, en San Juan, Zenobia Camprubí después de una larga enfermedad de cáncer, y tras haber renunciado a un tratamiento adecuado en Estados Unidos, ya que J. R. J no soportaba el tráfago de la vida americana y tampoco quería quedarse solo. Después de la desaparición de Zenobia, abatido por una nueva depresión, fue hospitalizado y no volvió a escribir ya más poemas hasta su muerte en 1958. En uno de sus últimos apuntes en una libreta, dejó constancia de su recuerdo atormentado: “A Zenobia de mi alma este último recuerdo de su Juan Ramón, que le adoró como a la mujer más completa del mundo y no pudo hacerla feliz”. Tres días antes de fallecer Zenobia, le había sido concedido al poeta el premio nobel de literatura, “por su poesía lírica que, en el idioma español, constituye un ejemplo de elevado espíritu y pureza artística”. Este implacable proceso de depuración por el que pasa su obra, puede ser resumido con las propias palabras del poeta: “1. Influencia de la mejor poesía “eterna” española, predominando el Romancero, Góngora y Bécquer. -2 El “modernismo”, con la influencia especial de Rubén Darío. -3 Reacción brusca a una poesía profundamente española, nueva, natural y sobrenatural , con las conquistas formales del “modernismo”. -4 Influencias generales de toda la poesía moderna. Baja de Francia. -5 Anhelo creciente de totalidad. Evolución creciente, seguida, responsable, de la personalidad íntima, fuera de escuelas y tendencias. Odio profundo a los ismos y a los trucos. – y siempre Angustia dominadora de eternidad”. Después de un periodo modernista y de exacerbada sensibilidad romántica, surge una poesía más metafísica e íntima que se culmina en 1915 con “Diario de poeta y mar” -antiguamente titulado “Diario de poeta recién casado” y modificado después por el propio Juan Ramón-. En 1917, con “Arenal de Eternidades” -antiguamente, titulado “Eternidades”-, da el salto definitivo hacia la “poesía pura” mediante un verso libre que aparece despojado de adjetivaciones y que busca la precisión de la inteligencia. Pertenecen a este periodo “Piedra y Cielo” (1919) y “Belleza” (1923). Con la publicación en 1949 de “Animal de fondo”, Juan Ramón Jiménez entra en su fase más mística, abrigando una concepción panteísta del mundo y de la vida. El poeta puede alcanzar la redención dedicándose a la Obra, la cual le salva de la aniquilación y le reintegra al Ser total de la belleza.

Después de salir al exilio en 1936, Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí se trasladan  primero a Washinton, más tarde a Cuba, donde pasan un año, antes de recalar en Florida en el año 39. Allí se establecen en Miami, donde pronto será hospitalizado debido a su estado depresivo. De este encierro sale con los proyectos de dos ambiciosos poemas: Espacio y Tiempo, de los que sólo culminará el primero en 1954, poco antes de su muerte. Espacio es su poema más extenso y está compuesto por tres secciones, de las que sólo la primera estaba versificada. En una última versión, prosificó todo el poema y es esta versión la que se ofrece aquí en su integridad.

 En este poema se pueden discernir gran parte de las preocupaciones que han venido caracterizando la poesía de Juan Ramón Jiménez: la sed de unidad, el anhelo de eternidad y una visión panteísta de la vida que se consuma en un esfuerzo por divinizar toda la existencia. Los textos que surgieron en estos años de exilio siguen la marcha ya iniciada hacia una poesía depurada, que se entiende como una forma de conocimiento que culmina en la experiencia de lo inefable. La autenticidad del poeta se mide por su capacidad para liberarse de los conceptos. Las distintas formas de vida –un árbol, un río, un hombre- no se agotan en la individualidad. No son objetos, de ahí que sean refractarios a los conceptos: son elementos eternos orientados a la vida verdadera. En los trece años que tardó en escribir “Espacio” se enfrascó en la lectura Espinosa y Hegel, y este influjo se puede rastrear a lo largo del poema. Como en Espinosa, también en la visión panteísta de Juan Ramón cada ser se esfuerza por perseverar en su ser y respira eternidad.

El poeta anhela la unidad de todo lo que está disperso en la creación y este milagro de unificación puede ser realizado por medio del amor. El amor es la garantía de que la unidad de la creación es posible. La experiencia de esta unidad de las cosas transfigura el mundo y lo vuelve bello, un mundo lleno de paz y armonía. El amor es la experiencia por la que se puede vivenciar la realidad  perfecta, es el ideal que el hombre debe perseguir para hacer su vida completa, una fuerza creadora que, junto con la luz, “todo lo hace y no acaba nunca”. Una vez que se ha accedido a esta visión unificadora de las cosas, el amor yace en la presencia concreta de las cosas, que no son más que imágenes de amor. 

La fuerza del amor es precisamente lo que hace que las cosas sean algo más que cosas, lo que les presta su duración y su eternidad: por su resonancia en nosotros mismos. Lo que ya no es, y es pasado muerto, puede todavía ser resucitado por su supervivencia en la memoria. El yo es algo más que un receptáculo: tiene un universo propio donde todo puede ser recreado de nuevo. Es la gloria suprema del crear que todo ser humano tiene ya en potencia: “todo es nuestro y no se nos acaba nunca”. En esta vivencia de la eternidad de las cosas, la muerte no tiene entidad. La muerte es también vida. Es más, Juan Ramón va a definir la vida como muerte en movimiento, “el nada más y el todo confundidos”. Y es precisamente la muerte la que da sentido a la vida y produce su dinámica propia: la vida es cambio gracias a que se pone la muerte en juego, en movimiento. Juan Ramón se regodea en esta transitoriedad de la vida como si ella fuera garantía de todo el poder y la gloria de cada uno: “No soy presente, soy fuga”, afirmará gozoso. Cada uno lleva en su interior la sustancia de todo lo vivido y por vivir.

Este privilegio que tiene el yo de portar un universo inmenso es lo que le faculta para sentirse inmortal y divinizado. Así puede hablar de tú a tú con los dioses. Lo que asemeja al hombre con los dioses es la capacidad que tiene de urdir un destino: “mi destino soy yo y nada y nadie más que yo”. El poeta se siente emancipado de las fuerzas de los dioses gracias a que el mismo es un destino. Es este destino que se fragua en la libertad del yo lo que da al hombre su fuerza creadora y lo deja liberado para la acción: “En el principio fue el destino, padre de la acción, algo más allá del verbo.” Pero no sólo esta capacidad de fraguar un destino le entronca con los dioses. También su inteligencia. Al igual que los dioses, nos alimentamos de luz: “las estrellas son chispas de nosotros”. Nada es la realidad, dirá Juan Ramón, sin el destino de una inteligencia: “Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tienes tú”. Con esta sentencia, que se convierte en un “leitmotiv”  del poema, Juan Ramón pone toda la fe en la capacidad prometeica del hombre, la promesa que constituye cada hombre de ser lo que quiere ser, de saber espejarse en todas las criaturas para convertirse en la culminación de la creación.

Pero el poeta está en una posición privilegiada para obrar este milagro de deificación propia y divinización de toda la creación. La armonía del todo, que es la promesa de la creación, se puede percibir especialmente en forma de música. Esa música que suena en el fondo de todo y que hace resonar la eternidad de cada cosa. Y al igual que toda la creación canta, que las formas y las imágenes (alas, olas, luz) están llenas de ritmo y de fuerza, el poeta también tiene el don del canto y es consciente del canto cósmico y del suyo propio, que es resonancia de todos los cantos. Es esta armonía de la creación, sentida en ritmos y formas, lo que lleva al poeta a sentirse hermanado con todo lo que percibe hasta hallarse saciado de totalidad y eternidad: “tú y yo, pájaro, somos uno; mi oído es tan justo por tu canto”.


 

ESPACIO

(3 ESTROFAS)

(A GERARDO DIEGO, QUE FUE JUSTO AL SITUAR,

COMO CRÍTICO, EL “FRAGMENTO PRIMERO” DE ESTE “ESPACIO”,

CUANDO SE PUBLICÓ, HACE AÑOS, EN MÉJICO.

CON AGRADECIMIENTO LÍRICO POR LA CONSTANTE HONRADEZ

DE SUS REACCIONES)

 

Siempre he creído que un poema no es largo ni corto, que el escribir de un poeta, como su vivir, es un poema. Todo es cuestión de abrir o cerrar.

El poema largo con asunto épico, vasta mezcla de intriga general de sustancia y técnica, no me ha atraído nunca; no tolero los poemas largos, sobre todo los modernos, como tales, aun cuando, por sus fragmentos mejores, sean considerados universalmente los más hermosos de la literatura.

Creo que un poeta no debe carpintear para “componer” más estenso, un poema, sino salvar, librar las mejores estrofas y quemar el resto, o dejar éste como literatura adjunta. Pero toda mi vida he acariciado la idea de un poema seguido (¿Cuántos milímetros, metros, kilómetros?) sin asunto concreto, sostenido sólo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la luz, la ilusión sucesivas, es decir, por sus elementos intrínsecos, por su esencia. Un poema escrito que sea a lo demás versificado, como es por ejemplo, la música de Mozart o de Prokofief, a la demás música; sucesión de hermosura más o menos inexplicable y deleitosa. Que fuera la sucesiva espresión escrita que despertara en nosotros la contemplación de la permanente mirada indecible de la creación; la vida, el sueño o el amor.

Si yo dijera que “había intentado” tal poema en esta “estrofa” estaría mintiendo. Yo no he “intentado” ni quiero intentar como “empresa” cosa parecida. Lo que esa escritura sea ha venido libre a mi conciencia poética y a mi expresión relativa, a su debido tiempo, como una respuesta formada de la misma esencia de mi pregunta o, más bien, del ansia mía de buena parte de mi vida, por esta creación singular.

Sin duda era en mis tiempos finales cuando debía llegar a mí esta respuesta, este eco del ámbito del hombre hermano.

 

I

FRAGMENTO PRIMERO

(SUCESIÓN)

“Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo”. Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo por vivir. No soy presente sólo sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo, a un lado y a otro,  en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansía míos, presentimiento, olvido. ¿Quién sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios, puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es? Si hay quien lo sabe, yo lo sé más que ése, y quien lo ignora, más  que ese lo ignoro. Lucha entre este ignorar y este saber es mi vida, su vida, y es la vida.

Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas soles como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección; como dioses. Y soy un dios sin espada, sin nada de lo que hacen los hombres con su ciencia; sólo con lo que es producto de lo vivo, lo que se cambia todo; sí, de fuego o de luz, luz: ¿Por qué comemos y bebemos otra cosa que luz y fuego? Como yo he nacido en el sol, y del sol he venido aquí a la sombra, ¿soy de sol, como el sol alumbro?, y mi nostalgia como la de la luna, es haber sido sol de un sol un día y reflejarlo sólo ahora. Pasa el iris cantando como canto yo. Adiós iris, iris, volveremos a vernos, que me ha hecho en el sol, con el sol, en mí conmigo? Estaba el mar tranquilo, en paz el cielo, luz divina y terrena los fundía en clara, plata, oro inmensidad, en doble y sola realidad: una isla flotaba entre los dos, en los dos y en ninguno, y una gota de alto iris perla, gris temblaba en ella. Allí estará temblándome el envío de lo que no me llega nunca de otra parte. A esa isla, ese iris, ese canto yo iré, esperanza májica, esta noche. ¡Qué inquietud en las plantas al sol puro, mientras, de vuelta a mí, sonrío volviendo ya al jardín abandonado! ¿Esperan más que verdear, que florear y que frutar; esperan, como un yo, lo que me espera, más que ocupar el sitio que ahora ocupan en la luz, más que vivir como ya viven, como vivimos; más que quedarse sin luz, más que dormirse y despertar? En medio hay, tiene que haber un punto, una salida, el sitio del seguir más verdadero, con nombre no inventado, diferente de eso que es diferente e inventado, que llamamos, en nuestro desconsuelo, Edén, Oasis, Paraíso, Cielo, pero que no lo es, y que sabemos que no lo es, como los niños saben que no es lo que no es que anda con ellos. Contar, cantar, llorar, vivir acaso, “elojio de las lágrimas”, que tienen (Schubert, perdido, entre criados por un dueño) en su iris roto lo que no tenemos, lo que tenemos roto, desunido. Las flores nos rodean de voluptuosidad, olor, color y forma sensual; nos rodeamos de ellas, que son sexos de colores, de formas, de olores diferentes; enviamos un sexo en una flor, dedicado presente de oro de ideal, a un amor virjen, un amor probado: sexo rojo a un glorioso, sexos blancos a una novicia, sexos violetas a la yacente. Y el idioma ¡qué confusión!, qué cosas nos decimos sin saber lo que nos decimos. Amor, amor, amor (lo cantó Yeats) “amor en el lugar del escremento”. ¿Asco de nuestro ser, nuestro principio y nuestro fin; asco de aquello que más nos vive y más nos muere? Que es, entonces, la suma que no resta; donde está, matemático celeste, la suma que es el todo y que no acaba? Hermoso es no tener lo que se tiene, nada de lo que es fin para nosotros, es fin, pues que se vuelve contra nosotros, y el verdadero fin nunca se nos vuelve. A que chopo de luz me lo decía, en Madrid, contra el aire turquesa del otoño: “Terminaste en ti mismo como yo” Todo lo que volaba alrededor, ¡qué raudo era! Y él qué insigne con lo suyo, verde y oro, sin mejor en el oro que en lo verde. Alas, cantos, luz, palmas, olas, fruta me rodean, me envuelven en su ritmo, en su gracia, en su fuerza delicada; y yo me olvido de mí entre ello, y bailo y canto, y río y lloro por los otros, embriagado. ¿Esto es vivir? ¿Hay otra cosa más que este vivir de cambio y gloria? Yo oigo siempre esa música que suena en el fondo de todo, más allá; ella es la que me llama desde el mar, por la calle, en el sueño. A su  aguda y serena desnudez, siempre estraña y sencilla, el ruiseñor es sólo un calumniado prólogo. (qué letra universal, luego, la suya! El músico mayor la ahuyenta. ¡Pobre del hombre si la mujer oliera, supiera siempre a rosa! ¡Qué dulce la mujer normal, qué tierna, qué suave (Villon), qué forma de las formas, qué esencia, qué sustancia de las sustancias, las esencias, qué lumbre de las lumbres; la mujer, madre, hermana, amante! Luego, de pronto, esta dureza de ir más allá de la mujer, de la mujer que es nuestro todo, donde debiera terminar nuestro horizonte. Las copas de veneno, ¡qué tentadoras son! Y son de flores, yerbas y hojas. Estamos rodeados de veneno que nos arrulla como el viento, arpas de luna y sol en ramas tiernas, colgaduras ondeantes, venenosas, y pájaros en ellas, como estrellas de cuchillo; veneno noto, y el veneno nos deja a veces no matar. Eso es la dulzura, dejación de un mandato, y eso es pausa y escape. Entramos por los robles melenudos; rumoreaban su vejez cascada, oscuros, rotos, huecos, monstruosos, con colgados de telarañas fúnebres; el viento les mecía las melenas, en medrosos, estraños ondeajes, y entre ellos, por la sombra baja, honda, venía el rico olor del azahar de las tierras naranjas, grito ardiente con gritillos blancos de muchachas y niños. ¡Un árbol paternal, de vez en cuando, junto a una casa, sola en un desierto (seco y lleno de cuervos; aquel tronco hueco, gris, lacio, a la salida del verdor profuso, con aquel cuervo muerto, suspendido por una pluma de una astilla, y los cuervos aún vivos posados ante él, sin atreverse a picotearlo, serios). Y un árbol sobre un río. ¡Qué honda vida la de estos árboles; qué personalidad, que inmanencia, qué calma, qué llenura de corazón total queriéndose darse (aquel camino que partía en dos aquel pinar que se anhelaba)! Y por la noche, ¡qué rumor de primavera entera en sueño negro! ¡Qué amigo un árbol, aquel pino, verde, grande, pino redondo, verde, junto a la casa de mi Fuentepiña! Pino de la corona ¿dónde estás? ¿estás más lejos que si yo estuviera lejos? ¡Y qué canto me arrulla tu copa milenaria, que cobijaba pueblos y alumbraba de su forma rotunda y vigilante al marinero! La música mejor es la que suena y calla, que aparece  y desaparece, la que concuerda, en un “de pronto”, con nuestro oír más distraído. Lo que fue esta mañana ya no es, ni ha sido más que en mí: gloria suprema, escena fiel, que yo, que la creaba, creía de otros más que de mí mismo. Los otros no lo vieron; mi nostalgia, que era de estar con ellos, era de estar conmigo, en quien estaba. La gloria es como es, nadie la mueva; no hay nada que quitar ni que poner, y el dios actual está muy lejos, distraído también con tanta menudencia grande que le piden. Si acaso en sus momentos de jardín, cuando acoje al niño libre, lo único grande que ha creado, se encuentra pleno en un sí pleno. ¡Qué bellas estas flores secas sobre la yerba fría del jardín que ahora es nuestro. ¿Un libro, libro? Bueno es dejar un libro grande a medio leer, sobre algún banco, lo grande que termina; y hay que darle una lección al que lo quiere terminar, el que pretende que lo terminemos. Grande es lo breve, y si queremos ser y parecer más grandes, unamos sólo con amor, no cantidad. El no es más que gotas unidas, ni el amor que murmullos unidos, ni tú, cosmos, que cosmillos unidos. Lo más bello es el átomo último, el solo indivisible, y que por serlo no es, ya más, pequeño. Unidad de unidades es lo uno; ¡Y          qué viento más plácido levantan esas nubes menudas al cénit; qué dulce la luz en esta roja suma única! Suma es la vida suma, y dulce. Dulce como esta luz era el amor; ¡qué plácido este amor también! Sueño ¿he dormido? Hora celeste y verde toda; y solos, hora en que las paredes y las puertas se desvanecen como agua, aire, y el alma sale y entra en todo,  de y por todo, con una comunicación de luz y sombra. Todo se ve a la luz de dentro, todo es dentro, y las estrellas no son más  que chispas de nosotros que nos amamos, perlas y bellas de nuestro roce fácil y tranquilo. ¡Qué luz tan buena para nuestra vida y nuestra eternidad. El riachuelo iba hablando bajo por aquel barranco, entre las tumbas,  casas de las laderas verdes; valle dormido, valle adormilado. Todo estaba en su verde, en su flor; los mismos muertos, en verde y flor de muerte; la piedra misma estaba en verde y flor de piedra. Allí se entraba y se salía como en el lento mar, más muerte que la tierra, el mar lleno de muertos de la tierra, sin casa, separados, engullidos por una variada dispersión. Para acordarme de por qué he nacido vuelvo a ti, mar. “El mar que fue mi cuna, mi gloria y mi sustento; el mar eterno y solo que me llevó al amor”; y del amor es este mar que ahora viene a mis manos, ya más duras, como un cordero blanco a beber la dulzura del amor. Amor el de Elísa; ¡Qué ternura, qué sencillez, qué realidad perfecta! Todo claro y nombrado, con su nombre en llena castidad. Y ella, enmedio de todo, intacta de lo bajo entre lo pleno. Si tu mujer, Pedro Abelardo, pudo ser así, el ideal existe, no hay que falsearlo. Tu ideal existió; ¿por qué lo falseaste, necio Pedro Abelardo? Hombres, mujeres, hombres, hay que encontrar el ideal, que existe. Eloísa, Eloísa, ¿en qué termina el ideal, y di, qué eres tú ahora y dónde éstas? ¿Por qué, Pedro Abelardo vano, la mandaste al convento, tú te fuiste con los monjes plebeyos, si ella era el centro de tu vida, su vida, de la vida, y hubiera sido igual contigo ya capado que antes; si era el ideal? No lo supiste, yo soy quien lo vio, desobediencia de la dulce obediente, plena gracia. Amante, madre, hermana, niña tú, Eloísa; qué bien te conocías y te hablabas, qué tiernamente te nombrabas a él; ¡y qué azucena verdadera fuiste! Otro hubiera podido oler la flor de la verdad fatal que dio tu tierra. No estaba seco el árbol del invierno, como se dice, y yo creí en mi juventud; como yo, tiene el verde, el oro, el grana en la raíz y dentro, muy adentro, tanto, que llena de color doble infinito. Tronco de invierno soy, que en la muerte va a dar de sí la copa doble llena que ven sólo como es los deseados. Vi un tocón, a la orilla del mar neutro; arrancado del suelo, era como un muerto animal; la muerte daba a su quietud seguridad de haber estado vivo; sus arterias cortadas con el hacha echaban sangre todavía. Una miseria, un rencor de haber sido arrancado de la tierra, salía de su entraña endurecida y se espandía con el agua y por la arena, hasta el cielo infinito, azul. La muerte, y sobre todo, el crimen, da igualdad a lo vivo, lo más y menos vivo, y lo menos parece siempre, con la muerte, más. No, no era todo menos, como dije un día, “todo es menos”; todo era más, y por haberlo sido, es más morir para ser más, del todo más. ¿Qué ley de vida juzga con su farsa a la muerte sin ley y la aprisiona en la impotencia? ¡Si, todo, todo ha sido más y todo será más! No es el presente sino un punto de apoyo o de comparación, más breve cada vez; y lo que deja y lo que coje, más, más grande. No, ese perro que ladra al sol caído, no ladra en el Monturrio de Moguer, ni cerca de Carmona de Sevilla, ni en la calle Torrijos de Madrid; ladra en Miami, Coral Gables, La Florida, y yo lo estoy oyendo allí, allí, no aquí, no aquí, allí, allí. ¡Qué vivo ladra siempre el perro al sol que huye! Y la sombra que viene llena el punto redondo que ahora pone el sol sobre la tierra, como un agua su fuente, el contorno en penumbra alrededor, después, todos los círculos que llegan hasta el límite redondo de la esfera del mundo, y siguen, siguen. Yo te oí, perro, siempre desde mi infancia, igual que ahora: tú no cambias en ningún sitio, eres igual a ti mismo, como yo. Noche igual, todo sería igual si lo quisiéramos, si serlo lo dejáramos. Y si dormimos, qué abandonada queda la otra realidad. Nosotros les comunicamos a las cosas nuestra inquietud de día, de noche nuestra paz. ¿Cuándo, cómo duermen los árboles? “Cuando los deja el viento dormir”, dijo la brisa. Y cómo nos precede, brisa quieta y gris, el perro fiel cuando vamos a ir de madrugada adonde sea, alegre o pesados; él lo hace todo, triste y contento, antes que nosotros. Yo puedo acariciar como yo quiera a un perro, un animal cualquier, y nadie dice nada; pero a mis semejantes no, no está bien visto hacer lo que se quiera con ellos, si lo quieren como un perro. Vida animal ¿hermosa vida? ¡Las marismas llenas de bellos seres libres, que me esperan en un árbol, un agua o una nube, con su color, su forma, su canción, su jesto, su ojo, su comprensión hermosa, dispuestos para mí que los entiendo! El niño todavía me comprende, la mujer me quisiera comprender, el hombre… no, no quiero nada con el hombre; es estúpido, infiel, desconfiado, y cuando más adulador, científico. Cómo se burla la naturaleza del hombre, de quien no la comprende como es. Y todo debe ser o es echarse a dios y olvidarse de todo lo creado por dios, por sí, por lo que sea. “Lo que sea”, es decir, la verdad única, yo te miro como me miro a mí y me acostumbro a toda tu verdad como la mía. Contigo, “lo que sea”, soy yo mismo, y tú, tú mismo, misma, “lo que seas”. ¿El canto? ¡El canto, el pájaro otra vez! ¡Ya estás aquí, ya has vuelto, hermosa, hermoso, con otro nombre, con tu pecho azul gris cargado de diamante! ¿De dónde llegas tú, tú en esta tarde gris con brisa cálida? ¿Qué dirección de luz y amor sigues entre las nubes de oro cárdeno? Ya has vuelto a tu rincón verde, sombrío. ¿Cómo tú, tan pequeño, di, lo llenas todo y sales por el más? Sí, sí, una nota de una caña, de un pájaro, de un niño, de un poeta, lo llena todo y más que el trueno. El estrépito encoge, el canto agranda. Tú y yo, pájaro, somos uno; cántame, canta tú, que yo te oigo: que mi oído es tan justo por tu canto. Ajústame tu canto más a este oído mío que espera que lo llenes de armonía. ¡Vas a cantar, todo otra primavera, vas a cantar! ¡Otra vez tú, otra vez la primavera! Si supieras lo que eres para mí! ¡Cómo podría yo decirte lo que eres, lo que eres tú, lo que soy yo, lo que crees para mí? ¡Cómo te llamo, cómo te escucho, como te adoro, hermano eterno, pájaro de la gracia y de la gloria, humilde, delicado, ajeno; ánjel del aire nuestro, derramador de música completa! Pájaro, yo te amo como a la mujer, a la mujer, tu hermana más que yo. Si, bebe ahora el agua de mi fuente, picada la rama, salta lo verde; entre, sal, rejistra toda tu mansión de ayer; ¡mírame bien a mí, pájaro mío, consuelo universal de mujer y hombre!; ¡mírame bien a mí, pájaro mío, consuelo universal de mujer y hombre! Vendrá la noche inmensa, abierta toda, en que me cantarás del paraíso, en que me harás el paraíso, aquí, yo, tú, aquí, ante el echado insomnio de mi ser. Pájaro, amor, luz, esperanza; nunca te he comprendido como ahora; nunca he visto tu dios como hoy lo veo, el dios que acaso fuiste tú y que me comprende. “Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tiene tú”. ¡Qué hermosa primavera nos aguarda en el amor, fuera del odio! ¡Ya soy feliz! ¡El canto, tú y tu canto! El canto… Yo vi jugando al pájaro y la ardilla, al gato y la gallina, al elefante y al oso, al hombre con el hombre. Yo vi jugando al hombre con el hombre cuando  el hombre cantaba. No, este perro no levanta los pájaros, los mira, los comprende, los oye, se echa al suelo y calla y sueña ante ellos. ¡Qué grande el mundo en paz; que azul tan bueno para el que puede no gritar, puede cantar; cantar y comprender y amar! ¡Inmensidad, en ti  y ahora vivo; ni montañas, ni casi piedra, ni agua, ni cielo casi, inmensidad y todo y solo inmensidad; esto que abre y que separa el mar del cielo, el cielo de la tierra, y, lleno lejano la totalidad! ¡Espacio y tiempo y luz en todo yo, en todos y yo y todos! ¡ ¡Inmensidad, en ti  y ahora vivo; ni montañas, ni casi piedra, ni agua, ni cielo casi, inmensidad y todo y solo inmensidad; esto que abre y que separa el mar del cielo, el cielo de la tierra, y, lleno lejano la totalidad! ¡Espacio y tiempo y luz en todo yo, en todos y yo y todos! ¡Yo con la inmensidad! Esto es distinto; nunca lo sospeché y ahora lo tengo. Los caminos son sólo entradas o salidas de luz, de sombra, sombra y luz; y todo vive en ellos para que sea más inmenso yo, y tú seas. ¡Qué regalo de mundo, qué universo májico, y todo para todos, para mí, yo! ¡Yo, universo inmenso, dentro, fuera de ti, segura inmensidad! Imájenes de amor en la presencia concreta; suma gracia y gloria de la imagen, ¿vamos a hacer eternidad, vamos a hacer la eternidad, vamos a ser eternidad, vamos a ser la eternidad? ¡Vosotras, yo, podemos crear la eternidad una y mil veces, cuando queramos! ¡Todo es nuestro y nos se nos acaba nunca! ¡Amor, contigo y con la luz todo se hace, y lo que haces, amor, no acaba nunca!

 

2

FRAGMENTO SEGUNDO

(CANTADA)

“Y para recordar por qué he vivido”, vengo a ti, río Hudson de mi mar. “Dulce como esta luz era el amor… Y por debajo de Washington Bridge (el puente más con más de esta New York) pasa el campo amarillo de mi infancia. Infancia, niño vuelvo a ser y soy, perdido, tan mayor, en lo más grande. Leyenda inesperada: “dulce como la luz es el amor” y esta New York es igual que Moguer, es igual que Sevilla y que Madrid. Puede el viento, en la esquina de Broadway, como en la esquina de las pulmonías de mi calle Rascón, conmigo; y tengo abierto la puerta donde vivo, con sol dentro. “Dulce como este sol es el amor” me miraron ventanas conocidas con cuadros de Murillo. En el alambre de lo azul, el gorrión universal cantaba, el gorrión y yo cantábamos, hablábamos; y lo oía la voz de la mujer en el viento del mundo. ¡Qué rincón ya para suceder mi fantasía! El sol quemaba el sur del rincón mío, y en el lunar menguante de la estera, crecía dulcemente mi ilusión, queriendo huir de la dorada mengua. Y por debajo de Washington Bridge, el puente más amigo de New York, corre el campo dentro de mi infancia… “ Bajé lleno a la calle, me abrió el viento la ropa, el corazón, vi caras buenas. En el jardín de St John The Devine, los chopos verdes eran de Madrid, hablé con un perro y un gato en español, y los niños del coro, lengua eterna, igual del paraíso y de la luna, cantaban, con campanas de San Juan, en el rayo de sol derecho, vivo, donde el cielo flotaba hecho armonía violeta y oro, iris ideal que bajaba y subía, que bajaba… “Dulce como este sol era el amor”. Salí por Amsterdam, estaba allí la luna (Morningside); el aire ¡era tan puro! Frío no, fresco, fresco; en él venía vida de primavera nocturna, y el sol estaba dentro de la luna y de mi cuerpo, el sol presente, el sol que nunca más me dejaría los huesos solos, sol en sangre y él. Y entré cantando ausente en la arbolada de la noche y el río que se iba bajo Washington Bridge con sol aún; hacia mi España por mi oriente, a mi oriente de mayo de Madrid: un sol ya muerto, pero vivo; un sol presente, pero ausente; un sol rescoldo de vital carmín, un sol carmín vital en el verdor, un sol vital en el verdor ya negro; un sol en el negror ya luna; un sol en la gran luna de carmín, un sol de gloria nueva, nueva en otro Este; un sol de amor y de trabajo hermoso, un sol como el amor… “Dulce como este sol era el amor”.

 

Y 3

FRAGMENTO TERCERO

(SUCESIÓN)

“Y para recordar por qué he venido”, estoy diciendo yo. “Y para recordar por qué he venido”, conté yo un poco antes, ya por La Florida. “Y para recordar por qué he vivido”, vuelvo a ti, mar, pensé yo en Sitjes, antes de una guerra, en España, del mundo. ¡Mi presentimiento! Y entonces, marenmedio, mar, más mar, eterno mar, con su luna y su sol eterno por desnudos, como yo, por desnudo, eterno; el mar que me fue siempre vida nueva, paraíso primero, primer mar. El mar, el sol, la luna, y ella y yo, Eva y Adán, al fin y ya otra vez sin ropa, y la obra desnuda, y la muerte desnuda, que tanto me atrajeron. Desnudez es la vida y desnudez la sola eternidad… Y sin embargo, están, están, están, están llamándonos a comer, gong, gong, gong, gong, en este barco de este mar, y hay que vestirse en este mar, en esta eternidad de Adán y Eva, Adán de smoking, Eva… Eva se desnuda para comer como para bañarse; es la mujer y la obra y esto, mar, Miami! No, no fue allí en Sitjes, Catalonia, Spain, en donde se me apareció mi mar tercer, fue aquí ya; era este mar, este mar mismo, mismo y verde, verdemismo; no fue el Mediterráneo azulazulazul, fue el verde, el gris, el negro Atlántico de aquella Atlantida. Sijes fue, donde vivo ahora, Maricel, esta casa de Deering, española, de Miami, esta Villa Vizcaya aquí, de Deering, española aquí en Miami, aquí, de aquella Barcelona. Mar, y ¡qué estraño es todo esto! No era España, era La Florida de España, Coral Gables, donde está la España ésta abandonada por los  España ( Spain) guirnaldas  de morada bugainvilia por las rejas. Deering, vivo Destino. Ya está Deering muerto y trasmutado, Deering Destino Deering, fuiste clarividencia mía de ti mismo, tú (y quien habría de pensarlo cuando yo, con Miguel Utrillo y Santiago Ruisiñol gozábamos las blancas salas soleadas, al lado de la iglesia en aquel cabo donde quedó tan pobre el “Cau Ferrat” del Ruiseñor bohemio de albas barbas no lavadas). Deering, sólo el Destino es inmortal, y por eso yo te hago a ti inmortal, por mi Destino. Sí, mi Destino es inmortal y yo, que aquí lo escribo, seré inmortal, igual que mi Destino, Deering. Mi destino soy yo y nada y nadie más que yo; por eso creo en Él y no me opongo a nada suyo, a nada mío, que Él es más que los dioses de siempre, el dios otro, rejidos como yo por El Destino, repartido de la sustancia con la esencia. En el principio fue el Destino, padre de la Acción y abuelo o bisabuelo o algo más allá del Verbo. Levo mi ancla, por lo tanto, izo mi vela para que sople Él más fácil con su viento por las mares serenos o terribles, atlánticos o mediterráneos: prolíficos o los que sean, verdes, blancos, azules, morados, amarillos, de un color o de todos los colores. Así lo hizo, aquel enero, Shelley, y no fue el oro, el opio, el vino, la ola brava, el nombre de la niña lo que se lo llevó por el trasmundo del trasmar: Arroz de Buda, Barrabás de Cristo; yegua de San Pablo; Longino de Zenobia de Palmyra; Carlyle de Keats; Uva de Anacreonte; George Sand de Efebos; Goethe de Schiller (según dice el libro de la mujer  suiza); ómnibus de Curie; Charles Maurice de Gauguin; Esbirro militar de Unamuno; Caricatura infame (“Heraldo de Madrid”) de Federico García Lorca; pieles del Duque de T’Serclaes y Tilly (el borrachero sevillano) que León Felipe usó después en la Embajada mejicana, bien seguro; Gobierno de Negrín, que abandonara el retenido Antonio Machado enfermo ya, con su madre octogenaria y dos duros en el bolsillo por el [helor?] del Pirineo [ilegible] ado en la Banleiu, en Rusia, en Méjico, en la nada. Cualquier forma es la forma que el Destino, forma de muerte o vida, forma de toma y deja, deja, toma; y es inútil huirla ni buscarla. No era aquel auto disparado horrible, igual que un sólido huracán; ni aquella hélice de avión que sorbió mi ser completo y me dejó ciego, sordo, mudo en Barajas, Madrid, aquella madrugada sin Paquita Pechére; ni el doctor amory con su inyección en Coral Gables, Alhambra Circles, y luego con colapso al hospital; ni el papelito sucio, cuadradillo añil, de la denuncia a lápiz, contra mí, Madrid en Guerra, el buzón de aquel blancote de anarquista que me quiso juzgar, con crucifijo y todo, ante la mesa de la biblioteca que fue un día de Nocedal (don Cándido); y que murió la tarde aquella con la bala que era para él (no para mí) y la pobre mujer que se cayó con él, más blanca que mis dientes que me salvaron por blancos; más que él, más limpia, el sucio panadero, en la acera de la calle Lista, esquina con Velázquez. No, no era, no era, no era aquel Destino mi Destino de muerte todavía. Pero, de pronto, ¿qué inminencia alegre, mala, indiferente, absurda? Ya pasó lo anterior y ya está en este aquí, este esto aquí está esto, y ya, y ya estamos nosotros, igual que es una pesadilla náufraga o un sueño dulce, claro, embriagador, con ello. La ánjela de la guarda nada puede contra la vigilancia exacta, con el exacto dictar y decidir, contra el exacto obrar de mi Destino, porque el Destino es natural y artificial el ánjel, la ánjela. Esta inquietud tan fiel que reina en mí, que no es del corazón, ni del pulmón, ¿de dónde es? Ritmo vejetativo es (lo dijo Achucarro primero y luego Marañón) mi tercer timo, más cercano, Goethe, Claudel, al de la poesía, que los vuestros. Los versos largos vuestros, cortos, vosotros, con el pulso de otra o con el pulmón propio. ¡Cómo pasa este ritmo, este ritmo, río mío, fuga de faisán de sangre ardiendo por mi ojos diluidos en rojo, a qué compases infinitos! Deja este ritmo timbres de aires y de espumas en los oídos, y sabores de ala y de nube en que el quemante paladar, y olor a piedra con rocío, y tocar cuerdas de olas. Dentro de mí hay uno que está hablando, hablando, hablando ahora. No lo puedo callar, no se puede callar. Yo quiero estar tranquilo con la tarde, esta tarde de loca creación, (no se deja callar, no lo dejo callar). Quiero el silencio en mi silencio, y no lo sé callar a éste, ni se sabe callar. ¡Calla, segundo yo, que hablas como yo y que no hablas como yo; calla, maldito! Es como el viento ese con la ola; el viento que se hunde con la ola inmensa, ola que sube inmensa con el viento; ¡y qué olor de olor y de sonido, qué dolor de color, y qué dolor de toque, de sabor de ámbito de abismo! ¡De ámbito de abismo! Espumas vuelan, choque de ola y viento en mil primaverales verdes blancos, que son festones de mi propio ámbito interior. Vuelan las olas y los vientos pesan, y los colores de ola y viento juntos cantan, y los olores fuljen reunidos, y los sonidos todos son fusión, fusión y fundición de gloria vista en el juego del viento con la mar. Y ése era el que hablaba, qué mareo, ése era el que hablaba, y era el perro que ladraba en Moguer, en la primera estrofa. Como en sueños, yo soñaba una cosa que era otra. Pero si yo no estoy aquí con mi cinco sentidos, ni el mar ni el viento son viento ni mar; no están gozando viento y mar si no los veo, si no los digo y lo escribo que lo están. Nada es la realidad sin el Destino de una inteligencia. ¿No es verdad, ciudad grande de este mundo? ¿No es verdad, di, ciudad de la unidad posible, donde vivo? ¿No es verdad la posible unidad aunque no gusten los desunidos por Color o por Destino, por Color que es Destino? Si, en la ciudad del sur ya, persisten estos claros de campo rojiseco, igual que en mi persisten, hombre pleno, las trazas del salvaje en cara y mano y en vestido; y el salvaje de la ciudad dormita en ellos su civilización olvidada, olvidando las reglas, las prohibiciones y las leyes. Allí el papel tirado, inútil crítica, cuento estéril, absurda poesía; allí el vientre movido al lado de la flor y si la soledad es hora sola, el pleno ayuntamiento de la carne con la carne, en la acera, en el jardín llenos de otros. El negro lo prefiere así también, y allí se iguala al blanco con el sol en su negrura él, y el blanco negro con el sol en su blancura, resplandor que conviene más, como aureola, al alma que es un oro en veta como mina. Allí los naturales tesoros valen más, el agua tanto como el alma; el pulso tanto como el pájaro, como el canto del pájaro: la hoja tanto como la lengua. Y el hablar es lo mismo que el rumor de los árboles, que conversación perfectamente comprensible para el blanco y el negro. Allí el goce y el deleite, y la risa y la sonrisa, y el llanto y el sonlloro son iguales por fuera que por dentro; y la negra más joven, esta Ofelia que, como la violeta silvestre oscura, es delicada en sí sin el colejio ni el concierto, sin el museo ni la iglesia, se iguala con el rayo de luz que el sol echa en su cama, y le hace iris la sonrisa que envuelve un corazón de igual color por dentro que el negro pecho satinado, corazón que es el suyo, aunque el blanco no lo crea. Allí la vida está más cerca de la muerte, la vida que es la muerte en movimiento, porque es la eternidad de lo creado, el nada más, el todo, el nada más y el todo confundidos; el todo por la escala del amor en los ojos hermosos que se anegan en sus aguas mismas, unos en otros, grises o negros como los colores del nardo y de la rosa; allí el canto del mirlo libre y la canaria presa, los colores de la lluvia en el sol, que corona la tarde, sol lloviendo. Y los más desgraciados, los más tristes vienen a consolarse de los fáciles buscando los restos de su casa de Dios entre lo verde abierto, ruina que persiste entre la piedra prohibitoria más que la piedra misma; y en la congregación del tiempo en el espacio, se reforma una unidad mayor que la de los fonteros escojidos. Allí se escoje bien entre lo mismo ¿mismo? ¿La mueblería estraña, sillón alto redicho, contornado, presidente incómodo; la alfombra con el polvo pelucoso de los siglos; la estantería de cuarenta pisos columnados, con los libros en orden de disminución, pintados o cortados a máquina, con el olor a gato; y las lámparas secas con camellos o timones; los huevos por perillas en las puertas; los espejos opacos inclinados en marco cuádruple, pegajoso barniz, hierro mohoso; los cajones manchados de jarabe (Baudelaire, hermosa taciturna, Poe). Todos somos actores aquí, y sólo y sólo actores, y el teatro es la ciudad y el campo y el horizonte ¡el mundo! Y Otelo con Desdémona será lo eterno. Esto es el hoy todavía, y es el mañana aún, pasar de casa en casa del teatro de los siglos, a lo largo de la humanidad toda. Pero tú en medio, tú mujer de hoy, negra o blanca, americana, asiática, europea, africana, oceánica; demócrata, republicana, comunista, socialista, monárquica; judía, rubia, morena; inocente o sofística; buena o mala; perdida indiferente; lenta o rápida, brutal o soñadora: civilizada, civilizada toda llena de manos, caras, campos naturales, muestras de un natural único y libre, unificador de aire, de agua, de árbol, y ofreciéndote al mismo dios de sol y luna únicos; mujer, la nueva siempre para el amor igual, la sola poesía. Todos hemos estado reunidos en la casa agradable blanca y vieja; y ahora todos (y tú, mujer sola de todos) estamos separados. Nuestras casas saben bien lo que somos; nuestros cuerpos, ojos, manos, cinturas, cabezas en su sitio; nuestros trajes en su sitio, en un sitio que hemos arreglado de antemano para que nos espere siempre igual. La vida es este unirse y separarse, rápidos de ojos, manos, bocas, brazos, piernas; cada uno en la busca de aquello que lo atrae o lo repele. Si todos nos uniéramos en todo (y en color, tan lijera superficie) estos claros del campo nuestro, nuestro cuerpo, estas caras y estas manos, el mundo un día nos sería hermoso a todos, una gran palma sólo, una gran fuente sólo, todo unido y apretado en un abrazo como el tiempo y el espacio, un astro humano, el astro del abrazo por órbita de paz y de armonía… “Bueno, sí, dice el otro, como si fuera a mí, al salir del museo después de haber tocado el segundo David de Miguel Ángel. Ya el otoño. ¡Saliendo! ¡Qué hermosura de realidad! ¡La vida, al salir de un museo! No luce oro la hoja seca, canta oro, y canta rojo y cobre y amarillo; una cantada aguda y sorda, aguda con arrebato de mejor sensualidad. ¡Mujer de otoño, ¡árbol hombre! ¡cómo clamáis el gozo de vivir, al azul que se alza con el primer frío! Quieren alzarse más, hasta lo último de ese azul que se alza con el primer frío! Quieren alzarse más, hasta lo último de ese azul que es más limpio, de incomparable desnudez azul. Desnudez plena y honda del otoño, en la que el alma y carne se ve mejor que son más que una. La primavera cubre el idear, el invierno deshace el poseer, el verano amontona el descansar; otoño, tú, el alerta, nos levantas descansado, rehecho, descubierto, al grito de tus cimas de invasora evasión. ¡Al sur, al sur! Todos deprisa. La mudanza, de tus cimas de invasora evasión. ¡Al sur, al sur! Todos deprisa. La mudanza y después la vuelta; aquel huir, aquel llegar en los tres días que nunca olvidaré, que no me olvidarán. ¡El sur, el sur, aquellas noches, aquellas nubes de aquellas noches de conjunción cercana de planetas; qué ir llegando tan hermoso a nuestra casa blanca de Alhambra Circle en Coral Gables, Miami, La Florida! Las garzas blancas habladoras en noches de excursiones altas. En  noches de excursiones altas he oído por aquí hablar a las estrellas, en sus congregaciones palpitantes de las marismas de lo inmenso azul, como a las garzas blancas de Moguer, en sus congregaciones palpitantes por las marismas de lo verde inmenso. ¿No eran espejo que guardaban vivos, para mi paso por debajo de ellas, blancos espejos de alas blancas, los ecos de las garzas de Moguer? Hablaban, yo lo oí, como nosotros. Esto era en las marismas de la Florida llana, la tierra del espacio con la hora del tiempo. ¡Qué soledad, ahora, a este sol del mediodía! Un zorro muerto por un coche; una tortuga, atravesando lenta el arenal, una serpiente resbalando undosa de marisma a marisma. Apenas gente; sólo aquellos indios en su cerca de bruma, tan pintaditos para los turistas: ¡Y las calladas, las tapadas, las peinadas, las mujeres en aquellos corrales de las hondas marismas! Siento sueño; no, ¿no fue un sueño de los indios que huyeron de la caza cruel de los tramperos? Era demasiado para un sueño, y no quisiera yo soñarlo nunca… Plegadas alas en alerta unido de un ejército cárdeno y cascáreo, a un lado y otro del camino llano que daba sus pardores al fiel mar, los cánceres osaban craqueando erguidos (como en un agrio rezo de eslabones) al sol de la radiante soledad de un dios ausente. Llegando yo, las ruidosas alas se abrieron erijidas, mil seres ¿pequeños? Ladeándose en sus ancas agudas. Y, silencio; un fin, silencio. Un fin, un dios que se acercaba. Un cáncer, ya un cangrejo y solo, quedó en el centro gris del arenal, más erguido que todos, más abierta la tenaza sérrea de la mayor boca de su armario; los ojos periscopios tiesos, clavando su vibrante enemistad en mí. Bajé lento hasta él, y con el lápiz de mi poesía y de mi crítica, sacado del bolsillo, le incité a que luchara. No se iba el David, no se iba el David del literato filisteo. Abocó el lápiz amarillo con su tenaza, y lo lo levanté con el cojido y lo jiré a los horizontes con un impulso mayor, mayor, mayor, una órbita mayor, y él aguantaba. Su fuerza era tan poca para mí, más tan poco, que era. Era cáscara vana; un nombre nada más, cangrejo; y ni un adarme, ni un adarme de entraña; un hueco igual que cualquier hueco, un hueco en otro hueco. Un hueco era el héroe sobre el suelo y bajo el cielo, un hueco, un hueco aplastado por mí, que el aire no llenaba, por mí, por mí; sólo un hueco, un vacío, un heroico secreto de un frío cáncer hueco, un cangrejo hueco, un pobre David hueco. Y un silencio mayor que aquel silencio llenó el mundo de pronto de veneno, un veneno de hueco; un principio, no un fin. Parecía que el hueco revelado por mí y puesto en evidencia para todos, se hubiera hecho silencio, o el silencio, hueco; que se hubiera poblado aquel silencio numerable de innúmero silencio hueco. Yo sufría que el cáncer era yo, y yo un gigante que no era sólo yo y que me había a mí pisado y aplastado. ¡Qué inmensamente hueco me sentía, qué monstruoso de oquedad erguida, en aquel solear empederniente del mediodía de las playas desertadas!  ¿Desertadas? Alguien mayor que yo y el nuevo yo venía, y yo llegaba al sol con mi oquedad inmensa, al mismo tiempo; y el sol me derretía lo hueco, y mi infinita sombra me entraba al mar y en él me naufragaba en una lucha inmensa, porque el mar tenía que llenar todo mi hueco. Revolución de un todo, un infinito, un caos instantáneo de carne y cáscara, de arena y ola y nube y frío y sol, todo hecho total y único, todo Abel y Caín, David y Goliat, cáncer y yo, todo cangrejo y yo. Y en el espacio de aquel hueco inmenso y mudo, dios y yo éramos dos. Conciencias… Conciencia, yo, el tercero, el caído, te digo a ti (¿me oyes ti, conciencia?). Cuando te quedes  libre de este cuerpo, cuando te esparzas en lo otro (¿qué es  lo otro?) ¿te acordarás de mí con amor hondo; este amor hondo que yo creo que tú, mi tú y mi cuerpo se han tenido tan llenamente, con un convencimiento doble que nos hizo vivir un convivir tan fiel como el de un doble astro cuando nace en dos para ser uno? ¿Y no podremos ser por siempre lo que es un astro cuando nace en dos para ser uno? ¿y no podremos ser por siempre lo que es un astro hecho de dos? No olvides que, por encima de lo otro y de los otros, hemos cumplido como buenos nuestro mutuo amor. Difícilmente un cuerpo habría amado así a su alma, como mi cuerpo a ti, conciencia de mi alma, porque tú fuiste para él suma ideal y él se hizo por ti, contigo lo que es.  ¿Tendré que preguntarte lo que fue? Esto lo sé yo bien, que estaba en todo. Bueno, si tú te vas dímelo suponiendo que estás con él. Él quisiera besarte con un beso que fuera todo él, quisiera deshacer su fuerza en este beso, para que el beso quedara para siempre como algo, como un abrazo, por ejemplo, de un cuerpo y su conciencia en el hondón más hondo de lo hondo eterno. Mi cuerpo no se encela de ti, conciencia, mas quisiera que al irte fueras todo él, y que dieras a él, al darte tú a quien sea, lo suyo todo, este amar que te ha dado tan único, tan solo, tan grande como lo único y lo solo. Dime tú todavía: ¿No te apena dejarme? ¿Y por qué te has de ir de mí, conciencia? ¿No te gustó mi vida? Yo te busqué tu esencia. ¿Qué sustancia le pueden dar los dioses a tu esencia, que no pudiera darte yo? Ya te lo dije al comenzar: “Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo”. ¿Y te has de ir de mí tú, tu a integrarte en un dios, en otro dios que éste que somos mientras tú estás en mí, como de Dios?


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