A mi amigo
Pepe, que me recitaba el “Macario” de Rulfo casi de memoria.
Se tiene la
idea de que correr tras el propio sombrero es humillante, y cuando la gente
dice que es humillante lo que quiere decir es que resulta cómico. Y no hay duda
de que así es; pero el hombre es una criatura muy cómica, y la mayor parte de
las cosas que hace son cómicas, como comer, por ejemplo. Y las cosas más
cómicas son precisamente las que más vale la pena hacer, como hacer el amor. Un
hombre que corre tras su sombrero no es ni la mitad de ridículo que uno que
corre tras su mujer. (G.K. Chesterton)
Pero yo de lo que quería hablar es de mi sombrero, y por eso he empezado a referirme al viento, porque de todo lo que me había pasado esa mañana con mi sombrero yo le echo la culpa al viento, un viento enfurruñado que había empezado a soplar contra mi cara nada más salir de casa y que me había obligado a llegar tarde al trabajo. Recuerdo que todos íbamos andando por la acera muy despacio y como a tientas, como con miedo de que el viento nos tirase por el suelo. Yo he logrado mantenerme erguido a duras penas, contoneándome como un equilibrista y, cuando ya estaba a punto de entrar por las puertas de la oficina, he visto con estupor que no se querían abrir. Yo llevaba tanta prisa, que me ha faltado poco para estrellarme contra los cristales. Se me ha ocurrido entonces pensar que tal vez el viento húmedo se había infiltrado por el engranaje de la maquinaria y la había oxidado, o que una hoja seca se había colado por el carril de la puerta corredera, he esperado con paciencia a que el guardia de seguridad apretase el botón del mecanismo, mientras me quedaba pensando en las innumerables razones por las que la puerta se había podido atascar. Pero el guardia de seguridad se me ha quedado mirando desde el otro lado de la puerta corredera de cristal como si fuera un bicho raro. Me he puesto en jarras, mi cara ha comenzado a gesticular como si quisiera abrir la puerta con los gestos, y por fin he gritado, pero el guardia ha sonreído y se ha limitado a tocarse su gorra de plato con el índice, como poniéndole un signo de interrogación. Entonces ha comenzado a darme vueltas la cabeza. Porque al pasarme la mano por arriba, tal como me ha señalado el guardia, he notado al tacto que tenía todo el pelo desordenado y que ya no llevaba el sombrero puesto. He tenido tanta vergüenza de verme así, despeinado y sin sombrero, al pie de la oficina, que he sentido cómo me subían todos los colores a la cara, he girado bruscamente sobre mis talones, y me he dado la vuelta a paso rápido con la intención de lanzarme en busca del sombrero, sin el cual nunca me sería posible entrar en la oficina.
Pero en cuanto
me he alejado unos metros de la fábrica me he dado cuenta de que no me acordaba
del camino recorrido esa mañana. Pues precisamente había decidido
dar un rodeo y tomar las calles más estrechas para que el viento no me
derribase. Así que enseguida comprendí que aquella búsqueda se iba a hacer más
engorrosa de lo que pensaba. Cada pocos metros debía detenerme, inspeccionar el
terreno, incluso extender la mirada más allá del recorrido y adivinar hacía qué
lugares podía haber sido aventado mi sombrero. Me desalentaba la idea de que mi
sombrero pudiera estar volando por otras calles, muy lejos del lugar donde lo
había perdido. Podía resultar, además, que aquel sombrero, que yo buscaba
aplastado y descompuesto lejos de mi cabeza, anduviese a la chita callando
encima de alguna de esas otras cabezas apresuradas que yo veía corriendo hacia
el trabajo. El andar por la calle con la cabeza desnuda me había despejado las
ideas y me había dado una nueva perspectiva: me percaté agudamente de una cosa
que a menudo se nos pasa desapercibida cuando estamos obligados a llevar
sombrero. El viento era tan fuerte, que todos aquellos con los que me
encontraba iban agarrándose con las dos manos el sombrero para que no se lo
volase el viento, con ese gesto acomplejado con el que algunas mujeres se
agarran sus faldas en los días desapacibles. Entonces pensé que algún paseante
podía haber tenido la fortuna de mirar para el suelo y encontrarse mi sombrero
nuevo, tirar el suyo viejo e irse al trabajo corriendo, mientras se agarraba
con las dos manos a mi sombrero. He ahí una nueva dificultad con la que no
había contado y que me estaba empezando a causar quebraderos de cabeza. Porque
si todos los transeúntes con los que me encontraba se iban agarrando el
sombrero a manos llenas ¿cómo podría saber que ese sombrero que portaban sobre
la cabeza era el mío, si ni siquiera conseguía ver más que el gesto de
agarrarse el sombrero encima de sus cabezas? ¿Y qué haría en caso de que por
fin acabase reconociendo mi sombrero en una cabeza ajena? ¿Se lo reclamaría
cortésmente a su portador, o bien se lo arrebataría de un ligero manotazo, así,
sin más, sin hacer preguntas? Porque si de algo ya estaba seguro, cuando me
lancé a la búsqueda de mi sombrero, es que no iba a recuperarlo por las buenas.
Pero por algún
lado tenía que empezar, y me puse a buscar en el interior de un parque situado
a unos pocos metros de la oficina. El viento todavía seguía soplando con fuerza
y arrastraba un vendaval de hojas secas y amarillas, que era precisamente el
color que tenía mi sombrero. Era un viento formidable que no paraba de
zarandear los árboles y de arrancar hojas, así que bien podía hallarse mi
sombrero enterrado bajo aquella gruesa capa de hojarasca. Intenté dar patadas
en el terreno más denso, pero enseguida me cansé de aquella tarea absurda, y me
puse entonces a mirar debajo de los bancos. Sin embargo, en casi todos los
bancos había alguien leyendo a duras penas su periódico o parejas que se
abrazaban protegiéndose del viento. Ponerme a mirar debajo de los bancos,
mientras estaban así tan afanados, me hacía pasar por un loco. Además, notaba
que la gente que paseaba por el parque a aquella hora de la mañana miraba con
verdadera desconfianza mi cabeza destocada. Cerca de donde estaba buscando,
pasó una mujer joven con la melena al viento y fisgando, tal como yo lo estaba
haciendo, por debajo de los bancos. Por sus movimientos agitados, se veía que
estaba desesperada. En cuanto vi a aquella mujer, con la mirada pávida,
intentando apresar el sombrero que sin duda se le había volado, me empezó a dar
la risa, pues estaba empezando a verme reflejado en ella y me percataba de que
toda aquella gran pérdida que había comenzado a angustiarme no consistía más
que en un trozo de fieltro insignificante, y de que igual que había extraviado
yo mi sombrero, lo habían extraviado también otros muchos y de que, si no daba
con mi sombrero, bien podría toparme con otro sombrero ancho y ajeno en el que
pudiera incrustarse mi cabeza y lograr así pasar aquella mañana desapercibido.
Aquella
revelación me había venido a dar un nuevo impulso, pues ahora sabía que no
debía empeñarme en buscar un único sombrero, sino cualquier sombrero; no
importaba cuál, no importaba de quién. El caso era entrar en la fábrica con un
sombrero, aunque fuese viejo, o sucio, o estuviese pasado de moda. Nadie iba a
darse cuenta de que entraba sin mi sombrero. Si era necesario, estaba dispuesto
a entrar en la fábrica con un sombrero de mujer. Solamente tenía que aguardar a
que se levantase el viento con el mismo ímpetu que lo había hecho a primera
hora de la mañana y que comenzaran a volar los sombreros. Y aunque a aquella
hora ya no hacía tanto viento, se había puesto a llover, y la gente que paseaba
por las calles comenzaban a correr, a cubrirse con la capucha del abrigo, a
entoldar los cochecitos de los niños y a parapetarse bajo el periódico alzado.
Y también comenzaron a abrirse los primeros paraguas. Al principio, mientras el
viento sólo estaba comenzando a tomar vuelo y arremolinaba impacientemente papeles
y hojas secas, los paraguas se inclinaban contra el cielo, tensos y erectos;
pero luego fueron abarquillándose y doblándose como guantes, hasta que
comenzaron a desvarillarse en cuestión de minutos. Entonces fue cuando arreció
otra vez el viento: las personas con las que me cruzaba se inclinaban casi
contra el suelo, con expresión de llanto, mientras se agarraban la cabeza, y el
cielo se ponía negro, como encapotado también por una lluvia de sombreros. Por
primera vez, en aquella mañana ventosa, yo me encontraba a mis anchas. Como no
tenía nada que perder, encontré enseguida el primer sombrero: se había quedado
atorado entre el bordillo y la rueda de un coche aparcado. Un sombrero gris de
ala corta que tenía todo el aspecto de haber pertenecido a un funcionario con
cabeza de huevo. Y sucedió que en cuanto me lo puse, comenzó a entrarme la
desgana. Ya no quería seguir buscando mi sombrero, ni quería estar en la calle,
ni tampoco quería irme para casa, ni estar en ningún lado. Era el primer
sombrero ajeno que me ponía y nunca me había sentido peor. Llegué a pensar que
pertenecía a alguien que se había muerto recientemente. Me lo quité enseguida y
fue como si hubiera revivido. Entonces fue cuando me di cuenta de que no era
tan sencillo entrar en el trabajo con un sombrero cualquiera, que enseguida el
sombrero me delataría y comenzaría a comportarme como un hombre distinto al que
yo era.
Esto lo descubrí
en cuanto me puse el segundo sombrero. Era un sombrero de paño basto, lleno de
lamparones y con un fuerte olor aguardientoso. Lo encontré a los pocos metros
de donde había arrojado el anterior sombrero. Estaba visto que aquella mañana
sobraban los sombreros. A pesar de que en cuanto lo vi me pareció un
sombrero despreciable, me agaché a recogerlo y me lo metí por dentro de la
americana, por si acaso no conseguía otro más adecuado. Pero tal vez por
vergüenza de haber cogido aquella cosa inmunda, comencé a sacarlo en cuanto
pasaba alguien frente a mí, me ponía a zigzaguear y a hacer extrañas
reverencias, y las acompañaba de gestos de manos que iban dibujando complicados
arabescos. Comprendí enseguida que aquellos gestos eran gestos de borracho,
pues apenas me lo senté en la cabeza me entraron unas ganas locas de meterme en
el primer bar que me salió al encuentro. Empecé a barruntar entonces, mientras
pedía mi café al camarero de la barra, que aquel sombrero que yo llevaba en la
cabeza era el de un borracho que había contraído el vicio de pedir una copa de aguardiente
con cada café, y que había adquirido la costumbre de volver a pedir que le
doblasen la copa. En cuanto me quité aquel sombrero que apestaba a aguardiente,
logré levantarme de la mesa donde había dejado una hilera de copas
vacías. Aquello era lo más extraño que me había ocurrido en la vida,
pues hasta entonces no me había visto en la necesidad de ponerme el sombrero de
nadie. Consulté el reloj, mientras salía por la puerta giratoria a la calle
enfurecida por el viento, y me dio un vuelco el corazón cuando
comprobé que había permanecido en aquel café cerca de dos horas
tomándome aguardientes para hacer carajillos, y que, mientras había permanecido
bajo la influencia de aquel sombrero casposo, me había sentido con la
conciencia empobrecida, como en penumbra, y de la misma manera había
permanecido durante los quince años que había estado trabajando en la fábrica
bajo la influencia de mi propio sombrero, sin conciencia de ser quien era, como
si la torpe mano que había estado dibujando mi figura no fuera mi propia mano.
Ahora que estaba viendo como el viento forcejeaba con los viandantes, y cómo
los viandantes corrían tras su propio sombrero, como quien corre tras su propia
sombra, me estaba dando cuenta de que aquello tras lo que corrían no tenían
ningún valor, como ningún valor tenía el sombrero que había perdido aquella
mañana y en el que yo quería meterme a toda costa como si fuese mi propia
madriguera. Mientras veía a todos aquellos hombres y mujeres cómo corrían tras
su sombrero, y se tironeaban de los pelos, y se daban codazos e incluso se
lanzaban al suelo como un gato tras su ratón, me empezaba a entristecer la idea
de que ya no sabía quién era, porque en realidad, en aquel momento, yo ya no
quería ser nadie, y sabía que todo aquello surgía de la sensación de no llevar
sombrero. Pensaba que, si permanecía durante algunos minutos más sin el
sombrero, me olvidaría de mi nombre, de mi casa y de mi trabajo, y me sentiría
mucho más ingrávido. Y entonces comencé a sentir curiosidad por los pasos que
iba a dar aquel hombre sin sombrero, y empecé a sentir respeto y temor a la
vez. Pero antes tenía que rematar la prueba y buscar unos cuantos sombreros
más, y ver qué tal me sentaban, y cuál era el que más me convenía, pues estaba
descubriendo, ahora que tenía los sentidos abiertos y a flor de piel, que cada
sombrero exhibía su propia personalidad, y que, a poco que aguzase el oído, era
capaz de escuchar voces que no salían de mi propia cabeza, sino que procedían
de los sombreros que iba calándome. Eran las voces de sus dueños -me dije- que
habían quedado allí dentro, ahogadas como los ecos de un pozo. Empecé a darme
cuenta, en medio de aquel viento furibundo que se estaba llevando tantos sombreros,
que yo no era el único que se había puesto uno que no era el suyo, pues cada
vez observaba por las aceras más hombres que arrojaban su sombrero como con
asco de habérselo llevado a la cabeza, y zigzagueaban, y saltaban como galgos
siguiendo el rastro de otro sombrero aventado por el aire, con la esperanza de
que aquel sombrero que estaban a punto de dar alcance por fin les conviniese a
aquellas cabezas vacías. Pero llevar el propio sombrero no era mucho mejor que
ponerse cualquier otro. Resultaba si acaso peor, pues mientras uno se
encontraba amparado bajo su sombrero, nunca lo soltaría, nunca llegaría a
pensar que tal vez su sombrero era tan ridículo y despreciable como el resto de
los sombreros que uno se encontraba por todos partes. Aquellos sombreros custodiaban
las voces de sus dueños, y acaso sus vicios y costumbres, y entonces uno se quedaba
hipnotizado y seguía al pie de la letra las instrucciones que iba recibiendo, y
acababa realizando todo cuanto se le pedía que hiciese, hasta que por fin
quedaba fundido con su propio sombrero.
Me había dado
cuenta, por tanto, que yo necesitaba en aquel momento un sombrero muy
particular, un sombrero lo más ingrávido posible, y cuyo peso no acabase por
sepultar las pocas ideas genuinas que todavía podían germinar en mi cabeza.
Deseché con aprensión, incluso con asco, varios sombreros que pasaron
serpenteando por la acera, lejos de sus afanosos dueños. Y no es que no fueran
sombreros impecables, incluso había alguno con cierto empaque, pero desconfiaba
yo de los sombreros como recién sacados de su molde. Así que pensé que ninguno
me servía, y ya empezaba a sentirme desolado y con ganas de volverme a casa,
cuando vi delante de mí a una señora mayor que andaba muy despacio, cerrándome
el paso por una acera estrecha, y que acababa de apartar, con la punta de su
paraguas, un miserable sombrero hongo de color negro, no muy limpio,
ciertamente, e incluso algo lastimado. Pero lo reconocí enseguida. Se trataba
del mismo sombrero que había visto lanzar por los aires muchas mañanas a un
volatinero del barrio, mientras amenizaba con cabriolas a los conductores que
esperaban en el semáforo a que cambiase el disco. A pesar de que parecía un
sombrero de pobre, aquel sombrero estaba acostumbrado a llevar en su regazo
dinero contante y sonante, y cuando lo recogí de la carretera sentí como si
hubiese sonado un cascabeleo de cabra saltarina. Y mientras me calaba aquel
sombrero de payaso en la cabeza, veía yo claro que no me hacía falta el
sombrero, e incluso que no necesitaba para nada la cabeza; sentía que, mientras
yo lanzaba el sombrero al aire, tal como había visto hacer todas las mañanas a
aquel volatinero, mi cerebro iba tomando más y más oxígeno, y comenzaban a
chisporrotear dentro de él brillantes ideas que me sublevaban y que me pedían
que rompiese las ligaduras que me amarraban al suelo. Lanzaba el sombrero todo
lo más alto que podía, mientras me echaba a correr sin complejos, como no lo
hacía desde que era niño, y observaba cómo el viento se infiltraba por sus
forros e interioridades, y lo atraía, y lo alejaba, y lo hacía caracolear como
si fuese una cometa perdida, y me lo devolvía con un aire feliz y nuevo; luego
le daba una patada, o lo atrapaba con la contera del paraguas, o con un ligero
escorzo de mano me lo llevaba a la cabeza. Cada vez que yo fallaba, y el
sombrero caía en un charco desde tanta altura, lo recogía bañado en unas gotas
de rocío deslumbrantes y me arrancaba una explosión de risa, pues al pronto me
lo colocaba así mojado, y me refrescaba la cabeza, y el agua me chorreaba por
la frente, hasta que una gota me humedecía los ojos y me ponía a llorar de
alegría, pues por fin creía haber encontrado mi sombrero. Pero hubo un momento
en que el sombrero se alzó tan alto que no pude darle alcance con la vista, y
se me quedó enganchado en la rama de un árbol. Fue entonces, mientras sentía
que me quedaba estúpidamente vacío, y que así podría quedarme plantado como un
espantapájaros en aquel lugar para siempre, a tan sólo unos metros de la
fábrica donde trabajaba, cuando me di cuenta de que para nada necesitaba yo
ningún sombrero. Que aquella necesidad absurda había sido el gran error de mi
vida. Llevaba yo meses sin tener pensamientos ebrios, y ahora lo veía todo
claro: se me habían caído, por fin, todos los palos del sombrajo. Y tendría que
volver al trabajo para recoger mis cosas y despedirme, pero para entrar en la
fábrica necesitaba el sombrero, y ya empezaba a sospechar que la noche anterior
no había regresado a casa con el sombrero en la cabeza, que era inútil que
recorriese el largo camino a casa para buscarlo allí también, por la sencilla
razón de que había olvidado recogerlo del depósito de sombreros antes de salir
de la oficina. Sin duda, la falta de sombrero me estaba haciendo flaquear la
memoria para recordarlo. Pero estaba convencido de que allí, en aquel casillero
ordenado por plantas y secciones, dentro de la casilla con mi número de ficha,
se hallaba mi sombrero. Y desde luego, mientras allí estuviese mi sombrero,
sabía que me sería imposible entrar en las oficinas de la fábrica.
Otra vez me
encontraba allí, al pie de la fábrica, y de nuevo sin sombrero, precisamente a
la hora en que la gente salía de ella para comer el bocadillo. Y tenía que
actuar rápido, pues la idea de ver a mis compañeros saliendo de la fábrica con
el sombrero en sus cabezas comenzaba de verdad a repugnarme. Comencé a dar
vueltas por todo el edificio, buscando algún escondrijo por el que pudiera
colarme, pero todo era más complicado de lo que había pensado. Por la puerta
principal había que llevar la contraseña calada en la cabeza; por el garaje era
inexcusable pasar con coche; había, en el flanco que daba a un callejón sin
salida, un portón con ascensor para discapacitados, pero el ascensorista no
dejaba entrar a nadie que no llegase con bastón o en silla de ruedas. Seguí
dando vueltas buscando algún acceso en el que no hubiera reparado todavía. Por
primera vez caí en la cuenta de que el edificio estaba custodiado en todas las
entradas por guardias de seguridad a los que conocía y saludaba desde hacía
años, y a los que llamaba por sus nombres, pero comenzaban a darme miedo, pues
sabía que sin sombrero no iban a franquearme la entrada. Es más, por primera
vez reparé en que aquellos hombres a los que yo saludaba ceremoniosamente todas
las mañanas, y que tan plácidos y campechanos me habían parecido, llevaban un
uniforme de color caqui y un cinturón militar del que pendían unas esposas y
una porra. Por primera vez supe ver, tras la mascarada de su uniforme, el
rostro ceñudo y de pocos amigos al que les obligaba su oficio. Aquella
edificación, que todas las mañanas se me abría como por ensalmo en todas sus
dependencias, ahora se me aparecía como una fortaleza siniestra e
infranqueable.
Me fije en que
el jardín que rodeaba el edificio estaba casi abandonado. Una maraña de
hierbajos y flores silvestres le daba a todo el conjunto un aspecto ruinoso.
Recordé que, a veces, en el departamento de publicidad y reprografía, dejaban
abierta una tronera con el fin de que los ruidos de las máquinas quedasen
amortiguados por los que venían de la calle. Era el único ventanuco que se
permitía abrir en todo aquel edificio inteligente, de amplias ventanas
herméticas y tintadas. Salté la verja del jardín y pisé la hierba por primera
vez, consciente de que eran los jardineros los únicos hombres que había visto
pisar aquel jardín ahora tan descuidado. Me acerqué a la ventana semiabierta,
pero las fotocopiadoras hacían un ruido infernal que contrastaba con la calma
que se respiraba en el jardín. Mirando por aquella tronera, mientras esperaba
la oportunidad de deslizarme dentro, pensaba en la clase de vida que me había
obligado a llevar aquella fabrica. Nos obligaban a entrar en la fábrica con
sombrero, pero el sombrero había que quitárselo y dejarlo en la entrada para
demostrar que teníamos la mirada limpia, y que, ciertamente, no teníamos
intención de robar ningún sombrero de los que fabricábamos allí. Con el tiempo,
de tanto trabajar en aquella fábrica, yo había cogido manía a los sombreros y,
a menudo, soñaba con ellos: soñaba con que los perdía o con que me robaban el
sombrero por la calle. Incluso una vez llegué a soñar que había perdido el
sombrero y que el director mismo, escoltado por dos guardias de seguridad,
había bajado desde su despacho hasta la entrada de la fábrica sólo para
impedirme el paso. Quizás por eso, cuando el claxon que oí a mi espalda me vino
a despabilar de aquellas cavilaciones, apenas me sorprendió demasiado ver, tras
la ventanilla de un coche negro, la cabeza del director que me llamaba agitando
su sombrero hongo.
Hasta ese
momento el director nunca me había llamado por mi nombre, ni me había tuteado,
ni me había hecho subir a su coche. Era un hombre alto y flaco, que había
perdido su pelo hace mucho tiempo, una de esas caras a las que un sombrero
transforma y acaba sacando partido. Se veía que era una persona que meditaba
mucho lo que decía, porque las palabras le salían de golpe y a trompicones. Me
ordenó, por favor, que entrara en el coche, y así lo hice, a su lado, en el
asiento de atrás, mientras el chófer conducía el coche hacia la boca del
garaje. Me preguntó qué hacía yo a esa hora fuera de la oficina. Me hablaba
soslayándome, con la mirada al frente, marcando las distancias, con su sombrero
impecable reluciendo encima de su cabeza. No supe qué contestarle y
me limité a mirarle con suspicacia por el rabillo del ojo, pues todo lo que se
me ocurría era desatinado y ni yo mismo entendía lo que me estaba ocurriendo.
Me eché hacia atrás en el asiento, crucé las piernas, saqué del bolsillo la
cajetilla de tabaco y el encendedor; el apretó el botón, abrió la ventanilla y
torció la cara para zafarse del humo que todavía no había empezado a exhalar.
Sus ojos llameaban insultantemente. Aquel gesto debió de crisparle los nervios
porque comenzó a hablar agitadamente y sin parar. Quería saber si vivía sólo,
si fumaba mucho, si acostumbraba a beber. Me confesó que a él también le había
gustado emborracharse cuando era joven, y pensé, al mirar su amplísima frente
enmarcada por el ala del sombrero, que de eso ya había pasado mucho tiempo. Por
fin me preguntó cuánto ganaba. Luego meneó la cabeza y me aseguró que en otra
empresa podría ganar más. Me reí. Volvió a menear la cabeza como preguntando de
qué me reía. Desde que había entrado en el coche me había dado
cuenta de que veía las cosas más claras, como si no fuera yo mismo, como si
todavía me encontrase bajo la influencia de un sombrero ajeno, o fuera de la
órbita de cualquier sombrero que pudieran confeccionar en aquella fábrica.
Sabía que era yo el que elegía estar en aquel coche; que podía haber elegido no
subir, o no volver más a la oficina, o cambiar de trabajo, o irme de la ciudad,
o pegarme un tiro. Nos bajamos del coche y entramos por una puerta de la que
colgaba un cartel de prohibido el paso. En aquel oscuro y sórdido garaje,
mientras le acompañaba por un pasillo que descubría por primera vez, me sentí
clarividente y libre.
Sabido es que
dentro de las fábricas son los directores los únicos que pueden entrar con
sombrero en la oficina. Tienen sus puertas falsas, su horario holgado, sus
secretarias particulares, su chófer esperando alguna seña. Entramos por una de
esas puertas falsas, subimos por un ascensor que sólo usaba él, los ordenanzas
casi se cuadraron cuando nos vieron entrar, las secretarias se alborotaron en
sus asientos, y noté, con un escalofrío, que me miraban como a un intruso. Yo
le seguía detrás. Entramos al despacho: había una bandera, una foto de la
antigua fábrica y un par de cuadros caros en las paredes. También había un
sillón de diseño en el que me hizo sentar, y una mesa ovalada al borde de la
cual me sentía más enano. Vi entonces a aquel hombre miserable sentarse en su
alto sillón y ofrecerme una taza de café. Después lo vi guardar silencio
durante unos segundos, tamborilear nervioso con los dedos en la mesa, girar dos
veces en la silla, de derecha a izquierda, como si estuviese indeciso. Luego
fue cuando empezó a aburrirme, pues comenzó a hablar y a darme un discurso
sobre la inconveniencia de no llevar sombrero. Me aconsejó tener una buena
provisión, alguna gorra incluso, por si se nos gastaba el ultimo sombrero. Para
darme ejemplo, llegó a abrirme la puerta de su armario, y me enseño varias
baldas repletas de sombreros. Pero ya no había vuelta atrás, pensaba, mientras
echaba una incrédula ojeada a su muestrario. Había extraviado un sombrero, no
tenía otro de repuesto y eso me dejaba en una posición demasiado apurada. Para
hacérmelo más fácil, él se empeñaba en prestarme uno de aquellos sombreros que
tenía en su armario. Pero sabía que debía negarme con energía, que no podía
admitir aquel intento por suplantarme. Precisamente me gustaba usar mi propia
pluma, mi propio bastón y sombrero, porque no quería escribir torcido, ni andar
desacompasado, ni pensar con ideas prestadas. Me atreví a replicarle que no
entendía la importancia de venir con un sombrero a la oficina, si luego había
que quitárselo nada más entrar y colgarlo a la entrada de la puerta. El
continuó como si no me oyese, un poco más molesto, más combativo por haberle
contradicho. Me dio a entender que no le sentaba bien a mi cara la ausencia de
sombrero. Que podía ser confundido con un empleado de mantenimiento o con un
cualquiera. Que, si se permitía a alguien, por el motivo que fuera, trabajar en
la oficina sin sombrero, podría cundir el ejemplo y “todo andaría manga por
hombro”. Cuánta tontería había que escuchar de la gente importante, me decía a mismo
mientras le escuchaba. Ya le habían informado de que a menudo las cuentas que
administraba no acababan de cuadrar, y que con frecuencia me dejaba el
ordenador encendido cuando abandonaba la oficina. Me preguntó si era consciente
del despilfarro y del peligro que aquello entrañaba. Otra vez no supe que
responderle, y sonreí, y supe entonces que mi sonrisa le disgustaba. Así que,
puesto que ya se habían metido en los archivos de mi ordenador, y sabía en qué
ocupaba dentro de la oficina mis tiempos muertos, a qué dedicaba mis ratos
libres fuera, decidí descubrir mis cartas por completo. Le comenté que no podía
comprarme un sombrero hasta que cobrásemos. Le expliqué por qué no tenía dinero
para poder comprarlo entonces, y le enumeré cada uno de los agujeros de mi
bolsillo. Y por fin acabé explicándole en qué empleaba mi tiempo libre y en qué
invertía mi dinero: él sonreía como si estuviera esperando aquello, como si le
provocase un extraordinario placer todo aquel despilfarro mostrado.
De repente, me
vi hablando y hablando y sentí que nunca me había desmelenado tanto. Sabía que
toda mi soltura obedecía a que el viento me había derribado el
sombrero, y sabía también que esa rara facultad que yo sentía ahora crecer
dentro de mí, se iba a esfumar con la llegada de la próxima nómina y del
consiguiente sombrero nuevo, y sabía, por tanto, que debía aprovechar aquel
tirón, pedirle un aumento de sueldo y una mesa más grande, pero
sobre todo podía ahora desconcharle todas las perlas de mi vida privada,
darle a conocer todos los detalles, para que viera que era un tipo en quien uno
podía confiar, aunque no tuviera sombrero, o precisamente por eso, un tipo al
que cumplía darle un ascenso en cuanto recuperase su sombrero, y mientras
desgranaba desvergonzadamente toda aquella vida recóndita para su chata
imaginación, me miraba con asombro y media sonrisa ladeada, un poco
por encima del hombro, quizás porque se daba cuenta de que en el fondo yo
nunca había tenido sombrero. En fin, le hice una relación aproximada de todas
mis idas y venidas sin sombrero, de todas mis andanzas por los barrios
marginales de la ciudad. Y mientras le hacía aquella confesión, me
di cuenta de lo divertida que era toda aquella vida en que andaba de gorra,
lejos de la oficina y de la fábrica. Pero, por supuesto, esta súbita
revelación, que iba a tener consecuencias para mi porvenir, prefería
callármela, pues me pareció que aquel hallazgo iba a transmitirme un poder
incalculable que podía perder en cuanto transparentase lo que en aquel momento
sentía y percibía con una claridad que me dejaba estupefacto. Me daba cuenta
entonces, mientras escuchaba salir de mis propios labios aquella
confesión, que cada vez que me metía en los lupanares y en los
fumaderos de opio, o me ponía morado de absenta en los tugurios infames, o
comía con los golfos en los comedores de caridad regentados por
monjitas, me acababan ocurriendo cosas que nunca se iba a creer nadie, y que
por tanto jamás podría contar, ni siquiera en este cuento, cosas que me hacían
atisbar que había otro mundo paralelo donde la gente estaba cortada por otros
patrones, y donde todos andaban con la melena al viento, un mundo disparejo
donde el propio viento no podía llevarse los sombreros porque zarandeaba y
desordenaba las cosas bajo otras leyes al pairo; me dejaba todo
aquello la impresión de que había vivido un sueño, un sueño hermoso en el que
quería volver a penetrar una y otra vez, porque allí sí que ocurrían las cosas
de verdad y de una manera imprevisible. Y ahora sí, por fin había dado con algo
parecido a una clave para descifrar enigmas, porque resultaba que mientras yo
le estaba haciendo a mi jefe, como si estuviera ebrio, aquella relación
portentosa de todas las cosas que me habían ocurrido de verdad fuera de aquella
fábrica de mentira, yo me había percatado de que el prodigio de mi nueva
transformación debía achacarlo a que aquella mañana el viento me había volado
el sombrero. Porque resultaba que, por aquellos pasadizos de la ciudad por los
que siempre entraba solo, yo no llevaba sombrero, si acaso una gorra con la
visera en el cogote, pues sabido es que a esos sitios no puede ir uno con
sombrero so pena de que alguien te lo robe, escondrijos libérrimos donde nadie
lleva sombrero, y si lo llevas te lo quitan, o te lo hacen quitar, o te echan,
o no te dejan pasar, como me había pasado a mi aquella mañana en el trabajo. Me
entró un poco de desaliento cuando comprobé todos mis años perdidos por haberme
empeñado en llevar correctamente mi sombrero calado hasta las orejas, solo para
que me abriesen las puertas de la fábrica. Pero tenía todavía mucho tiempo por
delante, y sabía que podía detenerlo, sabía que podía derrotar a aquel vendaval
de tiempo insípido que quería dejarme calvo y con la cara recién afeitada, como
la de un muerto.
Si señor. Hacia
un viento de muy señor mío aquella mañana, mientras bajaba pensativo por las
escaleras, recordando la disparatada entrevista que había mantenido con mi
jefe. Me había despedido con la mirada ladeada y prepotente del que sabe que
está viendo a un subalterno por última vez. Era consciente de que mis días con
sombrero ante la puerta del trabajo habían llegado a su fin, y de que acaso era
el último día que iba a ver a mis compañeros de oficina, que ya se estaban
apresurando a coger su sombrero para volver a casa. Me quedé un momento inmóvil
en el vestíbulo, casi sin atreverme a abandonar la fábrica, contemplando ese
gesto de ponerse el sombrero al salir por la puerta, ese gesto que había venido
observando día tras día, durante los últimos quince años de mi vida. Cada uno
tiene asignado un casillero con su número de ficha y su sombrero. Estaba bien
informado el señor director: allí no estaba mi sombrero y tal vez no volvería a
encontrarlo ni en mi casa ni en ninguna parte. Miré mi casillero vacío y sentí
una sensación acojonante cuando me di cuenta de que de que por fin iba a salir
de aquella fábrica sin llevar el sombrero en la cabeza. Me sentía pleno,
extasiado. Inspiré hondo, enderecé mi figura, y lo vi todo claro de repente;
era como si me hubiera fumado la cabeza de una adormidera. Entonces me quedé
impávido, girando y girando, mientras los ojos sin pestañas del vigilante se
iban agrandando en su intento de comprender lo que me estaba transformando a
ojos vistas. Él no podía ver lo que me pasaba, y yo, en cambio, tenía en aquel
momento los tabiques transparentes, y había podido percatarme del truco de
birlibirloque con el que los dueños de aquella fabrica se apoderaban de
nuestros cuerpos y de nuestras almas: allí, en el zaguán de la fábrica, aquella
misma mañana, entre la puerta automática y el depósito de sombreros para fichar,
justo antes de irme a comer, tuve la revelación. No somos más que autómatas
alimentados por sombreros. Y por eso todo había estado funcionando en la
oficina a la perfección. Y por eso siempre había sido así. Y más allá de la
oficina, el único jardinero que aún quedaba en la empresa se afanaba bajo su
gorra por escardar las hojas secas en el césped, con su alma vendida al peor
postor, y, salvo el viento que se había llevado por sorpresa mi sombrero, todo
giraba jabonosamente en su quicio y funcionaba a las mil maravillas, sin pompa
alguna; los coches rugían por la avenida como leones enloquecidos a los que
otros leones más fieros iban azuzando, y se oían ruidos de bocina mientras la
gente caminaba por las aceras y los centros comerciales, como abducida, cada
uno encaramado en su peldaño, bajando y subiendo las escaleras mecánicas, todos
ordenados y en fila, como recién salidos de una fábrica de sombreros, con su
risa de estreno y de domingo, mostrando con orgullo las últimas mercancías en
sus bolsas ecológicas y transparentes. Había descubierto un refinado
elixir que pensaba bebérmelo solito, trago a trago. Podría pasarme todos los
años que me quedaban dando conferencias sobre el asunto. O también
podría llevar a la bancarrota a todas las fábricas de sombreros. O bien podía
olvidarme del engorroso asunto, dejar que los autómatas siguiesen su marcha por
el mundo, el mundo girando y girando alrededor de sus mohosos goznes, y podría
apañármelas para buscarme un hueco y vivir mi única vida sin sombrero. Daba
igual lo que hiciera. Podía permitirme, incluso, volver muy lentamente a casa y
darme un último baño de agua caliente, antes de afeitarme con cuchilla, pero de
momento quería saborear mi revelación. Era solo un instante, una fracción de
segundo, un parpadeo en el que el gesto de autómata de mis compañeros quedaba radiografiado
como por un haz de rayos. Era justo en el momento en que el sombrero hacía
contacto con la cabeza. Incluso notaba el chisporroteo y podía oír el sonido de
la chispa eléctrica haciendo clic en su cabeza, dejando todos aquellos cerebros
sin corriente. Era como ver a un loco cuando le ponen la camisa de fuerza: en
ese momento se calma un poco. Lo mismo les ocurría a mis compañeros de fábrica.
Acechaba yo, con expresión pasmada, ese momento de contacto con el sombrero,
justo antes de encasquetárselo del todo en su cabeza, y atisbaba la errática
dirección de sus ojos vidriosos, su brillo de pez muerto y sin
agallas, las grietas de tierra seca partiéndoles la frente, la avejentada línea
de muerte frunciéndoles el labio, y esa inclinación obediente de
cabeza, su fatigoso suspiro de esfuerzo sin ganas y aire viciado,
y veía, en fin, sus estúpidos rostros complacientes y
mansos por haber llegado al momento de la obligación cumplida, y podía leer
exactamente lo que en ese momento pasaba dentro de aquellas cabezas bajo sus
sombreros. Y ahora sí, ahora lo podía ver como al través de un diamante, con mi
mirada despiadada por la revelación, pues me había quedado observando cómo
cabalgaban sobre sus cabezas el sombrero que yo ya no llevaba encima, y podía
ver más allá de sus cabezas, y podía saber incluso que sus cabezas se habían
quedado vacías con aquel gesto mecánico e insensato, y veía cómo acababan de
derramar sobre la copa de su sombrero todo el licor dorado de
sus pensamientos humanos, así que ya se podían ir ligeros y
automáticos por sus carriles, una vez que habían vaciado toda su
alma en la copa del sombrero, ya podían regresar por fin a sus casas
con la mirada errando el tiro, mientras corrían y se bamboleaban, y temblaban,
y se llevaban sus manos agitadas a la cabeza para que el viento no les volase
el sombrero.
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