lunes, 9 de diciembre de 2024

VIVIR SIN SOMBRERO

 



 

    A mi amigo Pepe, que me recitaba el “Macario” de Rulfo casi de memoria.

 

Se tiene la idea de que correr tras el propio sombrero es humillante, y cuando la gente dice que es humillante lo que quiere decir es que resulta cómico. Y no hay duda de que así es; pero el hombre es una criatura muy cómica, y la mayor parte de las cosas que hace son cómicas, como comer, por ejemplo. Y las cosas más cómicas son precisamente las que más vale la pena hacer, como hacer el amor. Un hombre que corre tras su sombrero no es ni la mitad de ridículo que uno que corre tras su mujer. (G.K. Chesterton)

 

El día en que salí de casa aquella mañana hacía un viento de mil pares de narices. No me gustaba un pelo ese viento. Sabia yo que me iba traer más de alguna desgracia, que las cosas, por así decirlo, iban a trabajar en mi contra, que no iba a soplar ese viento a mi favor, precisamente. Era un viento de esos montaraces que se cuelan por las rendijas y que de un solo golpe es capaz de arrancar del escritorio los papeles más valiosos. Un viento con una bocaza enorme que parecía devorarlo todo y que me susurraba palabras obscenas al oído. Un viento muy insolente que había estado toda la noche azotando puertas y ventanas, y que había dejado por la calle un rastro de antenas desbaratadas, árboles arrancados y tejas por los suelos.

 

 Pero yo de lo que quería hablar es de mi sombrero, y por eso he empezado a referirme al viento, porque de todo lo que me había pasado esa mañana con mi sombrero yo le echo la culpa al viento, un viento enfurruñado que había empezado a soplar contra mi cara nada más salir de casa y que me había obligado a llegar tarde al trabajo. Recuerdo que todos íbamos andando por la acera muy despacio y como a tientas, como con miedo de que el viento nos tirase por el suelo. Yo he logrado mantenerme erguido a duras penas, contoneándome como un equilibrista y, cuando ya estaba a punto de entrar por las puertas de la oficina, he visto con estupor que no se querían abrir. Yo llevaba tanta prisa, que me ha faltado poco para estrellarme contra los cristales. Se me ha ocurrido entonces pensar que tal vez el viento húmedo se había infiltrado por el engranaje de la maquinaria y la había oxidado, o que una hoja seca se había colado por el carril de la puerta corredera, he esperado con paciencia a que el guardia de seguridad apretase el botón del mecanismo, mientras me quedaba pensando en las innumerables razones por las que la puerta se había podido atascar. Pero el guardia de seguridad se me ha quedado mirando desde el otro lado de la puerta corredera de cristal como si fuera un bicho raro. Me he puesto en jarras, mi cara ha comenzado a gesticular como si quisiera abrir la puerta con los gestos, y por fin he gritado, pero el guardia ha sonreído y se ha limitado a tocarse su gorra de plato con el índice, como poniéndole un signo de interrogación. Entonces ha comenzado a darme vueltas la cabeza. Porque al pasarme la mano por arriba, tal como me ha señalado el guardia, he notado al tacto que tenía todo el pelo desordenado y que ya no llevaba el sombrero puesto. He tenido tanta vergüenza de verme así, despeinado y sin sombrero, al pie de la oficina, que he sentido cómo me subían todos los colores a la cara, he girado bruscamente sobre mis talones, y me he dado la vuelta a paso rápido con la intención de lanzarme en busca del sombrero, sin el cual nunca me sería posible entrar en la oficina.

Pero en cuanto me he alejado unos metros de la fábrica me he dado cuenta de que no me acordaba del camino recorrido esa mañana.  Pues precisamente había decidido dar un rodeo y tomar las calles más estrechas para que el viento no me derribase. Así que enseguida comprendí que aquella búsqueda se iba a hacer más engorrosa de lo que pensaba. Cada pocos metros debía detenerme, inspeccionar el terreno, incluso extender la mirada más allá del recorrido y adivinar hacía qué lugares podía haber sido aventado mi sombrero. Me desalentaba la idea de que mi sombrero pudiera estar volando por otras calles, muy lejos del lugar donde lo había perdido. Podía resultar, además, que aquel sombrero, que yo buscaba aplastado y descompuesto lejos de mi cabeza, anduviese a la chita callando encima de alguna de esas otras cabezas apresuradas que yo veía corriendo hacia el trabajo. El andar por la calle con la cabeza desnuda me había despejado las ideas y me había dado una nueva perspectiva: me percaté agudamente de una cosa que a menudo se nos pasa desapercibida cuando estamos obligados a llevar sombrero. El viento era tan fuerte, que todos aquellos con los que me encontraba iban agarrándose con las dos manos el sombrero para que no se lo volase el viento, con ese gesto acomplejado con el que algunas mujeres se agarran sus faldas en los días desapacibles. Entonces pensé que algún paseante podía haber tenido la fortuna de mirar para el suelo y encontrarse mi sombrero nuevo, tirar el suyo viejo e irse al trabajo corriendo, mientras se agarraba con las dos manos a mi sombrero. He ahí una nueva dificultad con la que no había contado y que me estaba empezando a causar quebraderos de cabeza. Porque si todos los transeúntes con los que me encontraba se iban agarrando el sombrero a manos llenas ¿cómo podría saber que ese sombrero que portaban sobre la cabeza era el mío, si ni siquiera conseguía ver más que el gesto de agarrarse el sombrero encima de sus cabezas? ¿Y qué haría en caso de que por fin acabase reconociendo mi sombrero en una cabeza ajena? ¿Se lo reclamaría cortésmente a su portador, o bien se lo arrebataría de un ligero manotazo, así, sin más, sin hacer preguntas? Porque si de algo ya estaba seguro, cuando me lancé a la búsqueda de mi sombrero, es que no iba a recuperarlo por las buenas.

 

Pero por algún lado tenía que empezar, y me puse a buscar en el interior de un parque situado a unos pocos metros de la oficina. El viento todavía seguía soplando con fuerza y arrastraba un vendaval de hojas secas y amarillas, que era precisamente el color que tenía mi sombrero. Era un viento formidable que no paraba de zarandear los árboles y de arrancar hojas, así que bien podía hallarse mi sombrero enterrado bajo aquella gruesa capa de hojarasca. Intenté dar patadas en el terreno más denso, pero enseguida me cansé de aquella tarea absurda, y me puse entonces a mirar debajo de los bancos. Sin embargo, en casi todos los bancos había alguien leyendo a duras penas su periódico o parejas que se abrazaban protegiéndose del viento. Ponerme a mirar debajo de los bancos, mientras estaban así tan afanados, me hacía pasar por un loco. Además, notaba que la gente que paseaba por el parque a aquella hora de la mañana miraba con verdadera desconfianza mi cabeza destocada. Cerca de donde estaba buscando, pasó una mujer joven con la melena al viento y fisgando, tal como yo lo estaba haciendo, por debajo de los bancos. Por sus movimientos agitados, se veía que estaba desesperada. En cuanto vi a aquella mujer, con la mirada pávida, intentando apresar el sombrero que sin duda se le había volado, me empezó a dar la risa, pues estaba empezando a verme reflejado en ella y me percataba de que toda aquella gran pérdida que había comenzado a angustiarme no consistía más que en un trozo de fieltro insignificante, y de que igual que había extraviado yo mi sombrero, lo habían extraviado también otros muchos y de que, si no daba con mi sombrero, bien podría toparme con otro sombrero ancho y ajeno en el que pudiera incrustarse mi cabeza y lograr así pasar aquella mañana desapercibido.

 

Aquella revelación me había venido a dar un nuevo impulso, pues ahora sabía que no debía empeñarme en buscar un único sombrero, sino cualquier sombrero; no importaba cuál, no importaba de quién. El caso era entrar en la fábrica con un sombrero, aunque fuese viejo, o sucio, o estuviese pasado de moda. Nadie iba a darse cuenta de que entraba sin mi sombrero. Si era necesario, estaba dispuesto a entrar en la fábrica con un sombrero de mujer. Solamente tenía que aguardar a que se levantase el viento con el mismo ímpetu que lo había hecho a primera hora de la mañana y que comenzaran a volar los sombreros. Y aunque a aquella hora ya no hacía tanto viento, se había puesto a llover, y la gente que paseaba por las calles comenzaban a correr, a cubrirse con la capucha del abrigo, a entoldar los cochecitos de los niños y a parapetarse bajo el periódico alzado. Y también comenzaron a abrirse los primeros paraguas. Al principio, mientras el viento sólo estaba comenzando a tomar vuelo y arremolinaba impacientemente papeles y hojas secas, los paraguas se inclinaban contra el cielo, tensos y erectos; pero luego fueron abarquillándose y doblándose como guantes, hasta que comenzaron a desvarillarse en cuestión de minutos. Entonces fue cuando arreció otra vez el viento: las personas con las que me cruzaba se inclinaban casi contra el suelo, con expresión de llanto, mientras se agarraban la cabeza, y el cielo se ponía negro, como encapotado también por una lluvia de sombreros. Por primera vez, en aquella mañana ventosa, yo me encontraba a mis anchas. Como no tenía nada que perder, encontré enseguida el primer sombrero: se había quedado atorado entre el bordillo y la rueda de un coche aparcado. Un sombrero gris de ala corta que tenía todo el aspecto de haber pertenecido a un funcionario con cabeza de huevo. Y sucedió que en cuanto me lo puse, comenzó a entrarme la desgana. Ya no quería seguir buscando mi sombrero, ni quería estar en la calle, ni tampoco quería irme para casa, ni estar en ningún lado. Era el primer sombrero ajeno que me ponía y nunca me había sentido peor. Llegué a pensar que pertenecía a alguien que se había muerto recientemente. Me lo quité enseguida y fue como si hubiera revivido. Entonces fue cuando me di cuenta de que no era tan sencillo entrar en el trabajo con un sombrero cualquiera, que enseguida el sombrero me delataría y comenzaría a comportarme como un hombre distinto al que yo era.

 

Esto lo descubrí en cuanto me puse el segundo sombrero. Era un sombrero de paño basto, lleno de lamparones y con un fuerte olor aguardientoso. Lo encontré a los pocos metros de donde había arrojado el anterior sombrero. Estaba visto que aquella mañana sobraban los sombreros.  A pesar de que en cuanto lo vi me pareció un sombrero despreciable, me agaché a recogerlo y me lo metí por dentro de la americana, por si acaso no conseguía otro más adecuado. Pero tal vez por vergüenza de haber cogido aquella cosa inmunda, comencé a sacarlo en cuanto pasaba alguien frente a mí, me ponía a zigzaguear y a hacer extrañas reverencias, y las acompañaba de gestos de manos que iban dibujando complicados arabescos. Comprendí enseguida que aquellos gestos eran gestos de borracho, pues apenas me lo senté en la cabeza me entraron unas ganas locas de meterme en el primer bar que me salió al encuentro. Empecé a barruntar entonces, mientras pedía mi café al camarero de la barra, que aquel sombrero que yo llevaba en la cabeza era el de un borracho que había contraído el vicio de pedir una copa de aguardiente con cada café, y que había adquirido la costumbre de volver a pedir que le doblasen la copa. En cuanto me quité aquel sombrero que apestaba a aguardiente, logré levantarme de la mesa donde había dejado una hilera de copas vacías.  Aquello era lo más extraño que me había ocurrido en la vida, pues hasta entonces no me había visto en la necesidad de ponerme el sombrero de nadie. Consulté el reloj, mientras salía por la puerta giratoria a la calle enfurecida por el viento, y me dio un vuelco el corazón cuando comprobé  que había permanecido en aquel café cerca de dos horas tomándome aguardientes para hacer carajillos, y que, mientras había permanecido bajo la influencia de aquel sombrero casposo, me había sentido con la conciencia empobrecida, como en penumbra, y de la misma manera había permanecido durante los quince años que había estado trabajando en la fábrica bajo la influencia de mi propio sombrero, sin conciencia de ser quien era, como si la torpe mano que había estado dibujando mi figura no fuera mi propia mano. Ahora que estaba viendo como el viento forcejeaba con los viandantes, y cómo los viandantes corrían tras su propio sombrero, como quien corre tras su propia sombra, me estaba dando cuenta de que aquello tras lo que corrían no tenían ningún valor, como ningún valor tenía el sombrero que había perdido aquella mañana y en el que yo quería meterme a toda costa como si fuese mi propia madriguera. Mientras veía a todos aquellos hombres y mujeres cómo corrían tras su sombrero, y se tironeaban de los pelos, y se daban codazos e incluso se lanzaban al suelo como un gato tras su ratón, me empezaba a entristecer la idea de que ya no sabía quién era, porque en realidad, en aquel momento, yo ya no quería ser nadie, y sabía que todo aquello surgía de la sensación de no llevar sombrero. Pensaba que, si permanecía durante algunos minutos más sin el sombrero, me olvidaría de mi nombre, de mi casa y de mi trabajo, y me sentiría mucho más ingrávido. Y entonces comencé a sentir curiosidad por los pasos que iba a dar aquel hombre sin sombrero, y empecé a sentir respeto y temor a la vez. Pero antes tenía que rematar la prueba y buscar unos cuantos sombreros más, y ver qué tal me sentaban, y cuál era el que más me convenía, pues estaba descubriendo, ahora que tenía los sentidos abiertos y a flor de piel, que cada sombrero exhibía su propia personalidad, y que, a poco que aguzase el oído, era capaz de escuchar voces que no salían de mi propia cabeza, sino que procedían de los sombreros que iba calándome. Eran las voces de sus dueños -me dije- que habían quedado allí dentro, ahogadas como los ecos de un pozo. Empecé a darme cuenta, en medio de aquel viento furibundo que se estaba llevando tantos sombreros, que yo no era el único que se había puesto uno que no era el suyo, pues cada vez observaba por las aceras más hombres que arrojaban su sombrero como con asco de habérselo llevado a la cabeza, y zigzagueaban, y saltaban como galgos siguiendo el rastro de otro sombrero aventado por el aire, con la esperanza de que aquel sombrero que estaban a punto de dar alcance por fin les conviniese a aquellas cabezas vacías. Pero llevar el propio sombrero no era mucho mejor que ponerse cualquier otro. Resultaba si acaso peor, pues mientras uno se encontraba amparado bajo su sombrero, nunca lo soltaría, nunca llegaría a pensar que tal vez su sombrero era tan ridículo y despreciable como el resto de los sombreros que uno se encontraba por todos partes. Aquellos sombreros custodiaban las voces de sus dueños, y acaso sus vicios y costumbres, y entonces uno se quedaba hipnotizado y seguía al pie de la letra las instrucciones que iba recibiendo, y acababa realizando todo cuanto se le pedía que hiciese, hasta que por fin quedaba fundido con su propio sombrero.

 

Me había dado cuenta, por tanto, que yo necesitaba en aquel momento un sombrero muy particular, un sombrero lo más ingrávido posible, y cuyo peso no acabase por sepultar las pocas ideas genuinas que todavía podían germinar en mi cabeza. Deseché con aprensión, incluso con asco, varios sombreros que pasaron serpenteando por la acera, lejos de sus afanosos dueños. Y no es que no fueran sombreros impecables, incluso había alguno con cierto empaque, pero desconfiaba yo de los sombreros como recién sacados de su molde. Así que pensé que ninguno me servía, y ya empezaba a sentirme desolado y con ganas de volverme a casa, cuando vi delante de mí a una señora mayor que andaba muy despacio, cerrándome el paso por una acera estrecha, y que acababa de apartar, con la punta de su paraguas, un miserable sombrero hongo de color negro, no muy limpio, ciertamente, e incluso algo lastimado. Pero lo reconocí enseguida. Se trataba del mismo sombrero que había visto lanzar por los aires muchas mañanas a un volatinero del barrio, mientras amenizaba con cabriolas a los conductores que esperaban en el semáforo a que cambiase el disco. A pesar de que parecía un sombrero de pobre, aquel sombrero estaba acostumbrado a llevar en su regazo dinero contante y sonante, y cuando lo recogí de la carretera sentí como si hubiese sonado un cascabeleo de cabra saltarina. Y mientras me calaba aquel sombrero de payaso en la cabeza, veía yo claro que no me hacía falta el sombrero, e incluso que no necesitaba para nada la cabeza; sentía que, mientras yo lanzaba el sombrero al aire, tal como había visto hacer todas las mañanas a aquel volatinero, mi cerebro iba tomando más y más oxígeno, y comenzaban a chisporrotear dentro de él brillantes ideas que me sublevaban y que me pedían que rompiese las ligaduras que me amarraban al suelo. Lanzaba el sombrero todo lo más alto que podía, mientras me echaba a correr sin complejos, como no lo hacía desde que era niño, y observaba cómo el viento se infiltraba por sus forros e interioridades, y lo atraía, y lo alejaba, y lo hacía caracolear como si fuese una cometa perdida, y me lo devolvía con un aire feliz y nuevo; luego le daba una patada, o lo atrapaba con la contera del paraguas, o con un ligero escorzo de mano me lo llevaba a la cabeza. Cada vez que yo fallaba, y el sombrero caía en un charco desde tanta altura, lo recogía bañado en unas gotas de rocío deslumbrantes y me arrancaba una explosión de risa, pues al pronto me lo colocaba así mojado, y me refrescaba la cabeza, y el agua me chorreaba por la frente, hasta que una gota me humedecía los ojos y me ponía a llorar de alegría, pues por fin creía haber encontrado mi sombrero. Pero hubo un momento en que el sombrero se alzó tan alto que no pude darle alcance con la vista, y se me quedó enganchado en la rama de un árbol. Fue entonces, mientras sentía que me quedaba estúpidamente vacío, y que así podría quedarme plantado como un espantapájaros en aquel lugar para siempre, a tan sólo unos metros de la fábrica donde trabajaba, cuando me di cuenta de que para nada necesitaba yo ningún sombrero. Que aquella necesidad absurda había sido el gran error de mi vida. Llevaba yo meses sin tener pensamientos ebrios, y ahora lo veía todo claro: se me habían caído, por fin, todos los palos del sombrajo. Y tendría que volver al trabajo para recoger mis cosas y despedirme, pero para entrar en la fábrica necesitaba el sombrero, y ya empezaba a sospechar que la noche anterior no había regresado a casa con el sombrero en la cabeza, que era inútil que recorriese el largo camino a casa para buscarlo allí también, por la sencilla razón de que había olvidado recogerlo del depósito de sombreros antes de salir de la oficina. Sin duda, la falta de sombrero me estaba haciendo flaquear la memoria para recordarlo. Pero estaba convencido de que allí, en aquel casillero ordenado por plantas y secciones, dentro de la casilla con mi número de ficha, se hallaba mi sombrero. Y desde luego, mientras allí estuviese mi sombrero, sabía que me sería imposible entrar en las oficinas de la fábrica.

 

Otra vez me encontraba allí, al pie de la fábrica, y de nuevo sin sombrero, precisamente a la hora en que la gente salía de ella para comer el bocadillo. Y tenía que actuar rápido, pues la idea de ver a mis compañeros saliendo de la fábrica con el sombrero en sus cabezas comenzaba de verdad a repugnarme. Comencé a dar vueltas por todo el edificio, buscando algún escondrijo por el que pudiera colarme, pero todo era más complicado de lo que había pensado. Por la puerta principal había que llevar la contraseña calada en la cabeza; por el garaje era inexcusable pasar con coche; había, en el flanco que daba a un callejón sin salida, un portón con ascensor para discapacitados, pero el ascensorista no dejaba entrar a nadie que no llegase con bastón o en silla de ruedas. Seguí dando vueltas buscando algún acceso en el que no hubiera reparado todavía. Por primera vez caí en la cuenta de que el edificio estaba custodiado en todas las entradas por guardias de seguridad a los que conocía y saludaba desde hacía años, y a los que llamaba por sus nombres, pero comenzaban a darme miedo, pues sabía que sin sombrero no iban a franquearme la entrada. Es más, por primera vez reparé en que aquellos hombres a los que yo saludaba ceremoniosamente todas las mañanas, y que tan plácidos y campechanos me habían parecido, llevaban un uniforme de color caqui y un cinturón militar del que pendían unas esposas y una porra. Por primera vez supe ver, tras la mascarada de su uniforme, el rostro ceñudo y de pocos amigos al que les obligaba su oficio. Aquella edificación, que todas las mañanas se me abría como por ensalmo en todas sus dependencias, ahora se me aparecía como una fortaleza siniestra e infranqueable.

 

Me fije en que el jardín que rodeaba el edificio estaba casi abandonado. Una maraña de hierbajos y flores silvestres le daba a todo el conjunto un aspecto ruinoso. Recordé que, a veces, en el departamento de publicidad y reprografía, dejaban abierta una tronera con el fin de que los ruidos de las máquinas quedasen amortiguados por los que venían de la calle. Era el único ventanuco que se permitía abrir en todo aquel edificio inteligente, de amplias ventanas herméticas y tintadas. Salté la verja del jardín y pisé la hierba por primera vez, consciente de que eran los jardineros los únicos hombres que había visto pisar aquel jardín ahora tan descuidado. Me acerqué a la ventana semiabierta, pero las fotocopiadoras hacían un ruido infernal que contrastaba con la calma que se respiraba en el jardín. Mirando por aquella tronera, mientras esperaba la oportunidad de deslizarme dentro, pensaba en la clase de vida que me había obligado a llevar aquella fabrica. Nos obligaban a entrar en la fábrica con sombrero, pero el sombrero había que quitárselo y dejarlo en la entrada para demostrar que teníamos la mirada limpia, y que, ciertamente, no teníamos intención de robar ningún sombrero de los que fabricábamos allí. Con el tiempo, de tanto trabajar en aquella fábrica, yo había cogido manía a los sombreros y, a menudo, soñaba con ellos: soñaba con que los perdía o con que me robaban el sombrero por la calle. Incluso una vez llegué a soñar que había perdido el sombrero y que el director mismo, escoltado por dos guardias de seguridad, había bajado desde su despacho hasta la entrada de la fábrica sólo para impedirme el paso. Quizás por eso, cuando el claxon que oí a mi espalda me vino a despabilar de aquellas cavilaciones, apenas me sorprendió demasiado ver, tras la ventanilla de un coche negro, la cabeza del director que me llamaba agitando su sombrero hongo.

 

Hasta ese momento el director nunca me había llamado por mi nombre, ni me había tuteado, ni me había hecho subir a su coche. Era un hombre alto y flaco, que había perdido su pelo hace mucho tiempo, una de esas caras a las que un sombrero transforma y acaba sacando partido. Se veía que era una persona que meditaba mucho lo que decía, porque las palabras le salían de golpe y a trompicones. Me ordenó, por favor, que entrara en el coche, y así lo hice, a su lado, en el asiento de atrás, mientras el chófer conducía el coche hacia la boca del garaje. Me preguntó qué hacía yo a esa hora fuera de la oficina. Me hablaba soslayándome, con la mirada al frente, marcando las distancias, con su sombrero impecable reluciendo encima de su cabeza.  No supe qué contestarle y me limité a mirarle con suspicacia por el rabillo del ojo, pues todo lo que se me ocurría era desatinado y ni yo mismo entendía lo que me estaba ocurriendo. Me eché hacia atrás en el asiento, crucé las piernas, saqué del bolsillo la cajetilla de tabaco y el encendedor; el apretó el botón, abrió la ventanilla y torció la cara para zafarse del humo que todavía no había empezado a exhalar. Sus ojos llameaban insultantemente. Aquel gesto debió de crisparle los nervios porque comenzó a hablar agitadamente y sin parar. Quería saber si vivía sólo, si fumaba mucho, si acostumbraba a beber. Me confesó que a él también le había gustado emborracharse cuando era joven, y pensé, al mirar su amplísima frente enmarcada por el ala del sombrero, que de eso ya había pasado mucho tiempo. Por fin me preguntó cuánto ganaba. Luego meneó la cabeza y me aseguró que en otra empresa podría ganar más. Me reí. Volvió a menear la cabeza como preguntando de qué me reía.  Desde que había entrado en el coche me había dado cuenta de que veía las cosas más claras, como si no fuera yo mismo, como si todavía me encontrase bajo la influencia de un sombrero ajeno, o fuera de la órbita de cualquier sombrero que pudieran confeccionar en aquella fábrica. Sabía que era yo el que elegía estar en aquel coche; que podía haber elegido no subir, o no volver más a la oficina, o cambiar de trabajo, o irme de la ciudad, o pegarme un tiro. Nos bajamos del coche y entramos por una puerta de la que colgaba un cartel de prohibido el paso. En aquel oscuro y sórdido garaje, mientras le acompañaba por un pasillo que descubría por primera vez, me sentí clarividente y libre.

 

Sabido es que dentro de las fábricas son los directores los únicos que pueden entrar con sombrero en la oficina. Tienen sus puertas falsas, su horario holgado, sus secretarias particulares, su chófer esperando alguna seña. Entramos por una de esas puertas falsas, subimos por un ascensor que sólo usaba él, los ordenanzas casi se cuadraron cuando nos vieron entrar, las secretarias se alborotaron en sus asientos, y noté, con un escalofrío, que me miraban como a un intruso. Yo le seguía detrás. Entramos al despacho: había una bandera, una foto de la antigua fábrica y un par de cuadros caros en las paredes. También había un sillón de diseño en el que me hizo sentar, y una mesa ovalada al borde de la cual me sentía más enano. Vi entonces a aquel hombre miserable sentarse en su alto sillón y ofrecerme una taza de café. Después lo vi guardar silencio durante unos segundos, tamborilear nervioso con los dedos en la mesa, girar dos veces en la silla, de derecha a izquierda, como si estuviese indeciso. Luego fue cuando empezó a aburrirme, pues comenzó a hablar y a darme un discurso sobre la inconveniencia de no llevar sombrero. Me aconsejó tener una buena provisión, alguna gorra incluso, por si se nos gastaba el ultimo sombrero. Para darme ejemplo, llegó a abrirme la puerta de su armario, y me enseño varias baldas repletas de sombreros. Pero ya no había vuelta atrás, pensaba, mientras echaba una incrédula ojeada a su muestrario. Había extraviado un sombrero, no tenía otro de repuesto y eso me dejaba en una posición demasiado apurada. Para hacérmelo más fácil, él se empeñaba en prestarme uno de aquellos sombreros que tenía en su armario. Pero sabía que debía negarme con energía, que no podía admitir aquel intento por suplantarme. Precisamente me gustaba usar mi propia pluma, mi propio bastón y sombrero, porque no quería escribir torcido, ni andar desacompasado, ni pensar con ideas prestadas. Me atreví a replicarle que no entendía la importancia de venir con un sombrero a la oficina, si luego había que quitárselo nada más entrar y colgarlo a la entrada de la puerta. El continuó como si no me oyese, un poco más molesto, más combativo por haberle contradicho. Me dio a entender que no le sentaba bien a mi cara la ausencia de sombrero. Que podía ser confundido con un empleado de mantenimiento o con un cualquiera. Que, si se permitía a alguien, por el motivo que fuera, trabajar en la oficina sin sombrero, podría cundir el ejemplo y “todo andaría manga por hombro”. Cuánta tontería había que escuchar de la gente importante, me decía a mismo mientras le escuchaba. Ya le habían informado de que a menudo las cuentas que administraba no acababan de cuadrar, y que con frecuencia me dejaba el ordenador encendido cuando abandonaba la oficina. Me preguntó si era consciente del despilfarro y del peligro que aquello entrañaba. Otra vez no supe que responderle, y sonreí, y supe entonces que mi sonrisa le disgustaba. Así que, puesto que ya se habían metido en los archivos de mi ordenador, y sabía en qué ocupaba dentro de la oficina mis tiempos muertos, a qué dedicaba mis ratos libres fuera, decidí descubrir mis cartas por completo. Le comenté que no podía comprarme un sombrero hasta que cobrásemos. Le expliqué por qué no tenía dinero para poder comprarlo entonces, y le enumeré cada uno de los agujeros de mi bolsillo. Y por fin acabé explicándole en qué empleaba mi tiempo libre y en qué invertía mi dinero: él sonreía como si estuviera esperando aquello, como si le provocase un extraordinario placer todo aquel despilfarro mostrado.

 

De repente, me vi hablando y hablando y sentí que nunca me había desmelenado tanto. Sabía que toda mi soltura  obedecía a que el viento me había derribado el sombrero, y sabía también que esa rara facultad que yo sentía ahora crecer dentro de mí, se iba a esfumar con la llegada de la próxima nómina y del consiguiente sombrero nuevo, y sabía, por tanto, que debía aprovechar aquel tirón, pedirle un aumento de sueldo  y una mesa más grande, pero sobre todo podía ahora desconcharle todas las perlas de  mi vida privada, darle a conocer todos los detalles, para que viera que era un tipo en quien uno podía confiar, aunque no tuviera sombrero, o precisamente por eso, un tipo al que cumplía darle un ascenso en cuanto recuperase su sombrero, y mientras desgranaba desvergonzadamente toda aquella vida recóndita para su chata imaginación,  me miraba con asombro y media sonrisa ladeada, un poco por encima del hombro, quizás porque se daba cuenta de que en el fondo yo nunca había tenido sombrero. En fin, le hice una relación aproximada de todas mis idas y venidas sin sombrero, de todas mis andanzas por los barrios marginales de la ciudad.  Y mientras le hacía aquella confesión, me di cuenta de lo divertida que era toda aquella vida en que andaba de gorra, lejos de la oficina y de la fábrica. Pero, por supuesto, esta súbita revelación, que iba a tener consecuencias para mi porvenir, prefería callármela, pues me pareció que aquel hallazgo iba a transmitirme un poder incalculable que podía perder en cuanto transparentase lo que en aquel momento sentía y percibía con una claridad que me dejaba estupefacto. Me daba cuenta entonces, mientras escuchaba salir de mis propios labios aquella confesión,  que cada vez que me metía en los lupanares y en los fumaderos de opio, o me ponía morado de absenta en los tugurios infames, o comía con los golfos  en los comedores de caridad regentados por monjitas, me acababan ocurriendo cosas que nunca se iba a creer nadie, y que por tanto jamás podría contar, ni siquiera en este cuento, cosas que me hacían atisbar que había otro mundo paralelo donde la gente estaba cortada por otros patrones, y donde todos andaban con la melena al viento, un mundo disparejo donde el propio viento no podía llevarse los sombreros porque zarandeaba y desordenaba las cosas bajo otras leyes al pairo;  me dejaba todo aquello la impresión de que había vivido un sueño, un sueño hermoso en el que quería volver a penetrar una y otra vez, porque allí sí que ocurrían las cosas de verdad y de una manera imprevisible. Y ahora sí, por fin había dado con algo parecido a una clave para descifrar enigmas, porque resultaba que mientras yo le estaba haciendo a mi jefe, como si estuviera ebrio, aquella relación portentosa de todas las cosas que me habían ocurrido de verdad fuera de aquella fábrica de mentira, yo me había percatado de que el prodigio de mi nueva transformación debía achacarlo a que aquella mañana el viento me había volado el sombrero. Porque resultaba que, por aquellos pasadizos de la ciudad por los que siempre entraba solo, yo no llevaba sombrero, si acaso una gorra con la visera en el cogote, pues sabido es que a esos sitios no puede ir uno con sombrero so pena de que alguien te lo robe, escondrijos libérrimos donde nadie lleva sombrero, y si lo llevas te lo quitan, o te lo hacen quitar, o te echan, o no te dejan pasar, como me había pasado a mi aquella mañana en el trabajo. Me entró un poco de desaliento cuando comprobé todos mis años perdidos por haberme empeñado en llevar correctamente mi sombrero calado hasta las orejas, solo para que me abriesen las puertas de la fábrica. Pero tenía todavía mucho tiempo por delante, y sabía que podía detenerlo, sabía que podía derrotar a aquel vendaval de tiempo insípido que quería dejarme calvo y con la cara recién afeitada, como la de un muerto.

 

Si señor. Hacia un viento de muy señor mío aquella mañana, mientras bajaba pensativo por las escaleras, recordando la disparatada entrevista que había mantenido con mi jefe. Me había despedido con la mirada ladeada y prepotente del que sabe que está viendo a un subalterno por última vez. Era consciente de que mis días con sombrero ante la puerta del trabajo habían llegado a su fin, y de que acaso era el último día que iba a ver a mis compañeros de oficina, que ya se estaban apresurando a coger su sombrero para volver a casa. Me quedé un momento inmóvil en el vestíbulo, casi sin atreverme a abandonar la fábrica, contemplando ese gesto de ponerse el sombrero al salir por la puerta, ese gesto que había venido observando día tras día, durante los últimos quince años de mi vida. Cada uno tiene asignado un casillero con su número de ficha y su sombrero. Estaba bien informado el señor director: allí no estaba mi sombrero y tal vez no volvería a encontrarlo ni en mi casa ni en ninguna parte. Miré mi casillero vacío y sentí una sensación acojonante cuando me di cuenta de que de que por fin iba a salir de aquella fábrica sin llevar el sombrero en la cabeza. Me sentía pleno, extasiado. Inspiré hondo, enderecé mi figura, y lo vi todo claro de repente; era como si me hubiera fumado la cabeza de una adormidera. Entonces me quedé impávido, girando y girando, mientras los ojos sin pestañas del vigilante se iban agrandando en su intento de comprender lo que me estaba transformando a ojos vistas. Él no podía ver lo que me pasaba, y yo, en cambio, tenía en aquel momento los tabiques transparentes, y había podido percatarme del truco de birlibirloque con el que los dueños de aquella fabrica se apoderaban de nuestros cuerpos y de nuestras almas: allí, en el zaguán de la fábrica, aquella misma mañana, entre la puerta automática y el depósito de sombreros para fichar, justo antes de irme a comer, tuve la revelación. No somos más que autómatas alimentados por sombreros. Y por eso todo había estado funcionando en la oficina a la perfección. Y por eso siempre había sido así. Y más allá de la oficina, el único jardinero que aún quedaba en la empresa se afanaba bajo su gorra por escardar las hojas secas en el césped, con su alma vendida al peor postor, y, salvo el viento que se había llevado por sorpresa mi sombrero, todo giraba jabonosamente en su quicio y funcionaba a las mil maravillas, sin pompa alguna; los coches rugían por la avenida como leones enloquecidos a los que otros leones más fieros iban azuzando, y se oían ruidos de bocina mientras la gente caminaba por las aceras y los centros comerciales, como abducida, cada uno encaramado en su peldaño, bajando y subiendo las escaleras mecánicas, todos ordenados y en fila, como recién salidos de una fábrica de sombreros, con su risa de estreno y de domingo, mostrando con orgullo las últimas mercancías en sus bolsas ecológicas y  transparentes. Había descubierto un refinado elixir que pensaba bebérmelo solito, trago a trago. Podría pasarme todos los años que me quedaban dando conferencias sobre el asunto.  O también podría llevar a la bancarrota a todas las fábricas de sombreros. O bien podía olvidarme del engorroso asunto, dejar que los autómatas siguiesen su marcha por el mundo, el mundo girando y girando alrededor de sus mohosos goznes, y podría apañármelas para buscarme un hueco y vivir mi única vida sin sombrero. Daba igual lo que hiciera. Podía permitirme, incluso, volver muy lentamente a casa y darme un último baño de agua caliente, antes de afeitarme con cuchilla, pero de momento quería saborear mi revelación. Era solo un instante, una fracción de segundo, un parpadeo en el que el gesto de autómata de mis compañeros quedaba radiografiado como por un haz de rayos. Era justo en el momento en que el sombrero hacía contacto con la cabeza. Incluso notaba el chisporroteo y podía oír el sonido de la chispa eléctrica haciendo clic en su cabeza, dejando todos aquellos cerebros sin corriente. Era como ver a un loco cuando le ponen la camisa de fuerza: en ese momento se calma un poco. Lo mismo les ocurría a mis compañeros de fábrica. Acechaba yo, con expresión pasmada, ese momento de contacto con el sombrero, justo antes de encasquetárselo del todo en su cabeza, y atisbaba la errática dirección de sus ojos vidriosos, su brillo de  pez muerto y sin agallas, las grietas de tierra seca partiéndoles la frente, la avejentada línea de muerte frunciéndoles el labio,  y esa inclinación obediente de cabeza, su fatigoso suspiro de esfuerzo sin ganas y aire viciado, y  veía, en fin,  sus estúpidos rostros complacientes y mansos por haber llegado al momento de la obligación cumplida, y podía leer exactamente lo que en ese momento pasaba dentro de aquellas cabezas bajo sus sombreros. Y ahora sí, ahora lo podía ver como al través de un diamante, con mi mirada despiadada por la revelación, pues me había quedado observando cómo cabalgaban sobre sus cabezas el sombrero que yo ya no llevaba encima, y podía ver más allá de sus cabezas, y podía saber incluso que sus cabezas se habían quedado vacías con aquel gesto mecánico e insensato, y veía cómo acababan  de derramar sobre la copa de su sombrero todo el licor dorado de sus  pensamientos humanos, así que ya se podían ir ligeros y automáticos por sus carriles,  una vez que habían vaciado toda su alma en la copa  del sombrero, ya podían regresar por fin a sus casas con la mirada errando el tiro, mientras corrían y se bamboleaban, y temblaban, y se llevaban sus manos agitadas a la cabeza para que el viento no les volase el sombrero.

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