Siempre ocurría lo mismo desde hacía dos semanas: justo antes de que le
pegara (o eso creía), él hacía reventar un objeto contra el suelo, o lo dejaba
caer, o igual alguien tropezaba y se caía solo, no lo sé bien. Él llegaba a
casa muy tarde —de día apenas se le sentía— y, cuanto más tarde lo hacía, más
borracho llegaba, y entonces él aporreaba el timbre y luego tropezaba, y algo
caía contra el suelo. Digo él porque entonces no tenía ni idea de quién era ni
cómo se llamaba. Sí sabía que era español porque su voz no tenía acento, a
diferencia de ella, que era extranjera, eso sí estaba claro, tal vez de
Inglaterra, pensaba yo, aunque los acentos y los idiomas nunca han sido mi
fuerte. La recuerdo todavía como si la estuviese viendo ahora pasando por
delante de mi ventana con aquella expresión doliente tras atravesar el patio de
la corrala hasta llegar al apartamento de al lado. Pelo rubio largo y algo
desmadejado, ojos saltones en una cara huesuda y excesivamente delgada; más
bien menuda y siempre de negro, lo que la hacía todavía más enclenque. Sin
embargo, yo no sé por qué, justo antes de que le pegara y se oyera el ruido de
cacharro roto, yo comenzaba a ponerle otra cara distinta: la cara de una mujer
con la que había vivido hasta hacía poco, quizás porque era la cara que tenía
más a mano. A él no, a él no le había visto nunca y su voz me llegaba, a través
de la pared, demasiado amortiguada como para que me dijera algo personal y
pudiera llegar a ponerle cara. A veces, cuando pienso en aquello que pasó, me
da por creer que yo le ponía mi propia cara, que yo era el que pegaba a la
mujer aquella. Me gustaba escuchar detrás de la pared cada vez que saltaba la
bronca, un poco por aburrimiento, porque había tenido que vender los libros que
tenía y también la televisión, y casi no me visitaba gente. Más bien, nadie. Tanto
mi novia —que ya había dejado de ser mi novia— como mis amigos se habían
apartado de mí, nadie quería dejarme el dinero que me hacía falta, y yo iba
deshaciéndome de todos los objetos de valor que había en la casa. Así que yo
estaba viviendo en una casa vacía, de la que habían desaparecido hasta las
fotos y los cuadros que colgaban de las paredes, y no paraba de meterme en
problemas y de hacer cosas mal vistas, cosas que acababan dándome algún placer,
o bien acababa revolcándome por el suelo, porque a veces no todo termina
dándonos placer. Sobre todo cuando lo que nos da placer ya hemos dejado de
tenerlo. Ahora esto que digo me suena raro, pero, cuando ocurrió lo que quiero
contar, solo pensaba en mi pérdida, y era así como me sentía y era así como pensaba,
y no me es posible contar lo que pasó si no me pongo a hablar de eso otro que
me estaba pasando.
Así que ahora tengo que hablar un poco de mí, o, mejor dicho, de mis
muelas, que viene a ser lo mismo. Hasta entonces no había reparado en lo
importante que es tener unos dientes sanos, pero, a consecuencia de la desidia
y también de ciertos hábitos adictivos y malsanos, los dientes se me habían
empezado a caer a cachos y pensaba más a menudo que nunca en su pérdida, y
también en aquello que me los estaba pudriendo, en parte porque no podía dejar
de pensar en ello: era lo único que sentía y nunca antes había sentido así. El
resto del cuerpo se quedaba al margen, iba como a remolque. Me hubiera gustado
quitarme las dos muelas que tenía picadas para comenzar a sentir el resto del
cuerpo, pero en aquel tiempo yo no era más que dos muelas picadas que estaban a
punto de dejar de serlo. Sabía que, mientras el dolor y la inflamación
continuasen, el dentista no iba a poder arrancarme aquellas muelas. Y aquellas
muelas picadas daban vueltas alrededor de mi encía. Y yo con ellas iba dando
vueltas medio mareado, medio disuelto. Me tapaba la cara llena de bultos, me
desencajaba la barbilla, daba algún alarido y luego lloraba. Eso era lo único
que me calmaba un poco, porque el tramadol que me había recetado el dentista no
me hacía ningún efecto. Claro que yo no había ido al dentista para que me
recetara solo tramadol. El dolor a veces provoca extrañas sensaciones y lo
distorsiona todo. Yo llevaba casi una semana sin salir de casa, esperando una
visita que nunca se producía; no comía nada o bien comía desperdicios; apenas
dormía y, a veces, me colaba debajo de la cama porque había descubierto, quizás
de manera accidental, que, en aquel rincón de oscuridad pegado a la pared, las
dos muelas me dolían menos, solo un poco menos. Porque también descubrí
entonces que caben muchos grados dentro del dolor.
Y el dolor de aquella mujer debía ser extremadamente agudo, si es que eso
puede juzgarse únicamente por los gritos. Y no era solo que le pegara, o eso me
parecía; con el tiempo uno llega a reconocer de dónde vienen los lamentos.
Debía sufrir tanto como yo y en parte por lo mismo —a juzgar por su delgadez—,
y todo eso me consolaba y me hacía sentir menos solo, y también hacía que
pegase la oreja a la pared. Pero, por más que pegaba la oreja contra la fría
pared (ahora lo recuerdo, eso también me daba gusto), solo podía oír el plato o
el vaso contra el suelo, los insultos de él, los gritos de ella. Podía ser que
tal vez no le estuviera pegando y que yo me lo estuviera imaginando todo,
porque yo me imaginaba caras, ya lo he dicho. Lo malo es que también oía los
golpes y no me podía engañar más de lo que me estaba engañando. Luego la mujer
lloraba, y eso me daba alivio, y debo decir que me gustaba que llorase o que,
por lo menos, yo deseaba que continuase llorando por más tiempo, pues, cuanto
más lloraba ella, menos me dolían las muelas. Hasta entonces la mujer solo
gritaba y apenas la oía conversar, y, si la hubiera oído, tampoco la habría
entendido. Así que no sabía por qué motivo eran las discusiones. Tal vez ni
siquiera las había o, sencillamente, eran siempre la misma. Lo que sí sé es que
él llegaba borracho, eso se sabe siempre por el tono de voz, por la manera de
llamar al timbre, incluso por el sonido tambaleante de los pasos. No entendía
por qué él no tenía llave (quizás no viviese ahí) ni tampoco entendía (o quizás
sí) por qué ella siempre le abría la puerta, sabiendo que todo acababa durante
la noche de la misma manera: quizás un jarrón se caía al suelo, él lanzaba un
taco, se movía una silla o alguien daba una carrera. Luego venía el espectáculo
de furia, y yo me acomodaba mejor en la cama, me tapaba con la colcha, y el
dolor se me calmaba. Por lo menos, algo, porque hay grados dentro del dolor,
eso es una cosa que he aprendido desde entonces.
Aquella noche las muelas me dolían más que los días anteriores, mucho
más, aunque casi daba las gracias de que me doliesen, pues me habían venido los
sudores y también tenía escalofríos, y ya hacía una semana que no me visitaba
nadie y no tenía dinero ni me quedaban cosas de valor en la habitación, tal vez
como le estaba empezando a pasar a la chica extranjera. En parte, éramos los
dos iguales, pensaba. Pero no era verdad tampoco eso. Ella era más menuda que
yo y también estaba más indefensa. Y ahora me arrepiento un poco de no haber
cruzado con ella más que vagos saludos, pero entonces yo no quería hablar con
nadie o no podía porque solo era capaz de pensar en mi dolor total, en los
dolores que por aquel entonces ya me venían por oleadas atravesando el cuerpo.
Sé que esto no es disculpa de nada y que podía haber hecho algo por ella; pero
también sé que mis amigos podían haber llamado o haberme visitado, y sin
embargo se habían limitado a pegar la oreja en la pared o en el teléfono mientras
yo me revolcaba por el suelo. Entonces yo pensaba que no quería hacer nada por
ella porque no tenía el valor suficiente, pero ahora sé que no era ese el
verdadero motivo. Ya digo que el dolor distorsiona demasiado las cosas. Así que
lo que voy a contar ahora quizás esté distorsionado; el tabique, además, me
impedía ver lo que pasaba, pero, en todo caso, guardo el recuerdo de ciertas
sensaciones, seguramente sensaciones algo depravadas, pero que me hacían un
poco feliz, aunque uno nunca sabe qué es lo que le puede hacer feliz,
especialmente si vive solo en un apartamento que se está quedando vacío y los
dientes han empezado a caérsele a cachos, sin tener nada que llevarse a la boca
ni a cualquier otra parte del cuerpo por donde nos alimentamos o se nos va
yendo la vida.
Yo por entonces me sentía muy desgraciado, o por lo menos hacía mucho
tiempo que no me sentía feliz, no sé si lo he dicho. Y, cuando esto ocurre, solo
las desgracias de los otros pueden hacernos felices. Más bien, las estamos
deseando, que no es lo mismo. Yo no debí haber estado aquella noche metido en
la cama con la oreja pegada a la pared. Quizás debí haberme ido de casa y haber
salido a buscar lo único que podía acabar con aquel dolor de muelas y con el
otro dolor seco y ardiente que me empezaba a taladrar los nervios. Me odio, sí,
ahora me odio a muerte por eso, por no haber salido de casa aquella noche; pero
también sé que, cada vez que me odio, me siento mucho mejor porque, a la vez
que me odio, también me compadezco y siento un poco de alivio, como debía
sentirlo también aquella noche. En realidad, yo tenía que estar en otro lugar
aquella noche. Alguien debía venir a visitarme con un regalo que no me convenía
y nunca llegó. Y tanto deseaba aquella visita que no reconocí los pasos del
hombre por el patio hasta que pasó de largo por delante de mi puerta y luego se
cayó al suelo. Y entonces me di cuenta también de que aquel fulano estaba más
borracho que las tres veces anteriores. Ella tardó mucho tiempo en abrirle la
puerta. Era la primera vez que el hombre no se limitaba solamente a aporrear el
timbre y la puerta. Quizás ella tuvo miedo de los gritos, de que saliesen los
vecinos. Solo que yo era el vecino más próximo y esa noche estaba más cerca que
nunca, y no podía salir a socorrerla porque me dolían mucho las muelas y sudaba
y tenía temblores y me sentía tan indefenso como ella, y cuando uno está
indefenso no puede salir en defensa de nadie. Ella debía tener más objetos en
el apartamento de los que yo había imaginado, quizás alguna colección de
figuritas de porcelana o de esas de cristal de Swarovski. Imaginaba por el aire
abatirse ositos y destromparse elefantes y desnucarse macacos que caían de los
árboles. En realidad, no sé muy bien cómo me imaginaba aquellos sonidos
horrorosos, pero, antes de que él se pusiese a lanzar sus insultos, yo ya me
había metido debajo de la cama, tapándome la cabeza con las manos hasta
desencajarme las mandíbulas. Yo había descubierto, creo que lo he dicho, que a
ras de suelo se oía mucho mejor que tirado encima de la cama, aunque esto en
realidad lo descubre uno cuando ya ha empezado a tirarse por el suelo. Pero yo
ya no quería oír más y estaba debajo de la cama, donde me dolían mucho más las
muelas, y por eso me tapaba el rostro con las manos mientras ella gritaba como
no había oído gritar a nadie. Y me di cuenta de que aquella noche sus gritos no
iban a conseguir calmar mi dolor. Para nada sus gritos iban a calmarme aquella
noche, sino más bien todo lo contrario.
Así que no sé cuánto duró aquello ni en qué momento cesaron los golpes.
Por más que me han interrogado sobre lo que ocurrió aquella noche en el
apartamento de al lado, nunca he contado otra cosa que lo que refiero ahora.
Quizás me quedé dormido o perdí la consciencia o todo fue tan salvaje que no me
acuerdo de nada. Si de verdad me quedé dormido (aunque yo no conseguía pegar
ojo por aquel entonces), lo que me despertó fue el sonido de los pájaros. O,
por lo menos, me viene un vago recuerdo de estar echado sobre el suelo mientras
escuchaba trinar a los pájaros. Al principio pensé que estaba delirando, y tal
vez lo estuviera, porque sé bien que de noche los pájaros duermen y no se ponen
a cantar. Pero yo me hacía la cuenta de que estaba escuchando pájaros. Yo iba
siguiendo o, mejor dicho, iba sobrevolando detrás de una serpentina llena de
colores que trazaba mil figuras extrañas y acababan reventando en mis oídos: figuritas
de cristal estallando y derramando su carga de dolor en mis oídos hasta ir
abriéndose por las mandíbulas; zarpazos de oso y mordiscos de pantera que me
iban desgarrando poco a poco. Y no paraba nunca aquella melodía que me hacía entreabrir
los labios como para tararearla, aunque debía ser el ulular del miedo lo que yo
soplaba y absorbía, debían ser los escalofríos los que me estremecían. Pero
después supe que no era una melodía. Supe que eran de verdad pájaros cantando,
porque vi que estaba amaneciendo y que empezaba a filtrarse la primera luz a
través de las persianas, esa luz anunciando que la noche ha concluido. La
música me había penetrado en los oídos y era como si me sangrase púrpura por
dentro, y aquello me bajaba hasta las mandíbulas y me estaba haciendo babear de
placer. Por primera vez en dos semanas podía concentrarme en algo que no fueran
los ruidos y los golpes en el apartamento de al lado. «¡Oh, pájaros!», exclamé.
No paraban de martillear, querían volverme loco. Y después aquel extraño
silencio que había empezado tal vez antes de que se despertaran los primeros pájaros
del alba. Las muelas habían dejado de dolerme, acaso en el mismo instante en
que cesaron los gritos en el apartamento de al lado, y el silencio se había
redoblado y se había hecho más grande; había invadido toda la habitación hasta
volverme sordo, y las muelas habían dejado de dolerme al mismo tiempo, estoy
seguro. Y la verdad es que no han vuelto a dolerme desde entonces.
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