domingo, 22 de diciembre de 2024

DOLOR DE MUELAS

 

 




Siempre ocurría lo mismo desde hacía dos semanas: justo antes de que le pegara (o eso creía), él hacía reventar un objeto contra el suelo, o lo dejaba caer, o igual alguien tropezaba y se caía solo, no lo sé bien. Él llegaba a casa muy tarde —de día apenas se le sentía— y, cuanto más tarde lo hacía, más borracho llegaba, y entonces él aporreaba el timbre y luego tropezaba, y algo caía contra el suelo. Digo él porque entonces no tenía ni idea de quién era ni cómo se llamaba. Sí sabía que era español porque su voz no tenía acento, a diferencia de ella, que era extranjera, eso sí estaba claro, tal vez de Inglaterra, pensaba yo, aunque los acentos y los idiomas nunca han sido mi fuerte. La recuerdo todavía como si la estuviese viendo ahora pasando por delante de mi ventana con aquella expresión doliente tras atravesar el patio de la corrala hasta llegar al apartamento de al lado. Pelo rubio largo y algo desmadejado, ojos saltones en una cara huesuda y excesivamente delgada; más bien menuda y siempre de negro, lo que la hacía todavía más enclenque. Sin embargo, yo no sé por qué, justo antes de que le pegara y se oyera el ruido de cacharro roto, yo comenzaba a ponerle otra cara distinta: la cara de una mujer con la que había vivido hasta hacía poco, quizás porque era la cara que tenía más a mano. A él no, a él no le había visto nunca y su voz me llegaba, a través de la pared, demasiado amortiguada como para que me dijera algo personal y pudiera llegar a ponerle cara. A veces, cuando pienso en aquello que pasó, me da por creer que yo le ponía mi propia cara, que yo era el que pegaba a la mujer aquella. Me gustaba escuchar detrás de la pared cada vez que saltaba la bronca, un poco por aburrimiento, porque había tenido que vender los libros que tenía y también la televisión, y casi no me visitaba gente. Más bien, nadie. Tanto mi novia —que ya había dejado de ser mi novia— como mis amigos se habían apartado de mí, nadie quería dejarme el dinero que me hacía falta, y yo iba deshaciéndome de todos los objetos de valor que había en la casa. Así que yo estaba viviendo en una casa vacía, de la que habían desaparecido hasta las fotos y los cuadros que colgaban de las paredes, y no paraba de meterme en problemas y de hacer cosas mal vistas, cosas que acababan dándome algún placer, o bien acababa revolcándome por el suelo, porque a veces no todo termina dándonos placer. Sobre todo cuando lo que nos da placer ya hemos dejado de tenerlo. Ahora esto que digo me suena raro, pero, cuando ocurrió lo que quiero contar, solo pensaba en mi pérdida, y era así como me sentía y era así como pensaba, y no me es posible contar lo que pasó si no me pongo a hablar de eso otro que me estaba pasando.

Así que ahora tengo que hablar un poco de mí, o, mejor dicho, de mis muelas, que viene a ser lo mismo. Hasta entonces no había reparado en lo importante que es tener unos dientes sanos, pero, a consecuencia de la desidia y también de ciertos hábitos adictivos y malsanos, los dientes se me habían empezado a caer a cachos y pensaba más a menudo que nunca en su pérdida, y también en aquello que me los estaba pudriendo, en parte porque no podía dejar de pensar en ello: era lo único que sentía y nunca antes había sentido así. El resto del cuerpo se quedaba al margen, iba como a remolque. Me hubiera gustado quitarme las dos muelas que tenía picadas para comenzar a sentir el resto del cuerpo, pero en aquel tiempo yo no era más que dos muelas picadas que estaban a punto de dejar de serlo. Sabía que, mientras el dolor y la inflamación continuasen, el dentista no iba a poder arrancarme aquellas muelas. Y aquellas muelas picadas daban vueltas alrededor de mi encía. Y yo con ellas iba dando vueltas medio mareado, medio disuelto. Me tapaba la cara llena de bultos, me desencajaba la barbilla, daba algún alarido y luego lloraba. Eso era lo único que me calmaba un poco, porque el tramadol que me había recetado el dentista no me hacía ningún efecto. Claro que yo no había ido al dentista para que me recetara solo tramadol. El dolor a veces provoca extrañas sensaciones y lo distorsiona todo. Yo llevaba casi una semana sin salir de casa, esperando una visita que nunca se producía; no comía nada o bien comía desperdicios; apenas dormía y, a veces, me colaba debajo de la cama porque había descubierto, quizás de manera accidental, que, en aquel rincón de oscuridad pegado a la pared, las dos muelas me dolían menos, solo un poco menos. Porque también descubrí entonces que caben muchos grados dentro del dolor.

Y el dolor de aquella mujer debía ser extremadamente agudo, si es que eso puede juzgarse únicamente por los gritos. Y no era solo que le pegara, o eso me parecía; con el tiempo uno llega a reconocer de dónde vienen los lamentos. Debía sufrir tanto como yo y en parte por lo mismo —a juzgar por su delgadez—, y todo eso me consolaba y me hacía sentir menos solo, y también hacía que pegase la oreja a la pared. Pero, por más que pegaba la oreja contra la fría pared (ahora lo recuerdo, eso también me daba gusto), solo podía oír el plato o el vaso contra el suelo, los insultos de él, los gritos de ella. Podía ser que tal vez no le estuviera pegando y que yo me lo estuviera imaginando todo, porque yo me imaginaba caras, ya lo he dicho. Lo malo es que también oía los golpes y no me podía engañar más de lo que me estaba engañando. Luego la mujer lloraba, y eso me daba alivio, y debo decir que me gustaba que llorase o que, por lo menos, yo deseaba que continuase llorando por más tiempo, pues, cuanto más lloraba ella, menos me dolían las muelas. Hasta entonces la mujer solo gritaba y apenas la oía conversar, y, si la hubiera oído, tampoco la habría entendido. Así que no sabía por qué motivo eran las discusiones. Tal vez ni siquiera las había o, sencillamente, eran siempre la misma. Lo que sí sé es que él llegaba borracho, eso se sabe siempre por el tono de voz, por la manera de llamar al timbre, incluso por el sonido tambaleante de los pasos. No entendía por qué él no tenía llave (quizás no viviese ahí) ni tampoco entendía (o quizás sí) por qué ella siempre le abría la puerta, sabiendo que todo acababa durante la noche de la misma manera: quizás un jarrón se caía al suelo, él lanzaba un taco, se movía una silla o alguien daba una carrera. Luego venía el espectáculo de furia, y yo me acomodaba mejor en la cama, me tapaba con la colcha, y el dolor se me calmaba. Por lo menos, algo, porque hay grados dentro del dolor, eso es una cosa que he aprendido desde entonces.

Aquella noche las muelas me dolían más que los días anteriores, mucho más, aunque casi daba las gracias de que me doliesen, pues me habían venido los sudores y también tenía escalofríos, y ya hacía una semana que no me visitaba nadie y no tenía dinero ni me quedaban cosas de valor en la habitación, tal vez como le estaba empezando a pasar a la chica extranjera. En parte, éramos los dos iguales, pensaba. Pero no era verdad tampoco eso. Ella era más menuda que yo y también estaba más indefensa. Y ahora me arrepiento un poco de no haber cruzado con ella más que vagos saludos, pero entonces yo no quería hablar con nadie o no podía porque solo era capaz de pensar en mi dolor total, en los dolores que por aquel entonces ya me venían por oleadas atravesando el cuerpo. Sé que esto no es disculpa de nada y que podía haber hecho algo por ella; pero también sé que mis amigos podían haber llamado o haberme visitado, y sin embargo se habían limitado a pegar la oreja en la pared o en el teléfono mientras yo me revolcaba por el suelo. Entonces yo pensaba que no quería hacer nada por ella porque no tenía el valor suficiente, pero ahora sé que no era ese el verdadero motivo. Ya digo que el dolor distorsiona demasiado las cosas. Así que lo que voy a contar ahora quizás esté distorsionado; el tabique, además, me impedía ver lo que pasaba, pero, en todo caso, guardo el recuerdo de ciertas sensaciones, seguramente sensaciones algo depravadas, pero que me hacían un poco feliz, aunque uno nunca sabe qué es lo que le puede hacer feliz, especialmente si vive solo en un apartamento que se está quedando vacío y los dientes han empezado a caérsele a cachos, sin tener nada que llevarse a la boca ni a cualquier otra parte del cuerpo por donde nos alimentamos o se nos va yendo la vida.

Yo por entonces me sentía muy desgraciado, o por lo menos hacía mucho tiempo que no me sentía feliz, no sé si lo he dicho. Y, cuando esto ocurre, solo las desgracias de los otros pueden hacernos felices. Más bien, las estamos deseando, que no es lo mismo. Yo no debí haber estado aquella noche metido en la cama con la oreja pegada a la pared. Quizás debí haberme ido de casa y haber salido a buscar lo único que podía acabar con aquel dolor de muelas y con el otro dolor seco y ardiente que me empezaba a taladrar los nervios. Me odio, sí, ahora me odio a muerte por eso, por no haber salido de casa aquella noche; pero también sé que, cada vez que me odio, me siento mucho mejor porque, a la vez que me odio, también me compadezco y siento un poco de alivio, como debía sentirlo también aquella noche. En realidad, yo tenía que estar en otro lugar aquella noche. Alguien debía venir a visitarme con un regalo que no me convenía y nunca llegó. Y tanto deseaba aquella visita que no reconocí los pasos del hombre por el patio hasta que pasó de largo por delante de mi puerta y luego se cayó al suelo. Y entonces me di cuenta también de que aquel fulano estaba más borracho que las tres veces anteriores. Ella tardó mucho tiempo en abrirle la puerta. Era la primera vez que el hombre no se limitaba solamente a aporrear el timbre y la puerta. Quizás ella tuvo miedo de los gritos, de que saliesen los vecinos. Solo que yo era el vecino más próximo y esa noche estaba más cerca que nunca, y no podía salir a socorrerla porque me dolían mucho las muelas y sudaba y tenía temblores y me sentía tan indefenso como ella, y cuando uno está indefenso no puede salir en defensa de nadie. Ella debía tener más objetos en el apartamento de los que yo había imaginado, quizás alguna colección de figuritas de porcelana o de esas de cristal de Swarovski. Imaginaba por el aire abatirse ositos y destromparse elefantes y desnucarse macacos que caían de los árboles. En realidad, no sé muy bien cómo me imaginaba aquellos sonidos horrorosos, pero, antes de que él se pusiese a lanzar sus insultos, yo ya me había metido debajo de la cama, tapándome la cabeza con las manos hasta desencajarme las mandíbulas. Yo había descubierto, creo que lo he dicho, que a ras de suelo se oía mucho mejor que tirado encima de la cama, aunque esto en realidad lo descubre uno cuando ya ha empezado a tirarse por el suelo. Pero yo ya no quería oír más y estaba debajo de la cama, donde me dolían mucho más las muelas, y por eso me tapaba el rostro con las manos mientras ella gritaba como no había oído gritar a nadie. Y me di cuenta de que aquella noche sus gritos no iban a conseguir calmar mi dolor. Para nada sus gritos iban a calmarme aquella noche, sino más bien todo lo contrario.

Así que no sé cuánto duró aquello ni en qué momento cesaron los golpes. Por más que me han interrogado sobre lo que ocurrió aquella noche en el apartamento de al lado, nunca he contado otra cosa que lo que refiero ahora. Quizás me quedé dormido o perdí la consciencia o todo fue tan salvaje que no me acuerdo de nada. Si de verdad me quedé dormido (aunque yo no conseguía pegar ojo por aquel entonces), lo que me despertó fue el sonido de los pájaros. O, por lo menos, me viene un vago recuerdo de estar echado sobre el suelo mientras escuchaba trinar a los pájaros. Al principio pensé que estaba delirando, y tal vez lo estuviera, porque sé bien que de noche los pájaros duermen y no se ponen a cantar. Pero yo me hacía la cuenta de que estaba escuchando pájaros. Yo iba siguiendo o, mejor dicho, iba sobrevolando detrás de una serpentina llena de colores que trazaba mil figuras extrañas y acababan reventando en mis oídos: figuritas de cristal estallando y derramando su carga de dolor en mis oídos hasta ir abriéndose por las mandíbulas; zarpazos de oso y mordiscos de pantera que me iban desgarrando poco a poco. Y no paraba nunca aquella melodía que me hacía entreabrir los labios como para tararearla, aunque debía ser el ulular del miedo lo que yo soplaba y absorbía, debían ser los escalofríos los que me estremecían. Pero después supe que no era una melodía. Supe que eran de verdad pájaros cantando, porque vi que estaba amaneciendo y que empezaba a filtrarse la primera luz a través de las persianas, esa luz anunciando que la noche ha concluido. La música me había penetrado en los oídos y era como si me sangrase púrpura por dentro, y aquello me bajaba hasta las mandíbulas y me estaba haciendo babear de placer. Por primera vez en dos semanas podía concentrarme en algo que no fueran los ruidos y los golpes en el apartamento de al lado. «¡Oh, pájaros!», exclamé. No paraban de martillear, querían volverme loco. Y después aquel extraño silencio que había empezado tal vez antes de que se despertaran los primeros pájaros del alba. Las muelas habían dejado de dolerme, acaso en el mismo instante en que cesaron los gritos en el apartamento de al lado, y el silencio se había redoblado y se había hecho más grande; había invadido toda la habitación hasta volverme sordo, y las muelas habían dejado de dolerme al mismo tiempo, estoy seguro. Y la verdad es que no han vuelto a dolerme desde entonces.


 

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