domingo, 26 de enero de 2025

PENSAMIENTOS 37. Carlos Castaneda (I). "Las enseñanzas de Don Juan"

 


Poco se debe decir sobre la vida de Carlos Castaneda, pues su propia filosofía de vida transmitida por los chamanes de México le aconsejaba el mantenerse a cubierto tras el anonimato: una de sus divisas es que "hay que borrar la propia historia personal", no dejar huella de los propios pasos. Es mejor no hurgar, si esa era su voluntad. Lo poco o mucho que se sabe -pues muchos libros acerca del autor se escribieron rastreando las pocas huellas que quedaron de ese deliberado borrado- cabe en un sucinto apunte biográfico. Nació, tal vez, en Cajamarca, Perú, el 25 de diciembre de 1925 y murió en Los Ángeles el 27 de abril de 1998, a consecuencia de un cáncer de hígado. También se va a dejar esta semblanza biográfica sin el encabezado de un retrato fotográfico, no porque no se pueda encontrar alguno en el fotomareante espacio de internet y las redes sociales, sino porque el autor se mostraba excesivamente reacio a las cámaras y a cualquier tipo de grabación de su voz, y también esta voluntad hay que respetarla: lo último que buscaba Castaneda era llamar la atención. Trasladado desde muy joven a Estados Unidos, en 1959 consigue la nacionalidad, año en que también ingresa en la Universidad de California, la UCLA de Los Ángeles, más concretamente en su facultad de Antropología, en donde acabará graduándose tres años después. En 1968 publica Las enseñanzas de Don Juan, trabajo de campo -convertido más tarde en libro- que le vale la obtención del Máster y lo convierte en una celebridad mundial. Con su tercer libro, Viaje a Ixtlán, se le concede el doctorado. Antes había publicado el segundo libro de la saga, Una realidad aparte, y posteriormente un magnífico cuarto libro (para mi gusto, el mejor de la serie) titulado Relatos del poder. A estos primeros cuatro libros, le siguieron una secuencia de más libros en los que quedaba un tanto desvirtuado el mundo que había descrito en los primeros y degradada su imaginería y su calidad literaria.

Hay dos protagonistas nítidos en los libros de Castaneda: D. Juan Matus, un indio del México fronterizo, descendiente de un linaje de chamanes cuyos orígenes se remontaban hasta los que vivieron en México desde tiempos remotos; y el propio Carlos Castaneda, que, tras intentar explorar antropológicamente la mentalidad de esta cultura, acaba sucumbiendo a su fascinación. Por eso no nos hace falta saber mucho más del autor de estos libros, ya que él mismo se exhibe en ellos narrando sus experiencias en primera persona. En realidad, pocos antropólogos se han transparentado más en cuerpo y alma a través de sus obras que Carlos Castaneda. Tras el misterio que rodea la figura del autor, perseguido por otros muchos autores en busca de las presuntas supercherías de sus libros, habría que confesar, como lo hace Octavio Paz, que el misterio Castaneda interesa menos que su obra y que es “un enigma mediocre, sobre todo si se piensa en los enigmas que nos proponen sus libros.” Habría que preguntarse, sin embargo, en donde radica el éxito de unos libros traducidos en muchos idiomas y reeditados sin tregua hasta la actualidad. En primer lugar, habría que decir que ese éxito sería impensable si el lector que se adentra en sus libros no se encontrase con una narración de hechos mágicos o fantásticos dentro de un marco contrastadamente realista. Tal contraste presta un raro encanto a sus libros. Sus dotes de narrador, además, resultan excelentes. Sorprende en ellos el manejo de un lenguaje austero y preciso al servicio de unas descripciones detalladas, sin perder un ápice de verismo y expresividad, y, a veces, conteniendo un humor descacharrante. Por otra parte, no debe ser fácil  describir con destreza un viaje psicodélico y sus estados de realidad no ordinaria. La grandeza de los libros de Castaneda también reside en haber logrado encarnar, a través de unos personajes creíbles y una narración eficaz, el itinerario de un aprendizaje espiritual que da acceso a otro conocimiento, a una visión espiritual distinta a la común, lo que Octavio Paz denomina “la contemplación de la otredad en el mundo de todos los días”. Es posible que, bajo el marbete de la antropología, Castaneda haya narrado las inquietudes espirituales del hombre mucho mejor que novelistas expertos en estos avatares, como sería el caso de un Hermann Hesse. También ha logrado dar curso a una terminología de conceptos espirituales tan memorable como sencilla, además de haber prestado una nueva visión de la libertad para el hombre constreñido por los moldes racionales de la cultura occidental. No obstante, tampoco habría que engañarse mucho sobre esta presunta novedad. Tras los conceptos o ideas clave en la obra de Castaneda (como tener a la muerte como consejera, borrar la historia biográfica y perder la importancia personal, vivir la vida como un desafío, romper el monólogo interior o vivir bajo la locura controlada) se agazapa toda una larga tradición filosófica, tanto occidental como oriental, que ya había manejado las mismas ideas espirituales con distintos nombres y que había engendrado todo un semillero de prácticas para experimentarlas. Pero esto, a la vez, comporta otra de las grandezas de Castaneda: el habernos traído un vino viejo en odres nuevos, el haber sabido sintetizar una nueva visión de la religiosidad más acorde con el hombre de nuestro tiempo, ensartada en una cultura arcaica en la que reverbera un mosaico de corrientes espirituales y religiosas de todos los tiempos y culturas. Esta combinación armónica y bien engranada en un nuevo e inesperado decorado -el desierto de Sonora-, donde se dan cita lo antiguo y lo moderno, la antropología y la cultura exótica, la ciencia y la magia, es uno de los grandes hallazgos que podemos encontrar al sumergirnos en Castaneda. Uno puede llegar a barruntar que los libros de Castaneda son de un orden fabuloso y apócrifo, pero incluso bajo esta perspectiva, como una creación literaria del género fantástico, estos generan un enigma mayor: ¿Cómo es posible urdir con semejante pericia un mundo de ficción tan bien elaborado donde se levanta un cohesionado edificio de conceptos espirituales tan variopinto y complejo sin que éste llegue a desmoronarse? Ya se trate de una patraña o de una documentada descripción del aprendizaje de un brujo, la obra de Castaneda queda en pie como un enigmático monumento de antropología o como una obra de ficción literaria que se hace pasar por documento.

Uno de los principales aciertos de Castaneda es haber planteado una dicotomía entre el guerrero u hombre de conocimiento y el hombre común. En realidad, es esta dualidad, en donde resuenan ecos de Nietzsche -el espíritu libre y el espíritu gregario, etc.-, una de las piedras angulares sobre las que se eleva toda tradición espiritual de cualquier cultura. No puede haber iniciación a un progreso espiritual elevado sin que ya se esté planteando esta división tajante marcada por la aspiración de todo neófito a elevarse espiritualmente y desviarse del camino corriente. Es la dicotomía que se establece también cuando una tradición espiritual toma un camino desviado de la razón. El hombre común, al que trata de sobreponerse el hombre de conocimiento que postula Castaneda, es un hombre que vive en un mundo creado e interpretado por la razón. La descripción que hace de su propio mundo y las ideas que sostiene son préstamos que recibe de sus semejantes y de su propia cultura, para al final orientarse exclusivamente por unas creencias en una determinada representación. Se halla siempre disponible a los reclamos de sus semejantes y se convierte así en guardián del otro, en víctima y verdugo de su mezquina libertad. Su libertad es la libertad del hombre corriente, que le despoja de su poder y lo esclaviza a los otros miembros de su cultura. Su elección respecto a las representaciones de su mundo y de su propia vida se dirige a la razón y no a las profundidades del ser.

¡Qué diferente se nos aparece el hombre de conocimiento que se perfila en las páginas de Castaneda! Al dejar de ser esclavo de la razón, el universo que se forja el guerrero deja de ser descriptible y se le vuelve misterioso. Concibe el mundo como un misterio y lo que hacen los demás hombres como una locura. Al confiar en sí mismo, deja de depender de los otros, y comienza a descreer de la razón para ser libre de elegir su propio camino: el camino del corazón. Y este camino le lleva siempre a dar lo mejor de sí. Debe actuar impecablemente, porque la muerte le está susurrando en todo instante que ya no tiene tiempo, que tiene que dar su mejor versión en lo que puede ser su última batalla sobre sobre esta tierra. Debe actuar con lucidez sin descuidar nada. Su actuar impecable es la ausencia total de abandono, es su locura controlada: sigue sólo las indicaciones que le va insinuando el poder acumulado con sus obras o sus acciones. Su conciencia bajo la perspectiva de una muerte cierta hace que no vacile a la hora de tomar una decisión; sabe que, al pender de un hilo, la vida es una cosa frágil y grave a la que hay que corresponder con responsabilidad y atendiendo a su magnitud. Su vida toda se vuelve un desafío. Al tomar a la muerte como consejera, se convierte en un cazador tras una pieza de caza mayor: sale a la caza de sus propias flaquezas y se aplica a romper sus rutinas para no hacerse previsible y evitar el ser cazado; sale, en definitiva, a la caza del poder, del propio dominio de sí. Al no hallarse nunca a tiro de sus semejantes, nunca disponible, se vuelve inaccesible a los tejemanejes de los otros y por eso nunca queda huella de su paso (“el guerrero -dice D. Juan- no quiere ser una presa, ni de sus semejantes, ni de las ideas que estos propagan”); se aplica, por tanto, a borrar su propia historia personal para que no le capturen los demás -los que practican la hechicería negra- y toca el mundo circundante con sobriedad. Es así como el guerrero se dota de poder y se hace imprevisible. Adviene a un mundo completamente nuevo, con nuevas reglas, un mundo misterioso e insondable que le otorga una nueva libertad, no accesible al hombre común. Es así también como pierde su importancia personal: se vuelve humilde, liberándose de deseos e ilusiones, y ya desapegado de estas, se vuelve más libre aún, y sus decisiones respiran el aire de esta nueva libertad (“La humildad del guerrero no es la del mendigo -dice D. Juan-. El guerrero no baja la cabeza ante nadie, ni tampoco permite que nadie la baje ante él”). Vive más allá del fruto de sus actos y “sin esperar nada a cambio”: como en el famoso poema de Rudyard Kipling –If-, trata al éxito y al fracaso como dos impostores por igual. Cada acto realizado cuenta y, en esta cuenta de su actuar impecable, siempre acaba sumando la acumulación de más poder y de más autodominio personal. Y es este nuevo dominio conquistado un terreno que ha logrado sustraerse a gravitación de la razón -que en nuestra cultura todo lo gobierna, a la vez que nos va haciendo prisioneros de una descripción del mundo que se convertirá en una camisa de fuerza, en una prisión que nos hace rehenes de los otros-. Vive rigiéndose por la fuerza del sentimiento, siempre optando por un camino con corazón, para que así pueda emerger la fuerza que dominará su vida: la fuerza de la voluntad, tras la que aflorará la totalidad del mundo y del ser, de ese mundo misterioso y arcano que va a tener como centro de fuerza el cuerpo. Y con los sentidos bien abiertos para que cobre nueva fuerza el cuerpo, se abre el cofre de las maravillas del mundo y emerge así la totalidad de sí mismo. Es la voluntad, precisamente, lo que pone al guerrero en contacto con el poder. Es esta nueva fuerza, que poco a poco va amasando el guerrero, la que define la hechicería, que no es otra cosa que la aplicación de la voluntad para conquistar la libertad; con ella logra ampliar la representación del mundo, un mundo más vasto e inconmensurable con la razón, el mundo misterioso que resulta impenetrable para el hombre común, el mundo que pone en primer término al cuerpo, nuevo centro que ahora desplaza a la razón. Al destruir así la representación ordinaria que guía y orienta la conducta de los hombres, al detener el mundo descrito por esa representación -al romper con los ensueños y el diálogo interior-, el hombre de conocimiento se convierte en un contemplador de un mundo nuevo y salvaje que también lo puede destruir. Y para advertirnos de sus peligros, Castaneda muestra el itinerario seguido bajo la guía de su maestro D. Juan, cuyas maniobras tratan de paliar los potenciales efectos negativos del abordaje de este nuevo mundo. Todo su itinerario de aprendiz de brujo es dirigido por D. Juan con el objetivo de que ahuyente su forma humana, de manera que esa pérdida -la de su forma humana- le cause el menor impacto posible: un alunizaje plácido en un nuevo territorio espiritual. Al igual que los discípulos del yoga, lo mismo que los neófitos de todos los cultos mistéricos, su aprendizaje se ha dirigido a colonizar las profundidades del ser, allí donde está plantada la semilla de donde brotan las miríadas de mundos nuevos.

Ya desde el primer libro escrito por Castaneda –Las enseñanzas de Don Juan, del que aquí se seleccionan algunos pensamientos escogidos- su maestro le dirige hacia el descubrimiento de ese nuevo mundo protegido y exhumado por los chamanes de la antigüedad de México: un nuevo ámbito de la realidad que exige un sistema cognitivo diferente al del hombre corriente. Todas las maniobras de su maestro se dirigen a hacerle desconfiar de los procesos cognitivos del mundo cotidiano del hombre occidental: de ahí la perplejidad de un Castaneda que parte a ese descubrimiento como un antropólogo, para luego caer derrotado ante la victoria de la magia. El antropólogo que quiere conocer al otro desde un orden científico acaba fundiéndose en él a través de una relación de orden mágico-religioso. El otro conocimiento, como brillantemente disecciona Octavio Paz, “abre las puertas de la otra realidad a condición de que el neófito se vuelva otro”, en un despertar espiritual que le hace dudar de los cimientos en los que se asienta su condición de antropólogo y de hombre occidental. Al cabo de un aprendizaje que le lleva trece años -cronológicamente narrado en sucesivos libros-, Castaneda concluye que todo su itinerario bajo la guía de D. Juan le ha llevado a un sistema cognitivo radicalmente diferente y que era el sustentado por los chamanes del antiguo México. El mundo de estos chamanes resulta así inconmensurable con el que habitualmente describe el hombre guiado por la razón mediante sus recursos conceptuales. Según Castaneda, el objetivo primordial de D. Juan fue ayudarle a percibir la energía tal como fluye en el universo, lo que constituía el primer paso imprescindible para adquirir una visión más global y libre de un sistema cognitivo diferente. Según los chamanes del linaje de Don Juan, los procesos de la cognición usual son producto de nuestra formación; fruto, por tanto, de un aprendizaje que siempre se puede desaprender. Cualquier otro aprendizaje que vaya dirigido a percibir las cosas de una manera distinta puede llevarnos a tratar con un tipo de fuerzas y de energía que no aparecen en el horizonte cognitivo del hombre común, y la conclusión es que estas fuerzas pueden ser manipuladas, de manera que, con disciplina y destreza, un aprendiz podría penetrar en un nuevo mundo inconcebible. Los libros de Castaneda se dedican a señalar los mojones y la reglas de este aprendizaje -bajo la guía del gran brujo que es D. Juan Matus- para conducirse hacia la meta de este nuevo descubrimiento de una forma segura.

Como ya se ha dicho, la moral del hombre de conocimiento que postula la filosofía de los libros de Castaneda no difiere mucho de las pautas y conceptos proporcionados por las éticas más milenarias -ya sea estoicismo o epicureísmo o las éticas de las escuelas hinduistas- y las filosofías espirituales de culturas antiguas. Apuntan todas a pautar un orden de vida que se aleja del estilo de vida seguido por el hombre común. La atención al acto puro sin buscar remuneraciones a cambio -que nos retrotrae el Bagavad-gita-, las virtudes que se desprenden del cuidado de sí (la determinación, el valor, el autocontrol, la confianza en sí mismo, etc.), el perder la importancia personal y el tener a la muerte como consejera son otros tantos parámetros que rigen gran parte de las éticas milenarias. Al tomar el hombre guerrero de Castaneda la vida como un desafío, no tiene más remedio que observar el cuidado de sí, es decir, no puede permitirse el lujo de abandonarse al albur de los acontecimientos, no se puede volver disponible ante aquello que quizás le acabe debilitando. Al poner el énfasis en perder la importancia personal, el hombre de conocimiento logra desembarazarse de su ego y accede de esta manera a un comportamiento que le impide caer en los vicios que conllevan la vanidad y el engreimiento. Quien trata de mantener una atención siempre vigilante, quien no está dispuesto a abandonarse a nada, vive cada momento atento a la elección que le plantea cada circunstancia y trata de decidir acertadamente. Y la elección acertada, el decidir siempre teniendo en el punto de mira la vida buena, es una de las claves de la conducta ética. Pero quizás lo que más propulsa la consciencia de que en cualquier momento se puede decidir nuestro destino es la consciencia de la muerte, que en la obra de Castaneda se convierte en su vector más importante y en una verdadera apoteosis.

El guerrero camina siempre con la muerte como compañera. La muerte camina a nuestro lado: es la consejera que susurra sin cesar “no hay tiempo”. Es lo que hace que los actos del guerrero adquieran una rara eficacia. Es también lo que le lleva a vivir desapegado, pues la idea de que en cualquier instante nos lo jugamos todo hace que se nos disipen los deseos e ilusiones, que son los verdaderos motores de nuestra conducta. La muerte es una auxiliar eficaz que desbroza de nuestro camino los obstáculos que lo obstruyen y es lo que hace que cada acto cuente para el acrecimiento del poder. Podría parecer que la piedra angular del edificio construido por Castaneda es la pérdida de la importancia personal, pero esta manera de vivir desembarazada del ego es consecuencia del vivir la vida bajo el signo de la muerte. También se podría ver en el intento del guerrero por actuar de una forma impecable la puerta que le abre al contacto con el poder. El guerrero trata de hacer lo mejor posible cada vez que se empeña en llevar a cabo una acción, pero la conciencia mejor sólo puede ser fruto de la toma de conciencia ante la inminencia de la propia muerte. Puede parecer que el secreto del aumento de poder reside en el concepto de la impecabilidad de los actos, pero esta conciencia a su vez aflora a partir de la conciencia de la propia muerte, que es la idea más vieja de la filosofía, a la que ya aludía Platón como el motor de la actitud filosófica y que cobra tanta importancia en los estoicos, con Marco Aurelio a la cabeza. Ya Marco Aurelio sintetizó la importancia de la idea de la muerte para la perfectibilidad de una vida en una máxima magistral: “La perfección moral consiste en esto: en pasar cada día como si fuera el último, sin convulsiones, sin entorpecimientos, sin hipocresías.” El manejo de la idea de la muerte no sólo permite vivir con una rara dignidad que resulta ajena al hombre que vive de espaldas a ésta; al hacernos vivir la vida con su verdadera gravedad, el darse cuenta de que la muerte nos está cercando, permite tomar conciencia de nuestra responsabilidad, nos aleja de la indolencia del vivir inconsciente y nos arroja a una vida activa. Y sobre todo nos permite orientarnos en una vida que, sin brújula alguna, expuesta a su sinsentido, nos dejaría postrados ante la vacilación: nos devuelve la confianza en nosotros mismos cada vez que, ante una disyuntiva, tenemos que optar por un camino. Un guerrero, dice D. Juan, “sin la conciencia de la muerte sólo sería un hombre corriente implicado en actos corrientes, no tendría la potencia, la concentración indispensables para transformar su tiempo corriente sobre la tierra en poder mágico.”

Se sabe desde siempre, aunque el hombre no esté avezado al desciframiento de su acertijo, que la muerte constituye el mayor enigma de la vida del hombre y su desciframiento nos abriría las puertas hacia una vida mejor vivida. La ignorancia de la muerte nos lleva a vivir una vida pecaminosamente frívola, desprovista de su horizonte vital, que es precisamente lo que la niega, pero también lo que pone a la vida en su exacta dimensión. Ella nos obliga a vivir la vida como un desafío permanente y hace que, bajo el desapego y la libertad que nos procura, empecemos a considerar la fortuna y la desgracia por igual. A quien vive enrostrando la muerte, ya le da lo mismo ganar que perder, y se coloca así por encima de los frutos de la acción, tal como nos aconseja ese monumento a la sabiduría mística y vital que es el Bagavad-Gita. De ahí que Castaneda insista en que el guerrero ha de vivir con el temperamento de un loco que ha tomado el control (“El guerrero considera el mundo como un misterio sin límites y lo que hacen los hombres como una locura sin nombre”); y lo hace practicando el abandono de sí, que nos coloca a resguardo del influjo de la razón, pero al mismo tiempo utilizando el gran cuidado de sí que la idea de la muerte nos inspira y que nos conducirá al verdadero autodominio, la meta de toda ética. Considerar las cosas como un reto, y no como una bendición o una maldición -con la humildad del guerrero-, nos llevaría a lograr una mayor eficacia en nuestras acciones, y nos colocaría en la posición de quien está por encima de los acontecimientos y no deja -tal como predicaban los estoicos- que éstos les afecten, pues estos ya no pueden afectar para nada a lo más íntimo y rico que poseemos: nuestra propia alma o espíritu. Es esto lo que nos vuelve más eficaces y libres.

Porque la visión que se vislumbra al fondo de los libros de Castaneda es un nuevo diseño de la libertad, acaso una libertad quimérica, pero más completa como ideal a conquistar. El hombre guerrero que nos propone Castaneda, como Nietzsche nos propuso su espíritu libre y su superhombre, se distingue por romper cualquier rutina y borrar su historia personal: precisamente para adquirir una mayor libertad, para volverse fluido, para no caer en las redes de sus semejantes, lo que D. Juan llama los hechiceros negros, porque el guerrero, nos dice Castaneda, “no deposita su certeza en el rostro de sus vecinos”. El guerrero, al no atarse a nada, consigue abrir un considerable margen de libertad. Se vuelve indisponible. La muerte le exige vivir cada momento como si fuese el último, dejando de conceder importancia al pasado y al futuro, viviendo en un “hic et nunc”. Al considerar cada cosa como un reto, se sitúa por encima de los acontecimientos (“Un guerrero no puede querer estar en otra parte, pues considera cada cosa como un reto”). Tal como postula Spinoza, la libertad se halla en relación directa con la mayor capacidad de obrar. Al abrirse a un mundo que se ha liberado del corsé de la razón, se adentra a la vez en un mundo magnífico y misterioso, un mundo rebosante de una libertad que hay que explorar con sumo cuidado. Un mundo que hay que afrontar con algunas reglas para no perder la cordura, que hay que arrostrar con respeto y con miedo. Al liberarse el hombre del influjo de sus semejantes, al no estar obligado a interpretar el secundario papel que se le ha asignado en la vida social, el hombre de conocimiento que postula Castaneda sólo tiene como meta ejecutar actos que le aproximen al poder, actos impecables que le aseguran entrar en otro orbe distinto al descuidado y cotidiano, un territorio inexplorado que le catapulta a una libertad inconcebible.

El mundo bajo la perspectiva de los hechiceros yaquis, de los hombres de conocimiento de esa antigua cultura que se sobrepuso al colonialismo salvaje europeo, es un mundo misterioso e insondable al que sólo se accede por medio de la voluntad, por medio de “una intención inflexible”, que está por encima de los deseos y que es el designio del guerrero, al que se ha sometido de todo corazón, como los antiguos se sometían a la idea del destino. Tiene que creer en su propio designio, pero sin creer del todo, pues no se debe dejar abducir por ninguna representación. Sólo debe creer en su propio designio, en el camino elegido, que es un camino con corazón, pues tal como alecciona D. Juan a su discípulo, “se debe escoger siempre un camino con corazón para poder ser siempre lo mejor de uno mismo”. Esta confianza emersoniana en sí mismo y en sus propias fuerzas emana de su voluntad y lo vincula con el poder y con la hechicería. La idea de la muerte inminente y el desapego que acarrea lo lleva a elegir este camino con corazón. Y en el centro de este camino se halla la revalorización del cuerpo. Una vez ha sido desactivado el poder de la razón, se hace con un poder dotado de mayor fuerza gravitatoria, un mundo carente de reglas racionales donde sólo impera el poder de la voluntad. Es aquí donde Castaneda nos evoca esa parte de la filosofía que ha insistido en recalcar el papel del cuerpo y la voluntad en el universo y en la vida del hombre. No hace falta pensar en Schopenhauer; ya Spinoza nos alerta sobre nuestra ignorancia acerca de la voluntad en una cultura logocéntrica: “nadie sabe lo que puede un cuerpo”, nos advierte. Pero a la vez que es una advertencia, también acaba siendo una invitación a explorar el mundo del cuerpo y la voluntad. Vivimos en un mundo del que nada se sabe, a pesar de que todos fingimos saber una vez que nos hallamos encaramados en el panóptico de nuestra cultura, pero en ese mundo construido sobre un vaciado del espíritu (por no quedar suficientemente acreditada su existencia), se nos impone la evidencia de los cuerpos, cuerpos que hay que desentrañar a efectos de saber y de tener más poder. Es precisamente en un mundo donde todo se cree saber, donde los hombres no aprovechan su propio poder. La voluntad es precisamente la fuerza que relaciona al guerrero con el mundo de la hechicería, esto es, con el poder. En un mundo desencantado por la razón, tal como ha subrayado Max Weber, la visión que nos ofrece Castaneda tiene la virtualidad de volver a encantarlo de nuevo, de trocar el cálculo y la previsión imperantes en la visión científica asumida por el hombre occidental por la imprevisibilidad de un mundo ignoto donde la única guía es el sentimiento de seguir un camino con corazón, y cuya meta es la acumulación de poder, no para usarlo contra nuestros semejantes, sino para estar a cubierto de sus asechanzas -de sus hechicerías negras-, y reclamar nuestro palmo de territorio libre. Pues todo parece indicar que en un mundo desencantado ese cálculo y previsión de la razón vuelve a la vez al hombre rígido y previsible, debilitando su poder personal a expensas de habérselo transferido a la cultura y a la técnica. En un mundo donde todo es mensurado por el canon de la razón, los actos podrán tener sentido -siempre subsidiario-, podrán ser medios para alcanzar fines y metas, pero en sí serán actos despojados de su poder. Son precisamente estos fines que orientan los actos del hombre racional los que le obstruyen la visión de la magnificencia del mundo. En cambio, para el guerrero, para el modelo de hombre que nos propone Castaneda, que se guía por la voluntad, cada cosa es un reto, y puesto que cada acto puede ser el último ante la perspectiva de la muerte, cada acto cuenta, recibiendo su cuota de poder. Al hombre de conocimiento, convertido en guerrero a los efectos prácticos, cada acto debe colmarle, ya que, considerado como reto, ningún acto es más importante que otro. Esto le permite hincarse en un tiempo que se prosterna sólo ante el presente y que le permite convertirse en un ser fluido y actuar más convenientemente en el mundo que le rodea. Todo el poder de la hechicería se sostiene sobre esta fuerza que emana de la voluntad -según Castaneda, a través de “la brecha”, una abertura que emana de la región umbilical y de la que él se sirve-. Pero también sirve esta voluntad para ampliar la representación del mundo. El peligro para el hombre de conocimiento es que quede presa de esta nueva representación, que el hechicero utiliza como contraste a la del hombre común. Por eso Castaneda o su alter ego, que es D. Juan, opone al hombre de conocimiento la figura del hechicero. El primero, que salta a la conquista del poder y de su acrecimiento, no se vale de éste -como el segundo- para dominar a sus semejantes y logra obviar esa posibilidad al situarse entre las dos representaciones. Si el guerrero se convierte en hombre de conocimiento es porque únicamente busca los actos de poder para realizar la totalidad de sí mismo.

Ya se ha comentado que la moral del guerrero que nos propone Castaneda nos conduce a problemas morales que ha tratado de resolver toda ética clásica o religiosa. Pero toda ética antigua de esta índole ha lindado siempre en sus planteamientos o en sus prácticas con el terreno de la mística. La misma filosofía, cuando es auténtica y su visión veraz, no deja de proporcionarnos una visión mística del mundo. Así también la visión del mundo y del hombre que se desprende de la obra de Castaneda raya con la mística. Y el concepto más poderoso que nos abre a este sentimiento y visión místicos vuelve a ser el manejo de la idea de la muerte. Sentir que todo acto puede ser el último ilumina el juicio de quien lo ejecuta. La idea de la muerte nos conduce a una moral genuina porque nos despoja de la importancia personal: nos hace humildes. Nos ayuda a aniquilar el ego, que es el objetivo final o el medio más importante con el que cuenta el místico para acceder a un estado beatífico más allá de las palabras. Vivir bajo la creencia de que somos eternos, de que nuestro tiempo no está tasado es lo que nos debilita moralmente. En cambio, al tener en cuenta la muerte, la vida abandona la sensación de inmortalidad y se afinca profundamente en el momento presente. Quien se siente rodeado de eternidad, no valora ni sus actos ni la inconcebible maravilla del universo que le rodea, y se hace insensible a las mudanzas del tiempo y a sus formas siempre nuevas. “Solo existe en ti una cosa mala -le señala D. Juan a su discípulo- crees que tienes la eternidad ante ti”. El hombre que se libera de una concepción del tiempo mecánica y estática – que procrea una conciencia hipnotizada por el movimiento pendular entre el pasado y el futuro- se vuelve inaccesible a las debilidades y los vicios en los que cae la conciencia ordinaria y es capaz de vivir la verdadera riqueza del tiempo, saliendo él mismo enriquecido y con capacidad para obrar sin lastres ni impedimentos. La idea de la muerte, además, nos impide apegarnos a las cosas que nos rodean y nos vuelve más fluidos. Hace que veamos las cosas bajo otra escala de valores, y al considerar que cada acto cuenta, el guerrero siente que debe poner lo mejor de sí mismo en cada acto. Es lo que Castaneda formula con el imperativo de actuar impecablemente. Quien trata de actuar así se siente bajo el estado de gracia. El estado del místico no es el del que se ha descargado de todo pecado, sino el del que ha accedido al estado anterior a la expulsión del paraíso y aún no sabe qué cosa es el pecado. En este estado de inocencia, cualquier acto ejecutado se halla en estado de gracia y se percibe como impecable, como tocado por una rara perfección; con el mismo grado de perfección con el que se concibe el mundo. En la visión paradisíaca del mundo el hombre ya obra con el mismo instinto de perfección: es congénitamente perfecto. El secreto de la libertad del guerrero reside en actuar impecablemente, que es precisamente la fórmula prístina y genuina del imperativo categórico: “el guerrero busca ser impecable ante sus propios ojos y a eso se le llama humildad”. Esta nueva visión de la perfectibilidad humana nos proporciona un método pragmático para impulsarnos en nuestro desarrollo personal. Sobre esta atención en el acto puro y sobre gran parte de los conceptos de Castaneda sobrevuela la evocación del Bagavad-Gita. La exhortación que le hace Krishna a Arjuna en el Bagavad es la de que renuncie a los frutos de sus actos: ha de actuar impersonalmente, sin pasión y sin deseo, como si actuara por procurador y en lugar de otro. Krishna le pide a Arjuna que viva desapegado y actúe como si no actuase. También el guerrero busca la eficacia impersonal: “no pierde su tiempo en vanas indecisiones. Poco importa lo que hace, pero lo que hace lo realiza plenamente” La extirpación de deseos y temores que se produce en el guerrero de Castaneda bajo la idea de la muerte le abre a la totalidad de sí mismo. Considerar la vida como un reto y no como una bendición o una maldición nos lleva a una mayor eficacia en nuestras acciones, pues estas se sitúan por encima de los acontecimientos y éstos ya dejan de afectarnos. Todo lo que Castaneda proclama acerca de la locura controlada (actuando con un control y vigilancia de sí, a la vez que con un abandono total), del actuar desinteresadamente y sin esperar nada a cambio, de no atarse al deseo, pero actuando libremente bajo el propio designio, de amar aquello que se quiere, pero sin interés, todo eso que preforma el temperamento del guerrero, compone un temperamento místico que ya se puede observar en el Arjuna del Bagavad-gita. “Un guerrero -dice D. Juan- actúa como si nada hubiera ocurrido porque no cree en nada, aunque acepta las cosas tal como se le presentan. Acepta sin aceptar y desprecia sin despreciar. No tiene el sentimiento de saber, pero tampoco se siente como si nada hubiera llegado”

No menos importancia para la mística contiene "la ruptura con el diálogo interior" que nos propone Castaneda con el objeto de anular la razón y tener una diferente representación de las cosas, un modo más directo de contactar con la realidad del mundo que nos rodea. Y quien rompe con el diálogo interior, es decir, quien hace silencio dentro de su mente, entra ya en un estado inefable propio de la meditación y del yoga. Se ha vuelto mudo para poder abrir más lo ojos, para quedar sordo y ciego a las voces e imágenes del estado de ensoñación y poder acceder a una vigilia superior. De ahí que en gran parte de lo que nos propone Castaneda esté resonando el inefable lenguaje de la mística, que en su modo de expresión ya está obedeciendo a otras reglas. Su manera de expresar la actitud y las reglas que sigue el guerrero (confiando sin confiar, abandonándose sin abandonar, interesándose sin interesarse, deseando sin atarse a sus pasiones, en definitiva, actuando sobriamente sin actuar), ya está expresándose en términos de complementariedad de contrarios y de síntesis en la unidad, tan afines a la mística. Al acceder el guerrero a un mundo misterioso e insondable, se hace más apto para percibir el mundo bajo la nube del no saber. Bajo el estado de concentración en que se halla el hombre de conocimiento, el mundo se percibe como algo inefable y la lengua se vuelve torpe para expresarlo. Romper con el diálogo interior es la manera más abrupta de romper con la historia personal, de hacer un borrado. Cada vez que alguien logra “parar el mundo” y pone fin a la interminable cháchara que nos acompaña, va restándose importancia ante sus propios ojos y coloca una carga explosiva para demoler su importancia personal. El edificio conceptual para la liberación personal que ha ido construyendo Castaneda brilla así con toda su coherencia. Unos conceptos están entrelazados con otros e interaccionan retroalimentándose y dejando al descubierto la evidencia de que todos se supeditan a la idea más fértil de la filosofía y del desarrollo espiritual: la idea de la muerte. No cabe duda de que romper con el diálogo interior es una forma de morir a nuestro estado habitual de ensoñación que no nos deja renacer, es decir, despertar. Significa también morir al mundo del logos y de la razón, para acceder a un logos superior. También a una nueva moral que nos impone el sentimiento trágico de la vida. Rompiendo el diálogo interior es como el guerrero se despoja de los penosos hábitos adquiridos por creerse demasiado importante y se desembaraza de su ego. Es así como el guerrero se libera de la carcoma de su propia vanidad y deja de tener remordimientos y de lamentarse y de compadecerse a sí mismo. El guerrero se vuelve humilde, “busca ser impecable ante sus propios ojos y a eso se le llama humildad”. Es también, gracias a esta brecha abierta por la ruptura del diálogo interior, como el guerrero suspende la razón para acceder al mundo regido por la voluntad. Accede así a una nueva relación con su mundo y a una nueva representación de la cosas, lo que le fortalece la atención y le facilita un estado de contemplación atenta. Ese nuevo mundo refractario a las representaciones ordinarias en que entra el aprendiz con ayuda del maestro o benefactor, Castaneda lo denomina “nagual”, un mundo terrorífico y salvaje que amenaza con destruir a quien intenta acceder a él. Para preparar a su discípulo y que puede afrontar ese terror, el chaman o maestro utiliza a la vez el miedo, que logra modificar la visión de las cosas y va haciendo desmoronarse la antigua representación. La prueba se considera superada con éxito cuando el aprendiz se sobrepone a ese terror. A partir de ahí lo que cambia en el discípulo es sobre todo el cuerpo (voluntad). El discípulo ha de aplicarse entonces a cambiar la forma humana, que es algo similar a la adquisición de la voluntad. Voluntad para elegir ser hombre corriente o guerrero, lo que ya no es una elección de la razón, si no que apela a las profundidades del ser. “Yo recorro siempre un camino que tenga corazón – se le oye decir a Juan Matus en “Las enseñanzas de Don Juan”-, no importa cuál si tiene corazón. Es el que recorro, y la única prueba válida es atravesar toda su longitud. Y yo lo recorro mirando, mirando, con el aliento cortado. Lo que se pregunta el guerrero es: ¿tiene corazón este camino? Y sólo ha de caminarlo si está libre de ambición y miedo.”.

Los pensamientos que se seleccionan aquí pertenecen al primer libro escrito por Carlos Castaneda, “Las enseñanzas de Don Juan”. A pesar de las excelentes dotes de narrador de Castaneda, como primer acercamiento a su obra, este libro puede resulta un poco tedioso, pero a la vez ya despierta el interés que se va a redoblar en los siguientes libros. Las descripciones detalladas de cómo ha de ingerir Castaneda las mezclas alucinógenas de hongos y plantas y la transcripción de las visiones y sensaciones de sus prodigiosos viajes se hacen un tanto pesadas. No obstante, se pueden encontrar salpicadas aquí y allá frases que ya nos anuncian en que se va a convertir el aprendizaje de Carlos Castaneda y su obra posterior. Se trata de un aprendizaje para convertirse en un hombre de conocimiento y en este camino hay que observar unas reglas que si no se ejecutan con disciplina pueden llevar a la locura o a la muerte. D. Juan distrae a Carlos Castaneda hablándole sin parar de aliados, de plantas de poder, de Mescalito, del humito, del espíritu de los ríos y de los montes, pero sólo para captar la atención de un espíritu que resultaba muy poco disciplinado. Lo hace para destaponarle, para conducirle finalmente al encuentro con un sistema de cognición diferente que le brindará posibilidades inimaginables. Pero no resulta extraño que el primer paso para destaponar al neófito, para trascender el mundo material que nos rodea y adentrarnos en el camino espiritual, sea a través de la incorporación de sustancias que producen sensaciones de incorporeidad. Hay que hacer que el cuerpo se vuelva otro por medio de otro cuerpo propicio (un aliado, una planta psicotrópica de poder) para que los ojos materiales se conviertan en pura visión espiritual; pero sobre todo para poder acceder a esa otra visión deteniendo la representación del mundo habitual. Cualquier visión inducida por una cultura se convierte en una cárcel que nos aherroja en nuestro microcosmos. Las drogas que proporciona D. Juan a Castaneda son ese punto de fuga que nos permite evadirnos hacia un cosmos más amplio y libre: un macrocosmos: “El mundo es misterioso e insondable”, pero según nos sugiere Castaneda, ese microcosmos humano está limitado por las estrechas percepciones que la cultura nos enseña a percibir. En el margen, una plétora de percepciones, una multitud de mundos posibles quedan obliterados, censurados por el guardián que representa nuestra razón. La razón no sólo es el instrumento que nos ordena e ilumina el mundo; también puede ser la camisa de fuerza que nos impide acceder a otros órdenes de vida y puede convertirse en las anteojeras que nos tapa la prodigiosa variedad del mundo.

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El poder reside en el tipo de conocimiento que uno posee. ¿Qué sentido tiene conocer cosas inútiles? Eso no nos prepara para nuestro inevitable encuentro con lo desconocido.

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Nada en este mundo es un regalo. Lo que ha de aprenderse debe aprenderse arduamente.

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Un hombre va al conocimiento como va a la guerra: bien despierto, con miedo, con respeto y con absoluta confianza. Ir de cualquier otra forma al conocimiento o a la guerra es un error, y quien lo cometa corre el riesgo de no sobrevivir para lamentarlo.

Cuando un hombre ha cumplido estos cuatro requisitos -estar bien despierto, y tener miedo, respeto y absoluta confianza- no hay errores por los que deba rendir cuentas; en tales condiciones, sus acciones pierden la torpeza de las acciones de un necio. Si un hombre así fracasa o sufre una derrota, no habrá perdido más que una batalla, y eso no le provocará lamentaciones lastimosas.

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Ocuparse demasiado de un mismo produce una terrible fatiga. Un hombre en esa posición está ciego y sordo a todo lo demás. La fatiga misma le impide ver las maravillas que lo rodean.

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Cada vez que un hombre se propone aprender tiene que esforzarse como el que más, y los límites de su aprendizaje están determinados por su propia naturaleza. Por tanto, no tiene sentido hablar del conocimiento. El miedo al conocimiento es natural; todos lo experimentamos, y no podemos hacer nada al respecto.

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Enfadarse con la gente significa que uno considera que los actos de los demás son importantes. Es imperativo dejar de sentir de esa manera. Los actos de los hombres no pueden ser lo suficientemente importantes como para contrarrestar nuestra única alternativa viable: nuestro encuentro inmutable con el infinito.

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Cualquier cosa es un camino entre un millón de caminos. Por tanto, un guerrero siempre debe tener presente que un camino es sólo un camino; si siente que no debería seguirlo, no debe permanecer en él bajo ninguna circunstancia. Su decisión de mantenerse en ese camino o de abandonarlo debe estar libre de miedo o ambición. Debe observar cada camino de cerca y de manera deliberada. Y hay una pregunta que un guerrero tiene que hacerse, obligatoriamente: ¿Tiene corazón este camino?

Todos los caminos son lo mismo: no llevan a ninguna parte. Sin embargo, un camino sin corazón nunca es agradable. En cambio, un camino con corazón resulta sencillo: a un guerrero no le cuesta tomarle gusto; el viaje se hace gozoso; mientras un hombre lo sigue, es uno con él.

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Existe un mundo de felicidad donde no hay diferencia entre las cosas porque en él no hay nadie que pregunte por las diferencias. Pero ese no es el mundo de los hombres. Algunos hombres tienen la arrogancia de creer que viven en dos mundos, pero eso es pura arrogancia. Hay un único mundo para nosotros. Somos hombres y debemos transitar con alegría el mundo de los hombres.

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El hombre tiene cuatro enemigos naturales: el miedo, la claridad, el poder y la vejez. El miedo, la claridad y el poder pueden superarse, pero no la vejez. Su efecto puede ser pospuesto, pero nunca vencido.



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