Escribo esto desde uno de los escasos bares que todavía
guardan en su recinto el secreto de su silencio, cuyos ingredientes son bien
sencillos: no tener televisión, ni hilo musical, ni máquina tragaperras. Tan
escasos se han vuelto esos bares en nuestras ciudades, que si hace tan solo una
década se podían contar por decenas, ya solo los podemos contar por unidades, y
eso después de habernos dado una larga vuelta de cabo a rabo por nuestra
geografía urbana. Tal ha sido en las últimas décadas el perfeccionamiento
técnico de nuestras sociedades para conspirar contra el silencio y acabar
atropellándolo. Y pese a que me he
convertido en los últimos años en un perfecto buscador frustrado de este tipo
de establecimientos- y es que no consigo escribir en ellos si no hay un mínimo
de silencio-, pese a que en la nueva
ciudad en que vivo acabo de encontrar por fin un bar –antiguo- que respeta el
silencio, tengo que decir que tal vez sea la primera y la última vez que venga
a este bar. La razón es simple: una vez que la civilización en su desarrollo
técnico ha conseguido liquidar el silencio, éste se vuelve una experiencia
espantosa cuando hace su aparición. Esto
último que acabo de decir, naturalmente, es una exageración literaria; volveré
más a menudo por este bar, pero me ratifico en la tesis que contendrá este
escrito: hemos conseguido hacer de una
de las experiencias más maravillosas de la vida una cosa rara y espantosa. Y lo
más doloroso es que ni siquiera la echamos de menos ni nos damos cuenta.
Probablemente haya muchas personas que crean que entran habitualmente en bares
o establecimientos donde mora el silencio. Hay que despejar este error. El
silencio no mora ya en ninguna parte porque lo hemos deshabitado a base de
instalar televisiones, hilos musicales y toda clase de aparatos percutores de
ruidos. El silencio, aquel ámbito precioso que en su tiempo elogiasen místicos
y poetas, sabedores ellos de que su presencia era garantía y matriz de una
experiencia mística o poética, y por tanto acceso a un conocimiento auténtico y
peculiar, ya es hoy, a comienzo de siglo, una especie en extinción. La mayoría
de las personas que puedan leer estas líneas no han tenido en los últimos
tiempos esa experiencia de entrar en un bar silencioso, libre de todo ruido que
no sea el de las conversaciones de los parroquianos o de los movimientos
naturales que emiten los cuerpos y las cosas en su roce cotidiano con el mundo.
Lo sé de buena tinta. Ya he comentado que soy un infatigable buscador de bares
silenciosos y que el resultado es que me fatigo en vano, que no aparecen nunca
esos bares, que en muchos de los bares a los que acudo apenas duro en ellos más
que unos minutos, al cabo de los cuales me tengo que levantar espantado por un
atronador aluvión de ruidos que me deja tan aturdido, que no sé bien para dónde
tirar y acabo olvidándome en ellos periódicos, paraguas y hasta la cartera y la
mochila. Pero hay que decirlo y es por eso que escribo estas líneas. Si hoy en
día los bares son de un ruidoso que espanta, hay una cosa todavía más
espantosa: y es un bar silencioso. Ahora que estoy aquí escribiendo estás
líneas desde un bar donde es posible escuchar el tic-tac del péndulo de un
reloj, donde se oyen los amortiguados pasos de la camarera al llevar a las
mesas la taza de café del desayuno, donde se pueden escuchar los carraspeos y
el zumbido de las hojas del periódico cuando sus lectores pasan página, o el
rasguñar de los granos de azúcar en el sobre antes de espolvorear y diluirse en
el café, incluso el cespitar de la alfombra ante el peso de las patas de las
sillas justo cuando un parroquiano toma asiento; en este bar donde aún se pueden escuchar los
borborigmos que produce el motor de la nevera junto con el roce de los abrigos
de los clientes que quedamente nos van diciendo hasta luego, como si temieran
asustar al silencio, antes de dejar oír el vaivén de la hoja de la puerta que
se cierra tras su paso; en este recinto donde se puede oír el balanceo de una
mesa con una pata más corta que las otras y donde las cucharillas lloran
mientras dan vueltas al azúcar en el café con leche, donde las servilletas de papel gimen cuando son rasgadas y donde podría
intuirse psicofónicamente hasta el crepitar de las almas,
en un bar así, se crea o no se crea, el silencio es ya una experiencia tan
insólita, que puedo jurar que espanta y dan ganas de exclamar: ¡Música,
Maestro!
Como no quiero que este escrito se alargue mucho, voy a
dejarme de literatura y voy a ir directamente al grano de lo que quiero
expresar. Este escrito lo voy a titular "elogio del silencio", porque pocas cosas naturales existen -¿existían?- tan bellas y tan necesarias como
el silencio. Hace tan sólo unas décadas ensayar un elogio del silencio hubiera sido
algo cursi, superfluo, que causaría perplejidad y que no llamaría la atención.
Hoy, más que un panegírico al silencio, hay que escribirle una necrológica o
dictar lacónicamente su epitafio. Y lo más grave que se puede añadir, dado que
estamos a los pies de un silencio que nos yace encima casi expirándonos en la
cara, es que es imposible llevar a cabo ninguna actividad creativa si no viene
acompañada de su viva presencia. La paradoja del desarrollo de la técnica nos
ha conducido a una coyuntura donde todo aquel establecimiento comercial que no
coloca un hilo musical o un par de pantallas de televisión, deja de modernizarse, y una vez que el
rodillo de la modernidad ha pasado por encima como una apisonadora, uniformándolo
todo, aquellos establecimientos que se rezagan quedan señalados, estigmatizados
precisamente por la ausencia de ese rasgo de modernidad, y se instala entre
nosotros, cuando los visitamos, la sensación de que algo no funciona, sensación
de falta de vida y plenitud, de que ese
establecimiento ha sido tocado por la decrepitud y está ya al borde del
derribo y de la demolición; y si bien el silencio es requisito de cualquier
creatividad, labor o conversación fructífera, enseguida se siente como una
presencia amenazadora, como la presencia de algo angustioso que se nos cierne,
la presencia del tedio y de lo inmóvil, es decir: sentimos la presencia de la
muerte. Es de esta forma torticera, cómo aquello que verdaderamente representa
la muerte, cual es lo mecánico, lo tecnológico –en forma de máquina
tragaperras, televisión o hilo musical-, aquello que precisamente carece de
vida porque es una máquina, es así como viene a suplantar y ocupar el lugar de aquello que
es fuente de vida y de plenitud: cuál es el silencio.
No se soporta el silencio porque ahora, por un desplazamiento
producido por el mismo progreso técnico que ha engendrado todo tipo de
cachivaches ruidosos relacionados con la sociedad del espectáculo, viene a
representar lo viejo, lo caduco, lo que
pertenece a otro tiempo, lo pobre y demasiado austero, aunque paradójicamente
el silencio sea precisamente la riqueza aún indefinida, la plétora sin fin que
permite todo pensamiento y todo sonido sin distorsión; aunque precisamente sea
el silencio lo diáfano, y por tanto lo
que nos da claridad, pero precisamente por ser transparente, el silencio nos
devuelve aquello que no queremos ver: nuestra propia imagen en auténtica
soledad. Y estos ya casi antediluvianos establecimientos que hasta hace muy
poco poblaban nuestras ciudades para dar albergue a ávidos y concentrados
lectores o afanosos escritores y artistas,
estos establecimientos que eran sede permanente de creatividad y
animadas tertulias continuamente improvisadas, se los ve ahora perecer
precisamente por dar pábulo a este silencio bienhechor, y mueren de inanición
por no poder alimentarse del ruido venido de las televisiones y de los hilos
musicales: ¡qué desgracia!, los embotados clientes desertan de ellos. Los
jóvenes porque los sienten anacrónicos; los clientes habituales porque
comienzan a espantarse ahora de esta figura de muerte con la que se encuentran
al entrar y que es esta experiencia espantosa que vengo reseñando: oír el
silencio nos comienza a dar auténtico pánico.
Habría que preguntarse, claro está, de que huye el hombre moderno cuando
huye del silencio.
Se podría pensar que este escrito no es más que una queja. Lo
es, por supuesto, pero no se puede ver sólo como una queja. La queja es el
primer gesto de protesta que se esboza cuando algo amenaza la salud de nuestra existencia.
Para los inenarrables cambios que han abigarrado y alborotado los últimos
quince años, noto que las personas alrededor se quejan demasiado poco, como si
se hubieran resignado de la rabieta de perder un chupete a cambio de una
piruleta. La piruleta no nos va a impedir olvidar el chupete, ni el chupete
olvidarnos de aquello que más se nos antoja y nos recuerda el hontanar que vino a darnos vida y alimento nutricio. Es lo que le pasa al
hombre de nuestros días, que a cambio de cachivaches tecnológicos se está
olvidando de dónde viene y, por tanto, comienza a no tener idea de hacia dónde
va, porque simplemente se deja llevar por la corriente del progreso técnico, sin
ofrecer resistencia ni tomar conciencia. Decía Eugenio D’ors que nada hay tan
moderno como lo que no debe cambiarse. Se puede cambiar casi todo, pero no hay
que olvidarse de la permanencia de las cosas que deben permanecer. Si la
tecnología y las nuevas costumbres con ella aparejadas cambian lo que no debe cambiarse,
ya no estamos ante lo moderno, sino ante una de las formas con que se disfraza
la barbarie. Esta es la tesis, por supuesto. Diciéndolo en palabras de Picasso:
nada importante ni creativo se puede hacer sin soledad. No habló Picasso del silencio, porque en su
tiempo aún no había sido herido de muerte, pero tendría que haber añadido
exactamente lo mismo: nada importante ni creativo puede ser engendrado sin su
presencia. Vivimos en un entorno continuamente exasperado por los ruidos,
exasperación que alcanza en primer lugar
al ser humano, que se ve aturdido y trata de escapar de todos lados, sin saber de qué escapa y sin
darse cuenta de que nada de lo que hace puede tener fuerza y fecundidad porque
le falta el abono del silencio, y que toda su obra espiritual está comenzando a
cimentarla ahora sobre las movedizas arenas de una atronadora barahúnda de ruidos (mientras ahora vuelvo a corregir en un ciberchiringuito este texto antes de lanzarlo a la red, una música atronadora salida de un hilo musical me impide digna y mínima concentración; la falta de silencio en nuestra sociedad es un atentado contra la dignidad del hombre, así, tal cual queda dicho y sin ningún escrúpulo por mi parte. O como ha dicho Ramón Andrés, el silencio se ha quedado relegado a lo religioso y es otra derrota de la sociedad civil.)
Y ésta es la cuestión: que toda civilización, además de
edificarse sobre su producción técnica, se edifica también, y sobre todo, sobre
su producción espiritual. Las fábricas donde se han asentado las atronadoras máquinas
pueden producir sus materiales productos de consumo con una fertilidad
automatizada, sin que nada de su productividad por ello se resienta. Hasta
pueden prescindir de sus obreros, y cuanto más atronador llegue a ser el
pandemónium de ruidos producido por la máquina, más productos lanzará al
mercado. No es el caso de las producciones espirituales, sin los que una
cultura acaba decayendo y volviéndose exánime y que para nada dependen de las máquinas, sino que laboran a su pesar y en su contra. Mi tesis es sencilla y ni
siquiera es tesis, por tratarse de algo obvio, pero que no se oye por ahí a menudo,
tal vez porque la falta de silencio y la superabundancia de cháchara
comunicativa no nos deja oírnos. El ser humano, en medio de un puro alboroto
de ruido, sólo puede parir espiritualmente un puro caos y alboroto en que ya se está
convirtiendo la cultura. Hágase la experiencia, si alguien lo logra. Búsquese un
bar o cafetería que no tenga más ruidos que los humanos, que carezca de
televisores, hilos musicales y demás zarandajas: y una vez que lo hayan
encontrado, siéntense y aguarden a tener una de las experiencias más numinosas
y terroríficas de su vida. Lo verán
pronto aparecer: es el fantasma del silencio. No se asusten demasiado: obsérvenlo
como quien se apresta a contemplar una obra de arte abstracto, al inicio sin
comprender nada, ni tener clara noción de sus contornos, hasta que, poco a
poco, se pondrá a comunicarse con nosotros desde lo más profundo de su seno y a
desplegar sus virtualidades latentes. Yo ya lo he degustado en esta cafetería
en vías de extinción, y mientras he estado aquí sentado, he podido comprobar
otro de los gestos corteses que están a punto de desaparecer de un planeta que
se dirige a marchas forzadas hacia otra vuelta de tuerca más en la alienación
humana. Durante el tiempo en que he dado forma a mis palabras, ha entrado no menos
de una docena de clientes, casi de puntillas y sin hacer ruido, y uno por uno
han ido dando, casi en cuchicheo, los “buenos días”, algo que ya no se estila
en los bares convencionales, que son verdaderas barahúndas de ruidos y
descortesías varias. La razón es sencilla: el ruido nos da licencia para pasar
desapercibidos y no enfrentarnos con nuestra propia soledad, aquella que San
Juan de la Cruz calificara de sonora. Hasta hace poco, la cultura propiciaba
una soledad armónica que engendraba sonidos; hoy la soledad se ha vuelto
disruptiva y sólo produce ruidos. Y sin verdadera soledad, como diría Picasso,
no se puede mirar directamente a los ojos de la gente y decir a cada persona, lisa y llanamente, “Buenos días”, que es, desde tiempos inmemoriales,
la manera más hermosa y cordial que han encontrado los hombres de saludarse
cada mañana sin interrumpir su silencio.
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