martes, 9 de enero de 2018

POETAS 120. John Milton. El Paraído perdido (I)


John Milton nace en Londres el 9 de diciembre de 1608. Su padre, notario y buen músico, no reparará en gastos para la educación de su único hijo. Asiste a la reputada escuela de San Pablo, fundada por el humanista John Colet.  Cuando cumplió los 16 ya era un poeta que comienza a adquirir maestría en la métrica inglesa y latina. A esa edad se muda a Cambridge para seguir sus estudios como becario. A los 24 años deja Cambridge, después de padecer castigos y humillaciones, y regresa al hogar paterno para dedicarse durante cinco años a su vocación poética, inspirado por Homero y la Biblia. Se dice que en ese periodo leyó a todos los escritores griegos y latinos y aún tuvo tiempo de escribir piezas para algún espectáculo dramático. Al cumplir los 30 años, el padre le da permiso para que viaje con un criado por toda Europa. Provisto de numerosas cartas de presentación, el joven Milton alterna con algunos de los personajes más representativos, es acogido en los círculos de intelectuales de muchas ciudades, conversa, escucha y aprende. En Paris discute con el holandés Hugo Grocio -a la sazón embajador de la Reina Cristina de Suecia- sobre cómo reunir las dispersas iglesias protestantes. Su curiosidad astronómica le lleva a visitar a Galileo en la prisión donde estaba encarcelado. Permanece dos meses en Florencia. De allí pasa a Siena, y más tarde a Roma y a  Nápoles, en un largo viaje por toda Italia. Cuando ya se dirigía desde Sicilia a Grecia, recibe las noticias del estallido de la guerra civil inglesa y decide regresar a su patria. A primeros de Agosto de 1639 se halla ya en Londres apoyando la facción de Cromwell contra el despotismo de los Estuardos.  Durante un tiempo vive a las afueras de Londres en una casa arrendada y allí se gana la vida impartiendo clases con un método de enseñanza novedoso.  A principios de 1642, durante un viaje al campo, conoce a Mary Powell, y poco después se casa con ella, pero al mes de la boda la novia abandona la casa y regresa con su familia, con la que continuará viviendo durante cuatro años, hasta que sin motivo aparente vuelve con Milton. Poco se sabe de los motivos de la ruptura y de la posterior reconciliación. Disensiones políticas entre las dos familias, en un periodo de convulsión, están detrás de esa separación que duró cuatro años. Milton era puritano y defensor de una república; la familia de su mujer era anglicanista y defensora de la realeza. A medida que está última iba perdiendo poder ante el empuje del puritanismo, la familia política veía cada vez con más buenos ojos la posición favorable de Milton. Finalmente, la mujer regresó a su casa implorando el perdón de Milton. Debido a la caída en desgracia de la familia de su mujer por motivos políticos, parte de sus miembros invadieron la casa de Milton durante un año, obligado éste a compartir cada momento de su jornada con gente con la que nada tenía en común, que le fastidiaba y le aburría mortalmente y que le impedía la relación con sus viejo amigos. Todos estos acontecimientos pesaron en el ánimo de Milton hasta el punto de que le impulsaron a producir una retahíla de escritos sobre el tema del matrimonio y del divorcio: “La doctrina y disciplina del divorcio”, 1644, a la que siguió “El juicio de Martin Bauer en lo que respecta al divorcio”, y al año siguiente añadió su “Exposiciones sobre los cuatro puntos principales de la escritura que tratan sobre el matrimonio”. Al compás de los convulsos acontecimientos políticos, Milton presta la pluma para la causa defendida por Cromwell y escribe una serie de diatribas contra el poder de los obispos, sobre la educación de los jóvenes y sobre la libertad de imprenta. Finalmente, el escrito que aparece en enero de 1649, “Sobre los deberes del Rey y de los Magistrados”, va a dar la estocada a un régimen que ya estaba herido de muerte después de haber sufrido un regicidio: la decapitación de Carlos I. En marzo de 1649, ya convertido en el adalid intelectual del nuevo régimen, es nombrado secretario para las lenguas extranjeras del Consejo de Estado. Su cometido consistía principalmente en ocuparse de la correspondencia con los gobiernos extranjeros, lo que en la práctica le convirtió en vocero oficial de la revolución. A este periodo triunfal de Milton va a suceder otro periodo de calamidades que comienza con la pérdida de la vista a partir de 1651. “Estar ciego no es penoso –llegará a escribir Milton-; el no poderlo soportar si es penoso. Mas ¿por qué no voy a ser capaz de soportar algo que puede acaecerle a cualquier mortal, algo que les ha sucedido efectivamente a algunos de los mejores y más grandes hombres que se recuerdan?”. Tres días después de dar a luz una segunda niña, muere su primera mujer, y enseguida le va a acompañar la muerte de su hijo varón. En 1655, tiene que cesar en su cargo de secretario y se casa en segundas nupcias con Katherine Wookcock, con tal mala suerte que al cabo de un año también fallece ésta. Su calamidad íntima se ve exacerbada por la adversidad de un escenario político que muta bruscamente. En 1659, cuando la Commonwelth ya se había desbaratado, todavía se siguen dando a imprenta panfletos republicanos escritos por la mano de Milton. La causa monárquica se va imponiendo y adviene la época de la restauración con la entrada en Londres, en 1660, del nuevo rey Carlos II Estuardo. Una docena de regicidas son ajusticiados y distintas personalidades encarceladas, mientras el cuerpo exhumado de Cromwell es colgado y su cabeza expuesta en un pica. Milton es declarado prófugo de la justicia, se esconde en casa de un amigo, se le descubre y es encarcelado durante dos meses, hasta que al final es puesto en libertad, pero perseguido por la humillación y la derrota, llegándose incluso a quemar en público alguna de sus obras. No obstante, teniendo en cuenta la preeminente posición de la que gozó durante el régimen de Cromwell, Milton salió muy bien parado. Se libró desde el principio de la condena a muerte o a prisión perpetua con que se castigó a alguno de sus camaradas. Samuel Johnson revela las razones de la indulgencia: “él era ahora pobre y estaba ciego; ¿y quién habría de perseguir con violencia a un enemigo ilustre, deprimido por la fortuna y desarmado por la naturaleza?” A partir de entonces pasará grandes estrecheces económicas y se esforzará en materializar el sueño que acarició en su juventud: una obra sobre el mito del paraíso perdido. Mientras labora en este poema épico, se vuelve a casar, a los cincuenta y cinco años, con una mujer a la que dobla la edad: Elizabeth Minshull, que no contaba con ninguna fortuna. Posteriormente a su destitución y a este tercer enlace, al parecer se le ofreció continuar en su antiguo puesto, y a las presiones de su nueva mujer para que lo aceptara, Milton muy digno respondió”: “Tu, como otras mujeres, quieres pasear en tu coche; mi deseo es vivir y morir como un hombre honrado.” En 1665, a consecuencia de una peste que asola Londres, pasa un periodo de casi un año en el campo, en Chalfont St. Giles. Ya de regreso a Londres, da término a su “paraíso perdido” y lo lleva a imprenta, con una primera edición de mil trescientos ejemplares que se agota al cabo de dos años, un verdadero éxito editorial para la época. Publica a continuación “El paraíso recobrado”, obra excesivamente didáctica, cuyo asunto lo constituyen las tentaciones de Jesús en el desierto. A continuación publica  el drama “Sansón agonista”, que sigue las reglas de la tragedia griega para presentarnos a un sansón ciego y colérico que trama su venganza contra los filisteos. Atormentado por la gota al final de sus días, y ya conciliado con las dificultades provocadas por la ceguera, convierte sus últimos años en una reivindicación de su figura, consiguiendo el éxito que se le había negado desde la llegada de la restauración, y siendo visitado en su casa por numerosos amigos y admiradores. Muere el mismo año en que se edita por segunda vez su “Paraíso Perdido”, el 8 de noviembre de 1764

De estatura  no muy alta, Milton se defendía de los que le acusaban de enclenque, alegando tener un espíritu y una fuerza vigorosa y especialmente dotado para el arte, debido a su amor apasionado por lo bello. Confesaba tener una ambición desmedida por la inmortalidad de la fama. En algún momento aspiró a hacer carrera en la iglesia, pero su  pasión por la libertad le llevó a renunciar a un ministerio que consideraba corrupto. En su “Segunda defensa del pueblo inglés” muestra su orgullo por no haber sido jamás “incitado por la ambición o por el deseo de lucro o de gloria”. Lo que movía a Milton era un puntilloso sentido del deber hacia su propio país. Pero su heterodoxa manera de demostrarlo, colocándose contra “los injustos privilegios de los tiranos”, le atrajo el odio de las personas sin principios y, con la restauración de la Monarquía, Milton cayó en desgracia y perdió casi toda su influencia. Johnson nos ha dejado una semblanza de su régimen de hábitos a lo largo de su vida: “Bebía escasamente de cualquier bebida fuerte, y se alimentaba sin exceso de manera suficiente, y en sus años tempranos sin ser delicado a la hora de escoger. En su juventud solía estudiar hasta avanzadas horas de la noche; pero más adelante cambió sus horas, y permanecía en cama de nueve a cuatro en el verano, y hasta las cinco en el invierno. El transcurso de su rutina cotidiana fue mejor conocido después de que se quedara ciego. Lo primero que hacía, al levantarse, era escuchar un capítulo de la biblia hebrea y luego estudiaba hasta las doce; entonces hacia algún ejercicio durante una hora; luego comía; después tocaba el órgano, y cantaba, o escuchaba a otro cantar, más  tarde estudiaba hasta las seis; luego atendía a sus visitas hasta las ocho; después cenaba y, tras una pipa de trabajo y un vaso de agua, se iba a la cama”.

La exigencia de su ideario poético se trasluce de una carta dirigida a Henry de Brass: “El que quiera escribir dignamente acerca de acciones dignas, debe hacerlo con dotes intelectuales y con experiencia de las cosas no menos que si fuera el propio artífice, de modo que sea capaz con la misma mentalidad de comprender y valorar incluso el más grande de los eventos y, una vez que lo ha comprendido de modo cabal, trasladarlo clara y gravemente a una lengua pura y casta”. En otros escritos insistió en esa ambición poética al decir que quien aspira a escribir de las cosas más grandes, deberá ser a su vez el mismo un verdadero poema, y si canta a los héroes, el poeta ha de tener madera de héroe y de algún modo ha de haber pasado por las experiencias que narra en sus poemas.

De su profesión de fe nos informa Johnson lapidariamente: “El había decidido qué tenía que condenar antes de preguntarse qué aprobar. No llegó a asociarse con ninguna denominación de protestantes: sabemos más bien lo que no era, antes que lo que fue. No era de la iglesia de Roma; no era de la iglesia de Inglaterra”. También ha sido calificado de hereje original del cristianismo, con ideas gnósticas. Para Harold Bloom, era un monista radical, muy escéptico de cualquier fe y que recusaba el dualismo alma- cuerpo y la creación del mundo a partir de la nada. Menéndez Pelayo, hablando de Milton en sus “ideas estéticas en España”, dice que es la expresión más clásica del renacimiento inglés. Después de atribuirle estar imbuido de idealismo platónico y cristianismo por parte iguales, agrega que “Milton fue precursor de las más audaces doctrinas religiosas y políticas que desde el siglo XVII han conmovido el mundo; Milton sospechoso de unitarismo, de arrianismo, acérrimo contradictor de la jerarquía episcopal, apologista del tiranicidio, de la soberanía popular omnímoda, de la absoluta libertad de imprenta y del divorcio, es, por un fenómeno nada infrecuente en la historia literaria, clásico puro y conservador rígido de tradición literaria, así en el fondo como en la forma.”

En una segunda entrega se tratará de analizar el contenido del Paraíso Perdido. El asunto de la obra es la caída del hombre, pero más importante que este motivo central es tal vez  lo que se nos describe entre bambalinas antes de la llegada de Satán al Edén para tentar a Adán y Eva: la majestuosidad espacial en que se mueven personajes teológicos y metafísicos, que parecen ventilar cuestiones de importancia trascendental para el drama de la creación, la llamada a la rebelión entre las huestes de los ángeles, la posterior lucha entablada que llevará a la facción secesionista al ostracismo en el infierno, pero, sobre todo, va a cobrar peso la personalidad de un Satán infatigable que busca por todos medios la venganza y que llevó a Shelley a exclamar que el diablo se lo debía todo a Milton.
Se ofrecen aquí fragmentos de los seis primeros libros, en traducción de Enrique López Castellón. Con posterioridad se ofrecerán fragmentos de los otros seis libro que faltan para completar este gran poema escrito en verso blanco.


LIBRO PRIMERO (fragmento)


SATAN TOMA POSESIÓN DEL INFIERNO


Abre después las alas y alza el vuelo


Por el aire en tinieblas sostenido,


Que un peso nada usual experimenta,

Hasta que al fin desciende en tierra seca,
Si así cabe llamar a la que ardía
Con un sólido fuego, frente al  agua
Que con líquidas llamas se abrasaba.
Por su aspecto al surgir, se parecía
En fuerza al subterráneo torbellino
Que formó el promontorio del Peloro
O al Etna cuando brama por sus grietas,
Debido a sus entrañas combustibles,
Que conciben un fuego condensado
Con furia mineral que lanza al cielo,
Y en vendaval lo esparce generando
Una humareda densa y corrompida
Que llega a socarrar la tierra entera.
Así era el suelo aquel donde posara
Los maldecidos pies. Su compañero
Seguíale; los dos iban ufanos
De haber salido ilesos, como dioses,
De las aguas de Estigia por sí mismos,
Sin la ayuda de Dios omnipotente.


“¿Es ésta la región, la tierra, el clima,
Dijo el antes Arcángel, el terreno
Que debemos cambiar por nuestro Cielo,
Este triste negror por toda aquella
Radiante claridad? ¡Muy bien, pues sea!,
Ya puede disponer el soberano,
Que ahora quiere reinar, lo que le plazca:
Más nos vale alejarnos del alcance
De aquel que, en parangón, nos es parejo,
Pero a la fuerza en Rey se ha convertido,
Por encima de todos sus iguales.
¡Adiós, campo feliz en donde habita
El eterno placer! ¡Salud, horrores;
Salve, mundo infernal! ¡Profundo averno,
A tu nuevo señor presta acogida;
Ni el tiempo ni el lugar conseguir pueden
La mente trastocar, ya que ésta lleva
En sí su habitación y hasta podría
En Cielo convertir el propio infierno
O en infierno cambiar el mismo Cielo!
¡No importa dónde esté ni lo que sea,
Si sigo siendo igual, el mismo en todo,
Apenas inferior a quien el rayo
Le hizo ser superior! En este sitio
Tendremos libertad, pues es seguro
Que nadie nos va a echar: no se ha creado
Para envidiar después a quien lo habite.
Podemos, pues, reinar en él tranquilos;
y en mi opinión, reinar es siempre bueno:
reinar en el infierno es más valioso
que en el cielo servir. Y a nuestros socios
que duermen su estupor en este lago,
¿les vamos a dejar si ya han perdido
Lo mismo que nosotros, sin llamarles
A compartir mansión tan desdichada
O a sumar su poder a nuestras fuerzas,
Intentando ganar allá en el Cielo
Lo que quepa obtener o del infierno
Lo que puede perderse todavía?”
Así dijo Satán y contestóle
A su vez Belcebú: …
LIBRO II (fragmento)
SATÁN VA EN BUSCA DEL NUEVO MUNDO
ATRAVESANDO EL GRAN ABISMO QUE SE
EXTIENDE ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO
Vence quizás el viento al que se adhieren,
Mas sólo unos instantes. El Caos siempre
Es, al final, el juez que dictamina,
Añadiendo al conjunto más desorden,
Que le ayuda a imperar. Justo a su lado,
El Azar es el rey, pues todo arbitra.
Ante el salvaje abismo que fue cuna
Del orden natural, tal vez sepulcro,
Que no es costa ni mar, ni fuego ni aire,
Sino un montón de causas fecundadas
Que  en total confusión han de mezclarse
Y luchar entre sí siglo tras siglo,
A menos que el Creador omnipotente
Ordene alguna vez los materiales
Para hacer otros mundos de esa masa…
Ante el abismo, digo, cauteloso,
Detúvose Satán durante un rato
Para observarlo al borde del infierno
Y ponderar los riesgos de su viaje:
No es un simple marjal con arroyuelos
Lo que habrá de cruzar. O ensordecía
En un grado menor sus dos oídos
El destructor estrépito del trueno
Que el fragor levantado por Belona
(por comparar lo grande y lo pequeño)
Al disponer sus máquinas de guerra
Y abatir, fulminante, una gran urbe;
Menor estruendo habría si cayera
El celeste armazón y, amotinados,
Los elementos todos desplazaran
A la estática Tierra de su eje.
Al fin, Satán extiende las dos alas
Para echarse a volar; por su tamaño,
De un navío al velamen se asemeja.
Da un puntapié en el suelo y se remonta
Por el humo impulsor que asciende al cielo
En forma de columnas. Muchas leguas
Sigue subiendo, audaz, como en un carro
Que el nubarrón formara, mas de pronto
Su soporte le falla y queda expuesto
A la inmensa oquedad. Muy sorprendido,
Comprueba que las alas bate en vano
Y que cae diez mil brazas en la hondura.
Si por un buen azar no se topara
Con el fluir potente de otra nube
Impregnada de nitro y de sulfuro,
Que le elevó las millas descendidas,
Su descenso quizás continuaría.
Detúvose la nube, al sofocarse,
En un pantano igual a aquellos Sirtes
Que no son tierra o mar. Hundido casi
Cruzó Satán el suelo movedizo,
Unas veces a pie y otras volando,
Sin los remos ni velas requeridos.
Como en aquel erial se interna el grifo
Que volando persigue por las charas
Al ladrón arismaspo que un mal día
Robóle el oro aquel que custodiaba,
Afanoso también aquel demonio.
Atravesando fangos, roquedales,
Precipicios, estrechos y desiertos,
Se arrastra, se sumerge, nada, vuela,
Y, al avanzar, va abriéndose camino
Con alas, manos, pies, según se tercie.
Sus oídos, por fin, claro advirtieron
Con vehemente insistencia cierto estruendo
Al mismo tiempo horrísono y salvaje:
Eran confusas voces que salían
De la oscura oquedad. Rápidamente
Dirígese hacia allí aquel indomable,
La Potestad o Espíritu buscando
Del abismo más hondo que pudiera
Vivir entre ese ruido; trataría
También de preguntar el paradero
Donde la oscuridad se debilita
Y comienza la luz. Cuando, al momento,
Descubre al Caos sentado sobre un trono
Con su gran pabellón color oscuro
Sobre la yerma sima desplegado.
Sentado junto a él, en rica sede
Se encontraba la Noche, la más vieja
De todo cuanto existe, con su manto
De profundas tinieblas, cual consorte
Que reinaba a su vez, acompañada
Por otros personajes; Hades, Orco
Y el de nombre terrible. Demogorgon.
Confusión y Rumor, Azar, Tumulto,
Con desorden total detrás estaban
De quien mil bocas tiene: la Discordia.
Con audacia, Satán así les habla:
“Potestades y seres del abismo,
Antigua Noche y Caos, yo no he venido
A indagar como espía los arcanos
Que vuestro reino oculta entre lo oscuro.
Forzado a atravesar este desierto,
Mansión de horribles sombras, he accedido
A vuestro enorme imperio; solitario,
Camino de la luz, sin quien me guíe,
El sendero perdido voy buscando
Que me lleve, feliz, a la frontera
Entre el Cielo y las sombras de este mundo,
O a algún paraje vuestro que haga poco
El Rey Etéreo os haya arrebatado;
Estas profundidades atravieso
Par allegar a él; marcadme el rumbo.
Si me orientáis, seréis recompensados
Con generosidad, porque si logro
Devolver a sus nieblas primitivas
Esa región que un día os conquistaron,
De toda usurpación ya redimida,
Para plantar de nuevo el estandarte
De la Noche ancestral sobre su suelo
(no persigo otro fin), ¡Tendréis provecho
Y yo me vengaré!”, Satán exclama.
Con vacilante voz y descompuesto,
El viejo anarca aquel así repuso:
“Reconozco muy bien al extranjero:
Eres aquel arcángel poderoso
Que contra el Rey del Cielo acaudillaste
Ha poco una revuelta ya abortada.
Lo vi y oírlo pude: tanta tropa
No cruzó los abismos en silencio,
Sino en gran confusión, con descalabro.
Por las celestes puertas os seguían
A millones las huestes vencedoras.
Puesto que vivo aquí, salvar pretendo
De mi ancestral región cuanto consiga
De esa guerra civil que va minando
El reino de la Noche. Ya el infierno,
La cárcel donde estás, me ha arrebatado
Una enorme región de mis dominios.
Ahora el Cielo y la Tierra, un mundo nuevo,
Penden sobre mi reino, vinculados
Por el áureo eslabón de una cadena
Que cuelga del lugar donde caísteis.
Si es ése tu camino, no andas lejos,
Pues cerca el riesgo está. Márchate, y suerte.
Destrucciones, expolios y ruinas
Mi provecho serán”. Así le expuso.
No se paró Satán a contestarle;
Feliz de que ese mar tuviese orilla,
Con ímpetu mayor y nuevo gozo,
Se lanza, cual pirámide de fuego;
Subiendo hacia el inhóspito vacío
Y entre el chocar de hostiles elementos
Cercado por doquier, se abre camino:
Un acoso y un riesgo semejantes
Nunca afrontó aquel Argos, aquella nave
Que atravesara el Bósforo entre rocas,
Ni al esquivar Ulises a Caribdis
Para caer en otro remolino.
Así avanzó Satán, con gran esfuerzo
Y obstáculos sin fin; aunque más tarde
Poco después que el hombre ya cayera,
Un muy extraño cambio se produjo:
Pecado y muerte juntos construyeron,
Con la venia del cielo, en esa ruta,
Un extenso camino adoquinado
Sobre el oscuro abismo que salvaba
Su fondo abrasador, gracias a un puente
De enorme longitud, puesto que unía
El infierno y el orbe más lejano
De este mundo tan frágil. Por él pasan
De aquí y de allá, en muy cómodo trayecto,
Espíritus del mal que a los mortales
Procuran tentaciones y castigos,
Sin contar a los hombres agraciados,
Que los ángeles buenos y Dios mismo
De amenazas y riesgos salvaguardan.
De la sagrada luz su buen influjo
Al fin se hace sentir, y un rayo de ella
Forma un trémulo albor en las murallas
Del reino celestial que ya se atisba
Desde el negro vacío de la noche.
Del orden natural aquí se encuentra
El remoto confín; ya el Caos escapa,
Igual que un enemigo derrotado
Cuando deja vacante su avanzada
Sin bélica estridencia ni alboroto.
Con esfuerzo menor, más fácilmente,
Va surcando satán aquellas aguas
Entre insegura luz y mar rizado,
Como un bajel venciendo a la galerna,
Que ha poco destrozó velas y jarcias,
Y ahora atraca, feliz, en un buen puerto.
También él a placer abre las alas
Y en la inmensa oquedad, el viento en popa
Se deja deslizar, viendo a lo lejos
El Cielo empíreo en círculo extendido,
De forma ya redonda o ya cuadrada,
Adornado de torres opalinas
Y almenas sin tallar de azul zafiro,
Su sede natural en otro tiempo;
Y, a su lado, este mundo, que colgaba
De un dorado eslabón, como una estrella
De inferior magnitud por su tamaño,
De la luna muy cerca. Aquel maldito,
En infausta ocasión, también maldita
Se dirige hacia allí buscando un suelo.
LIBRO III (Fragmento-Comienzo)
ELOGIO E INVOCACIÓN DE LA LUZ
POR UN POETA QUE YA NO PUEDE VER
¡Primogénita hija de los Cielos,
Salve, sagrada luz, coeterno rayo
Del que siempre fue Eterno! ¿Soy culpable
Por expresarme así? Mas si Dios mismo
Es luz y habita, eterna y solamente,
En medio de la luz inaccesible,
En ti residiré, brillante efluvio
De la brillante esencia no creada.
¿O quieres que te llame etéreo y puro
Arroyo cuyo origen nadie sabe?
Antes que el sol y el  cielo ya existías,
Y al mandato de Dios, igual que un manto,
Cubriste el mundo entonces emergente
De las aguas profundas, tenebrosas,
Que el informe vacío generaba.
He venido otra vez a visitarte,
Con vuelo más audaz, recién huido
De la Estigia laguna, donde estuve
Durante cierto tiempo retenido,
Cual lóbrega mansión. Al ir volando
Por las tinieblas hondas y medianas,
Con lira diferente a la de Orfeo,
A la Noche y al Caos lancé mi canto.
La Musa celestial iba conmigo
En el negro avatar de mi bajada
Y también al subir; era mi empeño
Difícil e inusual. Hoy te visito,
Salvado ya; tu  llama experimento,
Soberana y vital, pero no acudes
A estos ojos que en vano se entreabren
Para encontrar tu rayo que perfora
Sin sentir el albor. ¡hasta ese punto
Los secó alguna vez serena gota
O negra sufusión los ha velado!
No dejé de acudir por esta causa
Donde las Musas van (los manantiales,
Las colinas al sol, los bosquecillos),
Leso de amor por los sagrados cantos.
Especialmente a ti, Sión, de noche
Te suelo visitar, junto a los ríos
Que lavan con rumor tus pies sagrados
Y fluyen cual cristal. Nunca me olvido
De aquellos otros hombres que comparten
Conmigo el mismo mal (y Dios permita
Que también con mi fama les iguale):
Tamiris y Meónides, dos ciegos;
Tiresias y Fineo, dos profetas.
Me alimento después de pensamientos
Que inspiran, espontáneos, bellos versos
Con armónica rima, como el ave
Que vela en el ocaso y, escondida
En la penumbra densa, lanza al aire
Su nocturno cantar. Todos los años
Vuelve cada estación, aunque ya nunca
Para mí vuelve el día, ni el ocaso
Ni el delicioso albor; ya no percibo
La hermosa floración en primavera,
Ni la rosa estival, ni algún rebaño,
Ni la divina faz de ningún hombre:
Tan sólo el nubarrón negro y eterno
Que me veda los usos de mi gente,
Y en lugar del saber que hay en el libro
Que la madre Natura nos ofrece,
Un completo vacío me presenta
Donde sus obras todas se han tachado:
Pues una de las puertas de la ciencia
Para mí se cerró completamente.
Brilla celeste Luz, dentro del alma,
Y haz que irradie por todas sus potencias;
Los ojos que me faltan pon en ella
Y dispersa  de ahí la niebla toda
Para que pueda ver y relataros
Lo que al ojo mortal queda escondido.
LIBRO IV (Fragmento-comienzo)
A SATAN LE ATORMENTAN LAS DUDAS
ANTES DE DIRIGIRSE AL EDEN PARA
PREPARAR LA CAÍDA DEL HOMBRE
¿Por qué no se escuchó la voz aquella
Que llegará después a los oídos
Del apóstol que vio el apocalipsis,
Cuando el Dragón, dos veces derrotado,
Fue rabioso a vengarse de los hombres?
Aquella voz gritó allá en las alturas:
“!Ay de los habitantes de la Tierra!”
Si hubieran advertido a nuestros padres
Que llegaba en secreto su enemigo,
Habrían escapado felizmente
De su trampa mortal, porque, rabioso,
Ya bajaba Satán muy decidido
A descargar su cólera en el hombre
Tan frágil e inocente (iba a tentarle,
No a ejercer de fiscal), y a desquitarse
De la lid que perdió y de la fuga
Que al infierno llevóle: Sin embargo,
Aunque viene de lejos y su vuelo
Ha sido muy audaz, rápido y duro,
No se alegra por eso, ni se siente
Ufano de su plan al iniciarlo,
Pues le quema en su pecho tormentoso,
Cual si fuera una máquina diabólica
Revuelta contra él. Terror y duda
Le distraen de sus duras reflexiones
Y hasta el fondo remueven el infierno
Que hierve en su interior, pues ese sitio
Lo tiene fuera y dentro, y no consigue
Apartarse de él ni un paso solo,
Lo mismo que de sí no se separa
A pesar de moverse en el espacio.
La conciencia le trae desesperanza
Que estaba adormecida; se atormenta
Al recordar quién era, qué es ahora
Y qué puede esperar en el futuro,
Porque, al ser más perversa su conducta,
Peor habrá de ser su sufrimiento.
La mirada infeliz dirige a veces
Al Edén que se extiende delicioso;
Otras observa el cielo donde el astro,
Marcando el mediodía, reluciente
Se ha asomado a su torre. Reflexiona,
Y así comienza a hablarle entre suspiros:
“Coronado  de gloria inigualable,
Desde tu gran sitial te he imaginado
El dios del mundo nuevo en que me encuentro;
Ante tu vista todas las estrellas
Sus cabezas esconden diminutas.
Te invoco, sí, más no con voz amiga;
Y si te nombro, sol, es por decirte
El rencor que tus rayos me suscitan,
Pues me traen el recuerdo del estado
Desde donde caí, cuando, glorioso,
Encima de tu esfera me encumbraba,
Hasta que la ambición y el mal orgullo
Lanzáronme al abismo tras la lucha
Contra el Rey celestial. ¿Por qué motivo?
Ese pago de mí no merecía,
 pues así me creó, tan eminente.
Con su bondad, a nadie censuraba;
No era duro servirle; ¿qué otra cosa
Cabía realizar sino alabarle,
El pago más sencillo y darle gracias,
Como era de justicia? Sin embargo,
En mí todo sus bien maldad se hacía
Y engendraba maldad. En tal altura,
Odié la sujeción: aún otro grado,
Y altísimo sería en ese instante,
Liberándome al punto de una deuda
De inmensa gratitud muy onerosa,
Pues por más que pagar siempre había
Más deuda que pagar. No reparaba
En cuánto recibía diariamente,
Ni entendía que un alma agradecida,
Aunque deba, jamás se siente en deuda,
Más paga, pues se tiene al mismo tiempo
Por deudora y exenta. ¿En dónde, entonces,
Estaba el peso aquel? Pues si el destino
Un ángel inferior hecho me hubiera,
Tal vez dichoso aún yo viviría;
Quizá otra Potestad, en otro caso,
Tan grande como yo se habría alzado
Y aun siendo yo más bajo,, le siguiera.
Mas otras Potestades no cayeron,
Eterna e internamente inconmovibles,
Y ante la tentación se acorazaron.
Tu fuerza y libertad, ¿no eran iguales?
Naturalmente. ¿A quién o a qué podrías,
Entonces, acusar, sino al cariño
Que el Cielo, por igual, a todos daba?
Maldito sea este amor que, como el odio,
Se torna para mí tormento eterno.
Mas no, maldito tú, que en vez del suyo
Tu querer preferiste libremente,
Para llorar después, ¡oh miserable!
¿Cómo evitar su cólera infinita
Y esta desesperanza que no acaba?
Dondequiera que escape está el infierno,
Pues el infierno soy. Y es que debajo
Del fondo del abismo hay otra sima
Que amenaza tragarme en sus honduras,
Comparada a la cual, parece un Cielo
Este infierno que sufro. ¡Piedad pido!
¿Acaso ya el perdón no tiene sitio?
¿Y el arrepentimiento? ¡Ciertamente!
Primero se precisa ser sumiso,
Mas lo impide el desdén; experimento
Temor por la vergüenza de ponerme
Ante aquellos espíritus de abajo
A quienes encanté con mis promesas
De cierta sujeción muy diferente:
La de Dios sojuzgado por mi mano.
Nadie sabe lo mucho que me cuesta
La jactancia de entonces y el tormento
Que sufro en aquel trono del infierno
Con cetro y coronado; si me adoran,
Más bajo considero que he caído.
Soy superior, más sólo en la desgracia;
Prémiase la ambición de esta manera.
Si yo me arrepintiese y recobrara
Mi antigua condición, con cuánta prisa
Altivos pensamientos recrearía,
Haciendo el pundonor que renunciara
A lo que antes pactó el fingido esclavo;
El bienestar el voto negaría
Y cuanto en el dolor comprometiera,
Pues nadie puede ya reconciliarse
Cuando el odio causó tan honda herida.
Sería para mí caer de nuevo
De una forma peor. ¡Cara sería
La tregua que comprase con tormento
Dos veces superior! Bien lo conoce
Aquel que me castiga y que tan lejos
Está de darme paz cual yo de urgirla,
Igual que un pordiosero. Ya perdida
Mi esperanza final, seguir no quiero
Pensando que al exilio nos condena
Y que somos proscritos; contemplemos
Al hombre que creó y al nuevo mundo,
Ya que tanto placer le proporciona.
¡Adiós, pues, esperanza! ¡Adiós, temores!
¡Remordimiento, adiós! Sin bien me quedo.
Sé tú el bien mío, oh mal, pues si conservo
Frente al Rey la mitad del territorio,
Mi imperio extenderé en el nuevo mundo,
Y en una gran región puede que reine,
Como pronto sabrá la raza humana”.
Mientras hablaba, así, tan indignado,
Su rostro se alteraba triplemente
Con desesperación, cólera y celos;
El semblante engañoso traslucía
Sus aires de impostor, pues a los ángeles
Jamás les perturbó arrebato alguno.
Por eso, percatándose en seguida,
Se calmó externamente por completo,
Ofreciendo un aspecto muy tranquilo.
En fingir santidad ganaba a todos,
Ocultaba maldad su falso rostro
Engañando por ansias de vengarse.
Mas no fue suficiente su experiencia
Para burlar a Uriel que, prevenido,
Vigiló cuanto hacía en su descenso,
Y en el monte de Asiria pudo verle
Descompuesto en un punto tal que nunca
Un ángel celestial alcanzaría:
Apreció su actitud descontrolada
Y su gesto de furia suponiendo
Que se encontraba solo y sin testigos.  
LIBRO V (Fragmento)
SATÁN LLAMA A LA REVUELTA DE SUS
HUESTES Y SUS ARGUMENTOS SON
ÚNICAMENTE REBATIDOS POR ABDIEL
Moraba allí Satán en una loma
Que de lejos brillaba como un monte
A otra montaña inmensa superpuesto.
Pirámides y torres cinceladas
En minas de diamante y oro puro
Por la enorme estructura descollaban.
Mansión de Lucifer denominaron,
En lengua de los hombres, al palacio
Al que, poco después, con pretensiones
De equipararse a Dios y remedando
Al monte en que al Mesías proclamara,
Denominó Montaña del Congreso,
Pues allí congregó a sus seguidores
Fingiéndose mandado a una consulta
Sobre qué recepción merecería
El Monarca que estaban esperando.
Y recurriendo a tretas engañosas,
Cambiando la verdad por falsedades,
Dirigióse a sus huestes de esta guisa:
“Tronos, Dominaciones, Principados,
Potestades, Virtudes… ¿o estos rangos
Han pasado a ser sólo meros nombres,
Pues otro se ha nombrado Rey ungido
Y, asumiendo el poder, nos ha eclipsado?
Él nos hizo venir en plena noche
Deprisa a celebrar este consejo;
Hemos de decidir de qué manera
Podemos tributarle los honores
Y sumisión rendir al que se acerca
Esperádonos ver arrodillados,
En un gesto servil e impropio nuestro.
Postrarnos ante Dios era un abuso,
¿nos pondremos de hinojos doblemente?:
¿adorar al primero y a su imagen
Proclamada después? Y, sin embargo,
¿qué nos debe importar? ¿No nos persuade
La mente a rechazar yugos serviles?
¿Inclinar la cerviz es vuestra meta?
¿Preferís, dócilmente, arrodillaros?
No, no lo preferís; bien os conozco 
Y sé que os proclamáis hijos de un Cielo
Que nadie previamente poseía.
Nunca fuimos iguales, más sí libres:
con igual libertad, porque los rangos
Ni un ápice la merman; al contrario,
Con ella se armonizan y conviven.
¿Quién puede decretar normas o leyes
A los que, sin mandatos, nunca yerran?
¡Menos razón tendría para alzarse
Como nuestro Señor quien impusiera
Adoraciones viles, mancillando
El título imperial que testimonia
Nuestro ser de señores, no de siervos!”   
Escuchóse hasta aquí su audaz discurso
Sin comentario alguno. De repente,
Un serafín, Abdiel, que con gran celo
Se postraba ante Dios y sus mandatos,
Con rígido fervor negó en redondo
Aquel razonamiento enfurecido:
“!Qué argumento blasfemo y orgulloso!
Nadie pensó jamás que se escuchara
Tan falsa alocución aquí en el Cielo;
Y menos de tu boca, que tan alto
Te encuentras con respecto a tus iguales.
¿Cómo puedes, ingrato, con calumnias
Condenar el decreto promulgado
Por aquel que juró su cumplimiento
Y ordenó que rindiéramos honores
Al Hijo que engendrará únicamente,
Por el derecho investido con el cetro,
Y que todas las almas celestiales
Doblemos, cuando pase, las rodillas
Y por Rey de verdad le respetemos?
No es justo (dices tú) ni es aceptable             
Atar con una ley a quien es libre,
Y permitir que reine sobre iguales
Poniendo al que es igual sobre los otros.
¿Vas a imponer a Dios tus propias leyes?                                                    
¿Discutirás con él de libertades
Después de darte el ser y haber formado
Las Potencias del Cielo a su capricho?
La experiencia, además, os ha enseñado
Hasta qué p unto es bueno, cómo cuida
De procurarnos bien y dignidades;
Que, lejos de pensar en humillarnos,
Se preocupa de hacernos más felices
Y unirnos más de cerca a una cabeza.
Admitamos, con todo, que no es justo
Que gobierne un igual a sus iguales
Como si fuera un rey. ¿Te consideras,
A pesar de tu honor y de tu gloria,
Un individuo igual o presupones
Que los ángeles todos, hechos uno,
Podemos igualar al engendrado,
Al Hijo por quien, siendo su palabra,
El Padre Omnipotente lo hizo todo
Incluyéndote a ti, que le traicionas?
Creando a los espíritus del Cielo,
Con todo su esplendor y jerarquías,
De gloria los colmó y, por gloriarlos,
Surgieron Principados,  Potestades,
Dominaciones, Tronos y Virtudes.
No oscurecen su reino esas esencias,
Lo armonizan más bien, pues su cabeza
Se rebaja a ser uno de nosotros;
Sus leyes son las nuestras, los honores
En nosotros revierten, siendo suyos.
Tu perverso furor calma, por tanto;
No tientes nunca más a tus secuaces.
Date prisa en paliar las justas iras
Que encendiste en Padre y en el Hijo;
Si imploras su perdón, tal vez lo obtengas”.
Así objetó aquel ángel fervoroso,
pero no fue su celo secundado;
Le juzgaron audaz o inoportuno,
Y esto alegró al Apóstata que dijo,
Más orgulloso aún de lo que estaba:
“Defiendes tú que a todos nos hicieron.
¿Somos obra de manos secundarias
Que el Padre pasa al Hijo transferida?
Rara y nueva resulta esa doctrina.
¿En dónde la aprendiste?, me pregunto.
¿quién se ha visto crear? ¿Es que recuerdas
Que Dios te daba el ser cuando naciste?
No sabemos de un tiempo sin nosotros.
¿Quién nos antecedió? Nos engendraron
Nuestra esencia y poder vivificante,
Cuando el hado acabó su ciclo entero
Y ya estaba en sazón nuestra existencia,
Cual vástagos del Cielo, etéreos hijos.
Nuestro poder nos viene de nosotros
Y ha de mostrar hazañas más ilustres
Si a nuestro igual logramos dominarle.
Entonces podrás ver si pretendemos
Que nuestro ruego humilde le serene;
Si queremos cercar su regio trono
Para asediarle a ruegos o con fuegos.
¡Lleva a tu ungido Rey esta noticia
Y escapa antes que el mal tus alas hiera!”
Como un ronco clamor de aguas profundas,
El eco iba trayendo sus palabras,
Que la tropa acogió con un aplauso.
Y aunque solo y cercado de enemigos,
No dejó de exclamar con valentía
El serafín indómito y fogoso:
“Espíritu maldito, abominado
Por Dios y de tu bien desposeído,
Yo preveo tu próxima caída.
La tropa infortunada que te sigue,
Envuelta en esta pérfida artimaña,
Compartirá tu crimen y castigo.
No te ha de molestar en adelante
El yugo del mesías que rechazas,
Pues no será ya objeto de indulgencia;
Otras leyes habrá que aplicarte.
Ese cetro dorado que no quieres,
Se ha de hacer contra ti vara de hierro
Que sabrá castigar tu desacato.
Me aconsejas muy bien, mas tu amenaza
No me lleva a dejar tu campamento
Condenado y perverso: lo que temo
Es que estalle la cólera incitada
Y, cual rápido incendio, no distinga
Entre buenos y malos. No muy tarde
Su rayo has de sentir en la cabeza
Y ese fuego que todo lo devora.
Sabrás, entre lamentos, quién nos hizo
Porque verás quién puede aniquilarte”.
Así expresóse Abdiel, con valentía,
El único leal de los infieles,
Que en la turba sin fin de los traidores
Mantúvose tenaz, inquebrantable;
Su honradez y su amor guardó celoso;
Ni el ejemplo ni el número pudieron
De la verdad hacer que desertase
Ni, pese a ver se solo, que cambiara
Su constante actitud. Entre las filas
Avanzó con desdén un largo trecho,
Sin temor a una fuerza tan enorme.
Y, pagando las burlas con desprecio,
Fue dejando detrás aquellas torres
Cuyo orgullo al derribo condenaba”
LIBRO VI
PRIMERA BATALLA ENTRE LAS POTESTADES
DE SATÁN Y LOS ANGELES CON MIGUEL AL FRENTE.
SE ARRANCAN LAS MONTAÑAS.
Satán, al percatarse de su apuro,
Interrogó burlón a sus secuaces:
“¿Por qué no avanzan ya los vencedores,
Cuando otrora orgullosos se acercaban?
A fin de recibirlos cual merecen,
Les abrimos las frentes y los pechos
Tratando de pactar (amigos míos,
Nada mejor pudimos ofrecerles);
Y, como veis, de pronto se desdicen
Y escapando, con raro desvarío,
Parece que se entreguen a una danza
Sin el compás ni el ritmo necesarios
A todo bailarín. ¿Será el contento
Por la paz que les di lo que sacude
Sus piernas de esa forma enloquecida?
Aunque es muy de temer que si escucharan
Una vez más mi oferta contundente
Un rápido final aceptarían”.
Y continuó Belial, siguiendo el juego:
“Mi general, los términos propuestos,
De duro contenido y mucho peso,
Eran hasta tal punto persuasivos
Que entró pronto en razón la mayoría.
A tenor de lo visto, se concluye
Que a todos aturdieron y que muchos
Incluso se troncharon. Al que alcanzan
Lo captan al momento plenamente;
Y si hay a quien no alcanzan, por lo menos
Una buena ocasión nos proporcionan
De ver al que era hostil cómo vacila”.
De este modo burlábanse, entre risas,
Seguros, además, de su victoria,
Con el Poder Eterno equiparados,
Merced a aquel diabólico instrumento,
Despreciando a su rayo y a sus huestes,
Mientras éstas yacían confundidas.
Poco tiempo duró, porque la rabia
Reanimaría pronto a la otra tropa
Haciéndole saber qué municiones
A la infernal malicia abatirían.
Dejaron, pues, sus armas en el suelo
(admira, Adán, la fuerza y la excelencia
Con que Dios a sus ángeles dotara),
Y al punto se lanzaron, como rayos,
A los montes que había en el entorno
(la variedad de valles y colinas,
Que tan grata resulta en vuestra Tierra,
También cabe encontrar en nuestro Cielo).
En toda dirección mueven los montes
Hasta lograr sacarlos de sus bases,
Incluyendo a la vez su contenido
(rocas, aguas y bosques), y, agarrados
Por sus agrestes cumbres, se los llevan.
Puedes imaginar con qué temores,
Con qué inaudito asombro las legiones
De todos los rebeldes contemplaron
Las bases de los montes invertidas
Que encima les caían, sepultando
Aquellos instrumentos maldecidos;
Y cómo el peso aquel de tales piedras
Aplastaba también su fe orgullosa.
Después son ellos mismos atacados
Con grandes promontorios que les lanzan
Hasta dejar el aire tenebroso.
Sus propias armaduras los lesionan
Al hundirse y entrar en su sustancia,
Produciendo dolores y quejidos.
Quienes deben luchar en el subsuelo
No logran liberarse de esa cárcel,
Pues aquellos espíritus sutiles
Que fueran en su origen se volvieron
De densa complexión tras el pecado.
Remédanles, no obstante, los ilesos
Y, dispuestos a usar sus mismas armas,
Arrancan de raíz otras colinas.
La enorme munición, cruzando el aire,
Lanzada de ambas partes, entrechoca.
Nadie es capaz de ver a su enemigo
Bajo el gran nubarrón que se ha formado
Entre un ruido infernal. Cualquier batalla
Parecía un público festejo
En relación al último tumulto
Que al anterior venía a cumularse.
De continuar la lid, del mismo Cielo
Sólo un montón de trozos quedaría,
Si el Padre Omnipotente, en las alturas,
Sentado en su sitial inalcanzable,
Con su visión global de los sucesos,
No hubiera ya previsto este derrumbe,
Aceptando también sus consecuencias
En orden a lograr lo que buscaba:
Honrar a su Hijo ungido tras vengarle
De cualquier enemigo, declarando
Que todo su poder le era cedido.


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