John Milton nace en Londres el 9 de diciembre de 1608. Su
padre, notario y buen músico, no reparará en gastos para la educación de su único hijo. Asiste a la reputada escuela de San
Pablo, fundada por el humanista John Colet. Cuando cumplió los 16 ya era un poeta que comienza a
adquirir maestría en la métrica inglesa y latina. A esa edad se muda a
Cambridge para seguir sus estudios como becario. A los 24 años deja Cambridge,
después de padecer castigos y humillaciones, y regresa al hogar paterno para
dedicarse durante cinco años a su vocación poética, inspirado por Homero y la
Biblia. Se dice que en ese periodo leyó a todos los escritores griegos y
latinos y aún tuvo tiempo de escribir piezas para algún espectáculo dramático. Al
cumplir los 30 años, el padre le da permiso para que viaje con un criado por
toda Europa. Provisto de numerosas cartas de presentación, el joven Milton alterna con algunos de los personajes más representativos, es acogido en los círculos
de intelectuales de muchas ciudades, conversa, escucha y aprende. En Paris
discute con el holandés Hugo Grocio -a la sazón embajador de la Reina Cristina
de Suecia- sobre cómo reunir las dispersas iglesias protestantes. Su curiosidad
astronómica le lleva a visitar a Galileo en la prisión donde estaba
encarcelado. Permanece dos meses en Florencia. De allí pasa a Siena, y más
tarde a Roma y a Nápoles, en un largo
viaje por toda Italia. Cuando ya se dirigía desde Sicilia a Grecia, recibe las
noticias del estallido de la guerra civil inglesa y decide regresar a su
patria. A primeros de Agosto de 1639 se halla ya en Londres apoyando la facción
de Cromwell contra el despotismo de los Estuardos. Durante un tiempo vive a las afueras de
Londres en una casa arrendada y allí se gana la vida impartiendo clases con un
método de enseñanza novedoso. A
principios de 1642, durante un viaje al campo, conoce a Mary Powell, y poco
después se casa con ella, pero al mes de la boda la novia abandona la casa y
regresa con su familia, con la que continuará viviendo durante cuatro años,
hasta que sin motivo aparente vuelve con Milton. Poco se sabe de los
motivos de la ruptura y de la posterior reconciliación. Disensiones políticas
entre las dos familias, en un periodo de convulsión, están detrás de esa separación
que duró cuatro años. Milton era puritano y defensor de una república; la
familia de su mujer era anglicanista y defensora de la realeza. A medida que
está última iba perdiendo poder ante el empuje del puritanismo, la familia
política veía cada vez con más buenos ojos la posición favorable de Milton.
Finalmente, la mujer regresó a su casa implorando el perdón de Milton. Debido a
la caída en desgracia de la familia de su mujer por motivos políticos, parte de
sus miembros invadieron la casa de Milton durante un año, obligado éste a compartir
cada momento de su jornada con gente con la que nada tenía en común, que le
fastidiaba y le aburría mortalmente y que le impedía la relación con sus viejo
amigos. Todos estos acontecimientos pesaron en el ánimo de Milton hasta el
punto de que le impulsaron a producir una retahíla de escritos sobre el tema del
matrimonio y del divorcio: “La doctrina y disciplina del divorcio”, 1644, a la
que siguió “El juicio de Martin Bauer en lo que respecta al divorcio”, y al año
siguiente añadió su “Exposiciones sobre los cuatro puntos principales de la
escritura que tratan sobre el matrimonio”. Al compás de los convulsos
acontecimientos políticos, Milton presta la pluma para la causa defendida por
Cromwell y escribe una serie de diatribas contra el poder de los obispos, sobre
la educación de los jóvenes y sobre la libertad de imprenta. Finalmente, el
escrito que aparece en enero de 1649, “Sobre los deberes del Rey y de los
Magistrados”, va a dar la estocada a un régimen que ya estaba herido de muerte
después de haber sufrido un regicidio: la decapitación de Carlos I. En marzo de
1649, ya convertido en el adalid intelectual del nuevo régimen, es nombrado
secretario para las lenguas extranjeras del Consejo de Estado. Su cometido
consistía principalmente en ocuparse de la correspondencia con los gobiernos
extranjeros, lo que en la práctica le convirtió en vocero oficial de la
revolución. A este periodo triunfal de Milton va a suceder otro periodo de
calamidades que comienza con la pérdida de la vista a partir de 1651. “Estar
ciego no es penoso –llegará a escribir Milton-; el no poderlo soportar si es
penoso. Mas ¿por qué no voy a ser capaz de soportar algo que puede acaecerle a
cualquier mortal, algo que les ha sucedido efectivamente a algunos de los
mejores y más grandes hombres que se recuerdan?”. Tres días después de dar a
luz una segunda niña, muere su primera mujer, y enseguida le va a acompañar la
muerte de su hijo varón. En 1655, tiene que cesar en su cargo de secretario y
se casa en segundas nupcias con Katherine Wookcock, con tal mala suerte que al
cabo de un año también fallece ésta. Su calamidad íntima se ve exacerbada por
la adversidad de un escenario político que muta bruscamente. En 1659, cuando la
Commonwelth ya se había desbaratado, todavía se siguen dando a imprenta
panfletos republicanos escritos por la mano de Milton. La causa monárquica se
va imponiendo y adviene la época de la restauración con la entrada en Londres,
en 1660, del nuevo rey Carlos II Estuardo. Una docena de regicidas son
ajusticiados y distintas personalidades encarceladas, mientras el cuerpo
exhumado de Cromwell es colgado y su cabeza expuesta en un pica. Milton es
declarado prófugo de la justicia, se esconde en casa de un amigo, se le
descubre y es encarcelado durante dos meses, hasta que al final es puesto en
libertad, pero perseguido por la humillación y la derrota, llegándose incluso a
quemar en público alguna de sus obras. No obstante, teniendo en cuenta la preeminente
posición de la que gozó durante el régimen de Cromwell, Milton salió muy bien
parado. Se libró desde el principio de la condena a muerte o a prisión perpetua
con que se castigó a alguno de sus camaradas. Samuel Johnson revela las
razones de la indulgencia: “él era ahora pobre y estaba ciego; ¿y quién habría
de perseguir con violencia a un enemigo ilustre, deprimido por la fortuna y
desarmado por la naturaleza?” A partir de entonces pasará grandes estrecheces
económicas y se esforzará en materializar el sueño que acarició en su juventud:
una obra sobre el mito del paraíso perdido. Mientras labora en este poema
épico, se vuelve a casar, a los cincuenta y cinco años, con una mujer a la que
dobla la edad: Elizabeth Minshull, que no contaba con ninguna fortuna.
Posteriormente a su destitución y a este tercer enlace, al parecer se le
ofreció continuar en su antiguo puesto, y a las presiones de su nueva mujer
para que lo aceptara, Milton muy digno respondió”: “Tu, como otras mujeres,
quieres pasear en tu coche; mi deseo es vivir y morir como un hombre honrado.”
En 1665, a consecuencia de una peste que asola Londres, pasa un periodo de casi
un año en el campo, en Chalfont St. Giles. Ya de regreso a Londres, da término
a su “paraíso perdido” y lo lleva a imprenta, con una primera edición de mil
trescientos ejemplares que se agota al cabo de dos años, un verdadero éxito
editorial para la época. Publica a continuación “El paraíso recobrado”, obra
excesivamente didáctica, cuyo asunto lo constituyen las tentaciones de Jesús en
el desierto. A continuación publica el
drama “Sansón agonista”, que sigue las reglas de la tragedia griega para
presentarnos a un sansón ciego y colérico que trama su venganza contra los
filisteos. Atormentado por la gota al final de sus días, y ya conciliado con
las dificultades provocadas por la ceguera, convierte sus últimos años en una
reivindicación de su figura, consiguiendo el éxito que se le había negado desde
la llegada de la restauración, y siendo visitado en su casa por numerosos
amigos y admiradores. Muere el mismo año en que se edita por segunda vez su “Paraíso
Perdido”, el 8 de noviembre de 1764
De estatura no muy
alta, Milton se defendía de los que le acusaban de enclenque, alegando tener un
espíritu y una fuerza vigorosa y especialmente dotado para el arte, debido a su
amor apasionado por lo bello. Confesaba tener una ambición desmedida por la
inmortalidad de la fama. En algún momento aspiró a hacer carrera en la iglesia,
pero su pasión por la libertad le llevó
a renunciar a un ministerio que consideraba corrupto. En su “Segunda defensa
del pueblo inglés” muestra su orgullo por no haber sido jamás “incitado por la
ambición o por el deseo de lucro o de gloria”. Lo que movía a Milton era un
puntilloso sentido del deber hacia su propio país. Pero su heterodoxa manera de
demostrarlo, colocándose contra “los injustos privilegios de los tiranos”, le
atrajo el odio de las personas sin principios y, con la restauración de la
Monarquía, Milton cayó en desgracia y perdió casi toda su influencia. Johnson
nos ha dejado una semblanza de su régimen de hábitos a lo largo de su vida: “Bebía
escasamente de cualquier bebida fuerte, y se alimentaba sin exceso de manera
suficiente, y en sus años tempranos sin ser delicado a la hora de escoger. En
su juventud solía estudiar hasta avanzadas horas de la noche; pero más adelante
cambió sus horas, y permanecía en cama de nueve a cuatro en el verano, y hasta
las cinco en el invierno. El transcurso de su rutina cotidiana fue mejor
conocido después de que se quedara ciego. Lo primero que hacía, al levantarse,
era escuchar un capítulo de la biblia hebrea y luego estudiaba hasta las doce;
entonces hacia algún ejercicio durante una hora; luego comía; después tocaba el
órgano, y cantaba, o escuchaba a otro cantar, más tarde estudiaba hasta las seis; luego atendía
a sus visitas hasta las ocho; después cenaba y, tras una pipa de trabajo y un
vaso de agua, se iba a la cama”.
La exigencia de su ideario poético se trasluce de una carta
dirigida a Henry de Brass: “El que quiera escribir dignamente acerca de
acciones dignas, debe hacerlo con dotes intelectuales y con experiencia de las
cosas no menos que si fuera el propio artífice, de modo que sea capaz con la
misma mentalidad de comprender y valorar incluso el más grande de los eventos
y, una vez que lo ha comprendido de modo cabal, trasladarlo clara y gravemente
a una lengua pura y casta”. En otros escritos insistió en esa ambición poética
al decir que quien aspira a escribir de las cosas más grandes, deberá ser a su
vez el mismo un verdadero poema, y si canta a los héroes, el poeta ha de tener
madera de héroe y de algún modo ha de haber pasado por las experiencias que
narra en sus poemas.
De su profesión de fe nos informa Johnson lapidariamente: “El
había decidido qué tenía que condenar antes de preguntarse qué aprobar. No
llegó a asociarse con ninguna denominación de protestantes: sabemos más bien lo
que no era, antes que lo que fue. No era de la iglesia de Roma; no era de la
iglesia de Inglaterra”. También ha sido calificado de hereje original del cristianismo,
con ideas gnósticas. Para Harold Bloom, era un monista radical, muy escéptico
de cualquier fe y que recusaba el dualismo alma- cuerpo y la creación del mundo
a partir de la nada. Menéndez Pelayo, hablando de Milton en sus “ideas estéticas en España”,
dice que es la expresión más clásica del renacimiento inglés. Después de
atribuirle estar imbuido de idealismo platónico y cristianismo por parte
iguales, agrega que “Milton fue precursor de las más audaces doctrinas
religiosas y políticas que desde el siglo XVII han conmovido el mundo; Milton
sospechoso de unitarismo, de arrianismo, acérrimo contradictor de la jerarquía
episcopal, apologista del tiranicidio, de la soberanía popular omnímoda, de la
absoluta libertad de imprenta y del divorcio, es, por un fenómeno nada
infrecuente en la historia literaria, clásico puro y conservador rígido de
tradición literaria, así en el fondo como en la forma.”
En una segunda entrega se tratará de analizar el contenido del
Paraíso Perdido. El asunto de la obra es la caída del hombre, pero más
importante que este motivo central es tal vez lo que se nos describe entre bambalinas antes
de la llegada de Satán al Edén para tentar a Adán y Eva: la majestuosidad
espacial en que se mueven personajes teológicos y metafísicos, que parecen
ventilar cuestiones de importancia trascendental para el drama de la creación,
la llamada a la rebelión entre las huestes de los ángeles, la posterior lucha
entablada que llevará a la facción secesionista al ostracismo en el infierno,
pero, sobre todo, va a cobrar peso la personalidad de un Satán infatigable que
busca por todos medios la venganza y que llevó a Shelley a exclamar que el diablo
se lo debía todo a Milton.
Se ofrecen aquí fragmentos de los seis primeros libros, en traducción de Enrique López Castellón. Con posterioridad se ofrecerán fragmentos de los otros seis libro que faltan para completar este gran poema escrito en verso blanco.
LIBRO
PRIMERO (fragmento)
SATAN TOMA
POSESIÓN DEL INFIERNO
Abre después
las alas y alza el vuelo
Por el aire
en tinieblas sostenido,
Que un peso
nada usual experimenta,
Hasta que al
fin desciende en tierra seca,
Si así cabe
llamar a la que ardía
Con un
sólido fuego, frente al agua
Que con
líquidas llamas se abrasaba.
Por su
aspecto al surgir, se parecía
En fuerza al
subterráneo torbellino
Que formó el
promontorio del Peloro
O al Etna
cuando brama por sus grietas,
Debido a sus
entrañas combustibles,
Que conciben
un fuego condensado
Con furia
mineral que lanza al cielo,
Y en
vendaval lo esparce generando
Una humareda
densa y corrompida
Que llega a
socarrar la tierra entera.
Así era el
suelo aquel donde posara
Los
maldecidos pies. Su compañero
Seguíale;
los dos iban ufanos
De haber
salido ilesos, como dioses,
De las aguas
de Estigia por sí mismos,
Sin la ayuda
de Dios omnipotente.
“¿Es ésta la
región, la tierra, el clima,
Dijo el
antes Arcángel, el terreno
Que debemos
cambiar por nuestro Cielo,
Este triste
negror por toda aquella
Radiante
claridad? ¡Muy bien, pues sea!,
Ya puede
disponer el soberano,
Que ahora
quiere reinar, lo que le plazca:
Más nos vale
alejarnos del alcance
De aquel
que, en parangón, nos es parejo,
Pero a la
fuerza en Rey se ha convertido,
Por encima
de todos sus iguales.
¡Adiós,
campo feliz en donde habita
El eterno
placer! ¡Salud, horrores;
Salve, mundo
infernal! ¡Profundo averno,
A tu nuevo
señor presta acogida;
Ni el tiempo
ni el lugar conseguir pueden
La mente
trastocar, ya que ésta lleva
En sí su
habitación y hasta podría
En Cielo
convertir el propio infierno
O en
infierno cambiar el mismo Cielo!
¡No importa
dónde esté ni lo que sea,
Si sigo
siendo igual, el mismo en todo,
Apenas
inferior a quien el rayo
Le hizo ser
superior! En este sitio
Tendremos
libertad, pues es seguro
Que nadie
nos va a echar: no se ha creado
Para
envidiar después a quien lo habite.
Podemos,
pues, reinar en él tranquilos;
y en mi
opinión, reinar es siempre bueno:
reinar en el
infierno es más valioso
que en el
cielo servir. Y a nuestros socios
que duermen
su estupor en este lago,
¿les vamos a
dejar si ya han perdido
Lo mismo que
nosotros, sin llamarles
A compartir
mansión tan desdichada
O a sumar su
poder a nuestras fuerzas,
Intentando
ganar allá en el Cielo
Lo que quepa
obtener o del infierno
Lo que puede
perderse todavía?”
Así dijo
Satán y contestóle
A su vez
Belcebú: …
LIBRO II
(fragmento)
SATÁN VA EN
BUSCA DEL NUEVO MUNDO
ATRAVESANDO
EL GRAN ABISMO QUE SE
EXTIENDE
ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO
Vence quizás
el viento al que se adhieren,
Mas sólo
unos instantes. El Caos siempre
Es, al
final, el juez que dictamina,
Añadiendo al
conjunto más desorden,
Que le ayuda
a imperar. Justo a su lado,
El Azar es
el rey, pues todo arbitra.
Ante el salvaje
abismo que fue cuna
Del orden
natural, tal vez sepulcro,
Que no es
costa ni mar, ni fuego ni aire,
Sino un
montón de causas fecundadas
Que en total confusión han de mezclarse
Y luchar
entre sí siglo tras siglo,
A menos que
el Creador omnipotente
Ordene
alguna vez los materiales
Para hacer
otros mundos de esa masa…
Ante el
abismo, digo, cauteloso,
Detúvose
Satán durante un rato
Para
observarlo al borde del infierno
Y ponderar
los riesgos de su viaje:
No es un
simple marjal con arroyuelos
Lo que habrá
de cruzar. O ensordecía
En un grado
menor sus dos oídos
El
destructor estrépito del trueno
Que el
fragor levantado por Belona
(por
comparar lo grande y lo pequeño)
Al disponer
sus máquinas de guerra
Y abatir,
fulminante, una gran urbe;
Menor
estruendo habría si cayera
El celeste
armazón y, amotinados,
Los
elementos todos desplazaran
A la
estática Tierra de su eje.
Al fin,
Satán extiende las dos alas
Para echarse
a volar; por su tamaño,
De un navío
al velamen se asemeja.
Da un
puntapié en el suelo y se remonta
Por el humo
impulsor que asciende al cielo
En forma de
columnas. Muchas leguas
Sigue
subiendo, audaz, como en un carro
Que el nubarrón
formara, mas de pronto
Su soporte
le falla y queda expuesto
A la inmensa
oquedad. Muy sorprendido,
Comprueba
que las alas bate en vano
Y que cae
diez mil brazas en la hondura.
Si por un
buen azar no se topara
Con el fluir
potente de otra nube
Impregnada
de nitro y de sulfuro,
Que le elevó
las millas descendidas,
Su descenso
quizás continuaría.
Detúvose la
nube, al sofocarse,
En un
pantano igual a aquellos Sirtes
Que no son
tierra o mar. Hundido casi
Cruzó Satán
el suelo movedizo,
Unas veces a
pie y otras volando,
Sin los
remos ni velas requeridos.
Como en
aquel erial se interna el grifo
Que volando
persigue por las charas
Al ladrón
arismaspo que un mal día
Robóle el
oro aquel que custodiaba,
Afanoso
también aquel demonio.
Atravesando
fangos, roquedales,
Precipicios,
estrechos y desiertos,
Se arrastra,
se sumerge, nada, vuela,
Y, al
avanzar, va abriéndose camino
Con alas,
manos, pies, según se tercie.
Sus oídos,
por fin, claro advirtieron
Con
vehemente insistencia cierto estruendo
Al mismo
tiempo horrísono y salvaje:
Eran
confusas voces que salían
De la oscura
oquedad. Rápidamente
Dirígese
hacia allí aquel indomable,
La Potestad
o Espíritu buscando
Del abismo
más hondo que pudiera
Vivir entre
ese ruido; trataría
También de
preguntar el paradero
Donde la
oscuridad se debilita
Y comienza
la luz. Cuando, al momento,
Descubre al
Caos sentado sobre un trono
Con su gran
pabellón color oscuro
Sobre la
yerma sima desplegado.
Sentado
junto a él, en rica sede
Se
encontraba la Noche, la más vieja
De todo
cuanto existe, con su manto
De profundas
tinieblas, cual consorte
Que reinaba
a su vez, acompañada
Por otros
personajes; Hades, Orco
Y el de nombre
terrible. Demogorgon.
Confusión y
Rumor, Azar, Tumulto,
Con desorden
total detrás estaban
De quien mil
bocas tiene: la Discordia.
Con audacia,
Satán así les habla:
“Potestades
y seres del abismo,
Antigua
Noche y Caos, yo no he venido
A indagar
como espía los arcanos
Que vuestro
reino oculta entre lo oscuro.
Forzado a
atravesar este desierto,
Mansión de
horribles sombras, he accedido
A vuestro
enorme imperio; solitario,
Camino de la
luz, sin quien me guíe,
El sendero
perdido voy buscando
Que me
lleve, feliz, a la frontera
Entre el
Cielo y las sombras de este mundo,
O a algún
paraje vuestro que haga poco
El Rey
Etéreo os haya arrebatado;
Estas
profundidades atravieso
Par allegar
a él; marcadme el rumbo.
Si me
orientáis, seréis recompensados
Con
generosidad, porque si logro
Devolver a
sus nieblas primitivas
Esa región
que un día os conquistaron,
De toda
usurpación ya redimida,
Para plantar
de nuevo el estandarte
De la Noche
ancestral sobre su suelo
(no persigo
otro fin), ¡Tendréis provecho
Y yo me
vengaré!”, Satán exclama.
Con
vacilante voz y descompuesto,
El viejo
anarca aquel así repuso:
“Reconozco
muy bien al extranjero:
Eres aquel
arcángel poderoso
Que contra
el Rey del Cielo acaudillaste
Ha poco una
revuelta ya abortada.
Lo vi y
oírlo pude: tanta tropa
No cruzó los
abismos en silencio,
Sino en gran
confusión, con descalabro.
Por las
celestes puertas os seguían
A millones
las huestes vencedoras.
Puesto que
vivo aquí, salvar pretendo
De mi
ancestral región cuanto consiga
De esa
guerra civil que va minando
El reino de
la Noche. Ya el infierno,
La cárcel
donde estás, me ha arrebatado
Una enorme
región de mis dominios.
Ahora el
Cielo y la Tierra, un mundo nuevo,
Penden sobre
mi reino, vinculados
Por el áureo
eslabón de una cadena
Que cuelga
del lugar donde caísteis.
Si es ése tu
camino, no andas lejos,
Pues cerca
el riesgo está. Márchate, y suerte.
Destrucciones,
expolios y ruinas
Mi provecho
serán”. Así le expuso.
No se paró
Satán a contestarle;
Feliz de que
ese mar tuviese orilla,
Con ímpetu
mayor y nuevo gozo,
Se lanza,
cual pirámide de fuego;
Subiendo
hacia el inhóspito vacío
Y entre el
chocar de hostiles elementos
Cercado por
doquier, se abre camino:
Un acoso y
un riesgo semejantes
Nunca
afrontó aquel Argos, aquella nave
Que
atravesara el Bósforo entre rocas,
Ni al
esquivar Ulises a Caribdis
Para caer en
otro remolino.
Así avanzó
Satán, con gran esfuerzo
Y obstáculos
sin fin; aunque más tarde
Poco después
que el hombre ya cayera,
Un muy
extraño cambio se produjo:
Pecado y
muerte juntos construyeron,
Con la venia
del cielo, en esa ruta,
Un extenso
camino adoquinado
Sobre el
oscuro abismo que salvaba
Su fondo
abrasador, gracias a un puente
De enorme
longitud, puesto que unía
El infierno
y el orbe más lejano
De este
mundo tan frágil. Por él pasan
De aquí y de
allá, en muy cómodo trayecto,
Espíritus
del mal que a los mortales
Procuran
tentaciones y castigos,
Sin contar a
los hombres agraciados,
Que los
ángeles buenos y Dios mismo
De amenazas
y riesgos salvaguardan.
De la
sagrada luz su buen influjo
Al fin se
hace sentir, y un rayo de ella
Forma un
trémulo albor en las murallas
Del reino
celestial que ya se atisba
Desde el
negro vacío de la noche.
Del orden
natural aquí se encuentra
El remoto
confín; ya el Caos escapa,
Igual que un
enemigo derrotado
Cuando deja
vacante su avanzada
Sin bélica
estridencia ni alboroto.
Con esfuerzo
menor, más fácilmente,
Va surcando
satán aquellas aguas
Entre
insegura luz y mar rizado,
Como un
bajel venciendo a la galerna,
Que ha poco
destrozó velas y jarcias,
Y ahora
atraca, feliz, en un buen puerto.
También él a
placer abre las alas
Y en la
inmensa oquedad, el viento en popa
Se deja
deslizar, viendo a lo lejos
El Cielo
empíreo en círculo extendido,
De forma ya
redonda o ya cuadrada,
Adornado de
torres opalinas
Y almenas
sin tallar de azul zafiro,
Su sede
natural en otro tiempo;
Y, a su
lado, este mundo, que colgaba
De un dorado
eslabón, como una estrella
De inferior
magnitud por su tamaño,
De la luna
muy cerca. Aquel maldito,
En infausta
ocasión, también maldita
Se dirige
hacia allí buscando un suelo.
LIBRO III
(Fragmento-Comienzo)
ELOGIO E
INVOCACIÓN DE LA LUZ
POR UN POETA
QUE YA NO PUEDE VER
¡Primogénita
hija de los Cielos,
Salve,
sagrada luz, coeterno rayo
Del que
siempre fue Eterno! ¿Soy culpable
Por
expresarme así? Mas si Dios mismo
Es luz y
habita, eterna y solamente,
En medio de
la luz inaccesible,
En ti residiré,
brillante efluvio
De la
brillante esencia no creada.
¿O quieres
que te llame etéreo y puro
Arroyo cuyo
origen nadie sabe?
Antes que el
sol y el cielo ya existías,
Y al mandato
de Dios, igual que un manto,
Cubriste el
mundo entonces emergente
De las aguas
profundas, tenebrosas,
Que el
informe vacío generaba.
He venido
otra vez a visitarte,
Con vuelo
más audaz, recién huido
De la
Estigia laguna, donde estuve
Durante
cierto tiempo retenido,
Cual lóbrega
mansión. Al ir volando
Por las
tinieblas hondas y medianas,
Con lira
diferente a la de Orfeo,
A la Noche y
al Caos lancé mi canto.
La Musa
celestial iba conmigo
En el negro
avatar de mi bajada
Y también al
subir; era mi empeño
Difícil e
inusual. Hoy te visito,
Salvado ya;
tu llama experimento,
Soberana y
vital, pero no acudes
A estos ojos
que en vano se entreabren
Para
encontrar tu rayo que perfora
Sin sentir
el albor. ¡hasta ese punto
Los secó
alguna vez serena gota
O negra
sufusión los ha velado!
No dejé de
acudir por esta causa
Donde las
Musas van (los manantiales,
Las colinas
al sol, los bosquecillos),
Leso de amor
por los sagrados cantos.
Especialmente
a ti, Sión, de noche
Te suelo
visitar, junto a los ríos
Que lavan
con rumor tus pies sagrados
Y fluyen
cual cristal. Nunca me olvido
De aquellos
otros hombres que comparten
Conmigo el
mismo mal (y Dios permita
Que también
con mi fama les iguale):
Tamiris y
Meónides, dos ciegos;
Tiresias y
Fineo, dos profetas.
Me alimento
después de pensamientos
Que
inspiran, espontáneos, bellos versos
Con armónica
rima, como el ave
Que vela en
el ocaso y, escondida
En la
penumbra densa, lanza al aire
Su nocturno
cantar. Todos los años
Vuelve cada
estación, aunque ya nunca
Para mí
vuelve el día, ni el ocaso
Ni el
delicioso albor; ya no percibo
La hermosa
floración en primavera,
Ni la rosa
estival, ni algún rebaño,
Ni la divina
faz de ningún hombre:
Tan sólo el
nubarrón negro y eterno
Que me veda
los usos de mi gente,
Y en lugar
del saber que hay en el libro
Que la madre
Natura nos ofrece,
Un completo
vacío me presenta
Donde sus
obras todas se han tachado:
Pues una de
las puertas de la ciencia
Para mí se
cerró completamente.
Brilla
celeste Luz, dentro del alma,
Y haz que
irradie por todas sus potencias;
Los ojos que
me faltan pon en ella
Y
dispersa de ahí la niebla toda
Para que
pueda ver y relataros
Lo que al
ojo mortal queda escondido.
LIBRO IV
(Fragmento-comienzo)
A SATAN LE
ATORMENTAN LAS DUDAS
ANTES DE
DIRIGIRSE AL EDEN PARA
PREPARAR LA
CAÍDA DEL HOMBRE
¿Por qué no
se escuchó la voz aquella
Que llegará
después a los oídos
Del apóstol
que vio el apocalipsis,
Cuando el
Dragón, dos veces derrotado,
Fue rabioso
a vengarse de los hombres?
Aquella voz
gritó allá en las alturas:
“!Ay de los
habitantes de la Tierra!”
Si hubieran
advertido a nuestros padres
Que llegaba
en secreto su enemigo,
Habrían
escapado felizmente
De su trampa
mortal, porque, rabioso,
Ya bajaba
Satán muy decidido
A descargar
su cólera en el hombre
Tan frágil e
inocente (iba a tentarle,
No a ejercer
de fiscal), y a desquitarse
De la lid
que perdió y de la fuga
Que al infierno
llevóle: Sin embargo,
Aunque viene
de lejos y su vuelo
Ha sido muy
audaz, rápido y duro,
No se alegra
por eso, ni se siente
Ufano de su
plan al iniciarlo,
Pues le
quema en su pecho tormentoso,
Cual si
fuera una máquina diabólica
Revuelta
contra él. Terror y duda
Le distraen
de sus duras reflexiones
Y hasta el
fondo remueven el infierno
Que hierve en
su interior, pues ese sitio
Lo tiene
fuera y dentro, y no consigue
Apartarse de
él ni un paso solo,
Lo mismo que
de sí no se separa
A pesar de
moverse en el espacio.
La
conciencia le trae desesperanza
Que estaba
adormecida; se atormenta
Al recordar
quién era, qué es ahora
Y qué puede
esperar en el futuro,
Porque, al
ser más perversa su conducta,
Peor habrá
de ser su sufrimiento.
La mirada
infeliz dirige a veces
Al Edén que
se extiende delicioso;
Otras
observa el cielo donde el astro,
Marcando el
mediodía, reluciente
Se ha
asomado a su torre. Reflexiona,
Y así
comienza a hablarle entre suspiros:
“Coronado de gloria inigualable,
Desde tu
gran sitial te he imaginado
El dios del
mundo nuevo en que me encuentro;
Ante tu
vista todas las estrellas
Sus cabezas esconden
diminutas.
Te invoco,
sí, más no con voz amiga;
Y si te
nombro, sol, es por decirte
El rencor
que tus rayos me suscitan,
Pues me
traen el recuerdo del estado
Desde donde
caí, cuando, glorioso,
Encima de tu
esfera me encumbraba,
Hasta que la
ambición y el mal orgullo
Lanzáronme
al abismo tras la lucha
Contra el
Rey celestial. ¿Por qué motivo?
Ese pago de
mí no merecía,
pues así me creó, tan eminente.
Con su
bondad, a nadie censuraba;
No era duro
servirle; ¿qué otra cosa
Cabía
realizar sino alabarle,
El pago más
sencillo y darle gracias,
Como era de
justicia? Sin embargo,
En mí todo
sus bien maldad se hacía
Y engendraba
maldad. En tal altura,
Odié la
sujeción: aún otro grado,
Y altísimo
sería en ese instante,
Liberándome
al punto de una deuda
De inmensa
gratitud muy onerosa,
Pues por más
que pagar siempre había
Más deuda
que pagar. No reparaba
En cuánto
recibía diariamente,
Ni entendía
que un alma agradecida,
Aunque deba,
jamás se siente en deuda,
Más paga,
pues se tiene al mismo tiempo
Por deudora
y exenta. ¿En dónde, entonces,
Estaba el
peso aquel? Pues si el destino
Un ángel
inferior hecho me hubiera,
Tal vez
dichoso aún yo viviría;
Quizá otra
Potestad, en otro caso,
Tan grande
como yo se habría alzado
Y aun siendo
yo más bajo,, le siguiera.
Mas otras
Potestades no cayeron,
Eterna e
internamente inconmovibles,
Y ante la
tentación se acorazaron.
Tu fuerza y
libertad, ¿no eran iguales?
Naturalmente.
¿A quién o a qué podrías,
Entonces,
acusar, sino al cariño
Que el
Cielo, por igual, a todos daba?
Maldito sea
este amor que, como el odio,
Se torna
para mí tormento eterno.
Mas no,
maldito tú, que en vez del suyo
Tu querer
preferiste libremente,
Para llorar
después, ¡oh miserable!
¿Cómo evitar
su cólera infinita
Y esta
desesperanza que no acaba?
Dondequiera que
escape está el infierno,
Pues el
infierno soy. Y es que debajo
Del fondo
del abismo hay otra sima
Que amenaza
tragarme en sus honduras,
Comparada a
la cual, parece un Cielo
Este
infierno que sufro. ¡Piedad pido!
¿Acaso ya el
perdón no tiene sitio?
¿Y el
arrepentimiento? ¡Ciertamente!
Primero se
precisa ser sumiso,
Mas lo
impide el desdén; experimento
Temor por la
vergüenza de ponerme
Ante
aquellos espíritus de abajo
A quienes
encanté con mis promesas
De cierta
sujeción muy diferente:
La de Dios
sojuzgado por mi mano.
Nadie sabe
lo mucho que me cuesta
La jactancia
de entonces y el tormento
Que sufro en
aquel trono del infierno
Con cetro y
coronado; si me adoran,
Más bajo
considero que he caído.
Soy
superior, más sólo en la desgracia;
Prémiase la
ambición de esta manera.
Si yo me
arrepintiese y recobrara
Mi antigua
condición, con cuánta prisa
Altivos
pensamientos recrearía,
Haciendo el
pundonor que renunciara
A lo que
antes pactó el fingido esclavo;
El bienestar
el voto negaría
Y cuanto en
el dolor comprometiera,
Pues nadie
puede ya reconciliarse
Cuando el
odio causó tan honda herida.
Sería para
mí caer de nuevo
De una forma
peor. ¡Cara sería
La tregua
que comprase con tormento
Dos veces
superior! Bien lo conoce
Aquel que me
castiga y que tan lejos
Está de darme
paz cual yo de urgirla,
Igual que un
pordiosero. Ya perdida
Mi esperanza
final, seguir no quiero
Pensando que
al exilio nos condena
Y que somos
proscritos; contemplemos
Al hombre
que creó y al nuevo mundo,
Ya que tanto
placer le proporciona.
¡Adiós, pues,
esperanza! ¡Adiós, temores!
¡Remordimiento,
adiós! Sin bien me quedo.
Sé tú el
bien mío, oh mal, pues si conservo
Frente al
Rey la mitad del territorio,
Mi imperio
extenderé en el nuevo mundo,
Y en una
gran región puede que reine,
Como pronto
sabrá la raza humana”.
Mientras
hablaba, así, tan indignado,
Su rostro se
alteraba triplemente
Con
desesperación, cólera y celos;
El semblante
engañoso traslucía
Sus aires de
impostor, pues a los ángeles
Jamás les
perturbó arrebato alguno.
Por eso,
percatándose en seguida,
Se calmó
externamente por completo,
Ofreciendo
un aspecto muy tranquilo.
En fingir
santidad ganaba a todos,
Ocultaba
maldad su falso rostro
Engañando
por ansias de vengarse.
Mas no fue
suficiente su experiencia
Para burlar
a Uriel que, prevenido,
Vigiló
cuanto hacía en su descenso,
Y en el
monte de Asiria pudo verle
Descompuesto
en un punto tal que nunca
Un ángel
celestial alcanzaría:
Apreció su
actitud descontrolada
Y su gesto
de furia suponiendo
Que se
encontraba solo y sin testigos.
LIBRO V
(Fragmento)
SATÁN LLAMA
A LA REVUELTA DE SUS
HUESTES Y
SUS ARGUMENTOS SON
ÚNICAMENTE
REBATIDOS POR ABDIEL
Moraba allí
Satán en una loma
Que de lejos
brillaba como un monte
A otra
montaña inmensa superpuesto.
Pirámides y
torres cinceladas
En minas de
diamante y oro puro
Por la
enorme estructura descollaban.
Mansión de
Lucifer denominaron,
En lengua de
los hombres, al palacio
Al que, poco
después, con pretensiones
De
equipararse a Dios y remedando
Al monte en
que al Mesías proclamara,
Denominó
Montaña del Congreso,
Pues allí
congregó a sus seguidores
Fingiéndose
mandado a una consulta
Sobre qué
recepción merecería
El Monarca
que estaban esperando.
Y
recurriendo a tretas engañosas,
Cambiando la
verdad por falsedades,
Dirigióse a
sus huestes de esta guisa:
“Tronos,
Dominaciones, Principados,
Potestades,
Virtudes… ¿o estos rangos
Han pasado a
ser sólo meros nombres,
Pues otro se
ha nombrado Rey ungido
Y, asumiendo
el poder, nos ha eclipsado?
Él nos hizo
venir en plena noche
Deprisa a
celebrar este consejo;
Hemos de
decidir de qué manera
Podemos
tributarle los honores
Y sumisión
rendir al que se acerca
Esperádonos
ver arrodillados,
En un gesto
servil e impropio nuestro.
Postrarnos
ante Dios era un abuso,
¿nos
pondremos de hinojos doblemente?:
¿adorar al
primero y a su imagen
Proclamada
después? Y, sin embargo,
¿qué nos
debe importar? ¿No nos persuade
La mente a
rechazar yugos serviles?
¿Inclinar la
cerviz es vuestra meta?
¿Preferís,
dócilmente, arrodillaros?
No, no lo
preferís; bien os conozco
Y sé que os
proclamáis hijos de un Cielo
Que nadie
previamente poseía.
Nunca fuimos
iguales, más sí libres:
con igual
libertad, porque los rangos
Ni un ápice
la merman; al contrario,
Con ella se
armonizan y conviven.
¿Quién puede
decretar normas o leyes
A los que,
sin mandatos, nunca yerran?
¡Menos razón
tendría para alzarse
Como nuestro
Señor quien impusiera
Adoraciones
viles, mancillando
El título
imperial que testimonia
Nuestro ser
de señores, no de siervos!”
Escuchóse
hasta aquí su audaz discurso
Sin
comentario alguno. De repente,
Un serafín,
Abdiel, que con gran celo
Se postraba
ante Dios y sus mandatos,
Con rígido
fervor negó en redondo
Aquel
razonamiento enfurecido:
“!Qué
argumento blasfemo y orgulloso!
Nadie pensó
jamás que se escuchara
Tan falsa
alocución aquí en el Cielo;
Y menos de
tu boca, que tan alto
Te
encuentras con respecto a tus iguales.
¿Cómo
puedes, ingrato, con calumnias
Condenar el
decreto promulgado
Por aquel
que juró su cumplimiento
Y ordenó que
rindiéramos honores
Al Hijo que
engendrará únicamente,
Por el
derecho investido con el cetro,
Y que todas
las almas celestiales
Doblemos,
cuando pase, las rodillas
Y por Rey de
verdad le respetemos?
No es justo
(dices tú) ni es aceptable
Atar con una
ley a quien es libre,
Y permitir
que reine sobre iguales
Poniendo al
que es igual sobre los otros.
¿Vas a
imponer a Dios tus propias leyes?
¿Discutirás
con él de libertades
Después de
darte el ser y haber formado
Las
Potencias del Cielo a su capricho?
La
experiencia, además, os ha enseñado
Hasta qué p
unto es bueno, cómo cuida
De
procurarnos bien y dignidades;
Que, lejos
de pensar en humillarnos,
Se preocupa
de hacernos más felices
Y unirnos
más de cerca a una cabeza.
Admitamos,
con todo, que no es justo
Que gobierne
un igual a sus iguales
Como si
fuera un rey. ¿Te consideras,
A pesar de
tu honor y de tu gloria,
Un individuo
igual o presupones
Que los
ángeles todos, hechos uno,
Podemos
igualar al engendrado,
Al Hijo por
quien, siendo su palabra,
El Padre
Omnipotente lo hizo todo
Incluyéndote
a ti, que le traicionas?
Creando a
los espíritus del Cielo,
Con todo su
esplendor y jerarquías,
De gloria
los colmó y, por gloriarlos,
Surgieron
Principados, Potestades,
Dominaciones,
Tronos y Virtudes.
No oscurecen
su reino esas esencias,
Lo armonizan
más bien, pues su cabeza
Se rebaja a
ser uno de nosotros;
Sus leyes
son las nuestras, los honores
En nosotros
revierten, siendo suyos.
Tu perverso
furor calma, por tanto;
No tientes
nunca más a tus secuaces.
Date prisa
en paliar las justas iras
Que
encendiste en Padre y en el Hijo;
Si imploras
su perdón, tal vez lo obtengas”.
Así objetó
aquel ángel fervoroso,
pero no fue
su celo secundado;
Le juzgaron
audaz o inoportuno,
Y esto
alegró al Apóstata que dijo,
Más
orgulloso aún de lo que estaba:
“Defiendes
tú que a todos nos hicieron.
¿Somos obra
de manos secundarias
Que el Padre
pasa al Hijo transferida?
Rara y nueva
resulta esa doctrina.
¿En dónde la
aprendiste?, me pregunto.
¿quién se ha
visto crear? ¿Es que recuerdas
Que Dios te
daba el ser cuando naciste?
No sabemos
de un tiempo sin nosotros.
¿Quién nos
antecedió? Nos engendraron
Nuestra
esencia y poder vivificante,
Cuando el
hado acabó su ciclo entero
Y ya estaba
en sazón nuestra existencia,
Cual
vástagos del Cielo, etéreos hijos.
Nuestro
poder nos viene de nosotros
Y ha de
mostrar hazañas más ilustres
Si a nuestro
igual logramos dominarle.
Entonces
podrás ver si pretendemos
Que nuestro
ruego humilde le serene;
Si queremos
cercar su regio trono
Para
asediarle a ruegos o con fuegos.
¡Lleva a tu
ungido Rey esta noticia
Y escapa
antes que el mal tus alas hiera!”
Como un
ronco clamor de aguas profundas,
El eco iba
trayendo sus palabras,
Que la tropa
acogió con un aplauso.
Y aunque
solo y cercado de enemigos,
No dejó de
exclamar con valentía
El serafín
indómito y fogoso:
“Espíritu
maldito, abominado
Por Dios y
de tu bien desposeído,
Yo preveo tu
próxima caída.
La tropa
infortunada que te sigue,
Envuelta en
esta pérfida artimaña,
Compartirá
tu crimen y castigo.
No te ha de
molestar en adelante
El yugo del
mesías que rechazas,
Pues no será
ya objeto de indulgencia;
Otras leyes
habrá que aplicarte.
Ese cetro
dorado que no quieres,
Se ha de
hacer contra ti vara de hierro
Que sabrá
castigar tu desacato.
Me aconsejas
muy bien, mas tu amenaza
No me lleva
a dejar tu campamento
Condenado y
perverso: lo que temo
Es que
estalle la cólera incitada
Y, cual
rápido incendio, no distinga
Entre buenos
y malos. No muy tarde
Su rayo has
de sentir en la cabeza
Y ese fuego
que todo lo devora.
Sabrás,
entre lamentos, quién nos hizo
Porque verás
quién puede aniquilarte”.
Así
expresóse Abdiel, con valentía,
El único
leal de los infieles,
Que en la
turba sin fin de los traidores
Mantúvose
tenaz, inquebrantable;
Su honradez
y su amor guardó celoso;
Ni el
ejemplo ni el número pudieron
De la verdad
hacer que desertase
Ni, pese a
ver se solo, que cambiara
Su constante
actitud. Entre las filas
Avanzó con
desdén un largo trecho,
Sin temor a
una fuerza tan enorme.
Y, pagando
las burlas con desprecio,
Fue dejando
detrás aquellas torres
Cuyo orgullo
al derribo condenaba”
LIBRO VI
PRIMERA
BATALLA ENTRE LAS POTESTADES
DE SATÁN Y
LOS ANGELES CON MIGUEL AL FRENTE.
SE ARRANCAN
LAS MONTAÑAS.
Satán, al
percatarse de su apuro,
Interrogó
burlón a sus secuaces:
“¿Por qué no
avanzan ya los vencedores,
Cuando
otrora orgullosos se acercaban?
A fin de
recibirlos cual merecen,
Les abrimos
las frentes y los pechos
Tratando de
pactar (amigos míos,
Nada mejor
pudimos ofrecerles);
Y, como
veis, de pronto se desdicen
Y escapando,
con raro desvarío,
Parece que
se entreguen a una danza
Sin el
compás ni el ritmo necesarios
A todo
bailarín. ¿Será el contento
Por la paz
que les di lo que sacude
Sus piernas
de esa forma enloquecida?
Aunque es
muy de temer que si escucharan
Una vez más
mi oferta contundente
Un rápido
final aceptarían”.
Y continuó
Belial, siguiendo el juego:
“Mi general,
los términos propuestos,
De duro
contenido y mucho peso,
Eran hasta
tal punto persuasivos
Que entró
pronto en razón la mayoría.
A tenor de
lo visto, se concluye
Que a todos
aturdieron y que muchos
Incluso se
troncharon. Al que alcanzan
Lo captan al
momento plenamente;
Y si hay a
quien no alcanzan, por lo menos
Una buena
ocasión nos proporcionan
De ver al
que era hostil cómo vacila”.
De este modo
burlábanse, entre risas,
Seguros,
además, de su victoria,
Con el Poder
Eterno equiparados,
Merced a
aquel diabólico instrumento,
Despreciando
a su rayo y a sus huestes,
Mientras
éstas yacían confundidas.
Poco tiempo
duró, porque la rabia
Reanimaría
pronto a la otra tropa
Haciéndole
saber qué municiones
A la
infernal malicia abatirían.
Dejaron,
pues, sus armas en el suelo
(admira,
Adán, la fuerza y la excelencia
Con que Dios
a sus ángeles dotara),
Y al punto
se lanzaron, como rayos,
A los montes
que había en el entorno
(la variedad
de valles y colinas,
Que tan
grata resulta en vuestra Tierra,
También cabe
encontrar en nuestro Cielo).
En toda
dirección mueven los montes
Hasta lograr
sacarlos de sus bases,
Incluyendo a
la vez su contenido
(rocas,
aguas y bosques), y, agarrados
Por sus
agrestes cumbres, se los llevan.
Puedes
imaginar con qué temores,
Con qué
inaudito asombro las legiones
De todos los
rebeldes contemplaron
Las bases de
los montes invertidas
Que encima
les caían, sepultando
Aquellos
instrumentos maldecidos;
Y cómo el
peso aquel de tales piedras
Aplastaba
también su fe orgullosa.
Después son
ellos mismos atacados
Con grandes
promontorios que les lanzan
Hasta dejar
el aire tenebroso.
Sus propias
armaduras los lesionan
Al hundirse
y entrar en su sustancia,
Produciendo
dolores y quejidos.
Quienes
deben luchar en el subsuelo
No logran
liberarse de esa cárcel,
Pues
aquellos espíritus sutiles
Que fueran
en su origen se volvieron
De densa
complexión tras el pecado.
Remédanles,
no obstante, los ilesos
Y,
dispuestos a usar sus mismas armas,
Arrancan de
raíz otras colinas.
La enorme
munición, cruzando el aire,
Lanzada de
ambas partes, entrechoca.
Nadie es
capaz de ver a su enemigo
Bajo el gran
nubarrón que se ha formado
Entre un
ruido infernal. Cualquier batalla
Parecía un
público festejo
En relación
al último tumulto
Que al
anterior venía a cumularse.
De continuar
la lid, del mismo Cielo
Sólo un
montón de trozos quedaría,
Si el Padre
Omnipotente, en las alturas,
Sentado en
su sitial inalcanzable,
Con su
visión global de los sucesos,
No hubiera
ya previsto este derrumbe,
Aceptando
también sus consecuencias
En orden a
lograr lo que buscaba:
Honrar a su
Hijo ungido tras vengarle
De cualquier
enemigo, declarando
Que todo su
poder le era cedido.
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