“A mí el futbol me gustó más que la vida”. (Ferenz Puskas)
Yo tendría
que haber escrito la necrológica de Puskas. Si me pongo a pensarlo bien, hoy
tendría que haber escrito esa necrológica de Puskas que acabo de leer en el
periódico, porque resulta que soy la única persona que vio marcar a Puskas el
gol más bonito del mundo. Ahora me entero, mientras hurgo entre las reseñas
necrológicas que aparecen hoy en los periódicos, que el gol más bonito del mundo
también lo soñó Puskas, y que ese mismo gol que en el último momento fue
incapaz de meter ante el portero, lo estuve yo marcando durante toda mi
infancia cada vez que imaginaba a Puskas metiendo un gol.
Ahora que lo
pienso, yo no hacia otra cosa que jugar al fútbol cuando era niño, igual que
debió hacer Puskas en las calles de Budapest allá por los años treinta, pero
con la diferencia de que Puskas llegó a meter más de setecientos goles en
partidos profesionales, mientras que yo no llegué a marcar ni un solo gol en
los dos partidos que jugué como cadete. Y ahora que leo en los periódicos de
esta mañana las notas necrológicas y los comentarios sobre Ferencz Puskas,
comprendo por qué nunca llegué a ser como Puskas, a pesar de que yo creía
entonces que el fútbol era la cosa más seria del mundo.
Me estoy
refiriendo a los postreros años sesenta o principios de los setenta, cuando
todavía yo era un niño, y Puskas se había hecho demasiado viejo para seguir
jugando al fútbol. Por aquel tiempo, el mundo en el que yo vivía giraba
alrededor de un cuero redondo. Recuerdo que, durante los recreos del colegio,
iba con mis compañeros a jugar al fútbol, y si no había pelota, entraba al bar para jugar al futbolín, y
cuando volvía a casa por la tarde, iba pegándole patadas a las chapas de las
botellas, a las cajetillas vacías de tabaco y a las piedras del camino, y luego
recogía la merienda y el balón y bajaba a la calle a buscar a los amigos del barrio, formábamos
equipos rivales que se extendían a lo largo de la carretera que cruzaba frente
a mi casa, reventábamos botas y mocasines en apenas unas semanas y empotrábamos
el balón por las ventanas abiertas para romper los cristales que luego no
querían pagar nuestros padres. Incluso cuando ya la noche nos ocultaba la trayectoria
del balón, y yo tenía que regresar de mala gana a casa en el momento en que las
madres se desgañitaban por las ventanas (siempre se servía la cena en la mesa
en el momento más inoportuno), yo cogía dos pinzas y una canica, me tumbaba
sobre la alfombra del salón y componía con la imaginación un partido de
fantasía en los que jugaba a fabricar el gol más bonito del mundo, utilizando
como portería las patas de una mesita.
Por supuesto, allí tumbado sobre la alfombra, con una pinza en cada mano y una
canica rodando por el suelo, ningún jugador rival conseguía arrebatarme el
balón, y yo acababa metiendo los goles más fantásticos que ningún hincha haya
imaginado nunca. Así permanecí tumbado en la alfombra, durante tardes enteras,
hasta que cumplí los trece años. Todo lo que leía entonces era sobre fútbol: los periódicos eran deportivos,
los libros abultados y enciclopédicos trataban sobre la historia del fútbol, no
leía más que revistas editadas por los clubes de fútbol, y el único libro serio
que recuerdo haber leído con cierta extrañeza durante aquella época, era una
novela de Fedor Dovstoyeski que se titulaba “El jugador”, y que yo había tomado
por equivocación de una estantería de libros de mi padre. Incluso todo lo que
hablaba con mi padre por aquella época giraba alrededor del fútbol. En
realidad, si lo pienso bien, yo nunca hablé con mi padre de otra cosa que no
fuera de fútbol.
Y de todas
las conversaciones que yo mantenía con mi padre, la que mejor recuerdo es la
que giraba en torno a Puskas y Zarra. Y por eso hoy, que se ha muerto Puskas,
he comenzado a pensar en mi padre, en todas las anécdotas de jugadores antiguos
que iba escuchando de su boca, y también
en mi carrera frustrada como jugador de fútbol. Porque yo sólo quería
entonces ser delantero centro, ser como Puskas o Zarra, y meter tantos goles
como ellos, eso le dije a mi padre cuando me preguntó lo que todos los padres
nos preguntan cuando somos niños; y fue entonces cuando me enteré de que los jugadores de fútbol
también se morían de hambre. Pero, en aquella época, yo no sabía lo que era
morirse de hambre, pues yo solamente me moría de ganas por ser jugador de
fútbol, y mi padre, que sabía perfectamente que nunca llegaría a ser delantero,
porque sabía leerme en las entrañas, fingía seguirme el juego y me acababa
preguntando que qué tipo de jugador quería ser. O Puskas o Zarra, era mi única
respuesta, más enigmática que ambiciosa. Había elegido, con premeditación, el
nombre de aquellos dos jugadores legendarios porque sabía que eran los delanteros
que mi padre había visto jugar cuando era joven, cuando todavía visitaba los
campos de futbol para ver a sus ídolos. Incluso para poder ganar terreno en la
conversación, yo me había inventado que había visto jugar una vez a Puskas y
que en ese partido había metido un gol fabuloso.
Aunque mi padre sabía de sobra que yo no podía haber visto meter a Puskas
ese gol, porque cuando Puskas acabó retirándose, ya cumplidos los cuarenta
años, no se retransmitían partidos por la televisión. No, por lo menos, aquellos
partidos que Puskas jugaba con el Real Madrid, siempre sentado en el banquillo.
Pero mi padre hacía como que me seguía el juego, y me narraba todas las
diabluras que sabía hacer Puskas con su pierna zurda. Luego, continuaba
hablándome de Telmo Zarra, el caballero del gol, el ídolo de mi ciudad y de
todo un país. Y cuando por fin nos acercábamos al final de aquel juego que yo
tan en serio me tomaba, era cuando me hacía la pregunta que sólo hoy, leyendo
la necrológica de Puskas, he conseguido contestar.
“Tienes que elegir”, me exigía mi padre, “o Puskas o Zarra. ¿Quién de los
dos quieres ser?”. Entonces, yo me sentía ahogar en un mar de dudas, y me
corría un nudo por toda la garganta, porque
sabía que si contestaba a aquella pregunta, ahí acababa muriendo la
conversación. Yo le explicaba que a
Zarra no le había visto jugar, que tal vez si le hubiera visto meter algún gol,
entonces sí podría decantarme. Luego le preguntaba a mi padre que cuál de los
dos delanteros le había gustado más. Y entonces él fingía enfadarse y me decía:
“no importa quién me gusta más a mí, sino quién quieres ser tú”. Pero entonces
sentía que me reconcomía todavía más la duda, porque sabía que mientras mi
padre no me diese una respuesta a aquella pregunta crucial, yo jamás podría saber
quién quería ser, pues, dependiendo de su respuesta, yo elegiría uno u otro
jugador. O bien para llevarle la contraria y poder seguir discutiendo sobre
fútbol, o bien para ponerme de acuerdo con mi padre y poder seguir el camino
que iba a indicarme con el dedo. Recuerdo que aquella conversación acababa
siempre de la misma manera: yo le narraba el gol que había imaginado para
Puskas, y se lo narraba con tantos
saltos y gestos que se acababa riéndose, y luego me replicaba, ya medio
enfadado, que todo eso era imposible que lo hubiera hecho Puskas.
Y ahora me
entero, en cambio, que ese gol que yo le narraba a mi padre sí lo podía haber
metido Puskas. Ahora me entero, por los comentarios de las páginas deportivas,
de eso que cuenta Alfredo Di Stéfano en el epílogo de sus memorias, que poco
antes de que los recuerdos de Puskas empezasen a ser devorados por el
“alzheimer”, cuando todavía le quedaba algún vislumbre de lo que había llegado
a ser, y aún tenía entendimiento para llamar a su mujer y a su hija por su nombre,
Alfredo Di Stefano fue a hacerle una visita a su casa de Budapest, y allí mismo
le escuchó referir un sueño que había tenido por aquellos días, una pesadilla
triste en la que había estado a punto de hacer el gol más bonito que había
visto en su vida. Di Stéfano sólo nos deja apuntado que Puskas le cuenta aquel
sueño con tono melancólico, porque en el último instante, cuando ya había hecho
lo más difícil y estaba a punto de
convocar el prodigio, acaba fallando un gol que ya estaba hecho. Es una lástima
que Di Stefano no nos haya dejado más detalles de ese sueño, pero me he
imaginado tantas veces ese gol de Puskas con el que a veces engañaba a mi
padre, que nada me cuesta imaginar su sueño.
Me imagino
que alguien lanza hacia Puskas una de esas pelotas largas y medidas que siempre
pedía para marcar un gol, y también me imagino que antes de pararla con el pie,
cuando aún está rodando por el aire, ya ha vislumbrado que esa pelota lleva
impreso el ímpetu del gol. Puskas avanza con la pelota pegada al pie y advierte que cada vez que quiere hacer un
movimiento, el balón le obedece como si llevara un imán en la punta de la bota;
él va girando alrededor de la pelota, o la pelota va girando alrededor de su
pie izquierdo, y ningún defensa logra
acercarse a su campo gravitatorio. Ha entrado raudo en el área y se da cuenta de que está ante el
momento de la verdad. Ya no le queda por hacer más que lo que siempre ha hecho
con los ojos cerrados: disparar fuerte y por la escuadra. Sabe que está a punto
de meter el gol más bonito que haya metido nadie. Va a levantar su pierna
izquierda para meter ese gol que resume toda su vida, cuando de repente oye que
el portero que le sale al encuentro –acaso su amigo Carmelo Cedrún - le está gritando algo que
acaba desequilibrándole del todo: “¿qué haces, Pancho?”, le grita, “¿qué
haces?”. Pero Pancho Puskas ni sabe lo que hace ni consigue contestarle -“gol,
Cedrún, gol”-, porque en ese momento
crucial se ha olvidado de todas las palabras y no sabe qué diablos hacer con la pelota. Se está
dando cuenta de que su pierna izquierda ya no le obedece, y trata de disparar con la derecha, con su
pierna mala, con la pierna que casi no ha vuelto a utilizar desde que era un
niño. Es entonces cuando levanta las dos piernas a la vez del suelo, se cae al
césped y ve horrorizado –con el horror que sólo nos invade dentro de los
sueños- cómo el portero se queda con la
pelota que iba a convertirse en el gol más bonito del mundo. Seguramente, en
ese momento, se da cuenta Puskas de que ha perdido la memoria y de que se ha
olvidado de jugar al fútbol. Es imposible juzgar un gol que no fue gol y que no
ha visto nadie más que Puskas, pero me he imaginado tantas veces ese gol, que
puedo creerme que hubiera sido el gol más bonito del mundo, más todavía que
aquel gol que metió Maradona contra Inglaterra en el mundial del 86.
En realidad,
si uno repasa bien esa jugada celebérrima en la que Maradona coge la pelota en
el centro del campo, avanza con ella de aquí para allá y de allá para acá,
sorteando a cuantos rivales le salen al paso, corriendo como si no llevase la
pelota y evadiéndose entre una “melé” de piernas por el camino más corto, se
descubrre que Maradona no lleva la pelota pegada al pie, como parece, sino que
es la pelota la que lleva pegado a Maradona. Maradona solamente se limita a
correr detrás de esa pelota y a escoltarla; impide, interponiendo su cuerpo
menudo, y también mediante astutos ademanes en los que va dibujando filigranas
indescifrables, que los jugadores rivales tuerzan la voluntad propia que ha
asumido la pelota una vez ha ido a parar a los pies de Maradona. De vez en
cuando tropieza con el balón sin caerse, como si estuviera haciendo
funambulismo sobre una cuerda floja, asusta a los que intentan robarle la
pelota, hace un amago y los requiebra, les engaña haciendo inclinar su cuerpo
hacia uno u otro lado, pero Maradona ya no tiene el control de la pelota, sino
que más bien sigue corriendo a trompicones detrás de un gol imaginario que se
ha inventado unos segundos antes, un gol que va ejecutando sin esfuerzo porque
se lo sabe de memoria, un gol que, en realidad, ha empezado a fraguar en el
mismo momento en el que le dio su primera patada a un balón o a una piedra.
Ese gol de
Maradona, como el que le veía meter a Puskas en mis sueños de niño, posee tanta
belleza que, a fuerza de ser fantástico, acaba suplantando la realidad entera,
y entonces nos ocurre que todos los demás goles que hemos visto, se nos olvidan
de pronto, y ya sólo somos capaces de recordar un único gol, ese gol fuera de
serie que simboliza y compendia todos los otros goles. Uno se da cuenta de que el gol que marcó Maradona nunca existió,
porque los goles, cuanto más bonitos son, más irreales se vuelven. Es como si,
en vez de un jugador, hubiera pasado un sueño, y ese sueño nos adormece y nos
embauca solamente por el artificio del hechicero que lo ha hecho posible. Y, al
contrario, cuanto más vulgares son los goles, más empiezan a parecerse a una
pesadilla: los jugadores se embarullan con la pelota, dan trompicones y están a
punto de venirse al suelo, igual que la pelota está a punto de perderse por las
gradas, se suceden una serie de carambolas chuscas, los jugadores se vuelven
cómicos; a veces, incluso interviene la espalda del árbitro, un defensa se
trastabilla y quiere meter gol en la portería que un segundo antes estaba
defendiendo, mientras que el portero intenta remediar el desbarajuste, sin
conseguir más que apurar el desastre -justo final para una comedia-, marcándose
un gol a sí mismo. Todo lo que se ha cruzado en la trayectoria de ese gol que ha
sido fruto del azar, a diferencia de los goles de verdad, de esos goles que
nadie se los cree, porque no han existido más que en la cabeza del afortunado
jugador que los ha urdido, una vez ha logrado desbrozar el terreno de juego de
toda intervención fortuita.
Y ahora descubro que eso mismo debí ver yo, cuando era niño, en el gol que
le inventé a Puskas. Porque ese gol que yo creí haber visto marcar a Puskas,
muy similar, probablemente, al que marcó
Maradona, o como el que estuvo a punto de meter el mismo Puskas en uno de sus
sueños, se va aclarando a medida que me
voy enterando por el periódico de las cosas que hacía Puskas después de
quitarse la camiseta con la que jugaba en los campos de fútbol, esas cosas que
no me contaba mi padre, y que yo tendría que haber visto entonces, cuando me
imaginaba el gol de Puskas; señales que me hubieran sido útiles y que
seguramente ni mi padre sabía; esa clase de anécdotas que sólo se conoce de un
hombre después de que se ha muerto.
No me interesa la barriga de Puskas, esa barriga que había estado amasando,
a fuerza de tragos de cerveza, durante los dos años de exilio en la costa
italiana, antes de fichar por el Real Madrid con dieciocho kilos de más. Ni
tampoco su estrambótica deserción, ya con los galones de coronel, junto a un
montón de jugadores de su equipo militar, a través de las montañas austriacas,
huyendo de la invasión de las tropas rusas a la vuelta de un partido
internacional. Ni siquiera me interesa saber que Paco Gento, su compañero de
habitación en el Real Madrid, le
birlaba la cartera siempre que salían a jugar al extranjero, sólo para evitar
que Puskas derramase todo su dinero entre las ávidas manos de sus compatriotas
exiliados, que montaban guardia a las puertas de los hoteles para hostigarle.
Todo esto hace que Puskas me parezca más simpático aún y confirma lo
que ya ha sentenciado esta noche Di Stefano ante las cámaras de televisión: que
era mejor persona que jugador -aunque a continuación se apresure a aclararnos
que como jugador era un genio-. Pero lo que ahora hace que la figura de Puskas
se agigante ante mi imaginación es haber conocido el camino por el que logró
labrar su lado genial. Porque sólo ahora me entero del método fantástico que
empleó Puskas para aprender a jugar al fútbol.
Porque resulta que el padre, que había sido un famoso jugador a
principios de siglo, se empeñó en que su hijo jugase al fútbol mejor que él. Se
empeñó en que jugase con la pierna izquierda, cuando todavía era diestro. Y
cuando los demás jugadores dejaban el entrenamiento, él continuaba durante
horas chutando la pelota contra el travesaño, una y otra vez, hasta sentir
calambres. Y esa era la razón de que cuando Puskas ejecutaba tiros libres, el
balón seguía siempre la misma trayectoria imparable, aunque el árbitro le
hiciera repetir, una y otra vez, el tiro libre. Ahora me entero de que usaba
una pelota que él mismo fabricaba con trapos y periódicos, y en la que embutía una piedra para lograr más
potencia en el disparo. Y también me entero ahora que se calzaba un número
inferior para lograr disparar con más dureza y poder moldear así la bota, como
si fuera una segunda piel. Y también leo con asombro que pasaba sus tardes de
colegial persiguiendo tranvías por las calles de Budapest, sólo para que los defensas
no pudieran darle alcance dentro de los campos de fútbol. Oigo decir a Di
Stéfano que todo lo que hacía Puskas era fantástico. Pero Di Stefano sabe,
mejor que nadie, que ya no está hablando de algo que pueda acaecer en el
terreno de juego.
Recuerdo que
yo era un niño fantasioso y soñaba con hacer cosas fantásticas, como casi todos
los niños. Y que siempre estaba mintiendo, como también sigo mintiendo ahora.
Así que la única manera que tenía de ver jugar a Puskas y de ponerme a la
altura de mi padre, era inventar que
había visto jugar a Puskas.
Entonces yo creía que así podría hacerme una idea de cómo jugaba Puskas. Pero
ahora que leo las crónicas y las declaraciones de otros jugadores sobre su vida
y milagros, compruebo que no tenía la menor idea de cómo jugaba Puskas, pues
tendría que haberme imaginado lo que Puskas hacía entre bastidores, una vez que
abandonaba el campo de fútbol. Sólo entonces, visualizando aquella jugada de
fantasía que yo imaginé para Puskas, hubiera visto correr a un jugador a la
pata coja, un jugador que corre con los
pies vendados tras una pelota harapienta de periódicos y trapos, y hubiera
visto a los defensas corriendo con la lengua fuera, intentando dar alcance a un
tranvía que avanza imparable para arrollar al portero. Sólo entonces,
alcanzaría a ver el término del gol, la desolada imagen de un portero atropellado que recoge de la red el
proyectil que acaba de lanzarle Puskas por la escuadra.
Y me imagino
algunas cosas, después de leer todas estas crónicas en los periódicos de hoy.
Me imagino al padre de Puskas, al famoso jugador que fue el padre de Puskas,
paseando por una calle de la ciudad vieja de Budapest, mientras van pasando
veloces los tranvías, mientras el niño va mirándolos pasar con ganas de echar a
correr tras ellos, y le dice al padre que cuando sea mayor quiere ser el
futbolista más rápido del mundo, y correr tan rápido como esos tranvías que
cruzan por la calle, y también dice que le gustaría saber jugar con la pierna
izquierda igual que ahora hace con la pierna derecha, que le gustaría saber pegarle al balón con la cabeza...
Entonces el padre se detiene de golpe y le dice que pare un poco, que tiene que
elegir, que no puede jugar con las dos piernas, “si intentas dar a la pelota
con las dos piernas acabas cayéndote al suelo”, le acaba advirtiendo, “o una u
otra”, oye el niño que le dice, “pero antes de elegir, tienes que probar a
jugar con las dos piernas”. Durante unos minutos el niño medita, una y otra
vez, la última frase que le ha escuchado al padre. Me imagino al niño con la
mirada inyectada hacia delante y los ojos perdidos en la trasera del tranvía
inalcanzable, sintiendo débil su pierna torpe, tensando con todas sus fuerzas
los músculos de la pierna casi tullida con la que acaba dando un patadón a una
piedra del camino.
Yo quería
ser como Puskas cuando era niño, pero entonces no sabía todo lo que llego a
hacer Puskas para jugar bien al futbol. Yo quería meter como jugador
profesional los setecientos goles que había llegado a meter Puskas. Pero el
fútbol profesional era, en verdad, otra cosa. Recuerdo que sólo llegué a jugar
como cadete dos partidos en el Erandio, el equipo de mi barrio, el mismo equipo
en el que empezó a militar Zarra. Yo jugaba de delantero y mi única función era
marcar goles, pero casi no llegué a oler la pelota. Y, no obstante, tengo el
recuerdo de haber dado la cara en aquellos dos partidos y de haber sido
felicitado por ello. Descubrí entonces lo fácil que era meter los goles con la
imaginación y lo rápido que te
tiemblan las piernas apenas se desciende
a un terreno real, cuando los defensas son rivales fornidos y no
compañeros de juego, ni tampoco pinzas para tender la ropa. En el primer
partido, todavía no había conseguido tocar la pelota, cuando decidí bajar a
defender una falta en mi portería. Recuerdo que
apenas tuve tiempo de colocarme debajo del travesaño, cuando alguien
lanzó un pelotazo que se colaba sin remedio por el mismísimo hueco que tapaba
mi cara. Escuché dentro de mi cabeza el zumbido que desprende un balón cuando
no se transforma en gol. Y acababa de salvar con la cara el gol que había sido
incapaz de meter con la cabeza en la portería contraria. El segundo partido no
me fue mejor. Me pasé los noventa minutos viendo volar la pelota por los aires,
como si en vez de jugar un partido de futbol estuviese jugando un partido de
tenis, hasta que por fin, cuando ya casi estaba acabando el partido, logré
hacer descender la pelota a ras de suelo con un ligero toque de cabeza, justo
en el mismo momento en que un defensa me reventaba el ojo de una patada. El
árbitro pitó juego peligroso. Creo que en ese momento, caído de rodillas en el
suelo, cabizbajo y rodeado de jugadores, mientras me agarraba con las manos el
ojo que creí haber perdido, me enteré de que el fútbol era precisamente eso, un
juego peligroso. Era esa clase de peligro que uno nunca tiene en cuenta cuando
se pasa la vida fabricando goles de fantasía en los juegos de su laboratorio.
Mientras me retiraba a los vestuarios con una bolsa de hielo en el ojo,
entreoía la voz de mi padre replicándome que tenía que elegir. Y lo cierto es
que de alguna manera acabé eligiendo,
quizás porque ya no podía discutir con nadie de fútbol, quizás porque ya no
había nadie en la grada que me viese jugar en un campo de verdad.
Ya no veo
partidos de fútbol y no tengo televisión en casa, los sábados y los domingos
trato de eludir los bares atestados de hinchas que dan saltos y gritan goles
fallidos cada cinco minutos. Ya no sé si el “pichichi” es un futbolista español
o si el “farolillo rojo” es un equipo que todavía no ha militado en segunda
división y, a veces, me da por asignar a los campos de fútbol antiguos nombres
de presidentes que hace ya muchos años que han sido derrocados, pero hay días
como hoy, leyendo las páginas necrológicas de los periódicos que me anuncian la
muerte de Puskas, que se me agolpan todos los recuerdos que tengo sobre el
juego más divertido del mundo, tanto que
me pongo a recordar y a ver goles que nunca existieron, y oigo la voz de
mi padre que me dice que tengo que elegir, y me viene también al recuerdo aquel gol de Puskas, que sólo yo
recordaba cuando hablaba con mi padre, seguramente muy parecido a como él lo
soñó. He dibujado tantas veces ese gol, que ahora estoy en condiciones de creer
que es el gol más bonito del mundo, el
mismo gol que me hubiera gustado meter a mí cuando todavía jugaba al fútbol,
ese gol ideal que, en verdad, era lo
único que me impulsaba a llevar siempre conmigo un balón debajo del brazo. Sólo
que yo nunca lo supe hacer real.
Y ahora que cuento todo esto sobre Puskas, descubro que no es la
necrológica de Puskas lo que estoy escribiendo, y que no sólo es la noticia de
la muerte de Puskas lo que me emociona mientras leo el periódico de hoy. A
veces, en los días como éstos de noviembre, mientras leo los periódicos que me
enseñó a leer mi padre, todavía puedo
oír cómo me dice que la prensa hay que leerla entre líneas y al revés, acaso
como he leído hoy la necrológica de Puskas. En los días como éstos en que se
muere gente que me recuerda a mi padre, todavía puedo verlo pasear de mi brazo.
Yo llevo un balón de cuero rojo que me acaban de regalar por Reyes; de vez en
cuando lo hago votar o le doy una patada. Creo que lo que de verdad molesta a
mi padre no es que juegue con la pelota sino, más bien, que me dedique a
tontear con ella. Vamos andando a lo
largo del túnel de Deusto para ir a coger el elevador que asciende hasta
Arangoiti, donde me espera mi primo Isidro sentado bajo uno de los árboles que
nos van a servir de portería. Vamos entretenidos, hablando sobre fútbol, como
hacíamos siempre, y oigo la voz de mi padre que me llama y me coge de un brazo
y me detiene, mientras el balón se pierde camino adelante, y como si estuviera
adivinando el futuro, me mira seriamente a la cara para darme su último consejo
con voz firme y decidida: “no puedes ser las dos cosas a la vez, hijo, tienes
que elegir, o Puskas o Zarra”.
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