martes, 28 de agosto de 2018

EL GOL MÁS BONITO DEL MUNDO

 


“A mí el futbol me gustó más que la vida”. (Ferenz Puskas)

 
Yo tendría que haber escrito la necrológica de Puskas. Si me pongo a pensarlo bien, hoy tendría que haber escrito esa necrológica de Puskas que acabo de leer en el periódico, porque resulta que soy la única persona que vio marcar a Puskas el gol más bonito del mundo. Ahora me entero, mientras hurgo entre las reseñas necrológicas que aparecen hoy en los periódicos, que el gol más bonito del mundo también lo soñó Puskas, y que ese mismo gol que en el último momento fue incapaz de meter ante el portero, lo estuve yo marcando durante toda mi infancia cada vez que imaginaba a Puskas metiendo un gol.

Ahora que lo pienso, yo no hacia otra cosa que jugar al fútbol cuando era niño, igual que debió hacer Puskas en las calles de Budapest allá por los años treinta, pero con la diferencia de que Puskas llegó a meter más de setecientos goles en partidos profesionales, mientras que yo no llegué a marcar ni un solo gol en los dos partidos que jugué como cadete. Y ahora que leo en los periódicos de esta mañana las notas necrológicas y los comentarios sobre Ferencz Puskas, comprendo por qué nunca llegué a ser como Puskas, a pesar de que yo creía entonces que el fútbol era la cosa más seria del mundo.

Me estoy refiriendo a los postreros años sesenta o principios de los setenta, cuando todavía yo era un niño, y Puskas se había hecho demasiado viejo para seguir jugando al fútbol. Por aquel tiempo, el mundo en el que yo vivía giraba alrededor de un cuero redondo. Recuerdo que, durante los recreos del colegio, iba con mis compañeros a jugar al fútbol, y si no había pelota,  entraba al bar para jugar al futbolín, y cuando volvía a casa por la tarde, iba pegándole patadas a las chapas de las botellas, a las cajetillas vacías de tabaco y a las piedras del camino, y luego recogía la merienda y el balón y bajaba a la calle  a buscar a los amigos del barrio, formábamos equipos rivales que se extendían a lo largo de la carretera que cruzaba frente a mi casa, reventábamos botas y mocasines en apenas unas semanas y empotrábamos el balón por las ventanas abiertas para romper los cristales que luego no querían pagar nuestros padres. Incluso cuando ya la noche nos ocultaba la trayectoria del balón, y yo tenía que regresar de mala gana a casa en el momento en que las madres se desgañitaban por las ventanas (siempre se servía la cena en la mesa en el momento más inoportuno), yo cogía dos pinzas y una canica, me tumbaba sobre la alfombra del salón y componía con la imaginación un partido de fantasía en los que jugaba a fabricar el gol más bonito del mundo, utilizando como portería las patas  de una mesita. Por supuesto, allí tumbado sobre la alfombra, con una pinza en cada mano y una canica rodando por el suelo, ningún jugador rival conseguía arrebatarme el balón, y yo acababa metiendo los goles más fantásticos que ningún hincha haya imaginado nunca. Así permanecí tumbado en la alfombra, durante tardes enteras, hasta que cumplí los trece años. Todo lo que leía entonces era  sobre fútbol: los periódicos eran deportivos, los libros abultados y enciclopédicos trataban sobre la historia del fútbol, no leía más que revistas editadas por los clubes de fútbol, y el único libro serio que recuerdo haber leído con cierta extrañeza durante aquella época, era una novela de Fedor Dovstoyeski que se titulaba “El jugador”, y que yo había tomado por equivocación de una estantería de libros de mi padre. Incluso todo lo que hablaba con mi padre por aquella época giraba alrededor del fútbol. En realidad, si lo pienso bien, yo nunca hablé con mi padre de otra cosa que no fuera de fútbol.

Y de todas las conversaciones que yo mantenía con mi padre, la que mejor recuerdo es la que giraba en torno a Puskas y Zarra. Y por eso hoy, que se ha muerto Puskas, he comenzado a pensar en mi padre, en todas las anécdotas de jugadores antiguos que iba escuchando de su boca, y también  en mi carrera frustrada como jugador de fútbol. Porque yo sólo quería entonces ser delantero centro, ser como Puskas o Zarra, y meter tantos goles como ellos, eso le dije a mi padre cuando me preguntó lo que todos los padres nos preguntan cuando somos niños; y fue entonces cuando  me enteré de que los jugadores de fútbol también se morían de hambre. Pero, en aquella época, yo no sabía lo que era morirse de hambre, pues yo solamente me moría de ganas por ser jugador de fútbol, y mi padre, que sabía perfectamente que nunca llegaría a ser delantero, porque sabía leerme en las entrañas, fingía seguirme el juego y me acababa preguntando que qué tipo de jugador quería ser. O Puskas o Zarra, era mi única respuesta, más enigmática que ambiciosa. Había elegido, con premeditación, el nombre de aquellos dos jugadores legendarios porque sabía que eran los delanteros que mi padre había visto jugar cuando era joven, cuando todavía visitaba los campos de futbol para ver a sus ídolos. Incluso para poder ganar terreno en la conversación, yo me había inventado que había visto jugar una vez a Puskas y que en ese partido había metido un gol fabuloso.

Aunque mi padre sabía de sobra que yo no podía haber visto meter a Puskas ese gol, porque cuando Puskas acabó retirándose, ya cumplidos los cuarenta años, no se retransmitían partidos por la televisión. No, por lo menos, aquellos partidos que Puskas jugaba con el Real Madrid, siempre sentado en el banquillo. Pero mi padre hacía como que me seguía el juego, y me narraba todas las diabluras que sabía hacer Puskas con su pierna zurda. Luego, continuaba hablándome de Telmo Zarra, el caballero del gol, el ídolo de mi ciudad y de todo un país. Y cuando por fin nos acercábamos al final de aquel juego que yo tan en serio me tomaba, era cuando me hacía la pregunta que sólo hoy, leyendo la necrológica de Puskas, he conseguido contestar.

“Tienes que elegir”, me exigía mi padre, “o Puskas o Zarra. ¿Quién de los dos quieres ser?”. Entonces, yo me sentía ahogar en un mar de dudas, y me corría un nudo por toda la garganta, porque  sabía que si contestaba a aquella pregunta, ahí acababa muriendo la conversación. Yo le explicaba  que a Zarra no le había visto jugar, que tal vez si le hubiera visto meter algún gol, entonces sí podría decantarme. Luego le preguntaba a mi padre que cuál de los dos delanteros le había gustado más. Y entonces él fingía enfadarse y me decía: “no importa quién me gusta más a mí, sino quién quieres ser tú”. Pero entonces sentía que me reconcomía todavía más la duda, porque sabía que mientras mi padre no me diese una respuesta a aquella pregunta crucial, yo jamás podría saber quién quería ser, pues, dependiendo de su respuesta, yo elegiría uno u otro jugador. O bien para llevarle la contraria y poder seguir discutiendo sobre fútbol, o bien para ponerme de acuerdo con mi padre y poder seguir el camino que iba a indicarme con el dedo. Recuerdo que aquella conversación acababa siempre de la misma manera: yo le narraba el gol que había imaginado para Puskas,  y se lo narraba con tantos saltos y gestos que se acababa riéndose, y luego me replicaba, ya medio enfadado, que todo eso era imposible que lo hubiera hecho Puskas.

Y ahora me entero, en cambio, que ese gol que yo le narraba a mi padre sí lo podía haber metido Puskas. Ahora me entero, por los comentarios de las páginas deportivas, de eso que cuenta Alfredo Di Stéfano en el epílogo de sus memorias, que poco antes de que los recuerdos de Puskas empezasen a ser devorados por el “alzheimer”, cuando todavía le quedaba algún vislumbre de lo que había llegado a ser, y aún tenía entendimiento para llamar a su mujer y a su hija por su nombre, Alfredo Di Stefano fue a hacerle una visita a su casa de Budapest, y allí mismo le escuchó referir un sueño que había tenido por aquellos días, una pesadilla triste en la que había estado a punto de hacer el gol más bonito que había visto en su vida. Di Stéfano sólo nos deja apuntado que Puskas le cuenta aquel sueño con tono melancólico, porque en el último instante, cuando ya había hecho lo más difícil y estaba a  punto de convocar el prodigio, acaba fallando un gol que ya estaba hecho. Es una lástima que Di Stefano no nos haya dejado más detalles de ese sueño, pero me he imaginado tantas veces ese gol de Puskas con el que a veces engañaba a mi padre, que nada me cuesta imaginar su sueño.

Me imagino que alguien lanza hacia Puskas una de esas pelotas largas y medidas que siempre pedía para marcar un gol, y también me imagino que antes de pararla con el pie, cuando aún está rodando por el aire, ya ha vislumbrado que esa pelota lleva impreso el ímpetu del gol. Puskas avanza con la pelota pegada al pie y  advierte que cada vez que quiere hacer un movimiento, el balón le obedece como si llevara un imán en la punta de la bota; él va girando alrededor de la pelota, o la pelota va girando alrededor de su pie izquierdo,  y ningún defensa logra acercarse a su campo gravitatorio. Ha entrado raudo  en el área y se da cuenta de que está ante el momento de la verdad. Ya no le queda por hacer más que lo que siempre ha hecho con los ojos cerrados: disparar fuerte y por la escuadra. Sabe que está a punto de meter el gol más bonito que haya metido nadie. Va a levantar su pierna izquierda para meter ese gol que resume toda su vida, cuando de repente oye que el portero que le sale al encuentro –acaso su amigo  Carmelo Cedrún - le está gritando algo que acaba desequilibrándole del todo: “¿qué haces, Pancho?”, le grita, “¿qué haces?”. Pero Pancho Puskas ni sabe lo que hace ni consigue contestarle -“gol, Cedrún, gol”-,  porque en ese momento crucial se ha olvidado de todas las palabras y no sabe  qué diablos hacer con la pelota. Se está dando cuenta de que su pierna izquierda ya no le obedece,  y trata de disparar con la derecha, con su pierna mala, con la pierna que casi no ha vuelto a utilizar desde que era un niño. Es entonces cuando levanta las dos piernas a la vez del suelo, se cae al césped y ve horrorizado –con el horror que sólo nos invade dentro de los sueños- cómo el portero  se queda con la pelota que iba a convertirse en el gol más bonito del mundo. Seguramente, en ese momento, se da cuenta Puskas de que ha perdido la memoria y de que se ha olvidado de jugar al fútbol. Es imposible juzgar un gol que no fue gol y que no ha visto nadie más que Puskas, pero me he imaginado tantas veces ese gol, que puedo creerme que hubiera sido el gol más bonito del mundo, más todavía que aquel gol que metió Maradona  contra  Inglaterra en el mundial del 86.

En realidad, si uno repasa bien esa jugada celebérrima en la que Maradona coge la pelota en el centro del campo, avanza con ella de aquí para allá y de allá para acá, sorteando a cuantos rivales le salen al paso, corriendo como si no llevase la pelota y evadiéndose entre una “melé” de piernas por el camino más corto, se descubrre que Maradona no lleva la pelota pegada al pie, como parece, sino que es la pelota la que lleva pegado a Maradona. Maradona solamente se limita a correr detrás de esa pelota y a escoltarla; impide, interponiendo su cuerpo menudo, y también mediante astutos ademanes en los que va dibujando filigranas indescifrables, que los jugadores rivales tuerzan la voluntad propia que ha asumido la pelota una vez ha ido a parar a los pies de Maradona. De vez en cuando tropieza con el balón sin caerse, como si estuviera haciendo funambulismo sobre una cuerda floja, asusta a los que intentan robarle la pelota, hace un amago y los requiebra, les engaña haciendo inclinar su cuerpo hacia uno u otro lado, pero Maradona ya no tiene el control de la pelota, sino que más bien sigue corriendo a trompicones detrás de un gol imaginario que se ha inventado unos segundos antes, un gol que va ejecutando sin esfuerzo porque se lo sabe de memoria, un gol que, en realidad, ha empezado a fraguar en el mismo momento en el que le dio su primera patada a un balón o a una piedra.

Ese gol de Maradona, como el que le veía meter a Puskas en mis sueños de niño, posee tanta belleza que, a fuerza de ser fantástico, acaba suplantando la realidad entera, y entonces nos ocurre que todos los demás goles que hemos visto, se nos olvidan de pronto, y ya sólo somos capaces de recordar un único gol, ese gol fuera de serie que simboliza y compendia todos los otros goles. Uno se da cuenta de  que el gol que marcó Maradona nunca existió, porque los goles, cuanto más bonitos son, más irreales se vuelven. Es como si, en vez de un jugador, hubiera pasado un sueño, y ese sueño nos adormece y nos embauca solamente por el artificio del hechicero que lo ha hecho posible. Y, al contrario, cuanto más vulgares son los goles, más empiezan a parecerse a una pesadilla: los jugadores se embarullan con la pelota, dan trompicones y están a punto de venirse al suelo, igual que la pelota está a punto de perderse por las gradas, se suceden una serie de carambolas chuscas, los jugadores se vuelven cómicos; a veces, incluso interviene la espalda del árbitro, un defensa se trastabilla y quiere meter gol en la portería que un segundo antes estaba defendiendo, mientras que el portero intenta remediar el desbarajuste, sin conseguir más que apurar el desastre -justo final para una comedia-, marcándose un gol a sí mismo. Todo lo que se ha cruzado en la trayectoria de ese gol que ha sido fruto del azar, a diferencia de los goles de verdad, de esos goles que nadie se los cree, porque no han existido más que en la cabeza del afortunado jugador que los ha urdido, una vez ha logrado desbrozar el terreno de juego de toda intervención fortuita.

Y ahora descubro que eso mismo debí ver yo, cuando era niño, en el gol que le inventé a Puskas. Porque ese gol que yo creí haber visto marcar a Puskas, muy similar, probablemente, al que  marcó Maradona, o como el que estuvo a punto de meter el mismo Puskas en uno de sus sueños,  se va aclarando a medida que me voy enterando por el periódico de las cosas que hacía Puskas después de quitarse la camiseta con la que jugaba en los campos de fútbol, esas cosas que no me contaba mi padre, y que yo tendría que haber visto entonces, cuando me imaginaba el gol de Puskas; señales que me hubieran sido útiles y que seguramente ni mi padre sabía; esa clase de anécdotas que sólo se conoce de un hombre después de que se ha muerto.

No me interesa la barriga de Puskas, esa barriga que había estado amasando, a fuerza de tragos de cerveza, durante los dos años de exilio en la costa italiana, antes de fichar por el Real Madrid con dieciocho kilos de más. Ni tampoco su estrambótica deserción, ya con los galones de coronel, junto a un montón de jugadores de su equipo militar, a través de las montañas austriacas, huyendo de la invasión de las tropas rusas a la vuelta de un partido internacional. Ni siquiera me interesa saber que Paco Gento, su compañero de habitación en el Real Madrid, le birlaba la cartera siempre que salían a jugar al extranjero, sólo para evitar que Puskas derramase todo su dinero entre las ávidas manos de sus compatriotas exiliados, que montaban guardia a las puertas de los hoteles para hostigarle. Todo esto hace que Puskas me parezca más simpático aún y confirma lo que ya ha sentenciado esta noche Di Stefano ante las cámaras de televisión: que era mejor persona que jugador -aunque a continuación se apresure a aclararnos que como jugador era un genio-. Pero lo que ahora hace que la figura de Puskas se agigante ante mi imaginación es haber conocido el camino por el que logró labrar su lado genial. Porque sólo ahora me entero del método fantástico que empleó Puskas para aprender a jugar al fútbol.

 Porque resulta que el padre, que había sido un famoso jugador a principios de siglo, se empeñó en que su hijo jugase al fútbol mejor que él. Se empeñó en que jugase con la pierna izquierda, cuando todavía era diestro. Y cuando los demás jugadores dejaban el entrenamiento, él continuaba durante horas chutando la pelota contra el travesaño, una y otra vez, hasta sentir calambres. Y esa era la razón de que cuando Puskas ejecutaba tiros libres, el balón seguía siempre la misma trayectoria imparable, aunque el árbitro le hiciera repetir, una y otra vez, el tiro libre. Ahora me entero de que usaba una pelota que él mismo fabricaba con trapos y periódicos, y en  la que embutía una piedra para lograr más potencia en el disparo. Y también me entero ahora que se calzaba un número inferior para lograr disparar con más dureza y poder moldear así la bota, como si fuera una segunda piel. Y también leo con asombro que pasaba sus tardes de colegial persiguiendo tranvías por las calles de Budapest, sólo para que los defensas no pudieran darle alcance dentro de los campos de fútbol. Oigo decir a Di Stéfano que todo lo que hacía Puskas era fantástico. Pero Di Stefano sabe, mejor que nadie, que ya no está hablando de algo que pueda acaecer en el terreno de juego.

Recuerdo que yo era un niño fantasioso y soñaba con hacer cosas fantásticas, como casi todos los niños. Y que siempre estaba mintiendo, como también sigo mintiendo ahora. Así que la única manera que tenía de ver jugar a Puskas y de ponerme a la altura de mi padre, era inventar que  había visto jugar a  Puskas. Entonces yo creía que así podría hacerme una idea de cómo jugaba Puskas. Pero ahora que leo las crónicas y las declaraciones de otros jugadores sobre su vida y milagros, compruebo que no tenía la menor idea de cómo jugaba Puskas, pues tendría que haberme imaginado lo que Puskas hacía entre bastidores, una vez que abandonaba el campo de fútbol. Sólo entonces, visualizando aquella jugada de fantasía que yo imaginé para Puskas, hubiera visto correr a un jugador a la pata coja,  un jugador que corre con los pies vendados tras una pelota harapienta de periódicos y trapos, y hubiera visto a los defensas corriendo con la lengua fuera, intentando dar alcance a un tranvía que avanza imparable para arrollar al portero. Sólo entonces, alcanzaría a ver el término del gol, la desolada imagen de un  portero atropellado que recoge de la red el proyectil que acaba de lanzarle Puskas por la escuadra.

Y me imagino algunas cosas, después de leer todas estas crónicas en los periódicos de hoy. Me imagino al padre de Puskas, al famoso jugador que fue el padre de Puskas, paseando por una calle de la ciudad vieja de Budapest, mientras van pasando veloces los tranvías, mientras el niño va mirándolos pasar con ganas de echar a correr tras ellos, y le dice al padre que cuando sea mayor quiere ser el futbolista más rápido del mundo, y correr tan rápido como esos tranvías que cruzan por la calle, y también dice que le gustaría saber jugar con la pierna izquierda igual que ahora hace con la pierna derecha, que le gustaría saber pegarle al balón con la cabeza... Entonces el padre se detiene de golpe y le dice que pare un poco, que tiene que elegir, que no puede jugar con las dos piernas, “si intentas dar a la pelota con las dos piernas acabas cayéndote al suelo”, le acaba advirtiendo, “o una u otra”, oye el niño que le dice, “pero antes de elegir, tienes que probar a jugar con las dos piernas”. Durante unos minutos el niño medita, una y otra vez, la última frase que le ha escuchado al padre. Me imagino al niño con la mirada inyectada hacia delante y los ojos perdidos en la trasera del tranvía inalcanzable, sintiendo débil su pierna torpe, tensando con todas sus fuerzas los músculos de la pierna casi tullida con la que acaba dando un patadón a una piedra del camino.

Yo quería ser como Puskas cuando era niño, pero entonces no sabía todo lo que llego a hacer Puskas para jugar bien al futbol. Yo quería meter como jugador profesional los setecientos goles que había llegado a meter Puskas. Pero el fútbol profesional era, en verdad, otra cosa. Recuerdo que sólo llegué a jugar como cadete dos partidos en el Erandio, el equipo de mi barrio, el mismo equipo en el que empezó a militar Zarra. Yo jugaba de delantero y mi única función era marcar goles, pero casi no llegué a oler la pelota. Y, no obstante, tengo el recuerdo de haber dado la cara en aquellos dos partidos y de haber sido felicitado por ello. Descubrí entonces lo fácil que era meter los goles con la imaginación y lo rápido que te tiemblan  las piernas apenas se desciende a un terreno real, cuando los defensas son rivales fornidos y no compañeros de juego, ni tampoco pinzas para tender la ropa. En el primer partido, todavía no había conseguido tocar la pelota, cuando decidí bajar a defender una falta en mi portería. Recuerdo que  apenas tuve tiempo de colocarme debajo del travesaño, cuando alguien lanzó un pelotazo que se colaba sin remedio por el mismísimo hueco que tapaba mi cara. Escuché dentro de mi cabeza el zumbido que desprende un balón cuando no se transforma en gol. Y acababa de salvar con la cara el gol que había sido incapaz de meter con la cabeza en la portería contraria. El segundo partido no me fue mejor. Me pasé los noventa minutos viendo volar la pelota por los aires, como si en vez de jugar un partido de futbol estuviese jugando un partido de tenis, hasta que por fin, cuando ya casi estaba acabando el partido, logré hacer descender la pelota a ras de suelo con un ligero toque de cabeza, justo en el mismo momento en que un defensa me reventaba el ojo de una patada. El árbitro pitó juego peligroso. Creo que en ese momento, caído de rodillas en el suelo, cabizbajo y rodeado de jugadores, mientras me agarraba con las manos el ojo que creí haber perdido, me enteré de que el fútbol era precisamente eso, un juego peligroso. Era esa clase de peligro que uno nunca tiene en cuenta cuando se pasa la vida fabricando goles de fantasía en los juegos de su laboratorio. Mientras me retiraba a los vestuarios con una bolsa de hielo en el ojo, entreoía la voz de mi padre replicándome que tenía que elegir. Y lo cierto es que  de alguna manera acabé eligiendo, quizás porque ya no podía discutir con nadie de fútbol, quizás porque ya no había nadie en la grada que me viese jugar en un campo de verdad.

Ya no veo partidos de fútbol y no tengo televisión en casa, los sábados y los domingos trato de eludir los bares atestados de hinchas que dan saltos y gritan goles fallidos cada cinco minutos. Ya no sé si el “pichichi” es un futbolista español o si el “farolillo rojo” es un equipo que todavía no ha militado en segunda división y, a veces, me da por asignar a los campos de fútbol antiguos nombres de presidentes que hace ya muchos años que han sido derrocados, pero hay días como hoy, leyendo las páginas necrológicas de los periódicos que me anuncian la muerte de Puskas, que se me agolpan todos los recuerdos que tengo sobre el juego más divertido del mundo, tanto que  me pongo a recordar y a ver goles que nunca existieron, y oigo la voz de mi padre que me dice que tengo que elegir, y me viene también al  recuerdo aquel gol de Puskas, que sólo yo recordaba cuando hablaba con mi padre, seguramente muy parecido a como él lo soñó. He dibujado tantas veces ese gol, que ahora estoy en condiciones de creer que es  el gol más bonito del mundo, el mismo gol que me hubiera gustado meter a mí cuando todavía jugaba al fútbol, ese gol ideal que, en verdad,  era lo único que me impulsaba a llevar siempre conmigo un balón debajo del brazo. Sólo que yo nunca lo supe hacer real.

Y ahora que cuento todo esto sobre Puskas, descubro que no es la necrológica de Puskas lo que estoy escribiendo, y que no sólo es la noticia de la muerte de Puskas lo que me emociona mientras leo el periódico de hoy. A veces, en los días como éstos de noviembre, mientras leo los periódicos que me enseñó  a leer mi padre, todavía puedo oír cómo me dice que la prensa hay que leerla entre líneas y al revés, acaso como he leído hoy la necrológica de Puskas. En los días como éstos en que se muere gente que me recuerda a mi padre, todavía puedo verlo pasear de mi brazo. Yo llevo un balón de cuero rojo que me acaban de regalar por Reyes; de vez en cuando lo hago votar o le doy una patada. Creo que lo que de verdad molesta a mi padre no es que juegue con la pelota sino, más bien, que me dedique a tontear con ella.  Vamos andando a lo largo del túnel de Deusto para ir a coger el elevador que asciende hasta Arangoiti, donde me espera mi primo Isidro sentado bajo uno de los árboles que nos van a servir de portería. Vamos entretenidos, hablando sobre fútbol, como hacíamos siempre, y oigo la voz de mi padre que me llama y me coge de un brazo y me detiene, mientras el balón se pierde camino adelante, y como si estuviera adivinando el futuro, me mira seriamente a la cara para darme su último consejo con voz firme y decidida: “no puedes ser las dos cosas a la vez, hijo, tienes que elegir, o Puskas o Zarra”.

 

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