De todas las personas que cada mañana me encontraba dentro
del autobús para ir al trabajo, ella era la más quieta, la más silenciosa. Tan
quieta era que siempre la hallaba en el mismo asiento, al lado de la puerta
central, junto a la ventana por la que parecía precipitarse tras sus gafas
ahumadas. También yo quería escapar de aquella jaula móvil y atestada en que me
metía para ir a trabajar, también me hubiera a mí gustado evadirme, escapar a
las obligaciones cotidianas, como parecía que escapaba ella de los viajeros que
nos agolpábamos en torno, ajena a los empujones, a las charlas o a los bandazos
del autobús. Me conformaba con observarla desde lejos, allanando con
inclinaciones de cabeza los cuerpos de los viajeros que me la tapaban, casi siempre
aferrada con la mano derecha al mango del paraguas, la cabeza ladeada hacia la
ventana, su cuerpo esbelto en posición sedente, hecha casi estatua, como si
nada la perturbase, ajena al mundo. También a mi mirada, que buscaba penetrar
aquellos cristales que no dejaban pasar la luz, como si pudiera desentrañar,
mirándole a los ojos, la personalidad que la hacía impasible, la fuerza que la
sostenía aferrada mientras toda la ciudad mutaba alrededor, entre el ir y venir
de los viajeros que se apeaban o subían, que se apretujaban o buscaban su
asiento, entre los coches que el autobús sorteaba mientras deambulaba entre las
calles por un itinerario siempre idéntico y distinto.
Creo que cada vez que la miraba, mis músculos se aflojaban y yo me abandonaba
en calma, el corazón me latía más despacio y, me llegaba a aquietar tanto, que
algo dentro de mí quedaba completamente a salvo, casi feliz de
acudir al trabajo. Por supuesto, yo había notado el contagio de paz que emanaba
de su presencia y sentía curiosidad por acercarme a ella y saber quién era,
adonde se dirigía; intenté buscar acomodo al lado de su asiento, me adelanté
varias paradas con el fin de coger un asiento libre a su lado. Cualquier ardid
servía. Pero era inútil que me subiese tres, cuatro, cinco paradas antes,
siempre seguía allí amparada por la quietud que de ella misma trascendía, con
misterio e inmovilidad de esfinge, casi como si fuese el único elemento humano
que formaba parte del mobiliario y que me planteaba un enigma difícil que yo
me devanaba en resolver. Cada vez quería saber más cosas que tuvieran que ver
con aquella mujer, en qué trabajaba, en que barrio de la ciudad vivía, hacia
donde se dirigía; quería conocer su nombre, sus gustos, sus idas y venidas: lo quería
saber todo. La curiosidad me ardía, crecía día tras día, por las noches me
mantenía hasta muy tarde despierto, mientras me hacía toda suerte de preguntas.
Pero debo reconocerlo, no me atrevía a preguntarle nada, me daba miedo que
apartase la cara de la ventana, perturbar su quietud, que de repente se quitase
las gafas y me mostrase esa cara, al fin, desnuda. Creo que tenía miedo a que
me decepcionase cuando al fin viese ya esos ojos libres de las gafas y la
descubriese tan vulgar como el resto de los viajeros a los que apenas miraba,
bultos que ocupaban asientos, cuerpos que se me interponían, volúmenes que
debía gestionar para ganar mi lugar en el menguado espacio. Pero a la vez algo
me decía que no podía ser, que no podía decepcionarme; mostraba tal fuerza en
aquella mirada que yo borrosamente intuía, que parecía que penetraba la
ventanilla, yo me arremolinaba junto a ella y comenzaba como a jadear para
absorber el aire libre que parecía entrar por el cristal al que ella se
pegaba, y siempre me sentía más liviano, cada día llegaba al trabajo más
desenvuelto, se me había quitado un poco la angustia de los lunes y sus puntos
suspensivos: y todo se lo achacaba a su influencia en mí. Un día me atreví a
sugerírselo. Ya nos habíamos arrancado a saludarnos desde hacía días, los dos
en la misma hilera de asientos, nos sonreíamos mudamente, cruzábamos algunos
comentarios triviales –la lluvia, el tráfico-, y su voz me daba tanto sosiego,
que parecía que nunca había conocido el miedo. Se lo dije, me atreví por fin a
decirle lo que ya había ensayado dentro de mi cabeza una y otra vez, le susurré
que parecía palparse el sosiego cada vez que me encontraba cerca de ella, le
insinué que me inundaba de toda esa paz que desprendía su cuerpo. Entonces fue
cuando creí saber qué era lo que me hechizaba, y se me descorrió el velo,
y sentí que ya estaba próximo a resolver el enigma. Había sido esa la primera
vez que se quitó las gafas. No la miré a los ojos en ese momento, su
tranquilidad me había hipnotizado y sólo vi sus manos jugando con las patillas
antes de ladear su cara hacía mí y contestarme. Fue apenas una frase en voz muy
baja -me tuve que inclinar para escucharla-, más bien enigmática, como si la
pronunciará para sí, creo que ella quería que viese por mí mismo: había tenido
oportunidad de contemplar su cara incontables veces, pero ahora me presentaba
otra a una luz muy distinta, como si las gafas le diesen otro aspecto, una
personalidad postiza. Me pareció bella, pero nunca había visto unos
ojos que se pavoneasen menos. Brillaban mucho, pero tenían un fulgor extraño,
como un rescoldo a punto de apagarse. Más que la personalidad, expresaban un
reflejo en el que podía amoldarse cualquier personalidad. Me di cuenta de que
tenían algo de espejo, como si fuesen unos ojos más para mirarse que para ser
mirados. Todavía recuerdo la dificultad que tuve en apartar mis ojos de los
suyos, como si los míos se hubieran ovillado allí dentro. Mientras oía su voz con
toda calma decirme que si se pierde la luz habrá que encontrarla dentro, o
algo similar, y mientras trataba de adivinar qué es lo que me había dicho
–enredado en darle la vuelta al acertijo-, supe bien que ya no podía
penetrar más allá, que por donde estaba buceando al mirar sus ojos era en mi
propia mirada, cada vez más transformada por el alcance del doble
descubrimiento; me estaba viendo dentro de mí como antes nunca me había visto,
una visión inédita sobre mí mismo que no había imaginado: me había visto yo tal
cómo creía que ella me veía y esa imagen me paralizó. ¿Cuánto tiempo duró el
intercambio de miradas? No lo sé. Sé que aquel día llegué más tarde a mi
trabajo -en realidad, sólo para fichar-, sé que dejé pasar de largo mi parada,
que hubo gente que tropezó conmigo por algunas calles del barrio donde
trabajaba y por los pasillos de un centro comercial: me recuerdo vagando con la
mirada perdida y las manos en los bolsillos, atolondrado, equivocándome de
calles, cambiando de dirección para volverme a perder. Y también, cuando miro
para adentro –porque ahora soy capaz de mirar y ver lo que antes no veía-, me
recuerdo dando vueltas en mi cabeza a lo que me acababa de pasar, a lo que
había leído de mí mismo en aquellos ojos. Y lo que vi de mí mismo en el
autobús, en aquel intercambio de miradas, no me gustaba en absoluto; me di
cuenta de todo eso al sentir mis lágrimas y ver las suyas empañar aquellos
ojos traslúcidos, chorreantes de ese brillo que despiden las personas
puras. No pude aguantar más la punzada de dolor y tuve que
cerrar por fin los párpados. Ella también me había visto por dentro, como
ahora trato yo de ver a los demás, y me sentía desnudo y avergonzado. Cambié de
autobús y no volví a sentarme a su lado ni a mirar sus ojos, no fuera a descubrir
otra vez que el ciego era yo.
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