Casi las únicas cosas que uno no puede comprender si no las
experimenta antes son las que se aprenden con el paso de la edad, sólo por el hecho
de pasar por ellas. Ni el niño puede comprender al joven, ni el joven al adulto,
ni el adulto al anciano. Todas las demás experiencias de la vida se pueden
tener a cualquier edad, desde la experiencia de una guerra a la muerte de los
parientes, desde la vivencia del amor hasta el éxito o el fracaso. Pero para comprender las
cosas que nos deja ver cada edad, hay que esperar a que nos llegue y nos quite la venda de los ojos.
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Cualquier tiempo pasado no fue mejor. Al revés, el hombre que
busca en su memoria una época feliz, cosecha su desgracia en todas las edades.
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El paso del tiempo coloca a los hombres en perspectiva para
ampliarles su visión. Si los hombres no pueden entrever tras un anciano al
joven que en un tiempo fue, no se debe a una falta de sensibilidad o de
humanidad, sino a la menguada perspectiva en la que se sitúa, que reduce a la
vez su imaginación Son incapaces de ver más allá de lo que tienen delante de
sus narices y su propia juventud les impiden ver la juventud de los ancianos. Para
poner las edades en su verdadera perspectiva es preciso llevar a cabo una labor
de arqueólogo: por medio de la imaginación y la sensibilidad, hay que restituir
a toda ruina el esplendor de su pasado.
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Si la infancia es la patria del hombre, habrá también que
decir que la vejez es su exilio más amargo.
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Con el tiempo nos vamos separando tanto de cualquier pasado
nuestro que, cuando por cualquier motivo –persona o cosa asociada con él-, nos
volvemos a reencontrar con él, sólo se nos hace presente su lejanía. Reencontrarse
con el pasado es darse cuenta de toda la distancia que tenemos que atravesar
para volver a él.
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La función de los ancianos en una sociedad es apelar a la
memoria que no tienen las nuevas generaciones para advertirlas de que el mundo puede cambiar a peor, recordándoles, a la vez, que siempre hubo soluciones para mejorarlo.
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Durante un largo periodo de la humanidad, el aumento de la
esperanza de vida ha sido el acicate para la acumulación del conocimiento. Se
puede decir que cuánto más viejos se hacían los hombres, más sabia se volvía la
humanidad. Hoy se puede decir que el conocimiento es básicamente asunto de
jóvenes en medio de una masa de viejos desmemoriados que ya son incapaces de
comprender un mundo siempre cambiante. Pero también se puede barruntar que una
civilización que deposita el poder y el conocimiento en los menos sabios, se
aproxima a su decadencia y al colmo de su ignorancia.
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El mundo envejece en compañía. Antaño los jóvenes abandonaban
a sus padres para juntarse con otros jóvenes; hoy muchos se hacen viejos
junto a sus padres hasta que la muerte
los separa.
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El único modo que tienen los niños de ponerse a la altura de
los adultos es gritando. Y el único modo de alcanzarlos es pataleando. Es como si ya intuyesen que en el mundo de los adultos la violencia es el atajo para satisfacer los deseos.
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Toda edad en el hombre es momento de esplendor, pero solo la
juventud nos hace conscientes de tener la plenitud al alcance de la mano.
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¿Por qué tiene un hombre que hacerse viejo? Para así ver en
su figura ya completa el hombre que quiso ser.
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Joven es aquel a quien la ropa le siente como hecha a medida,
mientras que en el resto de las edades la ropa o bien nos queda corta o
demasiado amplia.
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A medida que un hombre crece y madura, se advierte que sigue siendo
el mismo que fue en un principio: no puede escapar de su propia imagen; solo
perfilarse hasta hacerse nítido y salir de la bruma en que lo hundía su primera
edad.
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Puesto que todos hemos sido niños, sabemos cómo comunicarnos
con ellos: volviéndonos niños en tono de voz y gestos, y adoptando su porte.
Pero no podemos sobrepasar la vejez para saber cómo tratar a los viejos y por
eso los tratamos como a niños, pensando equivocadamente que la primera y la
última edad de la vida han de ser análogas.
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En realidad el reproche más severo que los ancianos pueden hacer
a los jóvenes es el de haberlos hecho pasar de moda.
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La nostalgia por otros tiempos es lo que impide madurar a la
mayoría de los hombres y la causante de que muchos viejos parezcan haber pasado
de moda.
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Mala cosa es que en una persona el viejo se parezca al niño,
pues es la señal de que uno no se ha desprendido de las distintas pieles a fin
de poder madurar. Habría que adoptar la fórmula de Séneca en sus últimos años:
No querer de viejo lo mismo que se ha querido de niño y poner fin a los
antiguos extravíos.
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Es curioso que dormir mal sea el principal desencadenante del
alzheimer. Es como si, al olvidar, los ancianos buscasen compensar con una gran
cabezada el sueño que fueron despilfarrando.
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Se podrían aplicar las
paradojas de Zenón al espíritu y mostrar que el hombre que quiere llegar a ser
no lo necesita porque ya lo es, con lo que se demostraría que el movimiento no existe en el seno de su
espíritu. Es posible que nuestro envejecimiento solo sea exterior y aparente y
que dentro de nosotros nos sintamos envejecer engañados por los sentidos.
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Lo peor que se puede decir de muchos que envejecieron es que
apenas vivieron.
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Los padres ven en el hijo la figura que lo protegerá en el
futuro. Los niños ven lo mismo pero respecto al momento presente. Solo al pasar
el tiempo ambos reconocen el malentendido. El anciano reconoce en el hijo a su verdugo
y al dilapidador de su herencia y su fortuna, y el hijo ve en el padre al causante de sus
deficiencias, de su mala fortuna e incluso de todas las lacras heredadas.
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Los amantes buscan en los abrazos los brazos de los padres en
que sintieron el primer amor.
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A muchos agonizantes antes de salir del mundo les gustaría llorar
y gritar con la rabia de los recién nacidos.
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La ingenuidad de los niños estriba en que aún no han tenido
tiempo de aprender la malicia humana. Sin un medio corruptor, el hombre tal vez
perdiese su ingenuidad a través de la experiencia, pero seguiría conservando
toda su pureza.
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Cuando el hombre se hace adulto no sólo olvida al niño que ha
sido sino al anciano en que se convertirá. La edad de la madurez es también la
edad de la indiferencia y de la ignorancia debido a un exceso de fuerzas: piensa el adulto
que siempre las ha tenido y que nunca las va a perder.
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Con la proliferación de los teléfonos móviles, o bien los
niños están madurando prematuramente o bien los adultos se están infantilizando
a pasos agigantados, pues nunca antes se había visto que ambos compartieran los
mismos juguetes.
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Los niños ejecutan los actos más serios como si estuvieran
jugando, igual que los adultos se ponen a jugar como si les fuera la vida en
ello.
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Los adultos no tienen menos motivos para el llanto o la risa
que los niños pequeños, pero la represión de tantas lágrimas acaba volviendo
más falsas sus risas.
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La memoria es al anciano lo que al niño es el ensueño. Ambas
son facultades que sirven para consolarse de la vida que no tienen.
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Un animal que siempre llorase y otro que siempre riese: ambos
se acabarían extinguiendo. La extrema felicidad o la extrema desgracia nos
hacen ineptos para la vida. Sólo los que están indefensos antes los peligros,
como los niños, pueden estar llorando o riendo todo el rato.
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Se paga un duro precio por dejar de ser niño. Ya nunca más
volveremos a estar desnudos sin que nos entre vergüenza.
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