lunes, 16 de enero de 2023

CUENTOS MÍNIMOS 16. El mundo es verde

 





Después de nuestras últimas vacaciones no fuimos capaces de incorporarnos al trabajo. Una semana antes de que terminarán fuimos mi mujer y yo a hacer una excursión a un cañón de una provincia cercana, agotamos la última botella de agua que nos quedaba y nos entró una sed espantosa. Hacía un día tórrido y llevábamos toda la mañana andando sin apenas descanso. Al pasar por una finca donde había unos terneros pastando, reparamos en unos manzanos achaparrados al otro lado de la alambrada. Le advertí a mi mujer que no era buena idea asaltar una finca privada. Ella tenía los labios ya medios despellejados y los ojos le brillaban por la fiebre o la insolación, así que hizo una mueca de desdén que tenía algo de corte de mangas, se metió como pudo por debajo de la alambrada, y desde el otro lado la vi acercarse a uno de aquellos árboles enanos, alzarse para alcanzar una manzana y llevársela a la boca. ¿Se había puesto a pensar por un momento en que podían estar envenenadas? La sed no deja pensar y las manzanas estaban ahí para acabar con ella.

Eran manzanas poco más grandes que una ciruela, de esas bravas y más verdes que la hierba del prado en el que nos hallábamos. Nunca antes había visto su rostro tan feliz, ni cambiar tan deprisa por efecto de la sed saciada. Era como si hubiese descubierto que el mundo puede ser bueno en cualquier momento, sólo con saltarse alguna norma, sólo por hacer algo poco convencional. Pero entonces creí que su alegría procedía del sabor dulce de la manzana y porque había podido saciar su sed. !Qué equivocado estaba! Cuando le pregunté si estaban buenas las manzanas, me contestó, con una extraña dulzura en la expresión de la boca, que estaban amargas, asquerosamente amargas, añadió con una sonrisa de satisfacción. Me invitó con aspavientos de loca a que saltará la finca, se desabrochó un botón más de la camisa, me pareció que  incluso se subía la falda en un ademán que estaba fuera de lugar. Los labios le brillaban a distancia como una fruta carnosa, medio abiertos, mostrando sus dientes que me parecieron tan verdes como las manzanas que se acababa de comer. Temía que siguiera zampándose más manzanas y, además, después de verla mordisqueando y salivando me había entrado más sed. Así que no me pude contener; salté la valla de un salto y me lancé hacia el árbol del que habían salido las sabrosas manzanas. Nunca antes había probado una manzana tan verde, tan ácida, tan amarga, tan dulce... Lo tenían todo aquellas manzanas. Al principio notábamos un sabor que saciaba, pero nada más acabar de comer, nos entraba más sed, aunque habríamos rechazado una botella de agua si alguien hubiera aparecido con ella. Sólo queríamos comer más manzanas como aquellas. Perdimos la cuenta de las manzanas que devoramos, pero cuando al fin terminamos de comer, casi no nos podíamos menear y continuamos tumbados en el suelo retorciéndonos de la risa. No sé que nos hacia gracia, seguramente poder saciarnos sin necesidad de pagar por ello. Pero no podíamos dejar de reir. Después vi a mi mujer desapareciendo entre unos matorrales y yo cerré los ojos mientras contaba hasta cien. La sorprendí desnuda detrás de unas rocas, pensé que se estaba aliviando, pero comenzó a correr desnuda, gritó que había visto una culebra, y cuando al fin la alcancé para examinar su cuerpo -me dijo que el vientre le ardía como por una picadura- el rostro le cambió de color, se tapó los senos con los brazos y me ordenó que me diera la vuelta. Parecía una niña llena de vergüenza. Aquello me excitó tanto que la tomé por las caderas, caímos sobre la hierba, maravilloso lecho donde nos besamos como  novios. Caímos de lleno en el sopor del amor y nos dormimos. Cuando despertamos, el sol estaba alcanzando el horizonte. La penumbra era violeta con resplandores rojos y quedamos absortos en la belleza de la hora. Era como si hubiéramos bebido del agua del olvido, no había deseos ni remordimientos, ni pasado, ni futuro, sólo nosotros dos tumbados en la hierba desnudos, sin saber cuando ni dónde. Mirándonos como si no nos conociéramos, explorando el cuerpo con curiosas caricias, sin temor a hacer ruidos o a que nos oyeran los vecinos. Éramos libres, o así nos sentíamos. Y nunca antes como esa tarde. Nos acercamos a la ribera del río que excavaba el cañón. El río era verde, como el cielo que reflejaba, como las rocas de malaquita, como las manzanas que acabamos de probar. El mundo entero era redondamente verde y lo contemplamos en la esmeralda de nuestros ojos y cuando nos sumergíamos besándonos debajo del agua también nuestros besos eran verdes y castos. Al salir nos dimos cuenta que nos habíamos alejado demasiado del coche y creo que tardamos en encontrarlo, ni mucho ni poco, porque el tiempo se había detenido y porque no nos importaba, habíamos vencido el aburrimiento sin dirigirnos la palabra, a carcajadas, pellizcándonos, excitándonos con juegos pueriles que inventábamos, íbamos saltando como niños que han despistado a sus padres, nos peleábamos, nos tirábamos del pelo, en algún momento nos enredamos y caímos otra vez al suelo. Cuando nos levantamos, notamos que era ya casi de noche; habíamos olvidado mirar la hora. Cuando por fin encontramos el coche, en vez de volver al pueblo donde nos alojábamos, nos pusimos a conducir sin dirección fija, sólo por el placer de montar en coche, es como un tíovivo, exclamé y pisé el acelerador a fondo y el engranaje del tíovivo nos mareó, vimos el coche derrapar, mi mujer sacó la cabeza por la ventanilla, creo que fue ahí, mientras la oía gritar y yo reía viéndola feliz que me di cuenta por primera vez que su cabellera al viento brillaba como el oro bajo el resplandor verde del cielo. Habíamos vagado por carreteras secundarias. Era domingo, pero no nos cruzamos con ningún coche y no reparamos en ello. Nos habíamos extraviado y no sabíamos que carretera habíamos cogido ni hacia donde se dirigía. Cuando ya vimos los primeros coches, supimos que acabábamos de llegar a un pueblo. Ya era noche cerrada, decidimos entrar en la recepción del único hostal que había en el pueblo y justo cuando iba a tocar la campanilla para que nos atendieran oí el grito de sorpresa de mi mujer. Me estaba tocando con una mano el pelo de la barba como si me hubiera salido el bozo de repente, y con la otra mano me acariciaba la bola de billar que desde hace años tengo por cabeza. Como no había ningún espejo en la recepción yo no podía ver lo que ella veía, igual que ella no podía ver que sus labios estaban más rojos que de costumbre y me pareció que su cara brillaba como si se acabase de aplicar alguna ampolla sobre la piel. Ya en la habitación, al acercar mi cara contra el espejo del baño, vi algo que en otro momento me hubiera asustado, o por lo menos asombrado, pero desde que habíamos comido aquellas manzanas, éramos incapaces de tener otra emoción que no fuera una euforia desmedida, una insultante alegría. Con esa extraña alegría contemple mi barba sin canas, la pelusilla apenas imperceptible pero que se dibujaba como una sombra en mi cabeza, que en aquel momento ardía como por efecto del hirviente volcán de ideas que no paraban de bullirme desde hacía algunas horas. Por supuesto, con aquel aspecto juvenil -pues era verdad lo que ella me había hecho notar, adiós a las arrugas- ¿cómo podíamos regresar al trabajo, cómo hurtarnos de las miradas de los compañeros que andan escrutando el bronceado de las vacaciones? El mundo es demasiado serio como para interrumpirlo con nuestras risas y nuestros juegos. Nosotros continuamos con nuestra estricta dieta de manzanas verdes escogidas entre las fruterías de la ciudad y hemos preferido guardarnos  la ubicación de la finca, a la que seguro volveremos para recolectar las manzanas. Hemos pensado que si todos fuéramos a comer de ese árbol, ¿quién querría volver a pagar por comer y seguir trabajando con el sudor de su frente? Nos espera una vejez muy divertida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario