martes, 10 de enero de 2023

PENSAMIENTOS 31. MARCEL PROUST (II). Sobre el arte y la belleza





Para Proust la belleza es una cuestión de imaginación, de ahí que cada artista imponga su propio canon. No existe algo tal como una belleza objetiva. Cada artista ha de encontrar su propio concepto de belleza con arreglo a su personalidad y a sus propios pensamientos: ellos reflejan la belleza interior que porta el artista. "Dejemos las mujeres bonitas para los hombres sin imaginación", llega a exclamar Proust en su desdén por la belleza objetiva. Y la imaginación exige que cada cual encuentre su belleza por los tortuosos caminos del placer. Una belleza que no nos reportara placer sería una belleza insensible y paradójica: nos sería indiferente. Por eso es tan difícil reconocer la verdadera belleza en un artista nuevo: porque es la que escapa a los cánones. No es la belleza ideal, sino la que el artista crea de nuevo con su obra. Ese es el motivo de que a toda obra genial le siga la incomprensión y de que, para decirlo en palabras de Swift, al genio se le reconozca, en su aparición, por la conjura de todos los necios contra él. El genio debe crear la posteridad de su obra en pugna contra este gigantesco obstáculo. Su pecado es su extraordinario talento y la mediocridad de su entorno lo vuelve invisible. Para que el genio se haga visible ha de ganarse la comprensión de aquellos pocos espíritus selectos que se le pueden asemejar. La verdad que encierra una obra genial no es evidente a los ojos de sus contemporáneos. Y para dilucidar esta verdad es preciso un esfuerzo que la hace difícil de asimilar. ¿Pero cual es la característica de estos genios que producen una obra que escapa a los radares de su época? La de reflejar algo superior a ellos mismos. Su personalidad entonces se convierte en un espejo y cesan de vivir para sí mismos, convirtiéndose por este renunciamiento en una especie de místicos, lo que ya nada tiene que ver ni con su grado de cultura ni con sus dotes intelectuales. De ahí que las facultades del verdadero artista estén reñidas con la inteligencia y su capacidad para construir teorías. El reino del artista es su realidad interior, que ha de sacar a la luz por medio de otras potencias, que se nutren más del instinto que de la inteligencia. Pues la materia prima con la que trabaja el artista es la impresión; la inteligencia viene después. Por eso cada artista ha de desenterrar esa realidad interior, ha de someterse a ella y descubrirla como una ley propia. El verdadera artista no inventa, traduce la obra que ya lleva dentro. Su tarea es la del descubrimiento y la exhumación y es precisamente porque el arte consiste en reflejar una realidad interior por lo que Proust milita contra el realismo.

Lo que achaca al realismo es que resulta impotente para reflejar la realidad artística que funda todo arte. Del realismo no se puede extraer ninguna enseñanza. El realismo no posee el ingrediente educativo de todo arte que, al transfigurar la realidad, quintaesencia la sustancia de las cosas y les aporta una riqueza nueva. El realismo, al limitarse a describir la realidad, la empobrece, alejándose de esa misma realidad. La realidad para Proust cobra valor cuando pasa por el tamiz de la sensibilidad del artista y se convierte en algo inmaterial que está impregnado de su alma, y cuando éste coloca esas cosas reales en la sustancia anímica, que es la durée bergsoniana, en un tiempo que fluye y que revuelve todo con la riqueza de su pasado y con el impulso del porvenir. Lo que llamamos realidad, es para Proust una relación entre las sensaciones de las cosas y los recuerdos que nos circundan: cualquier intento de describir a las cosas mismas, tal como son, resulta una ingenuidad y una quimera. Pues el arte no consiste en describir objetos sino en encontrar el lazo secreto que los une y que es único para cada artista: el artista verdadero logra convertir ese lazo secreto en estilo. Los datos reales de la vida, nos advertirá Proust, no tienen valor para el artista. Sólo son una ocasión para poner de manifiesto su genio. El verdadero arte es arte porque logra escapar del solipsismo y comunicar la esencia de la personalidad, ese mundo secreto que encierra cada cual y en el que logra instalarnos. El arte es una forma privilegiada de comunicación, ese espacio donde se comunican los espíritus, y expresan lo invisible, lo más espiritual, la creación de un mundo y la posibilidad de que ese mundo persista después de la muerte de su creador.

Se deja a continuación una selección de pensamientos de Proust sobre el arte y la belleza. Se puede leer una larga reseña biográfica en una entrega anterior de esta misma página.

https://umbralygozne.blogspot.com/2022/11/pensamientos-31-marcel-proust-i-sobre.html?m=1


PENSAMIENTOS SOBRE ARTE Y BELLEZA


Se ha dicho que la belleza es una promesa de felicidad. Inversamente, la posibilidad de placer pues ser un comienzo de belleza. 

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No vemos  nuestro propio cuerpo, que los otros ven, y “seguimos” nuestro pensamiento, el objeto invisible para los demás, que está delante de nosotros. Este objeto lo hace ver a veces el artista en su obra. A esto se debe que los admiradores de la obra se sientan desilusionados por el autor, en cuyo rostro se refleja imperfectamente esa belleza interior. 

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Dejemos las mujeres bonitas para los hombres sin imaginación.

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Y así como algunos seres son los últimos testigos de una forma de vida que la naturaleza ha abandonado, me preguntaba si no sería la música el ejemplo único de lo que hubiera podido ser la comunicación de las almas de no haberse inventado el lenguaje, la formación de las palabras, el análisis de la ideas. La música es como una posibilidad que no se ha realizado; la humanidad ha tomado otros caminos, el del lenguaje hablado y escrito.

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Los datos reales de la vida no tienen valor para el artista, son únicamente una ocasión para poner su genio de manifiesto.

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Eso que se llama la posteridad es la posteridad de la obra. Es menester que la obra de arte (sin tener en cuenta, para simplificar, a los genios que en la misma época puedan trabajar paralelamente preparando para el porvenir un público mejor, del que se aprovecharán otros) cree ella misma su posteridad. Y si la obra se guardase en reserva y sólo la posteridad la conociese, ella no sería para dicha obra la verdadera posteridad, sino sencillamente una reunión de contemporáneos que vive cincuenta años más tarde.

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La verdadera belleza es tan particular, tan nueva, que no se la reconoce como tal belleza.

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Los productores de obras geniales no son aquellos seres que viven en el más delicado ambiente y que tienen la más lúcida de las conversaciones y la más extensa de las culturas, sino aquellos capaces de cesar bruscamente de vivir para sí mismos y convertir su personalidad en algo semejante a un espejo, de tal suerte que su vida, por mediocre que sea en su aspecto mundano, y hasta cierto punto en el intelectual, vaya a reflejarse allí: porque el genio consiste en la potencia de reflexión y no en la calidad intrínseca del espectáculo reflejado.

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En realidad, toda cobarde precaución para evitarse los juicios erróneos es inútil, porque son inevitables. El motivo de que una obra genial rara vez conquiste la admiración inmediata es que su autor es extraordinario y pocas personas se le parecen. Ha de ser su obra misma la que, fecundando los pocos espíritus capaces de comprenderla, los vaya haciendo crecer y multiplicarse.

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Si deseamos comprender lo bonita que ha sido una mujer no basta tan sólo con mirarla, sino que hay que traducir facción por facción.

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Es mucho más difícil desfigurar una obra de arte que crearla.

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Cuando hemos estado enamorados de un pintor y después de otro, podemos al final sentir por todo el museo una admiración que no es glacial, pues está hecha de amores sucesivos, cada uno exclusivo en su tiempo y que han acabado por enlazarse y conciliarse.

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Si el arte no fuera más que una prolongación de la vida ¿valdría la pena sacrificarle nada?

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Esa especie de decepción que nos producen al principio las obras maestras podemos, en realidad, atribuirla a una impresión inicial más débil o al esfuerzo necesario para dilucidar la verdad.

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Los grandes literatos no han hecho nunca más que una sola obra, o más bien han refractado a través de diversos medios una misma belleza que aportan al mundo.

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Las excusas no figuran en el arte, pues en el arte no cuenta las intenciones: el artista tiene que escuchar en todo momento a su instinto, por lo que el arte es lo más real que existe, la escuela más austera de la vida y el verdadero juicio final.

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La impresión es para el escritor lo que la experimentación para el sabio, con la diferencia de que en el sabio el trabajo de la inteligencia precede y el del escritor viene después.

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Nos somos en modo alguno libres ante la obra de arte, no la hacemos a nuestra guisa, sino que, preexistente en nosotros, tenemos que descubrirla, a la vez porque es necesaria y oculta, y como lo haríamos tratándose de una ley de la naturaleza.

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Una obra en la que hay teorías es como un objeto en el que se deja la marca del precio.

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Todos los que no tienen el sentido artístico, es decir, la sumisión a la realidad interior, pueden estar provistos de la facultad de razonar sobre el arte hasta el infinito.

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Ciertos espíritus amigos del misterio quieren creer que los objetos conservan algo de los ojos que los miraron, que los monumentos y los cuadros los vemos únicamente bajo el velo sensible que les han tejido durante siglos el amor y la contemplación de tantos adoradores. Esta quimera resultaría cierta si la transpusieran al plano de la única realidad de cada uno, al plano de su propia sensibilidad. Si, en este sentido, sólo en este sentido (pero es mucho más grande), una cosa que hemos mirado en otro tiempo, si volvemos a verla, nos devuelve con la mirada que pusimos en ella, todas las imágenes que entonces la llenaban. Y es que las cosas -un libro bajo su cubierta roja, como los demás-, en cuanto las percibimos pasan a ser en nosotros algo inmaterial, de la misma naturaleza que todas nuestras preocupaciones o nuestras sensaciones de aquel tiempo, y se mezclan indisolublemente con ellas. Un nombre leído antaño en un libro contiene entre sus sílabas el viento rápido y el sol brillante que hacía cuando lo leíamos. De suerte que la literatura que se limita a “describir las cosas”, a dar solamente una mísera visión de líneas y de superficies es la que, llamándose realista, está más lejos de la realidad, la que más nos empobrece y nos entristece, pues corta bruscamente toda comunicación de nuestro yo presente con el pasado, cuyas cosas conservaban la esencia, y el futuro, en el que nos incitan a gustarla de nuevo. Es esa esencia lo que el arte digno de este nombre debe expresar, y, si fracasa en el propósito, todavía se puede sacar de su impotencia una enseñanza (mientras que de los éxitos del realismo no se puede sacar ninguna): que esa esencia es en parte subjetiva e incomunicable. 

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Los verdaderos libros deben ser hijos no de la plena luz y de la charla, sino de la oscuridad y del silencio.

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Una hora no es sólo una hora, es un vaso lleno de perfumes, de sonidos, de proyectos y de climas. Lo que llamamos la realidad es cierta relación entre esas sensaciones y esos recuerdos que nos circundan simultáneamente –relación que suprime una simple visión cinematográfica, la cual se aleja así de lo verdadero cuando más pretende aferrarse a ello- relación única que el escritor debe encontrar para encadenar para siempre en su frase los dos términos diferentes. Se puede hacer que se sucedan indefinidamente en una descripción  los objetos que figuraban en el lugar descrito, pero la verdad sólo empezará en el momento en que el escritor tome dos objetos diferentes, establezca su relación, análoga en el mundo del arte a la que es la relación única de la ley causal en el mundo de la ciencia, y los encierre en los anillos necesarios de un bello estilo; incluso, como la vida, cuando adscribiendo una calidad común a dos sensaciones, aísle su esencia común reuniendo  una y otra, para sustraerlas a las contingencia del tiempo, en una metáfora.

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Los seres más torpes, con sus gestos, sus palabras, sus sentimientos involuntariamente expresados, manifiestan leyes que no perciben, pero que el artista sorprende en ellos.

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Ese libro esencial, el único libro verdadero, un gran escritor no tiene que inventarlo en el sentido corriente, porque existe ya en cada uno de nosotros, no tiene más que traducirlo. El deber y el trabajo de un escritor son el deber y el trabajo de un traductor.

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Sólo mediante el arte podemos salir de nosotros mismos, saber lo que ve otro de ese universo que no es el mismo que el nuestro, y cuyos paisajes nos serían tan desconocidos como los que pueda haber en la luna. Gracias al arte, en vez de ver un solo mundo, el nuestro, lo vemos multiplicarse, y tenemos a nuestra disposición tantos mundos como artistas originales hay, unos mundos más diferentes unos de otros que los que giran en el infinito y, muchos siglos después de haberse apagado la lumbre de que procedía, llamárase Rembrandt o Vermeer, nos envía aún su rayo especial.

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Un libro es un gran cementerio con una mayoría de tumbas en las que no se pueden ya leer los nombres borrados.

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La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo.

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