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Es imposible que alguien haga
algo que no quiere: la identidad de un hombre con su voluntad es lo que más
define al hombre. En condiciones de libertad, de no coacción, un hombre hace
lo que quiere y quiere lo que hace.
El hombre obedece unas determinadas
instrucciones –casi siempre bajo la forma de las ensoñaciones- que él mismo se da.
Pero hay un momento en que estas instrucciones tienen sus contraindicaciones y es
entonces cuando se origina un conflicto por el choque entre deseos contrarios.
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Está claro que en todo momento,
en cualquier instante presente que saquemos a la luz, queremos ser el que somos, de
la manera en que somos, haciendo lo que hacemos y ensoñando lo que ensayamos
ser.
Pero por otro lado queremos ser otro, alguien distinto del que estamos siendo en
ese momento, alguien que lucha por no ser así, y ese deseo de ser otro es
precisamente el deseo de ser mejor de lo que somos, el impulso que nos lanza
hacia nuestro yo ideal, que es precisamente lo que nos lanza al progreso de
nosotros mismos, a nuestro desarrollo personal.
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Todo lo que nos ocurre en el seno
anímico nos ocurre conectado con nuestro deseo, así nuestro gusto y nuestro
disgusto, etc.; así por ejemplo, si he deseado que el ejercicio de meditación se alargase durante
media hora y, al mirar la hora después de haber acabado, observo que no he
cumplido con el tiempo deseado, emito con la lengua un chasquido de disgusto.
No nos ha ocurrido lo que deseábamos que nos ocurriera.
Pero ¿qué pasaría si
deseáramos que nos ocurriese todo aquello que nos ocurre? Que no habría disenso
con nuestra voluntad y por tanto sólo tendríamos gusto, el gusto de que la
voluntad de lo que se cumple coincida con nuestra voluntad. Es el estoicismo la
voluntad de acceder a una voluntad más vasta y al mismo tiempo la voluntad de
desarrollar una voluntad transpersonal, donde de alguna manera se cumplen
nuestros fines personales, que son precisamente fines que hacen que nuestra
personalidad se trascienda y no se limite a deseos mezquinos
Podríamos pensar que los
recuerdos no manifiestan la omnipresencia del querer –que los recuerdos se nos
dan sin que intervenga nuestra voluntad-, y sin embargo los recuerdos nos
manifiestan siempre a nosotros en nuestro querer.
Este querer sería como la
verdadera inmanencia de nuestra vida trascendental; en tanto que el hombre se
presenta, incluso en los recuerdos que tiene sobre otras personas, como
recibiendo todo tipo de impresiones, afecciones, recuerdos, etc., en función de
este querer.
El hombre, cada vez que recuerda algo, lo recuerda porque desea
acercarse ese recuerdo concreto, y en él se recuerda a sí mismo como queriendo
algo. El querer se revela así como la perspectiva fundamental, afectiva, vital
desde la que todo hombre se relaciona con el mundo.
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El deseo de no ser rechazado, de
ser admitido en sociedad, de que lo nuestro guste se convierte negativamente en
temor y frustración: nuestro deseo nos ha llevado a temer que nos rechacen y a
frustrarnos si se da ese rechazo.
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O repitiendo lo mismo, pero de
otra manera: el miedo es el reverso del deseo, o incluso el mismo deseo.
Dejarse vencer por el miedo no deja de ser una continuación de estar atrapado
en el deseo, aunque sea este un deseo negativo; el no desear que ocurra algo, funciona como un
deseo. El hombre se encuentra atenazado por sus deseos, y entre éstos se halla el de no desear algo.
Todo el mundo tiene miedo, pero cuanto más se venza el miedo con menos embarazo llevamos a cabo nuestros deseos.
Hay un deseo superior que no
desea nada porque se desea todo lo que acaece, porque se desea todo, porque se
desea al Todo.
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Ante la más mínima reacción ante
el entorno nosotros no podemos evitar que cada una de nuestras acciones
reflejen a la perfección el ser que somos, es decir, el ser que deseamos ser. Y
todo ser se reduce a un querer ser como se es.
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El hombre quiere que la realidad
que va a buscar coincida con la forjada con su imaginación y, por tanto, con su
deseo. De ahí proceden todos sus males y todos sus bienes. Ha de tratar de
coincidir en un tipo de realidad que se asemeja al que se ha forjado, pero ha
de evitar su desgracia cuando no coincide. –y casi nunca coincide. Es decir, ha de amar
la realidad tal cual se le presenta.
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Esperar un tipo de realidad
determinado, unos sucesos concretos –como morir joven- supone ya el desear esa
realidad pues aquello con lo que se ha contado en la imaginación es también
aquello que se ha deseado. El temor linda siniestramente con el deseo.
Morbosamente también el hombre desea lo que teme. Esperar que se dé algo –contar
con su expectativa- es ya desear ese algo y todo aquello que se desea con
fuerza acaba sucediendo, especialmente cuando hablamos de algo tan propio como
la muerte nuestra.
Uno es ya lo que quiere, viene a
decirnos Schopenhauer; pero habría que alegar que uno quiere en realidad algo que no es él en cada instante, quiere algo cuya
existencia está fuera de él y necesita desplegarse para alcanzarla. Por eso el
deseo no es ninguno trozo de fatalidad. La fatalidad se hallaría si el mundo
entero se hallase contenido dentro de nosotros, si en vez de un microcosmos
fuéramos ya el macrocosmos. Pero para cumplir con sus deseos, el hombre ha de
salir al mundo y chocar con el azar y trastocar sus deseos o trocarlos con los
deseos de los otros seres.
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Sólo podemos recordar aquello que
hemos proyectado, es decir, aquello que formó parte de nuestra voluntad porque
ésta decretó ejecutar su plan, y por tanto lo que recordamos responde más a la
expectativa de un futuro que en su momento ejecutó nuestra voluntad que a un
pasado mostrenco que se nos viene a dar como por arte de magia. (Se podría
también decir: no recordamos el mundo y a nosotros en ese mundo, cuando recordamos,
sino que recordamos nuestra voluntad hacia el mundo, nuestro querer en el
mundo.)
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Debemos realizar nuestros más
altos deseos, aquellos que nos encaminan a nuestro desarrollo, sin resistirnos,
sin desperdiciar energías en un combate contra hábitos, instintos o deseos
contrarios que se nos oponen. Pero es precisamente esa lucha que dramáticamente
ensayamos mantener la que nos resta la energía necesaria para la realización de
esos deseos. Hemos de hacer como si el cauce ya estuviera abierto y nosotros
simplemente nos deslizáramos, como fluyendo libremente.
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Aquello que hemos deseado en
algún momento de nuestra vida, y que lo han logrado otros, nos causa envidia
(pero en definitiva, no se trata de que deseemos un mal a otro, sino que ese
logro ajeno nos hace conscientes de que un deseo nuestro no ha sido satisfecho
y ello nos produce un dolor, cierta nostalgia y sensación de fracaso o
frustración, conciencia de fracaso que no teníamos hasta ese momento).
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Deseamos estar en varios sitios a
la vez, hacer cosas que nos son simultáneas, y eso es lo que nos produce el
estrés, la angustia del tiempo.
Hemos de ser conscientes de que hay que
concentrarse en un solo deseo, una sola acción en cada presente y desechar los
otros deseos que nos asaltan.
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Nadie puede hacer nada que no
quiera: es sobre esta base primaria y a la vez más personal de nuestra voluntad
sobre la que hay que colocar cualquier filosofía sobre la vida, el mundo y el
hombre. Todo hombre puede dar razón de sus actos precisamente porque están regidos
por el deseo de llevarlos a cabo. Incluso en situaciones habituales de
coerción, un hombre es capaz de resistirse a esa coacción y oponer su deseo
contario. Si ha cedido a esa coacción era porque su deseo en aquel momento era
acceder.
Por tanto, todo deseo tiene su razón de ser en la persona deseante,
pero siempre respondiendo a una situación determinada donde no sólo se juega su
deseo, sino que se siguen otros deseos que se le oponen y otras fuerzas que se
le resisten.
Habría que ver el deseo como un vector de fuerzas que está en
función de otras fuerzas. Nuestro deseo mide esa fuerza nuestra que está en
oposición a las fuerzas que se le
oponen.
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El mayor enigma del deseo es que
coloca de lleno sobre el tapete el problema de la libertad. Si se afirma que el
hombre nada puede hacer en contra de sus deseos, entonces queda convertido en
un autómata de estos.
Pero lo cierto es que el hombre puede aumentar o
disminuir el grado de conciencia sobre sus actos, puede enjuiciarlos y puede
emitir su veredicto y afirmar o recusar sus propios actos y ,por medio de esta
conciencia o labor intelectiva, el hombre puede estar modulando sus deseos
continuamente.
Cada hombre puede acudir a su experiencia y a su memoria para
darse cuenta de que se acumula un caudal de deseos diversos y contradictorios y
puede enhebrar su vida a partir de los deseos más nobles y, por tanto, puede
lograr, encadenando una afortunada modelación de deseos, que una conducta ética
regida por los motivos más nobles sea la que rija el gobierno de su vida.
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Cuando hay que esforzar la
voluntad o vigorizarla, llevando a cabo
actos no placenteros o que precisan el uso de la fuerza de nuestra voluntad,
aparece entonces en nosotros un impulso de fuga que nos impele a no ejecutar
ese acto y abandonarlo. Ponernos una recompensa como premio por llevar a cabo
actos que se nos resisten nos salva de tener que esforzar nuestra voluntad
hasta el punto de hacerla fracasar.
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En el llegar a comprender hay también un deseo
de comprender aquello que finalmente comprendemos. Incluso también cuando
erramos pues, en lo que atañe a las cosas del conocimiento, el error se produce
porque hay un deseo de comprender las cosas bajo el error, es decir, bajo la
forma en que le interesa a uno ver. Así,
nuestro conocimiento, nuestra inteligencia está arraigada en el deseo y
empapada por él. Cada uno sabe lo que quiere saber e ignora lo que no desea. Y
cada uno es tan necio como desea ser.
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Toda nuestra sensibilidad,
nuestro mundo emocional nace del deseo de que el mundo sea de un modo determinado o del dolor que nos
produce que los hechos no se produzcan de ese modo determinado.
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No son nuestros deseos los que
nos hacen actuar irracionalmente sino el hecho de que los ignoramos. Cuanto más
conoce uno sus propios deseos, más
racional se va haciendo su conducta.
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El gran obstáculo para vivir
enteramente el presente, dejando de juzgar lo que percibimos, es el deseo que
tenemos por las cosas terrenales, que nos mueve a desear que la realidad sea de
otro modo a como se nos presenta y nos mueve a imaginar una realidad propicia o
alternativa.
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