Nunca él había envidiado a nadie, pero por primera vez sintió celos de algo que no era humano y se sentía estúpido. Tenía celos de una parte de la casa, que cada vez se le hacía más extraña. La habitación se hallaba al fondo del largo pasillo, al otro extremo de la alcoba, y cuando ella la visitó por primera vez se le iluminaron los ojos de tal forma que llegó a sugerirle el traslado de la cama de matrimonio a aquella habitación minúscula. Tras constatar con una cinta métrica que era imposible colocar el colchón sin que tuvieran que saltar por la ventana, o que corrían el riesgo de quedarse atrancados allí sin poder abrir la puerta, ella no quiso darse por vencida. La atracción que ejercía sobre ella aquella estancia era tan fuerte, que cuando se despertaba muy temprano, siempre unas horas antes que él, tras tomar el café y fumar un cigarrillo, comenzaba a trajinar por la casa con ocupaciones domesticas que se iba inventando según las ocurrencias de la hora, hasta que llegaba el momento en que le entraba otra vez el sueño, atravesaba el pasillo, abría la puerta de la habitación y se volvía a dormir en aquella cama sólo para su cuerpo. Ella decía que era allí donde dormía a pierna suelta, su momento feliz de sueño profundo a primeras horas de la mañana. Muchos días, cuando él se levantaba y no la encontraba en la cocina o por ninguna de las otras habitaciones, iba hasta la pieza donde sabía que se encontraría y le daba un beso si estaba dormida o un abrazo si estaba despierta, pero nunca se atrevía a meterse en la cama con ella. Aunque la cama era pequeña, lo que lo detenía no era la incomodidad de estar apretujado, sino el aviso de que si abría las sábanas para yacer junto a ella acabaría violando su lugar más íntimo. Cuando ella comenzó a colgar cuadros sugerentes que le revelaban de una manera vaga los rasgos de su carácter, y cuando más tarde retiró su joyero del aparador de la alcoba y se acabó llevando los frascos de perfume porque era, según decía, en esa habitación donde se despertaba y donde debía comenzar las tareas de su aseo, comenzó a amoscarse y a sentirse como un marido que se estaba quedando viudo a plazos. La alcoba ya sólo olía al soso perfume de su propio cuerpo y se sentía desvalijado cada vez que miraba el espacio vacío del aparador donde debía hallarse el cofrecito con las joyas. Aunque ella no trasladó ningún adorno de la alcoba, y durante un tiempo sólo se dedicó a renovar las lamparitas de noche y los percheros, a montar estanterías y a colocar algún espejo, a él ya le gustaba más la decoración de aquella habitación que la de su propia alcoba, que ahora se le aparecía más fea y huérfana desde que ella por las mañanas se levantaba más temprano y se enclaustraba en la habitación, que de pronto se le había hecho impenetrable. Se sentía traicionado. No se atrevía a entrar sin llamar a la puerta y, como casi siempre la veía cerrada, tenía siempre el escrúpulo de no llamar.