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AFORISMOS Y CAVILACIONES 34. Sobre la muerte (II)





No nos aflige tanto nuestra propia muerte como la de los seres queridos que se van muriendo antes que nosotros. Ser inmortal no nos serviría de nada en un mundo en que hubieran muerto los que nos acompañaron: nos quedaríamos solos, vacíos y sin amor. Y gustosamente aceptaríamos nuestra muerte si fuera el precio que tuviéramos que pagar por rescatar de ella a nuestros difuntos.

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Que los hombres no vayan a su cita con la muerte en las mismas condiciones vitales es el mayor alegato metafísico contra la desigualdad de los hombres. La alta esperanza de vida de los ricos debería convertirse en la eterna de desesperación de los pobres y abrirles los ojos sobre la consustancial injusticia del mundo.

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No hay nada más fértil que la muerte, y es esta la gran paradoja de la vida, que aquello que vuelve estéril todo lo que toca contenga a la vez el germen de toda vida y de toda creatividad. Acaso nos hayamos equivocado al conceder a la apariencia de toda vida el poder de la fertilidad, pues podría ser que aferrados a esta apariencia y nutriéndose de ella, el hombre no haga otra cosa que despotenciarse y arruinar la posibilidad de todo poder. Al haber idolatrado y creído en la magia de la vida, nos hemos vueltos ciegos al poder de la muerte, y así, cuando nos enfrentamos con su imagen, huimos espantados creyendo que su poder terrible radica en la aniquilación de cualquier otro poder. Forma parte de la debilidad del hombre no percibir el verdadero poder de la muerte -muy lejos de ser maléfico- y creer que ésta es la fuente de todas las desgracias y debilidades del hombre y de la vida. Acaso habría que reír cada vez que la muerte da un zarpazo a nuestro alrededor y enjugar las lágrimas de nuestra cara de funeral.

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Un hombre que nunca se hubiese afligido por la muerte ni la hubiera deseado para sí o para otros podría llegar en su inocencia a alcanzar una longevidad inimaginable. Acaso la muerte penetró en el mundo a fuerza de invocarla con los deseos y el pensamiento.

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Lo único que "ha llegado para quedarse" es la muerte. Lo único que no puede ser desalojado una vez ha instaurado su reino: nadie ha regresado de la muerte para contarlo. Es quizás por eso que el poeta proclama que la moda es la madre de la muerte. Tal vez es por eso por lo que estúpidamente se suele proclamar con toda la pompa publicitaria que tal innovación tecnológica ha venido para quedarse. Pero cuanto más compite el hombre con la muerte, más la acelera. Y es que pretende el hombre huir de la muerte a fuerza de renovarse y, cuanto más corre, más siniestra se le vuelve la vida, pues más alargada se le va haciendo, a la vez, la sombra que le sigue. La muerte nos alcanza tras hacernos correr más descompuestos al lugar de la cita. Y es que no nos perseguía; simplemente nos estaba atrayendo con maniobras de distracción hacia su punto de encuentro.

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Que nadie se pregunte cómo será su último minuto sobre la tierra. Todos los minutos lo fueron y el último se nutre de la riqueza o la pobreza con el que hemos dotado a los anteriores.

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Comenzar a enterrar los muertos debió dejar en el hombre la primera huella de culpa por no atenderlos como se merecían. Se entierra a los muertos para olvidarlos más deprisa y librarnos así de su presencia acusatoria.  No los enterramos porque hiedan y se pudran, ni porque hayamos de rendirles un último homenaje, sino porque su hedor y su putrefacción lenta nos recordarían la inconmensurable pena de haberlos perdido. Enterrar a los muertos, más que un homenaje, resulta ser un paliativo para un dolor insoportable. Pero el dolor es, precisamente, lo que nos hace sentirnos vivos y nos advierte de un peligro inminente. Al calmar el inmenso dolor de haberlos perdido, se nos va pudriendo la vida en torno a unos cadáveres que no osamos contemplar.

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Allí donde se hallen los muertos también han de sufrir nostalgia por los vivos, tal como la que tenemos de ellos los supervivientes, mucho mayor la de ellos, que fueron arrancados del paraíso de la tierra, y, a diferencia de los que se quedaron, han de saber apreciarlo con mayor delicadeza. Si los vivos lograsen competir en nostalgia con los muertos, tal vez la vida de los hombres se volvería feliz y el recuerdo de los difuntos nos abriría la vuelta de la humanidad al paraíso.

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La muerte nos va arañando segundos de vida cada vez que nos distraemos. La muerte siempre viene a cuestionar porque estás ahí cuando tendrías que estar aquí. Ella siempre sabe ocupar nuestro vacío.

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Si consiguiéramos vivir como si los muertos aun viviesen, la vida de los hombres mejoraría tanto que tal vez la muerte huyera de la tierra espantada. Acaso la muerte acecha porque los hombres no son felices y bastaría con una simple reforma interior para ahuyentar a la muerte mediante una buena predisposición. Para paliar esta terrible ausencia que devasta el alma de la tierra y de los hombres, como pálida vela a la memoria de los ausentes, se ha instituido la tradición. Ella nos libra de que la humanidad caiga en la destrucción, pero no consigue parar la marcha devastadora de los tiempos.

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Se descuida de la vida quien no se cuida de la muerte.

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La idea de que la muerte nos aguarda en cada momento y que puede sorprendernos en el próximo instante, aniquilando el mundo entero, al fulminar el nuestro, nos exime de cualquier preocupación que pueda venir a esclavizar nuestra alma. En este sentido, la idea de la muerte es liberadora: nos libera de las angustias del tiempo para poder vivenciar el presente libremente y como si fuera eterno.

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Quien con frecuencia vive pensando en la muerte acaso se convierta en un fantasma en vida, pero también espanta todos sus fantasmas.

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Si la muerte nos derrota es porque cuando se nos pone delante ya conoce nuestro último deseo, que es no tener ninguno, señal de que ya nos precipitamos hacia ella. Todos nuestros deseos están suscitados por el temor a que nos sorprenda la muerte, pero no son más que vanos subterfugios para ahuyentarla. Mas así logramos esconderle todos nuestros deseos, pues mientras vayamos alentándolos estamos a salvo de la muerte, que nada desea. Pero no podemos esconderle el último, que es en realidad un no deseo y una ausencia de temor, y en ese estado acabamos coincidiendo con la muerte y nos entregamos a ella. Al volcarnos en nuestros deseos logramos esquivar momentáneamente a la muerte, pero al precio de una vida llena de un terror solapado. Bastaría con dejáramos de temerla para ser invulnerables: no conseguiría descifrarnos. Nada desearíamos entonces y dejaríamos de sentirnos perseguidos por la muerte. Iríamos siempre hacia ella, como muertos en vida, pero, en vez de destruirnos, nos daría vida eterna.

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A veces la muerte, que es discordia en estado puro, rehúye de aquellos que la reciben con los brazos abiertos y persigue encarnizadamente a quienes la rehúyen.

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No está muerto quien es conmemorado entre los vivos; así es como se reencarna su cuerpo en el nuestro, permitiendo que su recuerdo influya en nuestras vidas. Así es como debe darse la resurrección de los muertos: como una comunión de los difuntos y los vivos en el altar de la memoria humana.

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¿Cómo vamos a recordar a los muertos si sólo tenemos mala memoria y peores palabras para los vivos? ¿Y cómo vamos a acordarnos bien de los vivos si los vamos a echar en el olvido una vez los hayamos enterrado?

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Para tener casi todos una vida tan miserable, resulta ridículo el miedo que tenemos a perderla. Tal vez todo el coraje ante la muerte no consista más que en salir de esa miseria. Teme a la muerte quien se espanta de la vida. Pues darse a la contemplación de la muerte y no temerla es el signo más claro del amor a la vida.

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Se inclina hacia la idea del suicidio quien se resiste a aceptar cualquier condición de vida. Muchos de los que nunca han barajado la posibilidad de darse muerte son los mejores candidatos a cualquier tipo de esclavitud y alienación.

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La nostalgia es la peor actitud ante la muerte pues ella está ahí precisamente para impedirnos mirar atrás.

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No hay nada menos macabro que pensar a menudo en la muerte. Nos enseña a no vivir la vida como una tragedia. Ante su presencia, hasta los asuntos más solemnes nos arrancan una carcajada.

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La muerte es ese adversario que todos los días negocia con nosotros a base de ultimatums. Aunque sabemos que no podemos ganarle la guerra, siempre tenemos la posibilidad de salir más sabios tras cada batalla: su adversidad nos puede matar, pero también nos puede hacer más fuertes.

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Mientras no nos vistamos, por medio de la meditación sobre la muerte, con los ropajes que ésta nos presta, todos vamos hacia ella en cueros y con demasiada impedimenta para tratar los asuntos serios de la vida.

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Con su último límite, la muerte nos niega el más allá para advertirnos que miremos más acá.

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Cuando una sociedad se esfuerza en esconder la muerte, también se esconde de la vida y la falsea. Ignorar que somos transitorios, a la vez nos hace perezosos y nos va estrechando el horizonte. Si sentimos que el mundo se nos vuelve cada vez más superficial es porque nos hemos quedado sin la gravedad y profundidad con la que nos podía dotar la muerte. Ésta no es más que el índice que nos muestra que el mundo es temporal y finito y nos recuerda que para compensarlo hemos de buscar en la vida lo eterno y lo infinito.

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Nacemos con una venda en los ojos que nos vamos poco a poco quitando a medida que vamos viendo el mundo tal cual es. Y cuando ya nos la quitamos del todo comprendemos su utilidad: estaba ahí para taparnos la visión de la muerte y la vida era sólo su borrosa imagen.

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En el mundo a cada instante nos falta la vida, o, mejor dicho, la vida existe faltando, dejando a cada momento de ser lo que era. Resulta así ser la vida tan escurridiza e invisible como la propia muerte.

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No debería resultarnos extraño que los más graves problemas de la vida y el secreto de su inmortalidad, es decir el de la vivencia más intensa de la existencia, se resuelva al contestar satisfactoriamente al enigma que el oráculo de la muerte nos plantea, y es precisamente el haber dado la espalda a la presencia de este enigma lo que debilita y hace tan endeble la existencia del hombre sobre la tierra.

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Todos venimos al mundo por el mismo impulso de prodigiosa fecundidad, pero a la hora de la verdad la muerte decide nuestro grado de fertilidad o esterilidad según las condiciones de vida con que nos hemos ido dotando.

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El nacimiento nos ofrece una máscara y la muerte nos la arranca. Vivir bien es tomarse tanto la una como la otra como una impostura, y negarse a cubrir el rostro para poder mirar a ambas cara a cara.

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Los muertos siguen hablando por nuestros labios. Cierto que lo hace de soslayo, como cuando decimos “como decía mi madre… o como escribió fulano…”, pero es en esa forma indirecta como se nos aparecen los fantasmas que apenas dejan huella en nuestra conciencia y, sin embargo, su impronta y sus palabras siguen articulando su efecto sobre este mundo. Sólo la ignorancia de la muerte, y de cuál es la importancia y la forma de proceder de los muertos, nos lleva a concluir que la muerte es irrevocable y su reino estéril. El lazo que nos une a los muertos es precisamente esa larga cadena que vincula al hombre con su esencia y su cultura y que le da su valor más espiritual y humano. No es azaroso que en unos tiempos en que la sensibilidad para lo espiritual y lo humano está atrofiada, los muertos acaben siendo soterrados y su memoria abolida hasta borrar su huella.

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En contra de las apariencias, no es la posición yacente lo privativo de la muerte. Es justo al revés: el hombre sólo es capaz de erguirse ante su presencia. La blanda molicie de la vida, y su aspecto sensorial y lujurioso, suele, más bien, hacerle desfallecer y colocarle en posición yacente.

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Desde el comienzo de la vida andamos escapando de la muerte, y de ahí proviene el miedo que todo nos causa. Ese miedo nos mantiene siempre tensos y preocupados. Bastaría que un hombre dejase de tener miedo a la muerte para que nada del mundo le importase: seguirá actuando en él, como si nada le afectase. Se hallaría vacío, pero todas sus acciones se hallarían colmadas de sentido.

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La vida va acostumbrándonos a la muerte al hacernos envejecer lentamente, mudándolo todo muy despacio, hasta que al fin ésta se nos ha vuelto natural.

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El hombre no debería dar por sentada su derrota en la batalla contra la muerte, no debería irse sin intentar al menos plantarle cara. Puede que sólo nos quede confesar lo que ya sabemos, que es un enemigo inexpugnable y que es imposible derrotarlo, pero el que toda la vida de los hombres se haya edificado sobre la base de no tenerle en cuenta como enemigo a batir ha acabado por debilitar el coraje y la creatividad del hombre hasta límites inimaginables, y ha contribuido a fijar más al hombre como una especie que sólo ofrece paliativos, evasiones de la cultura que lo han abocado a resignarse, es decir, a llevar una vida frívola que no tiene en cuenta el verdadero centro de gravedad sobre el que debería hacer pivotar su crecimiento. Que los dioses, por oposición, le hayan hecho ver al hombre que es un ser mortal es lo que le aleja cada vez más de gozar en su vida efímera de algún fruto inmortal.

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El gran mal de la humanidad. Al no conocer más que superficialmente a la muerte, nadie quiere entablar conocimiento con lo que es odiado y temido a la vez. Y así se acaba también conociendo superficialmente la vida y acabamos pasando por ella como de puntillas. El secreto que aún no hemos arrancado a la muerte nos impide a la vez arrancárselo a la vida y nos lleva a vivir mal.

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Cada vez que nos volvemos reacios a vivir el presente, la muerte se venga haciendo llover sobre nosotros la melancolía, ocupando nuestro tiempo con remordimientos y preocupaciones y arrebatándonos los días de vino y rosas que no fuimos capaces de coger.

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Ante el enigma de la muerte, Elías Canetti se pregunta ¿cuántas veces tendría el hombre que vivir para comprenderla? Pero la pregunta no debería versar sobre el cuánto, sino sobre el cómo. Quizás nos bastaría una vida bien encarnada que nos ahorrase una interminable sucesión de reencarnaciones. Pues la cuestión que la aterradora esfinge nos plantea es, más bien, sobre el cómo debiéramos vivir. Hay algo en el modo de vivir inauténtico de los hombres que les impide comprender la muerte. Es por taparnos los ojos y no osar a levantar la mirada, por ese estar huyendo siempre de ella, por lo que los hombres viven mal y mueren mucho peor. Quizás sea verdad que no podamos evitar su encuentro, pero nos iluminaria nuestro camino en medio de los arcanos de la vida y, acostumbrados a su resplandor, evitaríamos ir ciegos hacia ella. Acaso el secreto de la luz del mundo no se halle en el interior de la vida, sino en el estrellado reverso de su noche.

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Es preciso encararse con la muerte: sólo con esta exhortación bastaría para disolver o dar vigor a cualquier debilidad del hombre. Sí, es un pensamiento asombroso, pero sin la muerte en el horizonte de su mundo interior, el hombre se vuelve un ser ínfimo, vapuleado por todas las fuerzas falsas de la vida. La muerte es, efectivamente, el gran rasero de la vida, lo que hace que, en el plano vital, que es el que vale, el ser humano logre discriminar lo que es auténtico de lo que es falso.

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La vida que nos damos va escogiendo la mies, pero es nuestra muerte quien la recoge.

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Al no querer contemplar la muerte, al no tener en cuenta su destino efímero, el hombre ha perdido su inocencia. Es posible que lo que nos expulsó del paraíso no fuera aquel bocado al fruto del árbol de la ciencia sino dejar de tener en la boca el bocado de la muerte. Tal vez lo que nos hizo perder nuestra inocencia fuera empezar a vivir creyendo que nunca iba a alcanzarnos la muerte. Desde aquel momento somos culpables de nuestra levedad y de haber dejado de ser inocentes: perdimos la gravedad que nos amarraba al paraíso por el hilo de la muerte.

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Sólo los necios creen que van a vivir para siempre. Lo sabio es precisamente creer que la mejor forma de vida es estar muriéndose, es vivir para nunca, que es la mejor forma de alcanzar un simulacro de eternidad en vida.

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La muerte nos dice a todos que tenemos la misma importancia que los papas y los reyes y la gente más insigne; es decir, ninguna. Y al decirnos que ningún ser tiene importancia es cuando cualquiera puede cobrarla, pero justamente para no encumbrarse y dejar de trepar, para dejarse de imposturas y de apresurarse en la carrera de la vida, para tomarse la libertad de darle la espalda al tiempo mundano. La muerte nos dice que no tenemos tiempo, pero sobre todo nos dice que no tenemos tiempo para tonterías. Al darle otro valor a la vida, la muerte nos liberta del tiempo haciendo hincapié en él. Es un cedazo que nos va cribando su escoria, un reloj de escurridizos granos de vida que siempre da la hora de su muerte. Y así es como la muerte va dándonos su vida.

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Cada uno muere de su propia muerte, pero, por lo mismo, también vive de ella. Quien no aprende las lecciones que le da la muerte, no sabe cuál es la mejor forma de destruirse, y, por tanto, tampoco sabe cómo construirse. La muerte no sólo es la llave con que se nos cierra una puerta. También es la llave que sirve para abrirla.

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Quizás aquellos que afirman haber visto a Dios, habiéndoles esta visión transformado, no hayan visto otra cosa que la muerte, lo que les ha convertido en unos muertos en vida. Y es por haber muerto de su ego que han dejado de ser sombras y fantasmas y han logrado acceder al invisible reino de la muerte: el único territorio desde el que se puede avistar a Dios.

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Lo único que podría venir a darnos una seguridad y un sosiego absoluto es ver la muerte con ojos favorables. Si la muerte carece de importancia y nada importante nos acaece con ella, nada puede venir a preocuparnos después de haber aniquilado la mayor preocupación de los hombres.

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Quien a menudo piensa en la muerte no está viviendo la vida como un funeral; al revés, evita que su existencia se convierta en un funeral.

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Sólo hay dos momentos perfectos en la vida del hombre, el del nacimiento y el de la muerte, porque en ambos resultamos expulsados y queda anulado todo movimiento voluntario. El resto de los actos humanos están marcados por el signo de la imperfección. Toda la sucesión de actos que le siguen resulta una preparación para afrontar el último de ellos con el grado de perfección con el que nos hemos ido dotando, hasta el punto de que podemos deducir que un hombre ha tenido una buena vida cuando con su último acto ha merecido una buena muerte.

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La idea de la muerte nos impide ser inmorales. Nos devuelve el compromiso con la vida y la responsabilidad que hemos contraído con ella. Al cuidarnos más de la vida, nos vinculamos responsablemente con todos los miembros del universo. Impide que nos distraigamos con la pompa y las vanidades con que alimentamos nuestro ego. La muerte es el gran sol negro que nos despierta con su luz sublunar: viene a despejar la niebla que nos ciega con sus ensueños y fatigosos discursos.

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La idea de la muerte no nos permite equivocarnos. ¿Pues quién es tan tonto para errar en su última decisión? Cuando uno es consciente de que tal vez ya no le queda tiempo, la forma de no perderlo es sopesar el valor de cada cosa, para así escoger lo mejor, pues ¿Quién puede escoger lo malo o lo peor en estas condiciones? Hasta los verdugos saben que a los condenados a muerte hay que templarles el ánimo concediéndoles el mejor bocado en su última noche.

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Bajo la perspectiva de la muerte uno ya no está para tonterías. Por eso ella vuelve nuestros sentidos más perspicaces y nuestra inteligencia más aguda. Todo embotamiento vital procede de no percatarse de que nuestra vida sobre la tierra no es imperecedera; no puede convertirse, como diría Rilke, en un recreo escolar durante el cual uno se come una rebanada de pan y una manzana.

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Cuando sentimos que la muerta acecha, también nosotros nos ponemos a acechar la vida y lo que acechamos como buitres ávidos son sus mejores tajadas. Nadie soporta el vivir en malas condiciones ante la idea de una muerte inminente.

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Aunque la muerte nos susurra que debemos darnos prisa, a la vez nos desapresura: las cosas mundanas que nos daban prisa adquieren de repente una urgencia falsa, y hasta se vuelven triviales cuando nos hemos dado cuenta de que nos apresuramos ante la muerte y que todo lo que creíamos importante no eran más que cosas fútiles que no podremos llevarnos con nosotros.

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La muerte nos enseña que no podemos tener mejor estrategia que la de vivir como si ya estuviéramos muertos. Es precisamente por creernos demasiado vivos, indolentemente vivos, por lo que dejamos escapar cada instante como si no tuviera ningún valor por si mismo, pues somos incapaces de vivir para un presente tan efímero como prodigioso, y nos afanamos por un futuro muerto que sólo alienta en nuestra imaginación.

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La muerte nos vuelve austeros. Todo lo que no es necesario estorba y sobra. Ella impide que el lujo de la sensualidad de la vida nos ahogue y nos sepulte: nos impide dormir el sueño de su molicie.

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La idea de que es el cuerpo el que da vida al alma y la configura y hasta la determina le ha dado a la fértil idea de la muerte su remate final. Ha unido de tal forma el destino del alma con el cuerpo que cuando el corazón deja de latir, el alma se disipa sin que haya forma humana ni divina que dé un paso más allá y la devuelva a la vida. La ciencia acaba siempre intentando matar a cañonazos a los insidiosos moscardones que la irritan. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, parece dictaminar la ciencia, a la vez que, pagada de sí misma, extiende un certificado de defunción que nadie le ha pedido.

 

 




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