Siempre ocurría lo mismo desde hacía dos semanas: justo antes de que le pegara (o eso creía), él hacía reventar un objeto contra el suelo, o lo dejaba caer, o igual alguien tropezaba y se caía solo, no lo sé bien. Él llegaba a casa muy tarde —de día apenas se le sentía— y, cuanto más tarde lo hacía, más borracho llegaba, y entonces él aporreaba el timbre y luego tropezaba, y algo caía contra el suelo. Digo él porque entonces no tenía ni idea de quién era ni cómo se llamaba. Sí sabía que era español porque su voz no tenía acento, a diferencia de ella, que era extranjera, eso sí estaba claro, tal vez de Inglaterra, pensaba yo, aunque los acentos y los idiomas nunca han sido mi fuerte. La recuerdo todavía como si la estuviese viendo ahora pasando por delante de mi ventana con aquella expresión doliente tras atravesar el patio de la corrala hasta llegar al apartamento de al lado. Pelo rubio largo y algo desmadejado, ojos saltones en una cara huesuda y excesivamente delgada; ...
Bitácora de Poesía y Pensamiento