De animales veloces y luminosas sombras fue creciendo aquel tiempo sin testigos ni horas. (Diego Jesús Jiménez) El anciano se había abierto paso entre la muralla de hombres que miraban estupefactos la mancha de color almagre en la pared caliza mientras hacía aspavientos y vociferaba. «¿Y para qué sirve todo eso?», parecía preguntar colérico el anciano cubierto con piel de antílope. Y el hombre joven de ojos visionarios volvió a mirar, a la luz oscilante de la antorcha, la mancha indeleble que acababa de pintar con la sangre del último bisonte que se había cobrado con su arco. Casi podría jurar, ahora que lo miraba a través de esos ojos febriles, que aquel bisonte muerto era el mismo bisonte redivivo que ahora estaba ahí pintado en la pared, el mismo bisonte macho cuyo cráneo había sido clavado en una estaca a la entrada de la cueva. Podría jurar que aquel contorno, que había trazado con sangre y pigmentos aprovechando la fisura de una roca, perfilaba el mismo biso...
Bitácora de Poesía y Pensamiento