Había sido el año más horrible de su vida, el que justo ahora, cuando sonaba por la televisión la primera histérica campanada y comenzaba a atacar en la boca las uvas del platillo, creía despedir, mandar a la mierda aquella temporada en el infierno encarnado en 365 días, el año aquel que había comenzado ingresando en el hospital después de atragantarse con la última uva -¿o fue la penúltima?-, el tubo en la tráquea como una branquia que se hincha para un pez que se ahoga al otro lado del mar, el año nefasto del divorcio de su mujer y de la muerte de su madre -¿o fue al revés?-, el año en que se arruinó apostando en línea y cuando le embargaron el piso y le dio el lumbago bajando los muebles por la escalera, el de la detección precoz y la recaída prematura, el de las colas del paro y las caídas del pelo por el sumidero, y el de las ganas de cortarse a lo largo las venas,
Bitácora de Poesía y Pensamiento