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CUENTOS MÍNIMOS 14. NO ME LA PUEDO QUITAR DE LA CABEZA

 



Una vez conocí a un joven con amnesia. Hablaba con una exasperante lentitud, tartamudeando las palabras que iba buscando dentro de la oscuridad de su mente. Aunque no tenía facilidad de palabra, gesticulaba con una resuelta vivacidad y miraba a los ojos de una manera cálida y franca. Era amigo de mi primera novia y me lo había presentado durante un noche que habíamos coincidido en una discoteca. Al parecer, eran vecinos del barrio y habían estudiado juntos en el mismo instituto, tal vez en la misma clase. A pesar de que estuvimos bailando y tomando copas durante toda la madrugada, cuando días más tarde volví a encontrármelo en la zona de los pubs, no era capaz de reconocerme, por más señas que le daba sobre su amiga y sobre la noche que habíamos pasado juntos. Sabía que estaba aquejado de amnesia –el mismo lo había mencionado de pasada días antes- y que, por lo tanto no podía atribuir su despiste a la borrachera, sino que más que bien, desde de su percepción alterada, era siempre la primera vez que me veía, y  resultaba del todo inútil que hurgase en la memoria. Recuerdo que aquella tarde estuvimos hablando durante más de una hora, sentados en la mesa de un pub del centro la ciudad y de que, entre los planes que me fue desgranando, me había confesado sus deseos de abandonar la ciudad y de embarcarse en un pesquero hacia los mares del norte. Mientras hablaba con él, me iba invadiendo un sentimiento de lastima por su estado, pues de su imagen me iba quedando la impresión de un náufrago que se ha quedado a la deriva y no consigue vislumbrar la costa. Por fin, cuando nos despedimos y quedamos en volvernos a ver, yo ya sabía que no iba a acudir a la cita y que lo había perdido para siempre.

Sin embargo, ahora sé que aquella cita incierta se ha ido difiriendo varios años, pues hoy, después de tanto tiempo –han pasado lo menos treinta años desde aquel último encuentro- , lo he vuelto a encontrar en la sala de urgencias de un hospital, mucho más viejo que una persona de mi edad, con el pelo un poco canoso, pero con la misma mirada de asombro de ver todo por primera vez. Yo estaba con mi mujer y él iba acompañado de su hermana, los cuatro sentados en la misma hilera de butacas. El se quejaba de un brazo que llevaba en cabestrillo, colgando de un foulard; mi mujer se quejaba del pie con el que había pisado un cristal de una botella rota. El encuentro debió dejarme muy pensativo, pues mi mujer me ha preguntado enseguida si me ocurría algo, pero así, con él delante, me era difícil contestarle, explicarle el sentimiento de pena que que me había vuelto a vencer, pues había comprendido ahora que tenía una familia, que poseía un pasado y que de alguna manera yo figuraba dentro de él como una mancha borrosa, indefinida. No me he molestado en saludarle, pues estaba convencido de que ni siquiera me había visto entrar, ni tan siquiera sospechaba que a su lado tenía una persona que le había conocido. Después de un tiempo hemos intercambiado unas palabras, nos hemos quejado de la larga espera hasta que nos atendiese un médico, del funcionamiento lento y penoso de la sanidad. Seguía hablando confusamente, igual que antaño; de una manera confusa me estaba relatando el accidente que acababa de tener con su coche, cuando de repente, y sin venir a cuento, ha comenzado a hablarme en un tono claro y penetrante sobre una mujer de la que aún estaba enamorado, una mujer que me ha descrito con gran detalle: su rostro, sus gestos, el tono de su voz, su ligero acento extranjero, lo que habían hecho juntos y lo felices que habían sido. Le pregunté que cuánto tiempo habían estado juntos y me contestó que no sabía, pero que tal vez un par de horas. Aquella información, me parecía incierta, pues para él varios años podían contenerse en unas horas. No se acordaba ni siquiera del nombre, pero su descripción había sido tan nítida que la reconocí enseguida, desde el primer momento. Se trataba de mi primera novia, la que me lo había presentado. Me dijo que sólo un par de horas -o un par de años- en una pensión de su barrio, la misma pensión barata, supongo, a la que recurríamos cuando conseguíamos dinero para una cama. Habían sido amantes mientras salíamos juntos. Le pregunté, hipócritamente, si esa mujer tenía novio y me confesó, de una manera cándida, que el novio nunca llegó a enterarse. Resulta curioso, pero ya había conseguido olvidarme de ella durante muchos años y ahora no me la puedo quitar de la cabeza.


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