Al último hombre que me estuvo siguiendo le gustaba pegar la oreja tras la puerta del váter cuando yo iba a hablar por el móvil. Era inútil que intentase disimular lavándose las manos en el lavabo, o haciéndose retoques en el pelo y ajustando la corbata, porque ya me lo había encontrado antes en otros bares en los que llamaba la atención nada más entrar por la puerta. Siempre lo he dicho: no es este un barrio para pasar de puntillas; si alguien aparece por aquí buscando informes por encargo, enseguida se descubre. Pero aquel hombre no parecía enterarse de que este no es un negocio para gente inexperta. Muchas veces ahí estaba él cuando iba a cruzar un semáforo, o sentado dentro de su coche mientras hacía oscilar el dial de la radio al verme asomar por el garaje. Empezaba a fastidiarme el coche de color cobalto pegado a la trasera de mi coche, el traje de cheviot y la camisa blanca y arrugada que invariablemente llevaba siempre encima, junto con...
Bitácora de Poesía y Pensamiento