Como había
vuelto a quedarme solo, fui al animalario que hay cerca de mi casa y le pedí a
la dependienta que me aconsejara un nuevo animal de compañía. A la mujer que
estaba detrás del mostrador se la veía tan esquelética, que parecía un animal
de feria, con esa mirada lánguida y la cara de cera que se les va quedando a vegetarianos.
Mi último animal – le contesté, atendiendo a su pregunta- fue un gatito
prematuro al que estuve alimentando con leche de cabra recién preñada. Pero le
expliqué que antes había tenido un camaleón en un terrario que se ponía gris
cuando el día se nublaba y se ponía rojo al salir el sol, y antes me habían regalado
un perrito de bolsillo que iba enseñando por la calle para que la gente me
diera conversación, y también le hablé del grillo amaestrado con cuyo arrullo
yo recuerdo haberme quedado dormido durante las noches del último verano, el
más feliz de todos por tener a un mirlo blanco encerrado en una jaula.
“Ha hecho bien
en ponerme en antecedentes -me contestó la dependienta-, yo también he tenido
muchos bichos en casa durante los últimos años”, y se puso a deshojar un
catálogo de bichos todavía más estrafalario. Como aquella mujer ya empezaba a
abrumarme con aquellas extravagancias, la frené con un gesto seco, la mujer me
dio a entender que no le gustaban demasiado todos aquellos bichos, y me
preguntó, para ir al grano, si todos esos animales de compañía habían muerto de
muerte natural. Entonces me di cuenta de que no sabía muy bien de qué habían
muerto todos aquellos bichos tan queridos. Y me sentí culpable. Ni siquiera
había tenido curiosidad por saber de qué habían muerto todos aquellos animales.
Tal vez, yo los había ido envenenando con mi género de vida, con la mala vida
que les hacía pasar acompañándolos. Tal vez, pensé, era yo la peor compañía
posible. Sabiendo que mi interlocutora iba a empatizar conmigo, comencé a
contarle la triste historia de la hormiguita que yo tenía encerrada en una caja
de cerillas cuando preparaba oposiciones y que soltaba de vez en cuando para
que acarrease el pisto del canario por las baldosas de la cocina. Pero cuando
ya estaba a punto de entrar en los pormenores íntimos de aquel accidente
doméstico, me interrumpió haciéndome ver que no era necesario tanto alarde de
ternura animal, y me pidió que le siguiese hasta la trastienda, donde enseguida
vislumbré, recortado su perfil al trasluz de un ventanuco, a un empleado que
estaba escribiendo a máquina con papel de carboncillo. Aunque aquella estancia
seguía oliendo a bichos, por más que miraba alrededor, no conseguía ver ni una
triste cobaya de laboratorio. Así que me costó mucho comprender que el hombre
con manguitos y gafas de contable, que estaba como salmodiando encima de una
vieja olivetti, era precisamente lo que yo andaba buscando.
- Pero eso es
sólo un hombre -exclamé, como pidiéndole explicaciones, pero enseguida me
arrepentí de haberlo señalado con el índice, de una manera tan grosera.
No exactamente- me corrigió-, lleva la tinta en las venas. Pertenece a una larga estirpe de mecanógrafos y amanuenses y es capaz de adoptar tantas formas como las que utilizaba Proteo para confundir a sus perseguidores.
Cuando traté de
inquirir más sobre el infeliz plumífero, que ahora resultaba ser un animal bien
amaestrado, añadió que yo nunca podría imaginar la de cosas increíbles que
aquel hombre era capaz de experimentar cuando dejaba de escribir, y, para mi
sorpresa, vi cómo de un plumazo hacía recular el carro de la máquina desde el
uno al otro extremo, sonando, entonces,
un timbrazo que daba miedo y que yo interpreté como una señal de “!aquí va a
comenzar ahora la función!”, porque acto seguido, y sin mover el papel que le
había estado viendo escribir con tanto ahínco, se levantó de la silla como un sonámbulo
y, ante mis ojos pasmados, comenzó a desplegar una danza que acabó por marearme.
Primero emitió
una especie de cloqueo y empezó a bostezar y a envolverse con los brazos, como
si quisiera abrazarse a sí mismo, palmeándose
todo el cuerpo; desperezándose, se tumbó sobre el suelo y se puso a mugir como
si fuese una vaca lechera que estuviera a punto de parir; luego, con una ágil
cabriola, se enganchó con las dos manos al remate de una lámpara de lágrimas e
hizo unas flexiones que yo interpreté como las de un mono balanceándose sobre una
liana; se puso, acto seguido, a cotorrear como un loro, pavoneó sus brazos como
si fueran alas al viento y graznó cuatro palabrotas, de las cuales yo sólo
conocía dos; a continuación se fue hacía el rincón donde había varias jaulas
vacías con un fondo de paja, se abrió la cremallera y se puso a mear igual que
un perro, levantando su muslo izquierdo sobre el pie de una jaula huérfana, y,
finalmente, arrancó con violencia del rodillo de la máquina el papel que había
estado tecleando unos minutos antes, se subió a una especie de tarima, en la
había un galán del que colgaban varios sombreros pasados de moda, y comenzó a
lanzarnos, acompasada de gestos expresivos y violentos, una furibunda soflama
contra la especie más depredadora del planeta; hizo, al cabo, una reverencia
calculada y volvió a su silla, con aire pensativo, como si algo de lo que había
dicho o hecho fuera demasiado audaz y le hubiera metido en un apuro. De hecho,
parecía atemorizado y al borde del llanto. Yo, la verdad, todavía no salía de
mi asombro por toda aquella representación.
La dependienta
me miraba expectante, como preguntando qué me había parecido aquella
metamorfosis animal con arenga incluida. Yo todavía no estaba muy seguro,
“antes es necesario saber a quién le abres la puerta de tu casa”, le dije; pero
viéndole aporrear aquella maquina con tal empeño, me pareció tan seductor, que
no pude dejar de preguntarle si tenía algún interés lo que escribía.
No lo sabe usted
bien, me contestó, al pronto, con un tono enigmático. La pena era que todo
aquello no eran más que ensayos, acotaciones a pie de página, apuntes que
utilizaba para cambiar de forma. Se valía de esos papeles escritos, me decía,
como mero entrenamiento, buscaba fórmulas, tal vez pasadizos para transformarse
en seres o animales fantásticos; a veces, si se tenía paciencia y había suerte,
era posible asistir al nacimiento de una nueva especie, sólo que, como eran
especies fantásticas, además de nuevas, no había manera de saber de qué animal
se trataba. “Entonces -acabó diciéndome
la dependienta- todos esos aspavientos y gemidos acaban aburriendo y llegan a
exasperar”. Y la dependienta puso entonces la misma cara de compasión que
cuando me vio a mi entrar vacilante en el animalario. Sin embargo, a mí,
aquello me estaba empezando a resultar divertido
Así que me
pareció bien aquel amanuense que se hacía pasar por cualquier tipo de bicho.
Casi puedo decir que me gustaba, me identificaba con él. A mí mismo,
últimamente, me había dado por imitar a un ser que no existía más que en mi
imaginación, y la gente con la que trataba no conseguía imaginar a qué ser
imitaba, así que me iba desdibujando y me ponía cada vez más raro. Pensé que,
con aquel amanuense a mi servicio, como animal de compañía, podría volver de
nuevo a la normalidad. A parecer humano, incluso. Así que, finalmente, después
de asegurarme de que aquel mecanógrafo o proteo, o lo que fuese, no le daba por
imitar a otros hombres y dejarlos en ridículo, ajusté con la dependienta –que
cada vez me parecía más animal, por cierto- el precio por el traspaso y las
condiciones de entrega, añadí a la bolsa de la compra un libro titulado “Animalario”,
y volví a mi casa pensando que por fin había adquirido mi mejor animal de
compañía.
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